57

LA SALIDA

El rugido de la explosión sacudió toda la fachada del hotel. Un vómito de vidrios rotos se derramó sobre la nieve y quedó allí destellando como diamantes tallados. El perro del seto, que en ese momento se aproximaba a Danny y a su madre, retrocedió, aplastando las verdes orejas, con el rabo entre las patas y encogiéndose abyectamente contra el suelo. Mentalmente, Hallorann lo oyó gañir aterrorizado, y en su cabeza se mezclaron al gemido del perro los rugidos de terror y desconcierto de los leones. Con esfuerzo, se puso de pie para ir en ayuda de los otros dos, y mientras lo hacía vio algo que le pareció más de pesadilla que todo lo demás: el conejo del seto, todavía cubierto de nieve, se lanzaba desesperadamente contra el enrejado de seguridad que separaba la zona infantil de la carretera, y la malla de acero resonaba, tintineante, con una especie de música de pesadilla como la de una cítara espectral. Desde donde estaba, Hallorann alcanzaba a oír el ruido de las ramas y ramitas tupidamente entretejidas que formaban el cuerpo, al quebrarse con los golpes como si fueran huesos.

—¡Dick! ¡Dick! —gritó Danny, que intentaba ayudar a su madre para que Wendy pudiera subir al vehículo para la nieve. Las ropas que el chico había conseguido rescatar del hotel para ellos dos estaban dispersas sobre la nieve, tal como habían caído. De pronto, Hallorann cayó en la cuenta de que Wendy apenas si tenía puesta su ropa de dormir, Danny no tenía suficiente abrigo, y la temperatura debía estar en los doce grados bajo cero.

(dios mío si esta mujer está descalza).

Trabajosamente volvió atrás sobre la nieve para recoger el abrigo de ella, sus botas, el chaquetón de Danny, los guantes que pudo. Después volvió a la carrera hacia ellos, hundiéndose a veces hasta la cadera en la nieve, para volver a salir con fatigoso esfuerzo.

Wendy estaba horriblemente pálida, con un costado del cuello cubierto de sangre proveniente del lóbulo de la oreja herida; la sangre empezaba a congelársele.

—No puedo —balbuceó, ya casi inconsciente—. No… no puedo. Lo siento.

Danny miró a Hallorann con ojos suplicantes.

—Ya saldremos de ésta —le aseguró Hallorann, y volvió a alzar a Wendy—. Vamos.

Como pudieron, los tres llegaron hasta donde se había atascado el vehículo para la nieve. Hallorann dejó a Wendy en el asiento del acompañante y la abrigó con su ropa. Le levantó los pies, que estaban ya muy fríos, pero no mostraban síntomas de congelamiento, y se los frotó enérgicamente con el chaquetón de Danny antes de ponerle las botas. El rostro de Wendy tenía una palidez de alabastro y sus ojos, medio cerrados, tenían una clara expresión de aturdimiento, pero cuando la joven empezó a estremecerse, Hallorann pensó que eso era buena señal.

Tras ellos, una serie de tres explosiones sacudió el hotel. Las llamas iluminaron la nieve con un resplandor anaranjado.

Con la boca casi apoyada en el oído de Hallorann, Danny le gritó algo.

—¿Qué?

—Digo si necesitas eso.

El chico señalaba la lata de gasolina, a medias hundida en la nieve.

—Sí, creo que sí.

Hallorann la levantó y la sacudió. Aunque no pudiera decir cuánta, todavía le quedaba gasolina. Volvió a asegurarla en la parte de atrás del vehículo, tras varios intentos inútiles, ya que los dedos se le estaban entumeciendo. Sólo en ese momento se dio cuenta de que había perdido los mitones de Howard Cottrell (si salgo de ésta ya me ocuparé de que mi hermana te teja una docena de pares, howie).

—¡Vamos! —gritó, dirigiéndose al chico.

Danny titubeó.

—¡Nos vamos a helar!

—Primero pasaremos por el cobertizo. Allí encontraremos mantas… o algo parecido. ¡Ponte detrás de tu madre!

Danny subió al vehículo y Hallorann volvió la cabeza para asegurarse de que Wendy lo oyera.

—¡Señora Torrance! ¡Cójase a mí! ¿Me entiende? ¡Con todas sus fuerzas!

Wendy lo rodeó con los brazos y apoyó la mejilla contra la espalda de Hallorann. Éste puso en marcha el vehículo, haciendo girar con delicadeza el acelerador para que arrancara sin sacudidas. Wendy apenas si tenía fuerzas para aferrarse a él, y si resbalaba hacia atrás, arrastraría con su peso a su hijo.

Cuando se pusieron en movimiento, Hallorann hizo describir un círculo al vehículo, para después dirigirse hacia el Oeste, en un sentido paralelo al del hotel, y finalmente acercarse más a éste para llegar al cobertizo de las herramientas.

Durante un momento vieron con toda claridad el vestíbulo del «Overlook». La llama de gas que se elevaba a través del suelo destrozado parecía una gigantesca vela de cumpleaños, de un orgulloso amarillo en el centro y azul en los bordes oscilantes. En ese momento daba la impresión de que no hiciera más que iluminar, sin destruir. Alcanzaron a ver el mostrador de recepción con la campanilla de plata, las calcomanías de las tarjetas de crédito, la antigua caja registradora, las alfombras, las sillas de respaldo alto, los escabeles tapizados en tela de crin. Danny pudo distinguir el pequeño sofá junto a la chimenea, donde habían estado sentadas las tres monjas el día que ellos llegaron… el día del cierre. Pero el cierre, en realidad, era ahora.

Después, el ventisquero de la terraza no les dejó seguir viendo. Un momento después iban bordeando el lado oeste del hotel. Todavía había luz suficiente como para ver sin el faro delantero del vehículo para la nieve. Las dos plantas de arriba estaban en llamas, que se asomaban por las ventanas como ardientes gallardetes. La resplandeciente pintura blanca había empezando a ennegrecerse y descascararse. Los postigos que cerraban la ventana panorámica de la suite presidencial —los que Jack había asegurado escrupulosamente, ateniéndose a las instrucciones recibidas a mediados de octubre— pendían ahora como flameantes despojos, dejando al descubierto la profunda y desgarrada oscuridad de la habitación, como si fuera una boca desdentada que se abre en una última mueca, mortal y silenciosa.

Como Wendy había apoyado la cara contra la espalda de Hallorann para protegerse del viento, y a su vez Danny escondía la cara en la espalda de su madre, Hallorann fue el único que vio el final, aunque nunca habló de él. Le pareció ver que por la ventana de la suite presidencial salía una enorme forma oscura que por un momento oscureció la extensión de nieve que se dilataba detrás del hotel. Al principio asumió la forma de un pulpo, enorme y obsceno, y después pareció que el viento se apoderara de ella para desgarrarla y hacerla pedazos como papel viejo. Se fragmentó, quedó atrapada en un remolino de humo y un momento después había desaparecido tan completamente como si no hubiera existido nunca. Pero en esos segundos en que se arremolinaba sombríamente en una danza que parecía de negativos de puntos de luz, Hallorann recordó algo de cuando era niño… de hacía cincuenta años, más tal vez. Él y su hermano habían encontrado un enorme avispero en la parte norte de su granja, metido en un hueco entre la tierra y el tronco de un viejo árbol abatido por el rayo. Su hermano llevaba, metido en la cinta del sombrero, un gran buscapiés que había guardado desde los festejos del cuatro de julio. Lo había encendido, lo había arrojado contra el avispero, y cuando estalló con gran estrépito, del nido destrozado se elevó un murmullo, un zumbido colérico que iba en aumento, casi como un alarido bajo y ronco. Los dos chicos habían escapado como si los demonios les pisaran los talones. Y en cierto modo, suponía Hallorann, debían haber sido demonios. Aquel día, al mirar por encima del hombro, como estaba haciendo ahora, había visto una gran nube oscura de insectos que se elevaban en el aire caliente, describiendo círculos juntos para después apartarse, en busca del enemigo que había hecho tal cosa con el hogar común, para poder, como una sola inteligencia grupal que eran, atacarlo a aguijonazos hasta darle muerte.

Después, eso que había en el cielo desapareció y tal vez no hubiera sido más que humo o un gran trozo de empapelado humeante que salió por la ventana, y no quedó más que el «Overlook»: una pira restallante en la rugiente garganta de la noche.

Aunque en su llavero tenía una llave para el candado del cobertizo, Hallorann vio que no tendría necesidad de usarla. La puerta estaba entornada, con el candado, abierto, pendiente del cerrojo.

—Yo no puedo entrar ahí —susurró Danny.

—De acuerdo. Quédate con tu madre. Allí solía haber una pila de viejas mantas para equitación, que probablemente estén todas apolilladas, pero siempre será mejor eso que morir congelados. Señora Torrance, ¿sigue usted estando con nosotros?

—No sé, creo que sí —respondió débilmente la voz de Wendy.

—Bueno. En un segundo vuelvo.

—Vuelve lo más pronto que puedas, por favor —le pidió Danny.

Hallorann hizo un gesto afirmativo. Había enfocado sobre la puerta el haz de luz del vehículo, y avanzó trabajosamente entre la nieve, arrojando ante sí una larga sombra. Abrió del todo la puerta del cobertizo y entró. Las mantas seguían en el mismo rincón, junto al juego de roque. Levantó cuatro mantas —que olían a humedad y a viejo, y con las cuales las polillas indudablemente se habían dado un buen banquete— y de pronto se detuvo.

Faltaba uno de los mazos de roque. (¿Habrá sido con eso con lo que me golpeó?). Bueno, ¿acaso tenía alguna importancia con qué lo hubieran golpeado? De todas maneras, sus dedos subieron hasta el costado de la cara y empezaron a tantear la hinchazón. Seiscientos dólares le había pagado al dentista por ese trabajo, deshecho ahora de un solo golpe. Y después de todo(tal vez no me golpeó con uno de éstos. Tal vez uno se perdió, o lo robaron. O se lo llevaron de recuerdo. Después de todo) en realidad no importaba. Nadie iba a andar por ahí jugando al roque el verano próximo… ni en ningún otro, hasta donde se podía prever.

No, en realidad no importaba, pero de todas maneras el hecho de estar mirando el juego de mazos entre los cuales faltaba uno ejercía sobre él una especie de fascinación. Hallorann se encontró pensando en el ruido sordo de la cabeza de madera del mazo al golpear la bola de madera. Un ruido con gratas resonancias de verano. Como mirar la bola cuando iba saltando sobre la (sangre, hueso) grava. Algo que evocaba imágenes de (sangre, hueso)té helado, columpios y mecedoras, señoras con amplios sombreros de paja, el zumbido de los mosquitos y (los niñitos rebeldes que no se atienen a las reglas del juego). Todas esas cosas. Seguro. Bonito juego. Ya no tan de moda, ahora, pero… bonito.

—¿Dick? —la voz sonaba débil, asustada y, le pareció a Hallorann, francamente desagradable—. ¿Estás bien, Dick? Date prisa. ¡Por favor!

(«Vamos date prisa negro que los señores te llaman.»). La mano se le cerró sobre el mango de uno de los mazos, y Hallorann sintió que la sensación era grata. (Porque te quiero te aporreo.)En la vacilante oscuridad interrumpida solamente por el fuego, los ojos se le pusieron en blanco. En realidad, sería hacerles un favor a los dos. Ella estaba malherida… dolorida… y casi todo eso (todo eso) era culpa del maldito chiquillo. Seguro. Si era él quien había dejado a su padre allá dentro, que se quemara. Cuando uno lo pensaba, era poco menos que un asesinato. Parricidio, le llamaban a eso. Una bajeza, vamos.

—¿Señor Hallorann? —ahora era la voz de la mujer, baja, débil, quejosa. A Hallorann no le gustó nada.

¡Dick! —el chico prorrumpió en un sollozo aterrorizado.

Hallorann sacó el mazo de su soporte y se volvió hacia el torrente de luz blanca que vertía el faro del vehículo. Con incertidumbre, sus pies se movieron sobre las tablas del piso del cobertizo, como los pies de un juguete mecánico al que alguien ha dado cuerda y puesto en movimiento.

Repentinamente se detuvo, miró sin comprender el mazo que tenía en las manos y se preguntó con creciente horror qué era lo que había estado pensando hacer. ¿Asesinar? ¿Había estado pensando en asesinar?

Durante un momento fue como si una voz colérica, débilmente jactanciosa, le llenara la cabeza:

(¡Hazlo! ¡Hazlo negro flojo y sin pelotas! ¡Mátalos! ¡MÁTALOS A LOS DOS!).

Con un grito ahogado, aterrorizado, Hallorann arrojó lejos de sí el mazo de roque, que cayó ruidosamente en el rincón donde habían estado las mantas, con una de las dos cabezas apuntada hacia él como en una invitación inexpresable.

Huyó.

Danny estaba sentado en el asiento del vehículo para la nieve y Wendy se abrazaba débilmente a él. El chico tenía la cara brillante de lágrimas y se estremecía como si tuviera fiebre.

—¿Dónde estabas? —le preguntó, castañeteando los dientes—. ¡Estábamos asustados!

—Es que este lugar es como para asustarse —respondió lentamente Hallorann—. Y aunque se queme hasta los cimientos, a mí no conseguirán jamás hacerme acercar a doscientos kilómetros de aquí. Tome, señora Torrance, envuélvase usted con esto, que la abrigará. Y tú también Danny.

Póntelo, que parecerás un árabe.

Con dos de las mantas envolvió a Wendy, acomodándole una de ellas para formar una capucha que le cubriera la cabeza, y ayudó a Danny a envolverse en la suya de modo que no se le cayera.

—Ahora, a sosteneros con toda la fuerza que podáis —les dijo—. Nos espera un largo viaje, la peor parte ya la hemos dejado atrás.

Dio la vuelta alrededor del cobertizo y después volvió con el vehículo por donde había venido, rodeando el hotel. El «Overlook» parecía ahora una antorcha que se elevara hasta el cielo. En las paredes se habían abierto grandes agujeros, y el interior era un infierno al rojo vivo alzándose y amortiguándose. Por los canalones retorcidos, la nieve derretida se vertía en humeantes cascadas.

Al atravesar el jardín de la entrada, tenían el camino bien iluminado por el resplandor escarlata que bañaba las dunas de nieve.

—¡Mira! —grito Danny mientras Hallorann disminuía la marcha para atravesar el portón de entrada, señalando hacia la zona infantil.

Los animales del seto estaban todos en sus posiciones originarias, pero desnudos, ennegrecidos, chamuscados. Las ramas muertas eran una densa red que se entrelazaba bajo el resplandor del fuego, las hojas estaban caídas a su alrededor sobre la nieve.

—¡Están muertos! —había una nota histérica en el grito triunfal de Danny—. ¡Muertos! ¡Están muertos!

—Shh —lo tranquilizó Wendy—. Está bien, tesoro. Está bien.

—Bueno, doc, vamos a buscar algún lugar abrigado —anuncio Hallorann—. ¿Estás dispuesto?

—Si —susurro Danny—. Hace tanto tiempo que lo estaba…

Hallorann volvió a atravesar la angosta brecha entre el portón y el poste, y un momento después estaban en el camino, de regreso a Sidewinder. El ruido del motor del vehículo para la nieve se estabilizó hasta perderse en el incesante rugido del viento, que sonaba entre las ramas desnudas de los animales del seto con un gemido bajo, palpitante, desolado.

El fuego se alzaba y se amortiguaba alternativamente. Un rato después de que hubiera dejado de oírse el zumbido del motor del vehículo, el tejado del «Overlook» se desplomó: primero el del ala oeste, después el del ala este, segundos más tarde la parte central. Una enorme espiral de chispas y despojos en llamas se elevó en la vociferante noche invernal.

Arrastrado por el viento, un tizón en llamas fue a meterse por la puerta abierta del cobertizo de las herramientas.

Un rato después, el cobertizo también empezó a arder.

Estaban todavía a más de treinta kilómetros de Sidewinder cuando Hallorann se detuvo para echar el resto de la gasolina en el depósito del vehículo. Se sentía muy preocupado por Wendy Torrance, que parecía cada vez más a punto de írseles. Y todavía faltaba un largo trecho por recorrer.

¡Dick! —gritó Danny, que se había erguido en el asiento, señalando hacia adelante—. ¡Dick mira! ¡Mira allá!

Había dejado de nevar, y una luna como una moneda de plata se asomaba a espiar entre las nubes deshilachadas. Por el camino, muy hacia abajo, pero viniendo hacia ellos, subiendo la larga serie de curvas en forma de S, venía una perlada hilera de luces. El viento se acalló durante un momento, y Hallorann distinguió el zumbido lejano de los motores de varios vehículos para la nieve.

Hallorann, Danny y Wendy se encontraron con ellos quince minutos más tarde. Les traían ropa de abrigo, brandy y al doctor Edmonds.

La larga oscuridad había terminado.