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LA EXPLOSIÓN

Hallorann jamás pudo reconstruir con certeza el desarrollo de las cosas que siguieron. Recordaba que, en su descenso, el ascensor había pasado junto a ellos sin detenerse, y que algo iba dentro. Pero Hallorann no hizo intento alguno de mirar por la ventanilla en forma de rombo, porque lo que iba dentro, no parecía humano. Un momento más tarde se oyeron pasos que descendían corriendo la escalera. Primero, Wendy Torrance retrocedió, buscando refugio en él; después echó a correr, tambaleándose, por el corredor principal hasta llegar a la escalera, con toda la rapidez que podía.

—¡Danny, Danny! ¡Oh, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!

Lo arrebató en un abrazo, con un gemido en que se volcaba tanto el júbilo como el dolor.

(Danny).

Desde los brazos de su madre, Danny lo miró, y Hallorann advirtió cuánto había cambiado el chico. Tenía la cara pálida y acosada, oscuros e insondables los ojos. Daba la impresión de haber perdido peso. Al mirar ahora a los dos juntos, Hallorann pensó que era la madre la que parecía más joven, pese al terrible castigo que había sufrido.

(Dick… tenemos que… escapar… esto está a punto de…). Imagen del «Overlook». Lenguas de fuego que se elevaban del tejado.

Lluvia de ladrillos sobre la nieve. Repique de alarmas de incendio… aunque ningún coche de bomberos sería capaz de llegar hasta esos parajes hasta fines de marzo. Pero lo que más intensamente se transmitía en el mensaje del chico era una urgencia apremiante, la sensación de que aquello iba a suceder en cualquier momento.

—Está bien —asintió Hallorann, y empezó a acercarse a ellos, al principio con la sensación de estar nadando en aguas profundas. Su sentido del equilibrio estaba alterado y no podía enfocar bien el ojo derecho. Desde la mandíbula le irradiaban punzadas de un dolor palpitante que se le extendía hasta la sien y bajaba por el cuello, y tenía la sensación de la mejilla como algo del tamaño de una col. Pero el apremio del chico había conseguido ponerlo en movimiento e hizo que todo le resultara más fácil.

—¿Qué está bien? —preguntó Wendy, mirando alternativamente a Hallorann y a su hijo—. ¿Qué quiere decir con eso de que está bien?

—Que tenemos que irnos —explicó Hallorann.

—Pero yo no estoy vestida… mi ropa…

Como una flecha Danny se le escapó de los brazos y se fue corriendo por el pasillo. Wendy lo siguió con la vista y cuando el chico desapareció tras la esquina, se volvió a Hallorann.

—¿Qué hacemos si vuelve?

—¿Su marido?

—Ése no es Jack —murmuró Wendy—. Jack ha muerto… este lugar lo mató. Este lugar maldito —con el puño golpeó la pared, y el dolor de las cortaduras de los dedos la hizo gemir—. Es la caldera, ¿no es verdad?

—Sí, señora. Danny dice que va a estallar.

—Bueno —en su voz había una determinación mortal—. No sé si puedo volver a bajar esa escalera. Las costillas… él me rompió las costillas, y algo en la espalda, y me hace daño.

—Sí que podrá —le aseguró Hallorann—. Todos podremos.

De pronto, se acordó de los animales del seto y se preguntó qué harían en caso de que siguieran allí, en la entrada, montando guardia.

En ese momento volvía Danny, con las botas, el abrigo y los guantes de Wendy, y también con sus guantes y su chaquetón.

—Danny, tus botas —le advirtió Wendy.

—Es demasiado tarde —exclamó el chico, que los miraba con expresión de desesperada angustia. Cuando clavó los ojos en Dick, en la mente de éste se pintó de repente la imagen de un reloj bajo un fanal de cristal: el reloj del salón de baile, que un diplomático suizo había donado al hotel en 1949. Las manecillas del reloj marcaban que faltaba un minuto para medianoche.

—Oh, Dios mío —gimió Hallorann—. Ay, Dios santo.

Rodeó con un brazo a Wendy y la levantó, mientras con el otro alzaba a Danny, y echó a correr hacia la escalera.

Wendy gritó, dolorida, al sentir la presión sobre las costillas, al sentir una punzada de dolor en la espalda, pero Hallorann no se detuvo. Con los dos en sus brazos, se lanzó escaleras abajo. Un ojo desesperadamente abierto, el otro reducido a una rendija por la hinchazón, parecía un pirata tuerto que huye con los rehenes por los que más tarde ha de pedir rescate.

Inesperadamente, el esplendor le hizo comprender qué era lo que había querido decir Danny al declarar que era demasiado tarde. Percibió nítidamente la explosión a punto de desencadenarse desde las profundidades del sótano para desgarrar las entrañas de ese lugar de espanto.

Y corrió más de prisa, precipitándose a través del vestíbulo hacia las dobles puertas.

A toda prisa aquello atravesó el sótano y entró en el débil resplandor amarillento que irradiaba la única luz del cuarto donde ardía el horno. Iba sollozando de terror. Había estado tan, tan próximo a adueñarse del muchacho y de su fantástico poder. Imposible perderlo ahora, eso no debía suceder. Primero bajaría la presión de la caldera, y después le aplicaría un correctivo al chico. Con severidad.

—¡No debe suceder! —gemía—. ¡Oh, no, eso no debe suceder!

A tropezones llegó hasta la caldera; de la larga masa tubular emanaba un sombrío resplandor rojizo. Como un monstruoso órgano de vapor, se estremecía, crujía y dejaba escapar en cien direcciones columnas y nubecillas de vapor. La aguja del manómetro estaba en el extremo mismo del dial.

¡No, imposible permitirlo! —vociferó el vigilante/director.

Apoyó sobre la válvula las manos de Jack Torrance, sin preocuparse por el olor de carne quemada ni por el dolor, dejando que el volante al rojo se le hundiera despiadadamente en las palmas.

El volante cedió y, con un alarido de triunfo, aquello lo hizo girar hasta abrir completamente la válvula. Un rugido gigantesco de vapor que se escapa brotó de las profundidades de la caldera, como el bramido conjunto de una docena de dragones. Pero antes de que el vapor tornara invisible la aguja del manómetro, ya se advertía claramente que esta había empezado a retroceder.

¡GANÉ! —aulló aquello mientras prorrumpía en obscenas piruetas en medio de la ardiente niebla que iba en aumento, elevando por encima de la cabeza las manos llameantes—. ¡NO ES DEMASIADO TARDE! ¡NO ES

DEMASIADO TARDE! ¡NO…!

Las palabras se disiparon en un alarido de triunfo, y el alarido se perdió, devorado por el estruendo ensordecedor de la explosión de la caldera del «Overlook».

Hallorann irrumpió a través de las dobles puertas y empezó a atravesar con su carga la trinchera excavada en el gran ventisquero de la terraza. Vio con toda claridad, con más claridad que antes, los animales del seto, y en el momento mismo en que comprendía que sus peores temores se habían realizado y que los monstruos se interponían entre el porche y el vehículo para la nieve, el hotel estalló. Aunque más tarde comprendió que en realidad no podía haber sido así, en ese momento tuvo la impresión de que todo sucedía simultáneamente.

Hubo una explosión sorda, un ruido que parecía la prolongación de una sola nota grave que lo invadiera todo (BUUUMMMM) y después, a espaldas de ellos, una ráfaga de aire caliente que avanzaba, empujándolos con suavidad. Esa masa de aire arrojó de la terraza a los tres, y mientras volaban por el aire, una idea confusa (así es como se sentiría supermán) pasó rápidamente por la mente de Hallorann. Su carga se le escapó de los brazos y sintió que aterrizaba blandamente sobre la nieve. La sintió, fresca, bajo la camisa y metiéndose en la nariz, y tuvo la vaga sensación de algo grato y calmante sobre la mejilla herida.

Después, sin pensar por el momento en los animales del seto, ni en Wendy Torrance, ni siquiera en el chico, se dio la vuelta lentamente hasta quedar boca arriba, para ver la muerte del «Overlook».

Las ventanas del hotel se hicieron pedazos. En el salón de baile, el fanal de cristal que cubría el reloj sobre la chimenea se partió en dos pedazos y cayó al suelo. El reloj interrumpió su tictac: las ruedecillas y los engranajes y la rueda catalina se quedaron inmóviles. Se produjo un susurro grave y suspirante y una gran bocanada de polvo. En la habitación 217 la bañera se partió repentinamente en dos y dejó escapar un poco de agua, verdusca y hedionda. En la suite presidencial el empapelado estalló en una súbita llamarada. Las puertas de vaivén del Salón Colorado saltaron bruscamente de sus goznes y cayeron en el piso del comedor. Más allá del arco del sótano, las enormes pilas y montones de papeles viejos se convirtieron en otras tantas antorchas sibilantes, que no conseguía sofocar el agua hirviendo de la caldera al derramarse sobre ellas. Como las hojas de otoño que van quemándose bajo un avispero, fueron ennegreciéndose y retorciéndose. Al estallar, el horno destrozó las vigas del techo del sótano, que se desplomaron como el esqueleto de un dinosaurio. Ya sin nada que lo obstruyera, el conducto de gas que había servido para alimentar el horno se elevó en un bramante pilar de fuego a través del abierto piso del vestíbulo.

Los alfombrados de las escaleras estallaron en llamas que subían a la carrera hacia la primera planta, como para proclamar la terrible buena nueva. Las explosiones lo iban destrozando todo como una descarga cerrada. La lámpara del comedor, un globo de cristal de ochenta kilos de peso, se desplomó con un tremendo estrépito, derribando mesas por todas partes. De las cinco chimeneas del «Overlook», enormes llamaradas se elevaban hacia el cielo.

(¡No! ¡No debe ser! ¡No debe ser, NO DEBE!) gritaba aquello y seguía gritando, pero ahora sin voz porque no era más que un pánico vociferante de condenación y espanto en sus propios oídos, algo que se disuelve, que pierde el pensamiento y la voluntad, la telaraña que se deshace, búsqueda a tientas, sin resultado, una salida, apertura, escapatoria, asomarse al vacío, a la inexistencia, desmoronarse. La fiesta había terminado.