55

LO QUE FUE OLVIDADO

Wendy volvió en sí poco a poco; el agotamiento gris se disipó y fue remplazándole el dolor: en la espalda, en la pierna, en el costado… no creyó que sería capaz de moverse. Hasta los dedos le dolían, y en el primer momento no sabía por qué. (Por la hojita de afeitar, por eso).

El pelo rubio, ahora pegoteado y enredado, le caía sobre los ojos. Se lo apartó con la mano y sintió que las costillas rotas se le clavaban por dentro, haciéndola gemir. Empezó a ver el campo azul y blanco del colchón, manchado de sangre. De ella, o tal vez de Jack. En todo caso, era sangre fresca. No había estado mucho tiempo sin conocimiento, y eso era importante porque… (¿Por qué?).

Porque…

Lo primero que recordó fue el zumbido, como de insecto, de un motor. Durante un momento se quedó estúpidamente detenida en el recuerdo y después, en una especie de picada vertiginosa y nauseabunda, su mente retrocedió y le hizo ver todo en una sola mirada.

Hallorann. Debía de haber sido Hallorann. ¿Por qué, si no, podría haberse ido Jack tan de improviso, sin haber terminado con… sin haber terminado con ella?

Porque ya no le quedaba tiempo. Tenía que encontrar rápidamente a Danny y… y hacer lo que tenía que hacer antes de que Hallorann pudiera detenerlo.

¿O tal vez ya habría sucedido?

Alcanzó a oír el chirrido del ascensor que subía por el hueco.

(No Dios por favor no la sangre la sangre todavía está fresca no permitas que ya haya sucedido).

De alguna manera se las arregló para ponerse de pie, ir tambaleándose por el dormitorio y, a través de las ruinas del cuarto de estar, hasta la destrozada puerta del apartamento. La abrió de un empujón y salió al pasillo.

¡Danny! —gritó, aunque el dolor en el pecho la hacía estremecer—. ¡Señor Hallorann! ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien? El ascensor, que se había puesto otra vez en movimiento, se detuvo. Wendy oyó el choque metálico de la puerta plegable al correrse, y después le pareció oír una voz. Tal vez hubiera sido su imaginación. El ruido del viento era demasiado fuerte para estar segura, en realidad.

Recostándose contra la pared, se dirigió lentamente hacia la intersección con el pasillo corto. Cuando estaba a punto de llegar allí, la dejó helada el grito que subió por el hueco del ascensor y por el de la escalera:

¡Danny! ¡Ven aquí, cachorro! ¡Ven aquí y tómala como un hombre!

Jack. En la segunda o en la tercera planta. Buscando a Danny.

Al llegar a la esquina, Wendy tropezó y estuvo a punto de caerse. El aliento se le heló en la garganta. Había algo (¿alguien?) acurrucado contra la pared, no lejos del comienzo de la escalera.

Wendy empezó a darse más prisa, con un gesto de dolor cada vez que se apoyaba en la pierna herida. Ya veía que era un hombre, y al acercarse más entendió el significado del zumbido de aquel motor.

Era el señor Hallorann. Había venido, después de todo.

Cuidadosamente, Wendy se arrodilló junto a él, rogando en una incoherente plegaria que no estuviera muerto. Le sangraba la nariz, y de la boca le había salido un terrible coágulo de sangre. Un lado de la cara era un solo magullón hinchado y purpúreo. Pero respiraba, a Dios gracias. Eran bocanadas largas y difíciles que lo sacudían todo entero. Al mirarlo con más atención, los ojos de Wendy se ensancharon. Un brazo del chaquetón tenía un desgarrón en un costado. Tenía el pelo manchado de sangre, y un raspón, superficial pero de mal aspecto, en la base del cuello.

(Dios mío ¿qué es lo que le ha pasado?).

¡Danny! —rugió desde arriba la voz, impaciente—. ¡Sal de ahí, maldito!

No quedaba tiempo para pensarlo. Wendy sacudió a Hallorann, con la cara contraída por el dolor de las costillas rotas, que sentía en el costado como una masa ardiente, hinchada y magullada. (¿Y si me desgarran el pulmón cada vez que me muevo?). Tampoco eso había manera de evitarlo. Si Jack encontraba a Danny, lo mataría, lo golpearía con el mazo hasta matarlo, como había intentado hacer con ella.

Wendy sacudió a Hallorann y después empezó a darle con la mano suavemente al lado sano de la cara.

—Despiértese, señor Hallorann. Tiene que despertarse. Por favor… por favor…

Desde arriba, el retumbo incesante del mazo enunciaba que Jack Torrance seguía buscando a su hijo.

Danny se quedó de espaldas contra la puerta, mirando hacia la intersección donde los dos pasillos se cortaban en ángulo recto. El ruido constante, irregular, retumbante del mazo contra las paredes se oía cada vez, más. Aquello que lo perseguía aullaba, vociferaba y maldecía. Sueño y realidad se habían unido sin fisura alguna.

Ahora apareció ante sus ojos.

En cierto sentido, lo que sintió Danny fue alivio. Eso no era su padre.

La máscara del rostro y del cuerpo, desgarrada, hecha pedazos, era una triste parodia. Eso no era su papá, ese horror de los programas de televisión terroríficos del sábado por la noche, con los ojos en blanco, los hombros encorvados, la camisa empapada de sangre. No era su papá.

—Ahora, por Dios —jadeó aquello y se enjugó los labios con una mano temblorosa—. Ahora vas a ver quién es el que manda aquí. Ya verás.

No es a ti a quien quieren, es a mí. ¡A , a !

Asestó un golpe con el destrozado mazo, ya deformado y astillado después de innumerables impactos. El mazo fue a estrellarse contra la pared, arrancando un trozo del papel al tiempo que levantaba una nubecilla de yeso. Aquello esbozó una horrible sonrisa.

—A ver si me sales con alguno de tus trucos ahora —farfulló—. No nací ayer, ¿sabes? No acabo de caerme de la higuera, por Dios. Y voy a cumplir mis deberes de padre contigo, muchachito.

—Tú no eres mi padre —declaró Danny.

Aquello se detuvo. Durante un momento pareció indeciso, como si en realidad no estuviera seguro de quién —o qué— era. Después empezó a andar de nuevo. El mazo descendió silbando y se estrelló contra una puerta, que respondió con un ruido hueco.

—Eres un mentiroso —respondió—. ¿Quién soy, si no? Tengo las dos marcas de nacimiento, el ombligo hundido y la picha, muchachito. Pregúntale a tu madre.

—Tú eres una máscara —insistió Danny—. Una cara falsa. La única razón que tiene el hotel para usarte es que no estás tan muerto como los otros. Pero cuando el hotel haya terminado contigo, no quedará nada de ti.

A mí no me asustas.

—¡Pues ya te asustaré! —fue un aullido. El mazo silbó ferozmente al descender y se estrelló sobre la alfombra, entre los pies de Danny. El chico no retrocedió—. ¡Tú me mentiste! ¡Te conchabaste con ella! ¡Conspirasteis contra mí! Además, ¡Hiciste trampa! ¡Copiaste el examen final! —bajo las cejas pobladas, los ojos lo miraban furiosamente con un resplandor de lunática astucia—. Pero ya lo encontraré, también. Está por ahí en alguna parte, en el sótano. Ya yo encontraré. Me prometieron que podía buscar todo lo que quisiera —el mazo volvió a alzarse en el aire.

—Claro que prometen —reconoció Danny—, pero mienten.

En lo más alto de su recorrido, el mazo vaciló.

Hallorann había empezado a reaccionar, pero de pronto Wendy dejó de darle suaves golpes en la mejilla. Hacía un momento que por el hueco del ascensor, casi inaudibles entre el rugido del viento, habían llegado unas palabras:

¡Hiciste trampa! ¡Copiaste el examen final!

Venían desde algún lugar muy alejado del ala oeste. Wendy estaba casi convencida de que estaban en la tercera planta, y de que Jack —o aquello que había tomado posesión de Jack— había encontrado a Danny. Ni ella ni Hallorann podían hacer nada ahora.

—Oh, doc —murmuró, y las lágrimas le velaron los ojos.

—El hijo de puta me rompió la mandíbula —masculló turbiamente Hallorann—. Y la cabeza… —trabajosamente, se sentó.

El ojo derecho se le iba ennegreciendo rápidamente, al tiempo que la hinchazón se lo cerraba, pero de todas maneras, Hallorann alcanzó a ver a Wendy.

—Señora Torrance…

—Shh —lo silenció Wendy.

—¿Dónde está el niño, señora Torrance?

—En la tercera planta —respondió Wendy—. Con su padre.

—Mienten —repitió Danny. Con la rapidez relampagueante de un meteoro, demasiado rápido para echarle mano y detenerlo, algo le había pasado por la cabeza. No le quedaban más que algunas palabras de la idea (está por ahí en alguna parte en el sótano) (tú recordarás lo que olvidó tu padre).

—No… no deberías hablarle de esa forma a tu padre —la voz era ronca, el mazo tembló y descendió lentamente—. Sólo haces empeorar las cosas para ti. El… el castigo. Peor.

Tambaleándose como si estuviera ebrio, aquello lo miraba con una llorosa conmiseración que empezaba a convertirse en odio. El mazo empezó a levantarse nuevamente.

—Tú no eres mi papá —volvió a decirle Danny—. Y si dentro de ti queda algún pedacito de mi papá, sabe que ellos mienten. Aquí todo es una mentira y un engaño. Como los dados cargados que mi papá me regaló la Navidad pasada, como los paquetes de regalo que ponen en los escaparates y que mi papá dice que no tienen nada dentro, que no hay regalos, que no son más que las cajas vacías. Para vista, nada más, dice mi papá. Eso eres tú, no mi papá. Eres el hotel. Y cuando consigas lo que quieras, no le darás nada a mi papá, porque eres egoísta. Y mi papá lo sabe. Por eso tuviste que hacerle beber Algo Malo, porque era la única manera en que podías vencerlo, cara falsa y mentirosa.

¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —las palabras fueron un débil chillido y el mazo se elevó furiosamente en el aire.

—Adelante, pégame. Pero de mí jamás conseguirás lo que quieres.

El rostro que Danny tenía ante sí cambió, sin que el chico pudiera decir cómo; en los rasgos no hubo alteración alguna. El cuerpo se estremeció ligeramente y después las manos ensangrentadas se aflojaron, como garras exhaustas. El mazo cayó de ellas sobre la alfombra con un ruido sordo. Eso fue todo, pero de pronto su papá estuvo allí, mirándolo con una angustia de muerte, con un dolor tan grande que Danny sintió que el corazón se le consumía dentro del pecho. Los ángulos de la boca descendieron, temblorosos.

—Doc —dijo Jack Torrance—, huye. Escapa pronto. Y recuerda lo mucho que te quiero.

—No —susurró Danny.

—Oh, Danny por Dios…

—No —repitió Danny, mientras tomaba una de las manos ensangrentadas de su padre para besarla—. Todavía no ha terminado.

Con la espalda apoyada en la pared para ayudarse, Hallorann consiguió ponerse de pie. Él y Wendy se miraban como los únicos supervivientes de la pesadilla de un hospital bombardeado.

—Tenemos que subir —dijo Hallorann—. Tenemos que ayudarlo.

Perseguidos e impotentes, los ojos de Wendy lo miraron desde un rostro blanco como un papel.

—Es demasiado tarde. Ahora sólo él puede ayudarse.

Pasó un minuto, dos. Tres. Entonces lo oyeron gritar, allá arriba, no con un grito de triunfo ni de cólera, sino de un terror mortal.

—Dios santo —balbuceó Hallorann—. ¿Y ahora qué sucede?

—No lo sé —respondió Wendy.

—¿Lo habrá matado?

—No lo sé.

El ascensor empezó a moverse y después a descender, y encerrado dentro iba algo furioso y vociferante.

Danny se quedó inmóvil. No había ningún lugar donde pudiera escapar y donde el «Overlook» no estuviera. Lo comprendió de pronto, con total claridad, sin dolor. Por primera vez en su vida tuvo un pensamiento de adulto, sintió lo que siente un adulto, condensó en una dilatación penosa lo esencial de su experiencia en ese lugar funesto: (Mamá y papá no pueden ayudarme y estoy solo).

—Vete —dijo al extraño ensangrentado que se alzaba frente a él—. Vamos, vete de aquí.

Aquello se dobló y al hacerlo dejó ver el mango del cuchillo que tenía clavado en la espalda. Sus manos volvieron a cerrarse en torno de la empuñadura del mazo de roque, pero en vez de apuntar a Danny invirtió la dirección de éste, haciendo que el lado duro de la cabeza apuntara a su propio rostro.

Una oleada de comprensión inundó a Danny.

Después, el mazo empezó a elevarse y a descender, destruyendo lo último que quedaba de la imagen de Jack Torrance. Aquello que estaba con Danny en el pasillo danzaba una polca torpe, espeluznante, marcando el compás con el ritmo aborrecible de la cabeza del mazo que golpeaba y volvía a golpear. La sangre empezó a salpicar el empapelado. Los fragmentos de hueso volaban por el aire como las teclas rotas de un piano.

Imposible decir durante cuánto tiempo se prolongó aquello, pero cuando la figura volvió a dirigirse a Danny, su padre había desaparecido para siempre.

Lo que quedaba de la cara era una mezcla extraña y cambiante de muchas caras que se fundían imperfectamente en una. Danny reconoció a la mujer del 217, al hombre perro, a esa cosa o muchacho hambriento que había encontrado en el tubo de cemento.

—A quitarse las máscaras, pues —susurró aquello—. Ya no más interrupciones.

El mazo se levantó por última vez. Un ruido como el de un reloj llenó los oídos de Danny.

—¿Quieres decir algo más? —preguntó aquello—. ¿Estás seguro de que no quisieras escapar? ¿O jugar al escondite, tal vez? El tiempo nos sobra, fíjate. Tenemos una eternidad de tiempo. ¿O quieres que terminemos ya?

Para mí es lo mismo. Después de todo, nos estamos perdiendo la fiesta.

Mientras hablaba mostraba los dientes destrozados, en una mueca voraz.

Y de pronto Danny lo supo. Supo qué era lo que su padre había olvidado.

Una súbita expresión de triunfo se extendió por el rostro del chico; al verlo, aquello titubeó, sin entender.

¡La caldera! —gritó Danny—. ¡Desde esta mañana, nadie le ha bajado la presión! ¡Está subiendo y va a estallar!

Por los rasgos destrozados, grotescos de la cosa que había frente a él pasó una expresión de terror grotesco, de incipiente comprensión. El mazo rodó de las manos contraídas, rebotando inofensivamente sobre la alfombra azul y negra.

—¡La caldera! —gimió aquello—. ¡Oh, no! ¡Es imposible permitirlo!

¡No, de ningún modo! ¡Cachorro maldito! ¡De ningún modo! ¡Oh, oh, oh…!

—¡Pues así es! —volvió a gritarle Danny, desafiante, mostrando al mismo tiempo los puños cerrados a la ruina que tenía delante—. ¡En cualquier momento! ¡La caldera, papá se olvidó de la caldera! ¡Y tú también te olvidaste!

—Oh, no, no, eso no puede ser, muchacho maldito, no puede ser, no debe, ya verás cómo te hago tomar tu medicina, hasta la última gota, oh no, no…

Repentinamente giró sus talones y empezó a alejarse torpemente.

Durante un momento, incierta y vacilante, su sombra cayó sobre la pared.

Después aquello desapareció, dejando tras de sí un cortejo de gritos, como ajados gallardetes de una fiesta.

Casi inmediatamente, el ascensor se puso en marcha.

De pronto como una aureola gloriosa y deslumbrante (el señor Hallorann dick para mis amigos juntos vivos están vivos hay que salir de aquí esto va a volar va a volar hasta el cielo) el esplendor lo anegó. Al echar a correr tropezó con el mazo de roque, destrozado, ensangrentado, sin advertirlo siquiera.

Llorando, corrió hacia la escalera.

Tenían que escapar.