TONY
(DANNY…).
(Dannyyy…).
Oscuridad y pasillos. Danny andaba perdido por una oscuridad y unos pasillos que eran como los que había dentro del hotel, pero de algún modo diferentes. Las paredes, revestidas con su papel sedoso, se elevaban interminablemente sin que Danny, por más que estirara el cuello, alcanzara a ver el techo. Estaba perdido en la oscuridad. Todas las puertas tenían echada la llave, y también ellas se perdían en la oscuridad. Debajo de las mirillas (que en esas puertas gigantescas tenían el tamaño de miras de armas de fuego), en vez, de leerse el número de la habitación, en cada puerta había una minúscula calavera con las libias cruzadas.
Y desde alguna parte, Tony le llamaba.
(Dannyyy…).
Se oía un ruido retumbante, que él conocía bien, y gritos ásperos, amortiguados por la distancia. No lograba entender todas las palabras, pero a esa altura ya sabía bastante bien el texto: lo había oído muchas veces, en sueños y despierto.
Se detuvo, un niño que aún no hacía tres años había dejado los pañales, y ahí estaba, solo para intentar decidir dónde se encontraba, dónde podía estar. Le daba miedo, pero era un miedo que podía soportar. Ya hacía dos meses que vivía todos los días con miedo, con un miedo que variaba desde una inquietud sorda a un terror embrutecedor y directo. Eso se podía soportar. Pero quería saber por que había venido Tony, por qué estaba pronunciando quedamente su nombre en ese pasillo que no era parte de las cosas reales ni tampoco del país de los sueños donde a veces Tony le mostraba cosas. Por qué, dónde…
—Danny.
Muy lejos por el gigantesco pasillo, casi tan diminuta como el propio Danny, se perfilaba una silueta oscura. Tony.
—¿Dónde estoy? —le preguntó en voz baja Danny.
—Durmiendo —respondió Tony, y en su voz había tristeza—. Estás durmiendo en el dormitorio de tu mamá y de tu papá.
—Danny —prosiguió—, tu madre saldrá de esto malherida… muerta quizás. Y el señor Hallorann también.
—¡No!
El grito fue de un dolor distante, de un terror que parecía sofocado por ese melancólico entorno de sueño. Sobre él se abatieron imágenes de muerte: un sapo muerto, aplastado sobre la carretera como un siniestro sello; reloj de papá, roto, en lo alto de un cajón de basura para tirar; lápidas, y debajo de cada una de ellas un muerto; un grajo inerte junto a un poste telefónico; los restos de comida fríos que mami despegaba de los platos para arrojarlos en la oscura boca del triturador de basuras.
Pero Danny no podía establecer una ecuación entre esos simples símbolos y la compleja, cambiante realidad de su madre; ella satisfacía su definición infantil de la maternidad. Había existido cuando él no existía, y seguiría estando cuando Danny no estuviera. El chico podía aceptar la posibilidad de su propia muerte; era algo a lo que había hecho frente desde su encuentro en la habitación 217.
Pero la de ella no.
Ni la de papá.
Jamás.
Danny empezó a debatirse, y la oscuridad y el pasillo comenzaron a fluctuar. La imagen de Tony se hizo quimérica, confusa.
—¡No! —le advirtió Tony—. ¡No, Danny, no hagas eso!
—¡Ella no va a morirse ella no!
—Entonces, tienes que ayudarla. Danny… ahora estás en un lugar muy profundo de ti mismo. El lugar donde estoy yo. Yo soy una parte de ti, Danny.
—Tú eres Tony, no eres yo. Quiero a mi mamá… quiero a mi mamá…
—Yo no te traje aquí, Danny. Tú mismo te trajiste. Porque tú sabías.
—No…
—Siempre lo has sabido —continuó Tony, mientras empezaba a acercarse. Por primera vez, Tony empezaba a acercarse—. Ahora estás profundamente dentro de ti mismo, en un lugar donde nada puede entrar.
Por un rato, estamos aquí solos, Danny. En un «Overlook» donde nadie puede llegar jamás. Aquí no hay reloj que marche. No hay llave que les venga bien, y nadie puede darles cuerda. Las puertas jamás han sido abiertas y nadie ha entrado jamás en las habitaciones. Pero no es mucho lo que puedes quedarte aquí, porque ya viene…
—Ya viene… —repitió Danny en un susurro aterrado, y le pareció que esa resonancia de golpes sordos, irregulares, estaba más cerca, se oía con más fuerza. El terror, que un momento antes era algo frío y distante, se convirtió en una cosa inmediata. Ahora ya lograba entender las palabras, roncas, mezquinas, articuladas en una burda imitación de la voz de su padre, pero eso no era papá. Ahora Danny lo sabía. Sabía.
(Tú mismo te trajiste. Porque tú sabías).
—Oh, Tony, ¿es ése mi papá? —vociferó Danny—. ¿Es mi papá el que viene para cogerme?
Tony no respondió, pero Danny no necesitaba respuesta: sabía. Donde estaba tenía lugar una larga mascarada de pesadilla, que se prolongaba desde hacía años. Poco a poco una fuerza se había acrecentado, secretamente, silenciosamente, como los intereses en una cuenta de ahorros.
Una fuerza, una presencia, una forma… todo eso no eran más que palabras, y ninguna de ellas importaba. Eso se ponía diversas máscaras, pero todas eran la misma. Ahora, desde alguna parte, venía hacia él. Se ocultaba tras el rostro de papá, imitaba la voz de papá, se vestía con la ropa de papá.
Pero no era su papá.
No era su papá.
—¡Tengo que ayudarlos! —gritó.
Ahora, Tony estaba directamente frente a él, y mirarlo era como mirar un espejo mágico que le mostrara lo que él sería dentro de diez años, los ojos bien separados y muy oscuros, el mentón firme, la boca bellamente modelada. El pelo era rubio claro, como el de su madre, y sin embargo los rasgos llevaban el sello de su padre, como si Tony —como si el Daniel Anthony Torrance que algún día llegaría a ser— fuera algo intermedio entre padre e hijo, un fantasma o una fusión de los dos.
—Tienes que tratar de ayudarlos —asintió Tony—. Pero tu padre… ahora está con el hotel, Danny, y es allí donde quiere estar. Y el hotel te quiere a ti también, porque es muy voraz.
Tony pasó junto a él y empezó a perderse en las sombras.
—¡Espera! —gritó Danny—. ¿Qué puedo…?
—Ya está cerca —previno Tony, mientras seguía alejándose—. Tendrás que escapar… esconderte apartarte de él. Apartarte.
—¡Tony, no puedo!
—Sí, ya has empezado —le aseguró Tony—. Tú recordarás lo que olvidó tu padre.
Desapareció.
Ya desde alguna parte, muy cerca, llegaba la voz de su padre, fríamente zalamera:
—¿Danny? Ya puedes salir, doc. Serán unos azotes, nada más. Pórtate como un hombre y terminaremos pronto. A ella no la necesitamos, doc. Tú y yo estaremos bien, ¿eh? Una vez que hayamos arreglado lo de esos… azotes, no estaremos más que tú y yo.
Danny huyó.
A sus espaldas, la furia de aquello que lo perseguía irrumpió a través de la vacilante charada de normalidad.
—¡Ven aquí, mocoso de mierda! ¡Ahora mismo!
Por un largo pasillo, jadeando, ahogándose. Doblando una esquina.
Subiendo un tramo de escalera. Mientras corría, las paredes que habían sido tan altas, tan remotas, empezaron a descender; la alfombra que no había sido más que un borrón bajo sus pies le mostró de nuevo el conocido dibujo sinuoso, entretejido en azul y negro; las puertas volvieron a tener números y tras ellas continuó el jolgorio múltiple que no era más que uno, constante, interminable, poblado por generaciones de huéspedes. Parecía que el aire rielara a su alrededor, mientras los golpes del mazo contra las paredes se repetían en mil ecos. Le parecía que estaba atravesando una delgada membrana, útero o placenta, que separaba el sueño de el felpudo que había fuera de la suite presidencial, en la tercera planta; cerca de él, en un montón sangriento, yacían los cadáveres de dos hombres vestidos con traje y corbata estrecha. Derribados por el impacto de armas de fuego, ahora empezaron a moverse ante él, a levantarse.
Danny inspiró profundamente, a punto de gritar, pero no lo hizo.
(¡¡CARAS FALSAS!! ¡¡NO SON REALES!!).
Como fotografías viejas, se desvanecieron bajo su mirada y desaparecieron.
Pero por debajo de él continuaba, débilmente, el golpe sordo del mazo contra las paredes, elevándose por el hueco del ascensor y por la escalera. La fuerza que dominaba el «Overlook», y que tenía la forma de su padre, se paseaba ciegamente por la primera planta.
Con un débil chirrido, una puerta se abrió a sus espaldas.
Por ella salió una mujer que era una ruina, enfundada en una túnica de seda que se desintegraba con los dedos amarillentos cubiertos de anillos verdosos por el orín. Una multitud de avispas se le paseaba lentamente por la cara.
—Entra —le susurró, sonriéndole con sus labios negros—. Ven, que bailaremos un taaango…
—¡Cara falsa! —le siseó Danny—. ¡No eres real!
Ella retrocedió alarmada, y al retroceder se disipó y desapareció.
—¿Dónde estás? —gritaba aquello, pero la voz todavía no estaba más que en su cabeza. Danny seguía oyendo que aquello que usaba como máscara el rostro de Jack andaba por la primera planta… pero también oyó algo más.
El zumbido de un motor que se aproximaba.
El aliento se le detuvo en la garganta, con un suspiro entrecortado.
¿No sería más que otro rostro del hotel, otra ilusión? ¿O era Dick? El chico quería —quería desesperadamente— creer que era Dick, pero no se atrevía a correr el riesgo.
Retrocedió por el corredor principal y después tomó por uno de los laterales. Sus pies susurraban sobre la alfombra; las puertas cerradas lo miraban con ceño, como le había pasado en los sueños, en las visiones, pero ahora Danny estaba en el mundo de las cosas reales, donde el juego se jugaba para quedarse con ello.
Dobló hacia la derecha y se detuvo; el corazón le latía sordamente en el pecho. Una ráfaga de aire caliente le azotó los tobillos. Las cañerías de calefacción, claro. Debía ser el día que su papá daba calefacción al ala oeste, y (Tú recordarás lo que olvidó tu padre).
¿Qué era? Danny casi lo sabía. ¿Algo que podía salvarlos, a él y a su madre? Pero Tony había dicho que tendría que hacerlo todo él solo. ¿Qué era?
Se apoyó contra la pared, tratando desesperadamente de pensar. Era tan difícil… con el hotel que seguía intentando metérsele en la cabeza… con la imagen de esa forma oscura, encorvada, que blandía el mazo a izquierda y derecha, destrozando el empapelado… haciendo volar bocanadas de polvo de yeso.
—Ayúdame —murmuró—. Tony, ayúdame.
Y de pronto tomó conciencia de que en el hotel reinaba un silencio de muerte. El zumbido del motor se había detenido (no debía de haber sido real) y los ruidos de la fiesta se habían detenido y no quedaba más que el viento, que gemía y aullaba interminablemente.
Con un chirrido repentino, el ascensor volvió a la vida.
Estaba subiendo.
Y Danny sabía quién —qué— venía en él.
De un salto se enderezó, con los ojos desmesuradamente abiertos.
Como una garra, el pánico le oprimió el corazón. ¿Por qué lo había enviado Tony a la tercera planta? Había caído en una trampa. Allí todas las puertas estaban cerradas.
¡El desván!
Danny sabía que había un desván. Había subido hasta allí con papá, el día que puso las ratoneras, aunque su padre no lo había dejado entrar, por temor a las ratas. Tenía miedo de que lo mordieran. Pero el chico sabía que la trampilla que conducía al desván se abría en el techo del último corredor corto en esa ala. Allí había un palo apoyado contra la pared. Papá había empujado la trampilla con el palo y, con un chirrido de poleas, a medida que ésta se abría había ido descendiendo una escalera. Si pudiera llegar hasta allí y después de subir levantar la escalera…
En algún punto del laberinto de corredores que el chico iba dejando tras de sí, el ascensor se detuvo. Se oyó un ruido metálico al correrse la puerta. Y después una voz, que ya no estaba en su cabeza, sino que era terriblemente real:
—¿Danny? Danny, ven aquí un minuto, ¿quieres? Te has portado mal y quiero que vengas y te tomes tu medicina como un hombre. ¿Danny? ¡Danny!
La obediencia estaba tan profundamente arraigada en él que llegó a dar dos pasos, automáticamente, hacia donde lo llamaba la voz antes de detenerse. Junto al cuerpo, los puños se le tensaron con violencia.
(¡No eres real! ¡Cara falsa! ¡Ya sé lo que eres! ¡Quítate la máscara!).
—¡Danny! —se reiteró el rugido—. ¡Ven aquí, cachorro! ¡Ven aquí y tómatela como un hombre!
Un retumbar profundo y hueco, el del mazo al abatirse contra la pared. Cuando la voz volvió a tronar su nombre, había cambiado de lugar: ahora estaba más cerca. En el mundo de las cosas reales, la cacería comenzaba.
Danny escapó. Sin hacer ruido sobre la espesa alfombra, pasó corriendo frente a las puertas cerradas, a lo largo del sedoso papel estampado, junto al extintor de incendios asegurado a la esquina de la pared. Tras una breve vacilación, echó a correr por el último pasillo. Al final no había nada más que una puerta cerrada; ya no quedaba por dónde escapar.
Pero el palo seguía allí, todavía apoyado contra la pared, donde lo había dejado papá.
Danny lo atrapó, lo levantó, estiró el cuello para mirar la trampilla. En el extremo del palo había un gancho que había que ensartar en una argolla fija en la trampilla. Y entonces…
De la trampilla pendía un candado «Yale», flamante. Era el que Jack Torrance había colocado en el cerrojo después de instalar las ratoneras para el caso de que a su hijo se le ocurriera algún día la idea de hacer una exploración por allí.
Un candado. El terror lo invadió.
Tras él, aquello venía, torpemente, tambaleándose, ya a la altura de la suite presidencial, haciendo silbar malignamente en el aire el mazo de roque.
Danny retrocedió contra la última puerta, infranqueable, y lo esperó.