52

WENDY Y JACK

Wendy se arriesgó a volver a mirar por encima del hombro. Jack estaba en el sexto escalón, ayudándose no menos que ella con el pasamanos.

Seguía con su espantosa sonrisa, y entre los dientes le rezumaba, lenta y oscura, un poco de sangre que descendía por el cuello. Iba enseñándole los dientes.

—Te voy a aplastar los sesos, aplastártelos y joderlos —consiguió subir otro peldaño.

Azuzada por el pánico, Wendy tuvo la sensación de que el costado le dolía un poco menos. Sin hacer caso del dolor, se aferró con toda la fuerza que podía al pasamanos, convulsivamente, para seguir subiendo. Cuando llegó arriba, volvió a mirar hacia atrás.

Aparentemente, en vez de perder fuerzas, las de Jack se multiplicaban. Ya estaba apenas a cuatro escalones del descansillo y, mientras se ayudaba para subir con la mano derecha, medía la distancia con el mazo de roque que traía en la izquierda.

—Te vengo alcanzando —articuló, jadeante, como si le leyera el pensamiento—. Te vengo alcanzando ya, perra. Y traigo tu medicina.

Tambaleándose, Wendy huyó por el corredor principal, apretándose el costado con ambas manos.

Bruscamente, se abrió la puerta de una de las habitaciones y por ella se asomó un hombre con una máscara verde de vampiro.

—Estupenda fiesta, ¿no? —le gritó en la cara, mientras tiraba de la cuerdecilla encerada de un artículo de cotillón. Con un estampido, el juguete se abrió y de pronto Wendy se vio envuelta en una nube de serpentinas. El hombre con la máscara de vampiro dejó escapar una risita y se metió en su habitación, con un portazo. Wendy cayó boca abajo sobre la alfombra, traspasada por el dolor del costado derecho, luchando desesperadamente por no dejarse invadir por la inconsciencia. Oyó como desde muy lejos que el ascensor volvía a ponerse en movimiento y, bajo sus dedos extendidos, vio que los dibujos de la alfombra se movían, retorciéndose en sinuosas ondulaciones.

El mazo de roque resonó tras ella y Wendy se arrastró hacia delante, sollozando. Por encima del hombro vio que Jack tropezaba, perdía el equilibrio y conseguía bajar el mazo antes de desplomarse sobre la alfombra, dejando sobre ella una brillante mancha de sangre.

La cabeza del mazo fue a dar directamente entre los omoplatos de Wendy, y por un momento el dolor que la atravesó fue tal que lo único que pudo hacer fue retorcerse, sintiendo cómo las manos se le abrían y se le cerraban solas. Se le había roto algo, Wendy lo había oído con toda claridad, y durante unos instantes su conciencia se redujo a algo amortiguado, atenuado, como si ella no fuera más que una simple espectadora de lo que sucedía, como si estuviera viendo todo a través de una nebulosa envoltura de gasa.

Después la conciencia volvió, plenamente, y con ella el dolor y el espanto.

Jack estaba intentando levantarse para poner fin a su trabajo.

Wendy quiso levantarse y se encontró con que no podía. Parecía que el esfuerzo le hiciera correr descargas eléctricas a lo largo de toda la espalda.

Empezó a arrastrarse de costado, como si nadara. Jack, a su vez, se arrastraba tras ella, apoyándose en el mazo de roque como si fuera un bastón o una muleta.

Cuando llegó al cruce de los pasillos, Wendy se aferró con ambas manos a la esquina para dar la vuelta. Su terror se hizo más grande… jamás lo habría creído posible, pero lo era. Era cien veces peor no poder verlo, no saber a qué distancia estaba. Arrancando puñados de fibra de la alfombra al afirmarse en ella, siguió avanzando, y cuando estaba por la mitad del pasillo advirtió que la puerta del dormitorio estaba abierta.

(¡Danny! ¡Oh Dios santo!).

Se esforzó en ponerse de rodillas y después, las manos convertidas en garras que se le resbalaban sobre el empapelado, arrancándole pedazos con las uñas, consiguió afirmarse sobre los pies. Sin hacer caso del dolor, entre caminando y arrastrándose, atravesó la puerta en el momento en que Jack aparecía en el pasillo y empezaba a avanzar por él hacia la puerta abierta, apoyándose en el mazo de roque.

Wendy se cogió del borde de la cómoda, se recostó contra ella y aferró el batiente de la puerta.

—¡No cierres esa puerta, maldita seas, no te atrevas a cerrarla! —le gritó Jack.

Wendy la cerró de un golpe y corrió el cerrojo. Con la mano izquierda tanteó desesperadamente entre las chucherías que había sobre la cómoda, arrojando las monedas sueltas al suelo, por donde se desparramaron en todas direcciones. Por último la mano encontró el llavero, en el momento mismo en que el mazo silbaba contra la puerta, haciéndola estremecer en el marco. AI segundo intento, Wendy consiguió meter la llave en la cerradura y girarla hacia la derecha. Al oír la cerradura, Jack dio un aullido. El mazo empezó a caer contra la puerta en una serie de golpes atronadores que la hicieron retroceder atemorizada. ¿Cómo era posible que hiciera algo así, con un cuchillo clavado en la espalda? ¿De dónde sacaba las fuerzas? Wendy sintió el impulso de gritar ¿Cómo no estás muerto? a la puerta cerrada.

En vez de hacerlo, giró sobre sí misma. Ella y Danny tendrían que refugiarse en el cuarto de baño contiguo y cerrar también esa puerta con llave, por si Jack conseguía realmente forzar la del dormitorio. En un momento de desvarío, le pasó por la cabeza la idea de escapar por el hueco del montacargas, pero la desechó. Danny era lo bastante menudo como para pasar por allí, pero a ella le faltarían fuerzas para aguantar su peso, y el chico terminaría por estrellarse en el fondo.

Tendrían que encerrarse en el cuarto de baño. Y si Jack también conseguía entrar ahí…

No quiso detenerse a pensarlo.

Danny, tesoro tienes que despertarte y…

La cama estaba vacía.

Cuando el niño terminó por quedarse dormido, Wendy le había echado encima las mantas y uno de los edredones. Ahora la cama estaba abierta, vacía.

—¡Ya os alcanzaré! —vociferaba Jack—. ¡Ya os alcanzaré a los dos!

Repetidos golpes del mazo iban subrayando las palabras, pero Wendy, concentrada únicamente en la cama vacía, no les prestaba atención.

—¡Salid de una vez! ¡Abrid esa maldita puerta!

—¿Danny? —susurró Wendy.

Ahora entendía… Cuando Jack la atacó, Danny había percibido todo, como le sucedía siempre con las emociones violentas. Tal vez lo hubiera visto todo en una de sus pesadillas, y había corrido a esconderse.

Torpemente, Wendy se arrodilló, atormentada por el dolor de la pierna hinchada y sangrante, para mirar debajo de la cama. Allí no había nada más que polvo, y un par de zapatillas de Jack.

Sin dejar de vociferar su nombre, Jack seguía golpeando. Esta vez, al caer, el mazo hizo saltar una larga astilla de madera de la puerta, al tiempo que destrozaba el revestimiento de madera dura. El mazazo siguiente produjo un estrépito estremecedor, un ruido como el de la leña seca bajo los golpes de un hacha. La cabeza ensangrentada del mazo, ya deformada y astillada de tantos golpes, asomó por el agujero de la puerta, desapareció un momento y volvió a caer, inundando, prácticamente, toda la habitación de esquirlas de madera.

Apoyándose en los pies de la cama, Wendy volvió a levantarse y, cojeando, atravesó la habitación hasta el armario. Las costillas rotas se le clavaban al moverse, haciéndola gemir.

—¿Danny?

Frenéticamente, apartó la ropa colgada; algunas prendas resbalaron de las perchas y cayeron torpemente al piso. Danny no estaba en el armario.

Mientras se dirigía al cuarto de baño, Wendy volvió a mirar por encima del hombro, ya desde la puerta. El mazo seguía golpeando, agrandando el agujero; después, buscando a tientas el cerrojo, apareció una mano. Wendy vio con horror que había dejado en la cerradura el llavero de Jack.

La mano descorrió el cerrojo y, al hacerlo, tropezó con el manojo de llaves, que tintinearon alegremente. La mano las cogió con un gesto de triunfo.

Con un sollozo, Wendy entró en el cuarto de baño y cerró lentamente la puerta en el preciso instante en que la del dormitorio cedía, dejando pasar a Jack, vociferante.

Wendy corrió el cerrojo e hizo girar la llave, mirando desesperadamente a su alrededor. El cuarto de baño estaba vacío. Danny no estaba allí tampoco. Y cuando alcanzó a ver en el espejo del botiquín un rostro horrorizado y manchado de sangre, Wendy se alegró. Jamás había creído que los niños debieran ser testigos de las mezquinas disputas entre sus padres. Y tal vez eso que en ese momento se ensañaba en asolar el dormitorio, derribándolo y aplastándolo todo, terminaría por desplomarse exánime antes de poder ir en persecución de su hijo. Tal vez, pensó Wendy, ella misma podría volver a herirlo, incluso… matarlo, quizás.

Sus ojos recorrieron rápidamente los artefactos del baño, en busca de cualquier cosa que se pudiera utilizar como un arma. Había una pastilla de jabón, pero Wendy no creía que, ni siquiera envolviéndola en una toalla, pudiera resultar bastante mortífero. Y todo lo demás estaba bajo llave. Dios, ¿no habría nada que pudiera hacer? Del otro lado de la puerta, los ruidos bestiales de la destrucción seguían sin pausa, acompañados de amenazas vociferadas con voz pastosa.

Que los dos «se tomarían su medicina» y «pagarían todo lo que le habían hecho». Que él «ya les enseñaría quién manda». Que eran unos «cachorros inútiles», los dos.

Se oyó un estrépito, el del tocadiscos derribado al suelo; el ruido hueco del tubo del televisor de segunda mano al estallar, el tintineo de los vidrios de la ventana, seguido por una corriente de aire frío que se coló por debajo de la puerta del cuarto de baño. Los colchones de las camas gemelas donde habían dormido juntos, cadera con cadera, cayeron al suelo con un ruido sordo. Se oían los golpes indiscriminados del mazo contra las paredes.

Pero en esa voz aullante, aterradora, vociferante, no quedaba nada del verdadero Jack. Era una voz que tan pronto gimoteaba en un frenesí de autocompasión como se elevaba en chillidos espeluznantes; a Wendy le daba escalofríos, le recordaba las voces que resonaban a veces en el pabellón de geriatría del hospital donde ella había trabajado durante el verano, mientras estaba en la escuela secundaria. Demencia senil. El que estaba ahí fuera ya no era Jack. Lo que Wendy oía era la voz lunática y destructora del propio «Overlook».

El mazo se encarnizó ahora con la puerta del baño, arrancando un gran trozo del débil revestimiento. Una cara agotada, semienloquecida, la miró. La boca, las mejillas, la garganta, estaban cubiertas de sangre; lo único que Wendy alcanzaba a ver, minúsculo y brillante, era el ojo de un cerdo.

—No te queda dónde escapar, so puta. —La insultó, jadeante, con su monstruosa sonrisa. El mazo volvió a descender, y una lluvia de astillas cayó dentro de la bañera y fue a dar contra la superficie reflectante del botiquín… (¡¡El botiquín!!).

Un gemido desesperado empezó a salir de su garganta mientras Wendy, momentáneamente olvidada del dolor, giraba sobre sí misma para abrir violentamente la puerta del botiquín y empezaba a revolver en su contenido, mientras a sus espaldas la voz seguía bramando.

—¡Ya te alcanzo! ¡Ya te alcanzo, cerda!

Jack seguía demoliendo la puerta en un mecánico frenesí.

Frascos y botellas rodaban bajo los dedos desesperados de Wendy; jarabe para la tos, vaselina, champú, agua oxigenada, benzocaína, todo iba cayendo en el lavabo y haciéndose pedazos.

En el momento en que oía de nuevo la mano que empezaba a tantear en busca del cerrojo y de la cerradura, Wendy encontró el estuche de las hojas de afeitar de doble filo.

Con la respiración entrecortada, el pulso tembloroso, sacó torpemente una de las hojitas, cortándose al hacerlo la yema del pulgar. Giró de nuevo en redondo y asestó un tajo a la mano, que había dado la vuelta a la llave e intentaba ahora descorrer el cerrojo.

Jack dio un grito y la mano desapareció. Acechante, sosteniendo la cuchilla entre el pulgar y el índice, Wendy esperó un nuevo intento. Cuando se produjo, volvió a atacarlo; él volvió a gritar, tratando de cogerle la mano, pero Wendy siguió asestándole tajos. La hoja de afeitar le resbaló de la mano, volvió a cortarla y se le cayó al suelo, junto al inodoro.

Wendy sacó otra del estuche y esperó. Oyó movimientos en la habitación de al lado…

(¿¿él se iría??).

y un ruido que entraba por la ventana del dormitorio. Un motor. Un ruido agudo, zumbante, como un insecto.

Un furioso rugido de Jack y después… sí, sí, Wendy estaba segura… lo oyó irse del apartamento del vigilante, caminar entre los despojos para salir al pasillo.

(¿¿Llegaba alguien, un guardabosques, Dick Hallorann??).

—Oh, Dios —susurró agotada Wendy, que sentía la boca como si la tuviera llena de serrín rancio—. Oh, Dios, por favor.

Ahora tenía que salir, tenía que ir en busca de su hijo para que los dos juntos pudieran hacer frente al resto de la pesadilla. Tendió la mano hacia el cerrojo, con la impresión de que el brazo tuviera kilómetros de largo, y finalmente consiguió descorrerlo. Lentamente abrió la puerta y salió; de pronto, la abrumó la horrible certidumbre de que Jack no se había ido, de que en realidad estaba esperándola, al acecho.

Wendy miró a su alrededor. El cuarto estaba vacío y el cuarto de estar también. Todo lleno de una maraña de cosas destrozadas. ¿El armario?

Vacío.

Entonces una marea de olas grises empezó a avanzar sobre ella y Wendy se desplomó casi inconsciente sobre el colchón que Jack había quitado de la cama.