51

LA LLEGADA DE HALLORANN

Larry Durkin era un hombre alto y flaco, de cara adusta, coronada por una abundante mata de pelo rojo. Hallorann lo encontró en el momento mismo en que salía de la estación de servicio «Conoco» con el rostro adusto hundido en la capucha de un chaquetón militar. Con ese día tan tormentoso ya no tenía ganas de hacer más negocios, por más que Hallorann viniera desde muy lejos, y menos ganas todavía de alquilarle uno de sus vehículos para la nieve a ese negro de ojos enloquecidos que insistía en que tenía que subir hasta el viejo «Overlook». Entre la gente que había vivido casi toda su vida en el pueblo de Sidewinder, el hotel tenía una reputación malísima. Allá arriba había habido asesinatos. Durante un tiempo, un grupo de mafiosos había dirigido el lugar, y también lo habían administrado hombres de negocios despiadados. Y en el «Overlook» habían pasado cosas de las que jamás llegan a los periódicos, porque el dinero tiene su propio idioma. Pero la gente de Sidewinder tenía una idea bastante aproximada. La mayoría de las camareras del hotel procedían de allí, y ya se sabe que las camareras ven muchas cosas.

Pero, cuando Hallorann mencionó el nombre de Howard Cottrell y le mostró a Durkin la etiqueta cosida en el interior de los mitones azules, el propietario de la gasolinera se ablandó.

—¿Conque fue él quien lo envió, eh? —le preguntó, mientras abría una de las puertas del garaje e invitaba a entrar a Hallorann—. Pues me alegro de saber que a ese viejo libertino todavía le quedan sesos. Creí que ya los había perdido del todo —dio un golpecito a una llave, y un artefacto con luces fluorescentes, muy vieja y muy sucias, empezó a zumbar fatigosamente hasta encenderse—. Pero ¿qué puede haber en el mundo que lo lleve a usted a semejante lugar, amigo?

Los nervios de Hallorann habían empezado a fallar. Los últimos kilómetros de recorrido hasta Sidewinder habían sido malísimos. Hubo un momento en que una racha de viento que andaba jugando por ahí a casi cien kilómetros por hora hizo dar al «Buick» un giro de 360 grados. Y todavía le fallaban kilómetros por recorrer y sólo Dios sabía con que se encontraría al final. Hallorann estaba aterrorizado por el chico. Ahora eran casi las siete menos diez, y tenía que pasar de nuevo por el mismo baile.

—Allá arriba hay alguien que esta en dificultades —explicó muy cuidadosamente—. El hijo del vigilante.

—¿Quién, el chico de Torrance? No veo en qué tipo de dificultades puede estar.

—No lo sé —masculló Hallorann, a quien le ponía enfermo el tiempo que le estaba llevando todo el trámite. Estaba hablando con un campesino, y él sabía que todos los campesinos tienen la misma necesidad de acercarse oblicuamente a un tema, de olfatearlo por los costados y por las puntas antes de entrar en él de lleno. Pero esta vez no había tiempo, porque él sentía que no era más que un negro asustado, y si las cosas se prolongaban mucho terminaría por abandonarlo todo para escapar.

—Mire, por favor —le dijo—. Necesito subir hasta allá, y para llegar tengo que tener un vehículo para la nieve. Le pagaré lo que me pida, pero por favor, ¡déjeme que me ocupe solo de mis cosas!

—Está bien —respondió Durkin, sin alterarse—. Si Howard lo mandó, para mí es bastante. Llévese este «Artic Cal». Le pondré una lata de veinte litros de gasolina. El deposito está lleno, y con eso le alcanzará para ir y volver.

—Gracias —respondió Hallorann, todavía no muy convencido.

—Le cobraré veinte dólares, incluyendo el combustible.

Hallorann buscó en su cartera un billete de veinte dólares y se lo entregó. Casi sin mirarlo, Durkin se lo metió en uno de los bolsillos de la camisa.

—Tal vez sea mejor que cambiemos también los abrigos —dijo Durkin mientras se quitaba el chaquetón—. El abrigo que usted tiene no le va a servir de nada esta noche. Los volveremos a cambiar cuando me traiga de vuelta el vehículo.

—Oh, pero es que no puedo…

—No me discuta —lo interrumpió Durkin sin perder la calma—. No pienso dejarlo que se congele. Yo solo tengo que andar dos manzanas y estoy en mi casa. Vamos, démelo.

Un poco aturdido, Hallorann cambió su abrigo por el chaquetón forrado en piel que le ofrecían. Por encima de ellos, las luces fluorescentes que zumbaban le hicieron pensar en las luces de la cocina del «Overlook».

—El chico de Torrance —caviló Durkin, sacudiendo la cabeza—. Un chico muy despierto, ¿no? Él y su papá estuvieron aquí bastante antes de que empezara a nevar en serio. Casi siempre venían en la furgoneta del hotel. Me pareció que los dos estaban muy unidos. Es un chico que quiere mucho a su papá. Espero que esté bien.

—Lo mismo espero yo —Hallorann se subió la cremallera del chaquetón y se puso la capucha.

—A ver, que yo lo ayudaré a sacarlo —se ofreció Durkin, y entre los dos llevaron el vehículo sobre el engrasado piso de cemento, hasta la entrada del garaje—. ¿Alguna vez condujo uno de éstos?

—No.

—Bueno, no tiene ningún secreto. Las instrucciones están pegadas en el tablero, pero en realidad todo es muy fácil, frenar y marchar. Aquí tiene el acelerador; es lo mismo que el de una motocicleta. El freno al otro lado.

Acuérdese de él en las curvas. En terreno firme puede dar más de ciento diez, pero con esta nieve en polvo no podrá ir a más de ochenta, cuando mucho.

Estaban ya en el aparcamiento, cubierto por la nieve, de la estación de servicio, y Durkin había elevado la voz para hacerse oír por encima del estrépito del viento.

—¡No se salga del camino! —gritó en el oído de Hallorann—. No pierda de vista la barandilla de seguridad ni las señales de carretera, y espero que no tenga problemas. Si se sale del camino, es hombre muerto.

¿Entendido?

Hallorann le aseguró que sí.

—¡Espere un momento! —lo detuvo Durkin, y volvió a entrar en el garaje.

Mientras lo esperaba, Hallorann hizo girar la llave del motor y apretó un poco el acelerador. El vehículo para la nieve cobró vida inmediatamente, rezongando.

Durkin volvió con un pasamontañas, rojo y negro.

—¡Póngaselo debajo de la capucha! —le gritó.

Hallorann se lo puso. Le iba un poco justo, pero le protegía la cara del azote despiadado del viento.

Durkin se le acercó más, para hacerse oír.

—Me imagino que usted debe enterarse de las cosas de la misma forma que se entera a veces Howie —conjeturó—. Está bien, salvo que por aquí ese lugar tiene una reputación pésima. Si quiere, le daré un rifle.

—No creo que me sirva de nada —gritó a su vez Hallorann.

—Usted manda. Pero si trae al chico, llévelo al numero dieciséis de Peach Lane. Mi mujer siempre tiene sopa lista.

—De acuerdo. Gracias por todo.

—¡Cuidado! —volvió a gritarle Durkin—. ¡No se salga del camino!

Con un gesto de asentimiento, Hallorann hizo girar lentamente el acelerador. El vehículo avanzó, ronroneando, mientras el faro recortaba un límpido cono de luz en la nieve que caía densamente. AI ver en el espejo retrovisor que Durkin lo saludaba, levantando la mano, Hallorann lo saludó a su vez. Viró el manillar hacia la izquierda y se encontró recorriendo la calle principal. El vehículo para la nieve avanzaba sin dificultad bajo la blanca luz que arrojaban las farolas de la calle. El velocímetro marcaba cincuenta kilómetros por hora. Eran las siete y diez. En el «Overlook», Wendy y Danny dormían mientras Jack Torrance discutía cuestiones de vida o muerte con el anterior vigilante.

Después de recorrer unas cinco manzanas por la calle principal, las farolas se acabaron. Durante casi un kilómetro siguió habiendo casitas, todas firmemente cerradas contra la tormenta; después no quedó mas que la oscuridad llena del aullido del viento. De nuevo en las tinieblas, sin más luz que la delgada lanza que arrojaba el faro del vehículo, el terror volvió a cerrarse sobre él, un miedo infantil, irracional, que lo descorazonaba.

Hallorann jamás se había sentido tan solo. Durante algunos minutos, mientras las escasas luces de Sidewinder iban desapareciendo en el retrovisor, luchó contra un impulso casi insuperable de dar la vuelta y regresar. Pensó que, con toda su preocupación por el hijo de Jack Torrance.

Durkin no se había ofrecido a acompañarlo en otro vehículo.

(Por aquí ese lugar tiene una reputación pésima). Con los dientes apretados, hizo girar más el acelerador, observando cómo la aguja del velocímetro subía a sesenta y cinco y se estabilizaba en setenta. Le parecía que iba a una velocidad espantosa, y sin embargo temía que no fuera suficiente. A esa velocidad, necesitaría casi una hora para llegar al «Overlook». Pero si iba más rápido tal vez no llegara, simplemente.

No apartaba los ojos de las barandillas que iba pasando y de los diminutos reflectantes montados sobre ellas. Muchos de ellos estaban cubiertos por la nieve. En dos ocasiones vio la indicación de una curva peligrosamente tarde, y sintió que los patines del vehículo empezaban a trepar el ventisquero tras el cual se ocultaba el precipicio antes de virar hacia donde, en el verano, estaba el camino. El cuentakilómetros avanzaba con una lentitud enloquecedora… cinco, diez, quince por fin. Incluso con el pasamontañas de lana sentía rigidez en la cara, y en cuanto a las piernas, se le estaban entumeciendo.

(Creo que daría cien dólares por un par de pantalones de esquiar). A medida que pasaban los kilómetros, su terror aumentaba, como si el lugar tuviera una atmósfera ponzoñosa que se hacía más densa a medida que uno se acercaba. ¿Le había sucedido lo mismo antes? Verdad que nunca le había gustado el «Overlook», y que otros compartían con él la misma sensación, pero nunca le había pasado algo así.

Otra vez sentía que la voz que había estado a punto de destruirlo en las afueras de Sidewinder trataba de adueñarse de él, de penetrar sus defensas para llegar a la vulnerabilidad interior. Si cuarenta kilómetros más atrás había sido tan fuerte, ¿qué intensidad podría alcanzar ahora? No podía excluirla completamente. Algo de ella se le infiltraba sin cesar, inundándole el cerebro de siniestras imágenes subliminales. Y cada vez con más fuerza se le aparecía la imagen de una mujer malherida, en un cuarto de baño, levantando desesperadamente las manos para parar un golpe, y tenía la creciente sensación de que esa mujer debía ser… (¡Cuidado, por Dios!).

Desde adelante, el terraplén se le venía encima como un tren de carga. Perdido en sus pensamientos, había pasado por alto una señal de curva. Giró bruscamente hacia la derecha y el vehículo para la nieve dio una vuelta sobre sí mismo, amenazando volcarse. Desde abajo le llegó el ruido áspero del patín al raspar contra la roca. Hallorann creyó que la brusquedad de la maniobra lo arrojaría fuera del vehículo, que efectivamente estuvo durante un momento al borde de perder la estabilidad, hasta que trabajosamente volvió a la superficie, más o menos horizontal, del camino cubierto de nieve. Después se encontró de pronto frente al precipicio, y la luz frontal le mostró el brusco final del manto de nieve y la oscuridad que se extendía más allá. Con la sensación de que el corazón se le había subido a la garganta, giro el vehículo hacia el otro lado.

(Dicky viejo amigo no te salgas del camino). Hizo girar un poco más el acelerador, con esfuerzo, hasta que la aguja del velocímetro se acercó a los ochenta. El viento aullaba y rugía. El faro perforaba la oscuridad.

No sabía cuánto tiempo después, al doblar una curva flanqueada por ventisqueros, alcanzó a ver, hacia delante, un destello de luz. No fue más que un resplandor que desapareció tras una elevación del terreno. La visión fue tan fugaz, que Hallorann trataba de persuadirse de que no había sido más que una proyección de su deseo cuando en otra curva volvió a ver la luz, esta vez un poco más cerca, durante algunos segundos. Ahora, su realidad era ya incuestionable; eran muchas las veces que, antes, lo había visto desde ese mismo lugar. Era el «Overlook», y parecía que hubiera luces encendidas en el vestíbulo y en la primera planta.

Parte de su terror —la parte que se refería a salirse del camino o a estropear el vehículo al tomar una curva que no hubiera visto— se desvaneció por completo. Comenzó a recorrer con una sensación de seguridad la primera mitad de una curva en S que ahora recordaba perfectamente, palmo a palmo, y fue entonces cuando el faro enfocó lo (oh dios jesús mío qué es eso) que se alzaba frente a él en el camino. Delineado en blanco y negro, sin matices, Hallorann creyó al principio que se trataba de algún enorme lobo gris que la tormenta había hecho descender de las alturas. Después, al acercarse más y reconocer lo que era, el horror le cerró la garganta.

No era un lobo, sino un león. Uno de los leones del seto.

La cara era una máscara de sombras negras y nieve en polvo, tensos los músculos en la preparación del salto. Y saltó, por cierto, mientras la nieve se elevaba, movilizada por el resorte de las patas traseras, en un silencioso estallido de destellos de cristal.

Dejando escapar un grito, Hallorann giró hacia la derecha el manillar, inclinándose al mismo tiempo. Un dolor lacerante, desgarrador, se le extendió por la cara, el cuello, los hombros. El impacto le rasgó el pasamontañas por atrás y a él lo arrojó del vehículo. Cayó sobre la nieve, hundiéndose y rodando sobre ella.

Sintió cómo se le acercaba el león. De sus narices emanaba un olor áspero, de hojas verdes y de acebo. Una enorme garra lo golpeó en la espalda y Hallorann voló por el aire a tres metros de altura y volvió a caer, despatarrado como una muñeca de trapo. Vio cómo el vehículo, sin conductor, iba a chocar contra el terraplén, rebotaba, recorriendo el cielo con el faro, y se quedaba inmóvil después de desplomarse con un ruido sordo.

Un segundo después el león estaba sobre él. Con un ruido susurrante, como el de algo que se desgarra, algo que le rasguñó delante del chaquetón. Tal vez hubieran podido ser ramitas, pero Hallorann sabía que eran garras.

—¡Tú no estás ahí! —gritó Hallorann al león que se le volvía a acercar gruñendo, describiendo círculos—. ¡Tú no existes!

Con un esfuerzo se puso de pie y consiguió empezar a acercarse al vehículo para la nieve antes de que el león se le abalanzara, cruzándole la cabeza con una garra que parecía rematada por agujas. Hallorann vio un estallido de luces, silenciosas.

—No existes —repitió con voz que era apenas un murmullo. Las rodillas se le aflojaron y lo dejaron caer en la nieve. Hallorann se arrastró hacia el vehículo, sintiendo cómo le corría la sangre por el lado derecho de la cara. El león volvió a atacarlo haciéndole quedar de espaldas, como una tortuga. Rugía gozoso.

Hallorann se esforzó por llegar al vehículo. Lo que necesitaba estaba allí. Mientras, el león volvía a acercársele, desgarrando y arañando.