50

REDRUM

Wendy Torrance estaba de pie, indecisa, en mitad del dormitorio, mirando a su hijo que se había quedado dormido.

Hacía media hora que los ruidos habían cesado, todos juntos, al mismo tiempo. El ascensor, la fiesta, el ruido de las puertas de las habitaciones al abrirse y cerrarse. En vez de calmarla, eso hacía que la tensión mental de Wendy se intensificara; era como un susurro maléfico antes del último estallido brutal de la tormenta. Pero Danny se había dormido casi de inmediato, cayendo primero en un sueño superficial e inquieto, que en los diez últimos minutos se había hecho más profundo. Incluso si lo miraba directamente, Wendy apenas si veía en su pecho el lento movimiento de la respiración.

Se preguntó cuánto tiempo haría que el niño no dormía una noche entera, una noche sin sueños que lo atormentaran, sin largos períodos desvelado, a oscuras, escuchando algazaras que para ella sólo se habían vuelto audibles —y visibles— en los dos o tres últimos días, a medida que se intensificaba la influencia del «Overlook» sobre ellos tres.

(¿Auténticos fenómenos parapsicológicos o hipnosis de grupo?). Wendy no lo sabía, ni creía que eso tuviera importancia. Lo que había venido sucediendo era igualmente horrible. Miró a Danny y pensó (Quiera Dios que siga durmiendo) que tal vez si nada se interponía podría dormir toda la noche. Por más poderes que tuviera, seguía siendo un niño y necesitaba descanso.

El que había empezado a preocupar a Wendy era Jack.

Con un repentino gesto de dolor se sacó la mano de la boca y vio que se había arrancado una uña al mordérsela. Y las uñas eran una cosa que ella se había cuidado siempre. Aunque no las llevaba muy largas, las tenía bien cuidadas y (y en definitiva, ¿qué te importa ahora las uñas?) la idea la hizo reír, pero con una risa temblorosa, como encogida.

Primero, Jack había dejado de vociferar y de sacudir la puerta.

Después había vuelto a empezar la fiesta (¿o tal vez nunca se interrumpía?, ¿tal vez a veces cuando no querían que los oyeran se deslizaban apenas en un ángulo temporal levemente diferente?) en medio del contrapunto de los ruidos del ascensor. Después eso se había interrumpido. En ese nuevo silencio, mientras Danny iba durmiéndose, a Wendy le había parecido oír voces bajas que hablaban en tono de conspiración en la cocina, casi debajo de donde ellos estaban. Al principio les había restado importancia, pensando que era el viento, que podía imitar tantos sonidos vocales humanos, desde el cascado susurro en el lecho de muerte, en los marcos de puertas y ventanas, hasta un escalofriante alarido en los aleros… el grito de una mujer que huye de un asesino en un melodrama barato. Y sin embargo, ahí sentada junto a Danny, la idea de que se trataba en realidad de voces le parecía cada vez más convincente.

Jack y alguien más, hablando de las condiciones para que él escapara de la despensa.

Hablando del asesinato de su mujer y de su hijo.

Que no sería ninguna novedad entre esas paredes; ya antes habían cobijado asesinatos.

Wendy había ido hacia el tubo de calefacción para apoyar contra él el oído, pero precisamente en ese momento había empezado a funcionar el horno, y todos los demás ruidos se perdieron en la oleada de aire caliente que subía desde el sótano. Cuando el horno se había apagado, cinco minutos antes, el lugar estaba en completo silencio a no ser por el viento, por el constante azote de la nieve contra el edificio y el ocasional crujido de alguna tabla.

Wendy se miró la uña partida y vio que por debajo le salían algunas gotitas de sangre.

(Jack se escapó).

(No digas tonterías).

(Sí, se escapó. Y tiene un cuchillo de la cocina, o tal vez la cuchilla de picar carne. En este momento viene subiendo hacia aquí, pisando los bordes de los escalones para que la escalera no cruja). (¡Estás loca!).

Los labios le temblaban, y durante un momento le pareció que debía haberlo dicho en voz alta, pero el silencio se mantuvo.

Wendy se sentía vigilada.

Giró en redondo y al mirar a la ventana oscurecida por la noche vio un horrible rostro blanco que no tenía por ojos más que círculos oscuros y que le hacía muecas burlonas, la cara de un lunático monstruoso que durante todo el tiempo se había ocultado en esas paredes y…

Era un dibujo que formaba la nieve en el exterior del vidrio.

Wendy dejó escapar el aire en un largo susurro de miedo y le pareció que oía, con toda claridad esta vez un murmullo de risitas divertidas.

(Te estás asustando de las sombras. Ya bastante mala está la situación sin eso. Para mañana por la mañana estarás lisia para el cuarto acolchado). No había más que una manera de aplacar esos miedos, y Wendy sabía cuál era.

Tendría que bajar a asegurarse de que Jack seguía encerrado en la despensa.

Muy sencillo. Vas abajo. Te fijas. Vuelves. Ah, y de paso vas a buscar la bandeja que dejaste sobre el mostrador de recepción. La tortilla estará estropeada, pero la sopa se puede recalentar en el calientaplatos que tiene Jack junto a la máquina de escribir.

(Claro, y si él anda allá abajo con un cuchillo, no le dejes matar). Wendy fue hacia la cómoda, tratando de sacudirse de encima el miedo que la oprimía. Sobre la cómoda había una pila de monedas, algunos vales de gasolina para la furgoneta del hotel, las dos pipas que Jack llevaba consigo a todas partes, aunque rara vez las fumara… y su llavero.

Wendy lo levantó, lo tuvo un momento en la mano y volvió a dejarlo.

Acababa de ocurrírsele la idea de echar llave a la puerta del dormitorio, pero no le gustaba del todo. Danny estaba dormido. Pensó vagamente en la posibilidad de un incendio y sintió que algo más quería acudir a su mente, pero no le prestó atención.

Atravesó la habitación, se detuvo un momento indecisa junto a la puerta, y después sacó el cuchillo del bolsillo de la bata y apretó con la mano derecha el mango de madera.

Lentamente, abrió la puerta.

El corto pasillo que llevaba a las habitaciones de ellos estaba desierto.

Todos los apliques eléctricos de la pared estaban encendidos, a intervalos regulares, destacando el fondo azul de la alfombra, con su sinuoso y ondulante dibujo negro.

(¿Ves que no hay ningún espantajo?).

(No, claro que no. Si lo que quieren es que salgas. Quieren que hagas alguna cosa tonta y femenina, que es precisamente lo que estás haciendo). Wendy volvió a vacilar, lamentablemente indecisa, sin ganas de alejarse de Danny y de la seguridad del apartamento y, al mismo tiempo, ansiosa de asegurarse de que Jack todavía estaba… recluido en la seguridad de la despensa.

(Claro que está).

(Pero y las voces).

(Eso no eran voces. Era tu imaginación. Era el viento).

—No era el viento.

El sonido de su propia voz la sobresaltó, pero en ese sonido había una letal certidumbre que la impulsó a seguir. Al costado de su cuerpo, el cuchillo reflejaba la luz sobre el material sedoso del empapelado. Sobre la fibra de la alfombra, las chinelas susurraban. Wendy tenía los nervios tensos como alambres.

Llegó a la esquina del corredor principal y se detuvo para atisbar, alerta a cualquier cosa que pudiera ver allí.

No había nada.

Tras un momento de vacilación, siguió andando, ahora ya por el corredor principal. Con cada paso que daba hacia las sombras de la escalera, su terror iba en aumento y Wendy tenía cada vez más clara conciencia de que había dejado tras de sí a su hijo dormido, solo e indefenso. En sus oídos, el murmullo de las chinelas sobre la alfombra sonaba a cada momento más fuerte; en dos ocasiones se dio la vuelta a mirar por encima del hombro, para convencerse de que nadie la seguía.

Al llegar a la escalera, apoyó la mano sobre la frialdad del remate que daba comienzo al pasamanos. Hasta el vestíbulo había diecinueve escalones.

Wendy los había contado demasiadas veces y lo sabía. Diecinueve peldaños alfombrados, y ni un solo Jack agazapado en ninguno de ellos. Claro que no.

Jack estaba encerrado en la despensa, tras una gruesa puerta de madera y un recio cerrojo de acero.

Pero el vestíbulo estaba a oscuras y ¡lleno de sombras!

Wendy sentía el pulso, retumbante y profundo, en la garganta.

Hacia delante, un poco hacia la izquierda, la boca broncínea del ascensor se abría con un gesto de burla, como si la invitara a subir en él para un último viaje.

(No gracias).

En el interior de la caja había colgaduras de papel crepé, rosadas y blancas. El confeti se había derramado de dos paquetes cilíndricos y en el rincón de la izquierda había una botella de champaña, vacía.

Wendy tuvo la sensación de que algo se movía por encima de ella y giró sobre sí misma para mirar hacia los diecinueve escalones que llevaban al descansillo de la segunda planta y no vio nada; sin embargo con el rabillo del ojo seguía teniendo la sensación inquietante de que había cosas (cosas) que, antes de que sus ojos alcanzaran a percibirlas, se habían ocultado rápidamente en la oscuridad del pasillo.

Volvió a mirar hacia la escalera.

La mano derecha le sudaba contra el mango de madera del cuchillo; Wendy se lo pasó a la izquierda, se enjugó la palma derecha contra la tela rosada del albornoz y volvió a aferrar con esa mano el cuchillo. Casi sin darse cuenta de que su mente había dado al cuerpo orden de avanzar, empezó a bajar la escalera, primero el pie izquierdo, después el derecho, izquierdo, derecho, con la mano libre apoyada levemente sobre el pasamanos.

(¿Dónde está la fiesta? ¡A ver si os dejáis asustar por mí, fantasmas enmohecidos! ¡Por una mujer aterrorizada, con un cuchillo! ¡A ver si hay un poco de música por aquí! ¡A ver si hay un poco de vida!). Diez escalones, once, doce, trece.

La luz que llegaba desde el pasillo de la primera planta se filtraba hasta allí como un opaco resplandor amarillento, y Wendy recordó que tendría que encender las luces del vestíbulo, ya fuera las que estaban junto a la puerta de entrada del comedor o las del interior del despacho del director.

Y sin embargo, de alguna otra parte llegaba una pálida luz blanca.

De la cocina, por supuesto. Los tubos fluorescentes.

En el decimotercer escalón se detuvo, tratando de recordar si las había apagado o las había dejado encendidas cuando ella y Danny salieron de allí.

Imposible, no se acordaba.

Abajo, en el vestíbulo, las sillas de respaldo alto se amontonaban en reductos de sombra. Los vidrios de las puertas estaban revestidos por la manta blanca, uniforme de nieve acumulada. En los almohadones del sofá, los botones de bronce resplandecían débilmente, como ojos de gatos. Había cien lugares para esconderse.

Con las piernas temblorosas de miedo. Wendy siguió bajando.

Diecisiete, dieciocho… diecinueve.

(El vestíbulo, señora. Baje con cuidado). Las puertas del salón de baile estaban abiertas de par en par: dentro no había mas que tinieblas. De alguna parte le llegaba un tictac constante, como el de una bomba. Wendy se puso rígida. Después recordó el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea, bajo un fanal de vidrio. Seguramente, Jack o Danny le habrían dado cuerda… o tal vez se hubiera dado cuerda solo, como todo lo que había en el «Overlook».

Se volvió hacia el mostrador de recepción, con la intención de pasar por allí y atravesar el despacho del director para ir a la cocina. Con un opaco resplandor de plata, la bandeja seguía allí, con su frustrado almuerzo.

En ese momento, con claras notas tintineantes, el reloj empezó a dar la hora.

Wendy se inmovilizó, con la lengua contra el paladar. Después se relajó. Estaba dando las ocho, nada más. Las ocho.

… cinco, seis, siete…

Fue contando las campanadas; de pronto, le parecía mal moverse mientras el reloj no se hubiera silenciado.

… ocho, nueve…

(¿¿nueve??).

… diez, once…

De pronto, demasiado tarde, Wendy comprendió. Torpemente, se volvió una vez más hacia la escalera, sabiendo ya que era demasiado tarde.

Pero ¿cómo podía haberlo sabido?

Doce.

Todas las luces del salón de baile se encendieron. Estridente, resonó un estrépito de bronces. Wendy dejó escapar un grito, pero el grito sonó insignificante contra el estruendo que brotaba de esos pulmones broncíneos.

—¡A desenmascararse! —clamaban los ecos—. ¡A desenmascararse, a desenmascararse!

Después se eclipsaron, como si se perdieran en un largo corredor del tiempo, dejándola nuevamente sola.

No, sola no.

Al darse vuelta lo vio venir hacia ella.

Era Jack, pero no era Jack. En sus ojos brillaba un resplandor vacío y asesino; en la boca familiar había ahora una mueca temblorosa, sin alegría.

En una mano traía el mazo de roque.

—¿Pensaste que me habías encerrado? ¿Fue eso lo que te creíste?

Él mazo bajó silbando por el aire. Wendy retrocedió, tropezó con una banqueta, cayó sobre la alfombra del vestíbulo.

—Jack…

—Perra, bien que te conozco —masculló Jack.

El mazo volvió a bajar con mortífera, sibilante celeridad, y se le hundió en el vientre. Wendy gritó, súbitamente hundida en un océano de dolor.

Turbiamente vio que el mazo volvía a subir. Como de una abrumadora realidad, tomó conciencia de que Jack tenía la intención de matarla a golpes con el mazo que sostenía en las manos.

Wendy quiso gritar nuevamente, rogarle a Jack que se detuviera, por Danny, por su hijo, pero se había quedado sin aliento. Lo único que pudo emitir fue un débil gimoteo, poco menos que inaudible.

—Ahora. Ahora, por Cristo —dijo Jack con sonrisa siniestra, mientras de una patada apartaba del camino la banqueta—. Ahora sí que te tomarás tu medicina.

El mazo descendió velozmente y Wendy rodó de costado, hacia la izquierda, enredándose en la bata. La presión de las manos de Jack sobre el mazo se aflojó cuando éste fue a estrellarse contra el suelo. Tuvo que inclinarse a recogerlo y entretanto Wendy consiguió levantarse y correr hacia la escalera, recuperando por fin el aliento en una tempestad de sollozos. Un dolor sordo y palpitante le atenazaba el vientre.

—Perra —masculló él, con la misma mueca, mientras volvía a acercársele—. Perra hedionda, me imagino que ya ves qué es lo que te espera.

Wendy oyó el silbido del mazo al bajar por el aire y después el dolor le desgarró el costado derecho cuando la cabeza del mazo se le estrelló encima de la cintura, rompiéndole dos costillas. Cayó hacia delante sobre los escalones, y el dolor se intensificó: había vuelto a golpearse el costado herido. Pero el instinto la llevó a rodar sobre sí misma, alejándose, y el mazo le pasó zumbando junto a la cara, errando por un par de centímetros apenas, y fue a dar con un ruido ahogado contra la gruesa alfombra que recubría la escalera. En ese momento, Wendy vio el cuchillo, que se le había escapado de la mano en su caída, y que brillaba inmóvil sobre el cuarto escalón.

—Perra —repetía Jack. El mazo volvió a bajar. Ella consiguió subir un escalón y recibió el golpe bajo la rodilla. Sintió que la pierna se le incendiaba y vio que la sangre empezaba a correrle por la pantorrilla. Cuando vio que el mazo volvía a descender, apartó desesperadamente la cabeza. Esta vez se estrelló en un peldaño, en el hueco entre el cuello y el hombro de Wendy, raspándole el lóbulo de la oreja.

Cuando él volvió a levantar el arma, Wendy se arrojó hacia Jack, escaleras abajo, por dentro del arco que describía el mazo al bajar. Un grito se le escapó al volver a golpearse las costillas laceradas, pero al dar con todo su cuerpo contra las piernas de él consiguió hacerle perder el equilibrio. Jack cayó de espaldas, con un aullido de furia y de sorpresa, procurando inútilmente volver a hacer pie en los escalones hasta que finalmente se desplomó, mientras el mazo se le escapaba de las manos. Después se sentó, y durante un momento se quedó mirándola con ojos horrorizados.

—Te mataré por eso —farfulló.

Mientras él rodaba y se estiraba para alcanzar de nuevo el mazo, Wendy luchó por ponerse de pie. La pierna izquierda era una sucesión de relámpagos de dolor que la recorrían hasta la cadera. Aunque mostraba una palidez de ceniza, la expresión de su rostro era resuelta. En el momento en que la mano de él se cerraba de nuevo sobre el mango del mazo de roque, Wendy le saltó sobre la espalda.

¡Oh, santo Dios! —clamó en el sombrío vestíbulo del «Overlook», y le hundió el cuchillo de cocina, hasta las cachas, en la espalda.

Bajo el impacto, él se puso rígido y exhaló un alarido. Wendy jamás había oído nada tan espantoso en su vida; era como si todo el hotel hubiera gritado, las puertas, las ventanas, hasta las tablas, un grito que parecía seguir prolongándose y prolongándose mientras Jack seguía inmóvil, rígido bajo su peso. Parecía que los dos estuvieran haciendo algún juego de prendas, como caballo y jinete. Pero la espalda de la camisa de franela a cuadros blancos y negros iba oscureciéndose y humedeciéndose de sangre.

Después, Jack se desplomó boca abajo, y al caer hizo rodar a Wendy sobre el costado herido, arrancándole un grito ahogado.

Durante un rato, ella se quedó inmóvil, respirando trabajosamente.

De pies a cabeza, toda ella no era más que una palpitación de dolor. Cada vez que respiraba, algo la apuñalaba cruelmente en el costado, y por el cuello le corría la sangre de la oreja lastimada.

No se oía más que el ruido áspero de su respiración, el del viento y el tictac del reloj en el salón de baile.

Finalmente, Wendy consiguió ponerse de pie y se dirigió, tambaleante, hacia la escalera. Cuando llegó a los peldaños se aferró al remate del pasamanos, con la cabeza baja, sintiéndose a punto de desmayarse. Cuando la sensación se le pasó un poco, empezó a subir, apoyándose en la pierna sana y haciendo fuerza con los brazos sobre el pasamanos para izarse. En un momento miró hacia arriba, pensando que vería a Danny, pero en la escalera no había nadie.

(Gracias a Dios siguió durmiendo gracias gracias a Dios). En el sexto escalón tuvo que detenerse a descansar, con la cabeza baja, el pelo rubio cayéndole sobre el pasamanos. El aire silbaba dolorosamente al pasarle por la garganta, como si fueran púas, y sentía el costado derecho como una masa ardiente, hinchada y dolorida. (Vamos Wendy vamos muchacha cuando consigas interponer una puerta con llave entre los dos puedes ver lo que te hizo. Faltan trece que no es tanto. Y cuando llegues al corredor de arriba puedes seguir arrastrándote. Te doy permiso).

Respiró lo más profundamente que le permitían las costillas rotas y subió como pudo un escalón más. Y después otro.

Cuando estaba en el noveno, casi a mitad de camino, oyó la voz de Jack desde abajo, a sus espaldas.

—Perra infame, me mataste —masculló.

Sobrecogida por un terror tan negro como la medianoche, Wendy vio por encima del hombro que él se ponía lentamente de pie.

Tenía la espalda encorvada y de ella se veía sobresalir el mango del cuchillo de cocina. Parecía que los ojos se le hubieran achicado hasta perderse casi en los flojos pliegues de piel que los rodeaban. En la mano izquierda seguía sosteniendo el mazo de roque, con el extremo teñido de sangre. Un trozo de la bata rosada de Wendy estaba pegoteando en el centro.

—Ya te daré tu medicina —tartamudeó, y empegó a avanzar, tambaleante, hacia la escalera.

Gimiendo de terror, Wendy empezó otra vez a subir penosamente.

Diez peldaños, once, doce, trece, pero todavía el pasillo de la primera planta le parecía tan lejano como un inaccesible pico de montaña. Su respiración era jadeante, el dolor del costado la traspasaba. Frente a sus ojos, el pelo se le sacudía de un lado a otro. El sudor no la dejaba ver. El ruido acompasado del reloj oculto bajo su fanal en el salón de baile le llenaba los oídos, sin más contrapunto que la respiración entrecortada, dolorosa, de Jack que empezaba a subir por la escalera.