EL VIAJE DE HALLORANN
Eran las dos menos cuarto de la tarde, y según decían las señales de carretera cubiertas de nieve y el cuentakilómetros del coche, Hallorann ya debía estar a menos de cinco kilómetros de Estes Park cuando finalmente se salió del camino.
En la sierra, la nieve caía más cerrada y más furiosa de lo que Hallorann hubiera visto en su vida (lo que probablemente no era mucho decir, ya que se las había arreglado siempre para ver tan poca nieve como le fuera posible), y el viento soplaba en caprichosas rachas, que tan pronto venían del Oeste como daban la vuelta para acosarlo desde el Norte, oscureciéndole el campo visual con nubes de nieve polvorienta que lo obligaban a tener continuamente presente que, si no acertaba bien con una curva, podía despeñarse sesenta metros hacia abajo, dando vueltas interminablemente dentro del «Buick». Lo peor era su inexperiencia como conductor de invierno.
Le daba miedo que la raya amarilla del centro estuviera enterrada bajo remolinos de nieve y le daba miedo que las rachas de viento pasaran libremente entre los picachos haciendo que el «Buick» se tambaleara. Le daba miedo ver que las señales de información estuvieran cubiertas de nieve en su mayor parte, de manera que lo mismo daba arrojar al aire una moneda para saber si el camino doblaría a la derecha o a la izquierda en la enorme pantalla blanca de autocine a través de la cual le parecía estar aventurándose continuamente. Tenía miedo, y cómo no. Desde que empezó a trepar la sierra, al oeste de Boulder y de Lyons, venía conduciendo bañado en sudor frío, manejando el acelerador y el freno como si fueran vasos de la época «Ming». En la radio, en los intervalos de música de rock and roll, el locutor aconsejaba continuamente a los automovilistas que se mantuvieran lejos de las carreteras principales y que por ninguna circunstancia se acercaran a las montañas, ya que muchos caminos estaban totalmente bloqueados, y todos eran peligrosos. Había información de multitud de pequeños accidentes, pero también había habido dos graves: un grupo de esquiadores en un microbús «Volkswagen», y una familia que se dirigía a Albuquerque atravesando las montañas. Sangre de Cristo. Entre los dos arrojaban un saldo de cuatro muertos y cinco heridos.
—De manera que ni acercarse a esos caminos, y a quedarse escuchando buena música por nuestra emisora —concluyó alegremente el locutor, y terminó de rematar la desdicha de Hallorann anunciando que tocarían Temporada al sol—. Nos divertimos, nos regocijamos, nos… —siguió parloteando alegremente, pero Hallorann apagó con furia la radio, por más que supiera que a los cinco minutos la volvería a encender. Por malos que fueran los programas, era mejor que seguir andando a solas a través de esa blancura enloquecedora.
(Admítelo. Este negrito por lo menos tiene un miedo de todos los demonios, que le corre de arriba abajo por toda la espalda). La cosa no tenía ninguna gracia, y Hallorann habría dado marcha atrás antes de salir de Boulder, si no hubiera sido por su sensación compulsiva de que el chico estaba en un peligro terrible. Todavía ahora, una vocecita seguía diciéndole en el fondo de la cabeza (y Hallorann pensaba que era más bien la voz de la razón que la de la cobardía) que se metiera a pasar la noche en un motel de Estes Park y esperara, por lo menos, a que las máquinas quitanieves volvieran a despejar el camino, dejando visible la raya del centro.
La misma voz seguía recordándole el accidentado aterrizaje del reactor en Stapleton, y la sensación abrumadora de que el aparato aterrizaría de morro y dejaría a sus pasajeros más bien en las puertas del infierno que en la puerta 39 del aeropuerto.
Pero la razón no podía prevalecer sobre la compulsión. Tenía que ser hoy. La tormenta de nieve era cuestión de su propia mala suerte, y tenía que hacerle frente. Hallorann temía que, de no hacerlo, le tocara enfrentar algo mucho peor en sus sueños.
El viento volvió a acometerlo, esta vez desde el Noroeste, como dando efecto a una bola de billar y, Hallorann se encontró de nuevo aislado de las vagas formas de las montañas, e incluso de los muros de contención que flaqueaban el camino. Iba conduciendo a través de una nada blanca.
De pronto, de esa especie de sopa blanca emergieron las luces de sodio de una máquina quitanieves, y Hallorann comprobó con horror que, en vez de estar a un costado, el morro del «Buik» apuntaba directamente en medio de las dos luces. La máquina quitanieves no había sido demasiado escrupulosa en cuanto a respetar su lado del camino y Hallorann había dejado que el «Buik» se desviara.
El rugido chirriante del motor diesel de la quitanieves se entremetió con el bramido del viento, y después se oyó el sonido de la bocina, largo, clamoroso, ensordecedor casi.
A Hallorann los testículos se le transformaron en dos pequeños sacos arrugados, llenos de hielo picado, y tuvo la sensación de que las tripas se le habían convertido en una masa informe.
En la blancura empezaba ahora a materializarse un color, un naranja moteado de nieve. Hallorann distinguió la cabina, alta, e incluso la figura gesticulante del conductor, detrás del largo limpiaparabrisas. Distinguió también la forma de V de las palas de la máquina, que venían arrojando nieve sobre el terraplén izquierdo del camino, en pálidas nubes humeantes.
¡UAAAAA! La bocina bramaba, indignada.
Hallorann apretó el acelerador como si fuera el pecho de una mujer amada, y el «Buick» se lanzó hacia delante y hacia la derecha. De ese lado no había terraplén, y las palas de la quitanieves no tenían más que empujar la nieve directamente pendiente abajo. (Pendiente abajo, ah sí, pendiente abajo…). A la izquierda de Hallorann, las palas quitanieves, un metro más largas que el techo del «Electra», pasaron raspando, con no más de cuatro o cinco centímetros de holgura.
Hasta que la máquina no terminó de pasar junto a él, Hallorann pensó en todo momento que el choque era inevitable. En su mente se agitaba, como un harapo, una plegaria que era a medias una disculpa inarticulada, dirigida al chico.
Finalmente, la quitanieves pasó, y Hallorann vio destellar en el espejo retrovisor las parpadeantes luces giratorias azules.
Volvió a girar el volante del «Buick» hacia la izquierda, pero no pasó nada. No pudo detener el avance porque ahora el coche patinaba, flotando soñolientamente hacia el borde de la pendiente, haciendo volar la nieve con los guardabarros.
Hizo girar el volante en el otro sentido, en la dirección de la patinada, y el coche empezó a colear. Presa ya del pánico, Hallorann clavó los frenos y sintió que chocaba con algo. Frente a él, el camino había desaparecido, y se encontró mirando dentro de un abismo insondable de nieve arremolinada y vagas formas grisverdosas: pinos que se extendían muy lejos, muy abajo (me voy santa madre de Dios me voy abajo). Y ahí fue donde se detuvo el coche, suspendido en un ángulo de casi treinta grados, con el guardabarros izquierdo estrujado contra la barandilla de protección, las ruedas traseras casi levantadas del suelo.
Cuando Hallorann intentó dar marcha atrás, no hicieron más que girar en el vacío. Sentía el corazón como si fuera un solo de batería de Gene Krupa.
Se bajó —muy cuidadosamente, por cierto—, y dio la vuelta hacia la parte de atrás del «Buick».
Cuando estaba ahí parado, mirando con un sentimiento de impotencia las ruedas traseras, oyó a sus espaldas una voz alegre.
—Hola, amigo. Usted debe estar completamente chiflado.
Al darse la vuelta vio que la quitanieves se había detenido unos cuarenta metros más allá, y casi desaparecía en la nube de nieve, a no ser por la columna de humo oscuro que salía del tubo de escape y por las luces giratorias azules que llevaba sobre la cabina.
El conductor, envuelto en un largo abrigo de oveja, sobre el cual llevaba un holgado impermeable, estaba de pie detrás de él. Encasquetada en la cabeza llevaba una gorra de mecánico, a rayas azules y blancas; a Hallorann le parecía casi increíble que se le quedara allí, con semejante viento. (Con cola. Seguramente la tiene pegada con cola).
—Hola —lo saludó—. ¿Puede usted volverme al camino?
—Oh, me imagino que sí —asintió el otro—. Pero ¿qué demonios anda haciendo por aquí? Es una buena manera de romperse la crisma.
—Tengo un asunto urgente.
—No hay nada tan urgente —precisó el conductor de la quitanieves hablando lentamente y con paciencia, como si se dirigiera a un retrasado mental—. Si hubiera dado usted contra ese poste con un poquito más de fuerza, nadie lo habría sacado de allí abajo hasta la primavera. Usted no es de la zona, ¿no?
—No. Ni estaría aquí si no fuera porque el asunto es tan urgente como le digo.
—¿De veras? —el hombre se acomodó para seguir hablando, tan tranquilamente como si estuvieran conversando de vuelta a casa, en vez de encontrarse en mitad de una tormenta de nieve entre el purgatorio y el infierno, con el coche de Hallorann haciendo equilibrio a cien metros de un bosque de pinos.
—¿Hacia dónde se dirige? ¿A Estes?
—No, a un lugar que se llama el «Overlook Hotel» —explicó Hallorann—. Queda un poco más allá de Sidewinder…
Pero su interlocutor sacudía la cabeza con aire dolorido.
—Oh, yo sé perfectamente dónde queda eso —asintió—. Amigo, jamás conseguirá llegar hasta el «Overlook». Los caminos entre Estes Park y Sidewinder son un maldito infierno. Los ventisqueros se vuelven a formar allí tan pronto como los sacamos. Hace unos cuantos kilómetros tuve que atravesar ventisqueros que en el medio tenían una profundidad de casi un metro ochenta. Y aunque consiguiera llegar a Sidewinder, vaya, si el camino está cerrado completamente desde allí hasta Buckland, Utah. No, no —sacudió la cabeza—. Jamás podrá llegar, amigo. De ninguna manera.
—Tengo que intentarlo —insistió Hallorann, que ya recurría a sus últimas reservas de paciencia para hablar con voz normal—. Allá arriba hay un niño…
—¿Un niño? No. El «Overlook» se cierra a fines de setiembre. No les rinde tenerlo abierto más tiempo. Hay demasiadas tormentas de mierda, al estilo de ésta.
—Es el hijo del vigilante, y está en dificultades.
—Y usted, ¿cómo lo sabe?
La paciencia de Hallorann se acabó.
—¡Por el amor de Dios! ¿Piensa pasarse ahí todo el día haciéndome preguntas? ¡Lo sé y basta! Ahora, ¿me va a volver de una vez al camino, o no?
—Vaya cabezota que es usted, ¿no? —comentó el hombre, sin alterarse demasiado—. Seguro. Súbase ahí, que debajo del asiento tengo una cadena.
Hallorann volvió a sentarse al volante, y sintió que temblaba todo entero, con retrasada reacción emotiva. Además, tenía las manos tan entumecidas que casi no las sentía. Se había olvidado de ponerse guantes.
La quitanieves retrocedió hasta la parte posterior del «Buick», y Hallorann vio que el conductor se bajaba con un largo rollo de cadena.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —se ofreció, abriendo la puerta.
—Con que no moleste, basta —le gritó el otro, a su vez—. Esto estará en un abrir y cerrar de ojos.
Y así fue. El armazón del «Buick» se estremeció en el momento en que la cadena se puso tensa, y un segundo después estaba de nuevo en el camino, apuntando más o menos en dirección de Estes Park. El conductor de la quitanieves se acercó a la ventanilla y golpeó el cristal. Hallorann lo bajó.
—Gracias —le dijo—. Y disculpe que le haya gritado.
—No es la primera vez que me gritan —le informó el hombre, con una sonrisa—. Parece que anda un poco tenso, usted. Tome, llévese esto —un par de gruesos mitones azules cayeron sobre las rodillas de Hallorann—. Me parece que cuando tenga que volver a bajarse los va a necesitar. Afuera hace frío. Póngaselos si no quiere terminar sus días usando una aguja de ganchillo cada vez que quiera hurgarse la nariz. Y después me los manda de vuelta.
Me los tejió mi mujer y les tengo cariño. En el forro está cosido el nombre y la dirección. Me llamo Howard Cotlrell, de paso. Mándemelos cuando ya no los necesite, y ojo, que no quiero tener que pagar contrareembolso.
—De acuerdo —asintió Hallorann—. Y gracias. Muchas gracias.
—Ande con cuidado. Yo lo llevaría, pero con el trabajo que tengo en este momento, no puedo.
—No se preocupe. Gracias de nuevo.
Empezó a levantar la ventanilla, pero Cottrell lo detuvo.
—Cuando llegue a Sidewinder… sí es que llega a Sidewinder… váyase a la estación de servicio Conoco, de Durkin. Está junto a la biblioteca, no puede equivocarse. Pregunte por Larry Durkin y dígale que le manda Howie Cottrell y que quiere alquilarle uno de sus vehículos para la nieve. Dígale mi nombre y muéstrele estos mitones, que le hará precio especial.
—Gracias otra vez —repitió Hallorann.
Cottrell hizo un gesto afirmativo.
—Es gracioso. No hay manera de que usted pueda saber que alguien está en peligro allá arriba, en el «Overlook»… el teléfono está cortado, seguro. Pero yo le creo; a veces tengo una sensación.
—Sí. Yo también, a veces —asintió Hallorann.
—Claro. Ya lo sé. Pero cuídese.
—Me cuidaré.
Cottrell desapareció entre los remolinos de nieve con un último saludo, con la gorra de mecánico gallardamente calada en la cabeza.
Hallorann volvió a ponerse en marcha, y las cadenas se hundieron en la nieve del camino, encontrando por fin la resistencia para poner en marcha el «Buick». A sus espaldas, Howard Cottrell lo saludó con un último bocinazo, deseándole buena suerte, aunque en realidad no era necesario: Hallorann percibía directamente sus deseos.
Encontrar dos de los míos en un día, pensó, debería ser una especie de buen augurio. Pero Hallorann desconfiaba de los augurios, buenos o malos.
Y tal vez encontrarse en un solo día con dos personas que tenían esplendor (cuando por lo general en el transcurso de un año no solía encontrarse con más de cuatro o cinco) no significara nada. Esa sensación de cosa definitiva, esa sensación (como de que el paquete ya está todo envuelto) que no podía definir del todo, seguía acompañándolo. Era… El «Buick» se empeñaba en patinar en una curva cerrada, y Hallorann lo enderezó cuidadosamente, atreviéndose apenas a respirar. Encendió de nuevo la radio: Aretha. Aretha estaba estupenda. El no tendría inconveniente en llevarla en su coche, cuando ella quisiera.
Otra ráfaga de viento azotó el coche y lo sacudió. Con una maldición, Hallorann es inclinó más aun sobre el volante. Aretha terminó de cantar y apareció de nuevo el locutor, recordándole que conducir un automóvil con semejante día era una excelente manera de matarse.
Bruscamente, Hallorann apagó la radio.
Finalmente llegó a Sidewinder, aunque en el trayecto desde Estes Park hasta allí tardó cuatro horas y media. Para cuando llegó a la Carretera de las Tierras Altas ya había oscurecido del todo, pero la tormenta de nieve no daba señales de menguar. En dos ocasiones, Hallorann tuvo que detenerse ante ventisqueros tan altos como la tapa del motor del coche, y esperar a que vinieran las quitanieves para abrirle paso.
En uno de los ventisqueros, la quitanieves venía de contramano y de nuevo había estado a punto de producirse un choque. El conductor se había limitado a pasar junto a su coche sin bajarse a discutir, pero no dejó de hacerle uno de los dos gestos con los dedos que todos los norteamericanos mayores de diez años reconocen, y no era el signo de la paz.
Hallorann tenía la impresión de que a medida que se aproximaba al «Overlook», su necesidad de apresurarse se hacia cada vez más apremiante.
Casi constantemente se encontraba mirando el reloj, y cada vez le parecía que las manecillas volaran.
Diez minutos después de haber entrado en la carretera, pasó dos señales, despejadas las dos de nieve por el azote del viento, de manera que pudo leerlas, SIDEWINDER 16. Anunciaba la primera.
En la segunda se leía: 20 KM HACIA DELANTE, CAMINO CERRADO; DURANTE MESES DE INVIERNO.
—Larry Durkin —murmuró Hallorann, para sí mismo, contraído y tenso el rostro oscuro al débil resplandor verde del tablero de instrumentos. Eran las seis y diez—. En Conoco, junto a la biblioteca. Larry…
En ese momento se abatió sobre él, súbitamente, con todas sus tuerzas, el olor a naranjas y el impacto mental, denso y maligno, asesino: (NO TE METAS EN ESTO NEGRO SUCIO QUE NO ES ASUNTO TUYO VUÉLVETE NEGRO PORQUE SI NO TE VUELVES TE MATAREMOS TE COLGAREMOS DE UN ÁRBOL JODIDO CONEJO NEGRO DE LA SELVA Y DESPUÉS QUEMAREMOS TU CADÁVER PORQUE ESO ES LO QUE HACEMOS CON LOS NEGROS DE MANERA QUE VUÉLVETE AHORA MISMO). En el mínimo espacio del coche, Hallorann exhaló un grito. El mensaje no le había llegado en palabras, sino en una serie como de imágenes en jeroglífico que se le metían en la cabeza con una fuerza tremenda. Apartó las manos del volante y se las llevó a los ojos, como para borrar las imágenes.
En ese momento el coche se estrelló contra uno de los terraplenes, rebotó, giró sobre sí mismo y finalmente se detuvo, mientras las ruedas seguían girando inútilmente.
Hallorann puso el motor en punto muerto y se cubrió la cara con las manos. Aunque no lloraba, precisamente, de su pecho jadeante se escapaba un gemido entrecortado. Sabía que si le hubieran asestado semejante golpe en un tramo del camino que hubiera tenido un precipicio hacia cualquiera de los dos lados, en ese momento bien podría estar muerto. Y tal vez esa hubiera sido la intención. Además, el golpe podía volver, en cualquier momento, y de alguna manera tenía que protegerse contra él. Estaba rodeado por una fuerza roja, de un poder enorme, que tal vez fuera la memoria de la raza. Se sentía ahogar en el instinto.
Se quitó las manos de la cara y abrió cautelosamente los ojos. Nada. Si algo intentaba nuevamente asustarlo, a él no le llegaba. Estaba cerrado.
¿Le había sucedido eso al chico? Dios santo, ¿le había sucedido eso al pequeño?
Entre todas las imágenes, la que más lo inquietaba era ese ruido sordo, opaco, como el de un martillo que se estrella contra un queso. ¿Qué significa eso? (Jesús, a ese niñito no. Jesús, por favor). Volvió a embragar y apretó el pedal para que la gasolina volviera a entrar poco a poco al motor. Las ruedas giraron, se afirmaron, siguieron girando, se afirmaron más. El «Buick» empezó a moverse, los faros se abrieron paso entre los remolinos de nieve. Hallorann miró su reloj: las seis y media casi. Empezaba a tener la sensación de que era demasiado tarde.