JACK
Sentado en el suelo de la despensa con las piernas abiertas, con un paquete de galletas entre ellas, Jack miraba hacia la puerta mientras iba comiéndose las galletas una por una, sin saborearlas, comiéndoselas simplemente, porque tenía que comer algo. Cuando saliera de allí necesitaría de todas sus fuerzas. De todas.
En ese preciso instante pensaba que jamás en toda su vida se había sentido tan desdichado. La mente y el cuerpo no eran más que un largo escrito de dolor. La cabeza lo atormentaba, con el latido enfermizo de una resaca. Y estaban también todos los demás síntomas: el mal sabor en la boca, como si le hubieran pasado un rastrillo después de haber recogido estiércol, el zumbido en los oídos, la densa palpitación del corazón, que parecía un tam-tam. Además, le dolían muchísimo los hombros de tanto golpearlos contra la puerta, y tenía la garganta irritada de tanto gritar inútilmente. Y se había hecho un corte en la mano derecha, con el picaporte.
Y cuando saliera de allí, vaya si iba a repartir unas cuantas patadas.
Fue masticando una por una las galletitas, negándose a darle el gusto al estómago, que quería vomitarlo todo. Recordó que en el bolsillo tenía «Excedrina», pero decidió esperar a tener un poco mejor el estómago. No tenía ningún sentido engullirse un analgésico para vomitarlo a las primeras de cambio. Era cuestión de usar el cerebro, el celebrado cerebro de Jack Torrance. ¿No es usted el tipo que pensaba vivir de su ingenio? Jack Torrance, autor de bestsellers. John Torrance, aplaudido dramaturgo y ganador del Premio de los Críticos, en Nueva York, John Stephen Torrance, hombre de letras, pensador de valía, ganador del premio Pulitzer a los setenta, por su conmovedor libro de memorias, Mi vida en el siglo veinte. Y toda esa mierda se reducía a una sola cosa: vivir de su ingenio.
Vivir del propio ingenio es saber siempre dónde están las avispas.
Se puso otra galletita en la boca y la masticó.
Y a lo que todo se reducía en realidad, supuso Jack, era a que no confiaban en él. A que no podían convencerse de que él sabía qué era lo mejor para ellos y como conseguirlo. Su mujer había intentado usurpar su lugar, primero valiéndose de un juego limpio (bueno, más o menos), después, sucio. Cuando sus insinuaciones mezquinas, sus gimoteantes objeciones, no habían podido resistir el peso de los sólidos y meditados argumentos de él, Wendy había puesto en contra de él a su hijo, había intentado matarle con una botella, y después le había encerrado, y nada menos que en la maldita despensa, entre todos los lugares posibles.
Con todo, una vocecilla interior seguía hostigándolo.
(Sí pero ¿de dónde vino ese alcohol? ¿En realidad no es ese el punto central? Tú ya sabes lo que te sucede cuando bebes, bien que lo sabes poramarga experiencia. Cuando bebes, pierdes los estribos). Lanzó la caja de galletas a través de la pequeña habitación. Fue a chocar contra un estante de latas de conserva y después cayó al suelo. Jack miró la caja, se enjugó los labios con el dorso de la mano, después miró el reloj. Eran casi las seis y media. Hacia horas que estaba allí dentro. Su mujer lo había encerrado, y estaba allí desde hacia horas.
Sentía que ahora empezaba a entender a su padre.
Lo que él jamas se había preguntado, Jack se daba cuenta ahora, era qué fue, exactamente, lo que por primera vez impulsó a su padre hacia la bebida. Y realmente… si se decidía uno a ir en forma directa a lo que sus antiguos alumnos habrían llamado el quid de la cuestión ¿no había sido la mujer con quien se había casado? Semejante esponja estúpida, siempre arrastrándose silenciosamente por toda la casa con esa expresión de mártir resignada. ¿No había sido una bola de hierro encadenada al tobillo de su padre? No, nada de bola de hierro y cadena. Ella jamas había tratado activamente de convertir a papá en un prisionero, como había hecho Wendy con él. Para el padre de Jack su destino debía de haberse parecido más al de McTeague, el dentista que al final de la gran novela de Frank Norris se encuentra esposado a un cadáver, en medio del páramo. Sí, esa imagen era mejor. Mental y espiritualmente muerta, su madre había estado esposada al padre por el matrimonio. Y así y todo, su padre había intentado seguir el camino recto mientras arrastraba por la vida ese cadáver en putrefacción.
Había intentado criar a sus cuatro hijos de manera que distinguieran el bien y el mal, que entendieran lo que era la disciplina y, sobre todo, que respetaran a su padre.
Pues bien, todos ellos habían sido unos ingratos, él el primero. Y ahora estaba pagando el precio: su propio hijo también le resultaba un ingrato. Pero aún tenía esperanzas. De alguna manera conseguiría salir de allí, y les impondría un correctivo a los dos, bien severo. Para que le sirviera de ejemplo a Danny, para que llegara el día en que, ya hombre, Danny supiera mejor que su padre qué era lo que tenía que hacer.
Recordaba aquella cena del domingo, cuando su padre le había dado de bastonazos a su madre, en la mesa… lo horrorizados que se habían quedado él y sus hermanos. Pero ahora Jack advertía lo necesario que había sido aquello; comprendía que su padre no había hecho más que fingir ebriedad, que su ingenio se había mantenido despierto y alerta, atento al más leve signo de falta de respeto.
Jack se arrastró hacia donde habían caído las galletas y de nuevo empezó a comérselas, sentado junto a la puerta que Wendy había atrancado de manera tan traidora. Se preguntaba qué sería exactamente lo que había visto su padre, cómo era que la había descubierto en su comedia. ¿Habría ocultado ella con la mano algún gesto despectivo? ¿La habría visto sacándole la lengua? ¿Haciéndole algún gesto obsceno con los dedos? ¿O simplemente lo habría mirado insolentemente, con arrogancia, convencida de que él estaba demasiado idiotizado por la bebida para verla? Fuera lo que fuese, él la había sorprendido mientras lo hacía, y la había castigado severamente. Y ahora, veinte años más tarde, Jacky comprendía finalmente la sabiduría de su padre.
Claro que siempre se podía decir que éste había sido un tonto al casarse con una mujer así, al dejarse unir a semejante cadáver, para empezar… y para colmo, a un cadáver irrespetuoso. Pero cuando los jóvenes se casan deprisa, tienen mucho tiempo para arrepentirse, y tal vez su abuelo se hubiera casado con una mujer del mismo tipo, de modo que inconscientemente su padre lo había imitado, como le había sucedido también a él mismo. Salvo que su mujer, en vez de conformarse con el papel pasivo (había arruinado una carrera y obstaculizado otra), había optado por la actitud —ponzoñosamente activa— de intentar destruir su última y mejor oportunidad: llegar a ser miembro del personal del «Overlook» y ascender quizás… hasta lo más alto, hasta el cargo de director con el tiempo. Wendy trataba de arrebatarle a Danny, y Danny era el precio de que a él lo aceptaran. Era una estupidez, claro, ya que no se entendía por qué querían al hijo cuando podían tener al padre… pero era muy común que a los patrones se les ocurrieran tonterías así, y la condición estipulada era esa.
Naturalmente, Jack advertía ahora que con ella no podría razonar.
Había procurado hacerla entrar en razones en el Salón Colorado, pero Wendy no sólo se había negado a escucharlo: le había asestado un botellazo en la cabeza. Pero ya habría otra oportunidad, y pronto. Ya conseguiría salir de allí.
De pronto, contuvo el aliento e inclinó la cabeza. De alguna manera le llegaba la música de un piano que tocaba un boogie-woogie, y se oían ecos de risas y aplausos. Los ruidos llegaban amortiguados por la puerta de madera, pero se oían. La canción era En la ciudad vieja se armará lío esta noche.
Cerró los puños desesperanzado; y se contuvo para no volver a emprenderla a puñetazos con la puerta. La fiesta empezaba nuevamente, y habría de todo para beber. En alguna parte, bailando con algún otro, estaría la muchacha que él había sentido tan enloquecedoramente desnuda bajo la túnica de satén blanco.
—¡Ya me las pagaréis! —volvió a aullar—. ¡Ya me las pagaréis los dos, malditos! ¡Os prometo que os haré tomar vuestra medicina por esto, seguro!
¡Os…!
—Tranquilo, tranquilo, vamos —se oyó decir a una voz, calma, del otro lado de la puerta—. No hace falta gritar, amigo. Lo oigo perfectamente bien.
De un salto, Jack se puso de pie.
—¿Grady? ¿Es usted?
—Sí, señor. Claro que sí. Parece que lo han encerrado a usted.
—Déjeme salir, Grady. Pronto.
—Por lo que veo, mal podría usted haberse ocupado del asunto que hablamos, señor. De encarrilar a su mujer y a su hijo.
—Son ellos quienes me han encerrado aquí. ¡Quite el cerrojo, por amor de Dios!
—¿Y dejó usted que lo encerraran? —en la voz de Grady se traslucía una cortés sorpresa—. Vaya vaya. Una mujer que es la mitad de usted y un niño pequeño. No es como para pensar que tenga usted madera de directivo, ¿no le parece?
Acompasadamente, en la sien derecha de Jack empezó a latir una vena.
—Déjeme salir, Grady, que yo me ocuparé de ellos.
—¿Lo hará, realmente, señor? Lo dudo —la cortés sorpresa había cedido el paso a una cortés preocupación—. Me duele decir que lo dudo.
Hemos llegado… yo y los otros… hemos llegado a creer realmente que usted no se toma todo esto muy a pecho. Y que no tiene las… las agallas necesarias.
—¡Sí que las tengo! —gritó Jack—. ¡Las tengo, lo juro!
—¿Y nos traerá usted a su hijo?
—¡Sí! ¡Sí!
—Su mujer se opondrá enérgicamente a eso, señor Torrance. Y aparentemente tiene… algo más de fuerza de lo que nos habíamos imaginado. Y más recursos. A usted, indudablemente, parece que le ganó.
Jack oyó una risita.
—Tal vez, señor Torrance, deberíamos haber empezado desde el primer momento a tratar con ella.
—Yo se los entregaré, lo juro —aseguró Jack, con la cara apoyada contra la puerta, transpirando—. Y ella no se opondrá. Le juro que no. No podrá.
—Me temo que tenga usted que matarla —dijo fríamente Grady.
—Haré lo que tenga que hacer. Usted déjeme salir.
—¿Me da usted su palabra, señor? —insistió Grady.
—Mi palabra, mi promesa, mi voto sagrado, lo que quiera, demonios.
Si…
Se produjo un chasquido al correrse hacia atrás el cerrojo. Lentamente, la puerta se entreabrió. Jack dejó de hablar, de respirar. Durante un momento tuvo la sensación de que la muerte misma estaba del otro lado de esa puerta. La sensación pasó.
—Gracias, Grady —susurró Jack—. Le juro que no lo lamentarán. Le juro que no.
No hubo respuesta; Jack cobró conciencia de que todos los ruidos se habían detenido, salvo el frío ulular del viento, afuera. Empujó la puerta, y las bisagras cedieron con un débil chirrido. La cocina estaba vacía. Grady había desaparecido. Todo estaba en silencio, congelado bajo el frío resplandor blanco de los tubos fluorescentes. Los ojos de Jack se posaron sobre la enorme tabla de picar carne que los tres solían usar como mesa para las comidas. Sobre ella había un vaso para martini, casi un litro de gin y un platillo de plástico lleno de aceitunas. Apoyado contra la mesa, estaba uno de los mazos de roque que se guardaban en el cobertizo. Jack estuvo largo rato mirándolo. Después una voz, mucho más profunda, y más potente que la voz de Grady, le habló desde alguna parte, desde todas partes… desde dentro de sí mismo.
(Mantenga usted su promesa, señor Torrance).
—Sí, lo haré —asintió, y él mismo percibió el bajo servilismo de su voz, pero no era capaz de evitarlo—. Lo haré.
Fue hasta la mesa y apoyó la mano en el mango del mazo.
Lo levantó.
Lo blandió.
El mazo silbó malignamente en el aire.
Jack Torrance empezó a sonreír.