46

WENDY

A mediodía, en un momento en que Danny había ido al cuarto de baño, Wendy sacó de bajo la almohada el cuchillo envuelto en el paño de cocina, se lo puso en el bolsillo de la bata y fue hacia la puerta del baño.

—¿Danny?

—¿Qué?

—Voy abajo a preparar algo para el almuerzo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. ¿Quieres que baje contigo?

—No, yo lo subiré. ¿Qué te parece una tortilla de queso y un plato de sopa?

—Perfecto.

Ante la puerta cerrada, Wendy titubeó un momento más.

—Danny, ¿está bien así? ¿Seguro?

—Sí —respondió la voz del chico—. Pero ten cuidado.

—¿Dónde está papá? ¿Tú sabes?

—No. Pero ve tranquila. —La voz era extrañamente calmada.

Wendy sofocó la necesidad de seguir preguntando, de seguir picoteando los bordes de la cosa. La cosa estaba ahí, los dos sabían de qué se trataba, y seguir insistiendo sólo serviría para asustar más a Danny… y a ella.

Jack había perdido el juicio. Alrededor de las ocho de la mañana, mientras la tormenta volvía a cobrar nuevo impulso, Wendy y su hijo, sentados en la cuna, lo habían oído pasearse por la planta baja, entre bramidos y tropezones. Casi siempre, los ruidos parecían llegar del salón de baile. Jack cantaba desafinadamente fragmentos de canciones, daba expresión a una de las partes de una discusión, en un momento dado había gritado con todas sus fuerzas, helándoles la sangre a ambos, mientras se miraban sin hablar. Finalmente, lo habían oído atravesar de nuevo el vestíbulo, tambaleante, y Wendy tenía la impresión de haber escuchado un gran golpe sordo, como si se hubiera caído o hubiera abierto violentamente una puerta. Desde las ocho y media más o menos, hacia ya tres horas y media, sólo había habido silencio.

Wendy tomó por el corto pasillo, siguió por el corredor principal de la primera planta y fue hacia la escalera. En el descansillo de la primera planta se detuvo a mirar hacia el vestíbulo. Parecía desierto, pero el día gris y de nieve dejaba gran parte del largo salón en las sombras. Danny podía equivocarse. Jack podía estar escondido detrás de un sillón o de un sofá, tal vez detrás del mostrador de recepción esperando a que ella bajara…

Wendy se humedeció los labios.

—¿Jack?

No hubo respuesta.

Con la mano sobre el mango del cuchillo, siguió bajando. Wendy se había imaginado muchas veces el final de su matrimonio: el divorcio, la muerte de Jack en un accidente, por conducir bebido (la visión más habitual en la oscuridad de las madrugadas de espera cuando vivían en Stovington) y alguna vez había fantaseado que llegaría otro hombre, un héroe de novela de aventuras que se la llevaría, junto con Danny, en la silla de su corcel blanco como la nieve. Pero jamás se había representado a sí misma merodeando por pasillos y escaleras como un ladrón, con la mano cerrada firmemente sobre un cuchillo para defenderse de Jack.

Al pensarlo la invadió una oleada de desesperación, y tuvo que detenerse en mitad de la escalera, aferrándose al pasamanos, temerosa de que las rodillas se le doblaran.

(Admítelo. No es solamente Jack. Jack no es más que la única cosa sólida, en medio de todo esto, a la que puedes colgarle todas las demás, las cosas que no puedes creer y que sin embargo te ves obligada a creer, esa historia de los setos, el grupo de la fiesta en el ascensor, ese antifaz). Intentó detener el pensamiento, pero era demasiado tarde.

(Y las voces).

Porque, de vez en cuando, la impresión no había sido la de que ahí abajo hubiera un loco solitario, conversando con los fantasmas de su propia mente alterada, gritándoles. Algunas veces, como una onda de radio que se pierde y que vuelve alternativamente, Wendy había oído —o le había parecido oír— otras voces, y música, y risas. En un momento había oído que Jack mantenía una conversación con alguien que se llamaba Grady (y el nombre le parecía vagamente conocido, pero no podía identificarlo), dirigiendo afirmaciones y haciendo preguntas al silencio, pero hablando en voz alta, como si tuviera que hacerse oír por encima de un constante bullicio de fondo. Y después, escalofriantes, se oían otros ruidos que parecían completar el rompecabezas: la música de una orquesta, gente aplaudiendo, un hombre que con voz divertida, pero autoritaria, intentaba persuadir a alguien de que pronunciara un discurso. Durante treinta segundos a un minuto, Wendy oía esas cosas y se sentía a punto de desmayarse de terror; después, todo volvía a esfumarse y sólo quedaba la voz de Jack, hablando en ese tono de mando, aunque ligeramente pastoso, que ella recordaba como su hablar de borracho. Pero en el hotel no había nada para beber, salvo el jerez de la cocina. ¿O no era así? Sí, pero… si ella se podía imaginar que el hotel estaba lleno de voces y de música, ¿acaso no podía Jack imaginarse que estaba borracho?

La idea no le gustaba. No le gustaba nada.

Al llegar al vestíbulo, miró a su alrededor. El cordón de terciopelo que cerraba simbólicamente el salón de baile estaba en el suelo, y el poste de acero que lo sostenía había sido derribado, como si alguien hubiera chocado con él al pasar. Una descolorida luz blanca, proveniente de las ventanas altas y estrechas del salón de baile, atravesaba la puerta abierta e iba a dar sobre la alfombra del vestíbulo. Con el corazón palpitante, Wendy fue hasta las puertas abiertas del salón de baile para mirar hacia adentro. Estaba vacío y silencioso, y no se oía mas que esa extraña especie de eco que parece perdurar en todos los ámbitos muy grandes, desde una imponente catedral hasta un modesto salón de bingo pueblerino.

Wendy volvió al mostrador y allí se quedó un momento indecisa, escuchando cómo vociferaba el viento afuera. Era la peor tormenta que habían tenido hasta entonces, y su fuerza todavía seguía en aumento. En algún lugar del ala Oeste se había roto la cerradura de un postigo, y la hoja se sacudía incesantemente con un ruido seco y crujiente, como si fuera un tiro al blanco con un solo cliente.

(Jack, realmente tendrías que ocuparte de eso. Antes de que entre algo).

Wendy se preguntó qué haría si él se le apareciera en ese momento. Si surgiera detrás del oscuro escritorio barnizado, con su pila de formularios por triplicado y su campanilla plateada, como uno de esos muñecos que saltan por sorpresa de una caja, pero un muñeco asesino, sonriente, con una maza en una mano y ninguna expresión humana en los ojos. ¿Se quedaría helada de terror, o le quedaría el instinto maternal necesario para luchar con él por el hijo de ambos, hasta que uno de los dos muriera? Wendy no lo sabía, y de sólo pensarlo se sentía enferma, sentía que toda su vida había sido un sueño largo y fácil que de ninguna manera la había preparado para esta pesadilla despierta. Wendy no estaba endurecida. Cuando tenía un problema, dormía. Su pasado no tenía nada notable. Jamás se había visto sometida a una prueba de fuego, y ésta a la que se veía sometida no era de fuego, era de hielo, y no podía pasarla durmiendo. Su hijo estaba arriba y la esperaba.

Aferró con más fuerza el mango del cuchillo y miró por encima del mostrador.

No había nada.

El alivio se canalizó en un largo suspiro.

Wendy apartó la puerta y pasó, no sin hacer una pausa para mirar en el interior del despacho antes de entrar. Buscó a tientas, antes de atravesar la puerta siguiente, las llaves de la luz de la cocina, esperando que en cualquier momento una mano se cerrara sobre la suya. Después las luces fluorescentes se encendieron, zumbando y titilando, y Wendy vio la cocina del señor Hallorann… su cocina, ahora, para bien o para mal: azulejos verde pálido, fórmica reluciente, esmaltes inmaculados, resplandecientes bordes cromados. Le había prometido que le conservaría la cocina limpia, y lo había cumplido. Sentía como si fuera uno de los «lugares seguros» de Danny. Era como si allí la presencia de Dick Hallorann la rodeara y la consolara. Danny había llamado al señor Hallorann y allá arriba, sentada junto a su hijo, aterrorizados ambos mientras su marido deliraba y desvariaba abajo, a Wendy eso le había parecido la más débil de todas las esperanzas. Pero ahora que estaba allí, en el lugar del señor Hallorann, le parecía casi posible.

Tal vez Hallorann estuviera ya en camino, empeñado en llegar hasta ellos pese a la tormenta. Tal vez.

Fue hacia la despensa, descorrió el cerrojo y entró. Buscó una lata de sopa de tomates, volvió a cerrar la puerta y a correr el cerrojo. La puerta cerraba muy bien contra el suelo y, si uno la mantenía con cerrojo, no tenía que preocuparse de que ratas o ratones fueran a ensuciar el arroz, la harina o el azúcar.

Abrió la lata y dejó caer el contenido, con su consistencia gelatinosa, en una cacerola donde resonó con un plop. Fue a la nevera en busca de leche y huevos para la tortilla. Después a la cámara frigorífica a buscar el queso. Todas esas acciones, tan comunes, tan parle de su vida antes de que el «Overlook» se convirtiera en parte de su vida, la ayudaron a calmarse.

Wendy derritió la mantequilla en la sartén, diluyó la sopa con leche, vertió en la sartén los huevos batidos.

Súbitamente tuvo la sensación de que alguien estaba de pie detrás de ella, pronto a estrangularla.

Giró en redondo, mientras aferraba el cuchillo. No había nadie.

(¡A ver si te dominas, muchacha!).

Ralló la cantidad necesaria de queso, se lo agregó a la tortilla, la removió y bajó el gas hasta dejarlo reducido a un anillo de tenue llama azul.

La sopa ya estaba caliente. Puso la sopera sobre una bandeja grande, junto con los cubiertos, dos tazones, dos plalos, el salero y el pimentero. Cuando la tortilla estuvo hinchada y dorada, Wendy la deslizó sobre uno de los platos y la tapó.

(Ahora, a volverfe por donde viniste. Apaga las luces de la cocina.

Atraviesa el despacho, después la puerta del mostrador, recoge doscientos dólares).

Se detuvo en el costado del mostrador hacia el vestíbulo y dejó la bandeja junto a la campanilla plateada. La irrealidad no daba más que hasta cierto punto; todo eso era una especie de surrealista juego del escondite.

Con el ceño fruncido. Wendy se detuvo en la penumbra del vestíbulo.

(Esta vez, no fuerces los hechos, muchacha. Hay ciertas realidades, por lunática que pueda parecerte la situación. Una de ellas es que tal vez tú seas la única persona responsable que queda en medio de este grotesco montón).

Tienes a tu cuidado un hijo de cinco años, que va para seis. Y tu marido, sea lo que fuere lo que le ha sucedido y por más peligroso que pueda ser… quizá también sea parte de tu responsabilidad. Y aunque no lo fuera, piensa una cosa: hoy es dos de diciembre. Si no aparece algún guardabosques, todavía puedes pasarte cuatro meses aquí encerrada. Aunque empezarán a extrañarse de que nadie haya recibido una llamada nuestra por la radio, nadie va a venir hoy… ni mañana… ni en varias semanas tal vez. ¿Te vas a pasar aquí un mes bajando furtivamente a buscar la comida con un cuchillo en el bolsillo, y sobresaltándole al menor ruido? ¿Realmente crees que puedes eludir a Jack durante un mes? ¿O piensas que puedes impedirle que suba si a él se le ocurre entrar? Él tiene la llave maestra, y de una patada puede hacer saltar el cerrojo).

Dejando la bandeja sobre el mostrador, Wendy avanzó lentamente hacia el comedor y miró hacia adentro. Estaba desierto. Había una sola mesa con las sillas dispuestas a su alrededor: la que ellos habían intentado usar para comer, hasta que la vacía soledad del comedor los ahuyentó.

—¿Jack? —llamó con vacilación.

En ese momento se elevó una ráfaga de viento que arremolinó la nieve contra los postigos, pero a Wendy le pareció que había oído algo más.

Una especie de gruñido ahogado.

—¿Jack?

Esa vez no alcanzó a oír nada, pero en cambio sus ojos se posaron sobre algo que estaba bajo las dobles puertas de vaivén del Salón Colorado, algo que brillaba débilmente en la luz mortecina. El encendedor de Jack.

Reunió todo su valor para atravesar las puertas de vaivén, abriéndolas de par en par. El olor del gin era tan fuerte que el aliento se le atravesó en la garganta. Ni siquiera se le podía llamar olor; era un tufo, realmente. Pero los estantes estaban vacíos. ¿Dónde podía haberlo encontrado, por Dios? ¿Una botella escondida en alguno de los armarios? ¿Dónde?

Se oyó otro gruñido, bajo e impreciso, pero perfectamente audible esta vez. Wendy avanzó lentamente hacia el bar.

—¿Jack? —Nadie respondía.

Wendy miró por encima del bar y ahí lo encontró, despatarrado en el suelo, sumido en el estupor. Borracho como un lord, por el olor. Debía de haber intentado pasar por encima del mostrador y perdió el equilibrio.

Increíble que no se hubiera roto el pescuezo. Un viejo proverbio acudió a su memoria: De los borrachos y de los niños se cuida Dios. Amén.

Sin embargo, Wendy no estaba enfadada con él; al mirarlo, pensó que parecía un chiquillo horriblemente cansado que se hubiera esforzado demasiado, hasta quedarse dormido en mitad del suelo del cuarto de estar.

Jack había dejado de beber, pero no era él quien había tomado la decisión de volver a empezar; en el edificio no había bebidas para comenzar …entonces, ¿de dónde habían venido?

A lo largo de la barra en forma de herradura, separadas por distancia de un metro aproximadamente, había botellas de vino con envoltura de paja, cada una con una vela en la boca. Deben creer que eso parece bohemio, pensó Wendy. Levantó una y la sacudió, esperando casi oír el ruido del gin en su interior (vino nuevo en botellas viejas) pero no había nada, y la volvió a dejar.

Jack empezaba a moverse. Wendy dio la vuelta a la barra, encontró la puerta de entrada y pasó al interior, donde estaba tendido Jack, sin detenerse más que para mirar los relucientes grifos cromados. Estaban completamente secos, pero al pasar cerca de ellos sintió olor a cerveza, un olor húmedo y nuevo, como una fina niebla.

Iba llegando donde él estaba cuando Jack se dio la vuelta, abrió los ojos y la miró. Durante un momento su mirada fue completamente inexpresiva; después se aclaró.

—¿Wendy? —preguntó—. ¿Eres tú?

—Sí. ¿Crees que puedes subir si te ayudo? ¿Si te apoyas en mí? Jack, ¿dónde te…?

La mano de él se le cerró brutalmente en torno al tobillo.

—¡Jack! ¿Qué es lo que…?

—¡Te tengo! —exclamó él, con una mueca de triunfo. De él emanaba un olor rancio, a gin y a aceitunas, que desencadenó en Wendy un antiguo terror, un terror más intenso que ninguno de los que pudieran provenir del hotel. Una parte distante de sí misma pensaba que lo peor era que todo hubiera quedado nuevamente reducido a eso: ella y su marido borracho.

—Jack, quiero ayudarte.

—Ah, claro. Lo único que queréis tú y Danny es ayudar. —La presión de la mano en el tobillo se hacía aplastante. Sin dejar de sujetarla, Jack iba poniéndose temblorosamente de rodillas—. Tu quisiste ayudar a que nos fuéramos todos de aquí. Pero… ahora… ¡te tengo!

—Jack, me haces daño en el tobillo.

—Ya te haré daño en algo más que en el tobillo, perra.

El insulto la dejó tan aturdida que Wendy no intentó siquiera moverse cuando Jack le soltó el tobillo para ponerse de pie, tambaleante, y quedarse inciertamente parado frente a ella.

—Tú nunca me amaste —se quejó—. Tú quieres que nos vayamos porque sabes que de ese modo terminarás conmigo. ¿Pensaste alguna vez en mis res… res… responsabilidades? No, no pensaste un carajo. En lo único en que tú piensas es en la forma de hundirme. Eres lo mismo que mi madre, ¡perra de mierda!

—Oh, basta —pidió Wendy, llorando—. No sabes lo que dices. Estás borracho. No sé como, pero estás borracho.

—Oh, yo si lo sé. Bien lo sé ahora. Tú y él. Ese maldito cachorro de arriba. Vosotros dos, haciendo planes juntos, ¿no es eso?

—¡No, no! ¡Jamás hemos planeado nada! ¿Qué es lo que…?

¡Mentirosa! —aulló Jack—. ¡Si yo sé cómo hacéis! ¡Vaya si lo se!

Cuando yo digo que vamos a quedarnos aquí y que yo voy a hacer mi trabajo, tu dices: «Sí, cariño», y él dice: «Sí, papito», y después os ponéis los dos a hacer planes. Vosotros planeasteis usar el vehículo para la nieve; fuisteis vosotros. Pero yo lo sabía; yo me di cuenta. ¿O creísteis que no me daría cuenta? ¿Pensasteis que era un estúpido?

Wendy lo miraba atónita, incapaz ya de hablar. Jack la mataría, primero ella y después a Danny. Entonces, tal vez el hotel se diera por satisfecho y le permitiera suicidarse. Como aquel otro vigilante, como (Grady).

Con un horror que la llevó al borde del desmayo, Wendy se dio cuenta por fin de quién era el personaje con quien Jack había estado conversando en el salón de baile.

—Y tú pusiste a mi hijo en mi contra. Eso fue lo peor. —La compasión de sí mismo le desfiguraba el rostro—. Mi hijito, que ahora también me odia.

Tú te encargaste de eso. Ése fue tu plan, desde el principio, ¿no es verdad?

Tú siempre estuviste celosa, ¿no es eso? Lo mismo que tu madre. No podías estar satisfecha a menos que le comieras todo el pastel, ¿verdad? ¡Contenta!

Wendy no podía decir palabra.

—Bueno, pues ya te arreglaré —declaró Jack, e intentó rodearle la garganta con las manos.

Wendy retrocedió un paso, después otro, y entonces Jack cayó sobre ella. Recordó que tenía el cuchillo en el bolsillo de la bata e intentó buscarlo, pero el brazo izquierdo de él ya la había rodeado y la tenía inmovilizada.

Wendy lo sentía muy cerca, oliendo a sudor y a gin.

—Necesitas un castigo —gruñía Jack—. Un correctivo… Un correctivo bien fuerte…

Con la mano derecha le encontró la garganta. Al no poder respirar, Wendy se sintió presa del pánico. Jack había unido la mano izquierda a la derecha, y ahora Wendy quedaba en libertad de usar el cuchillo, pero se había olvidado de él. Sus dos manos subieron en el intento desesperado de apartar las de Jack, más grandes, más fuertes.

¡Mami! —se oyó desde alguna parte el grito de Danny—. ¡Papito, basta! ¡Le estás haciendo daño a mami! —gritó con voz penetrante, con un sonido agudo y cristalino que Wendy oyó como si le llegara de muy lejos.

Frente a sus ojos, como danzarines de ballet, pasaban relámpagos de luz roja. La habitación se oscureció. Wendy vio que su hijo trepaba al mostrador y se arrojaba sobre los hombros de Jack. Repentinamente, una de las manos que le apretaban la garganta desapareció: de un golpe, Jack se había quitado de encima a Danny. El chico cayó contra los estantes vacíos y rodó al suelo, aturdido. La mano volvió a la garganta de Wendy. Los relámpagos rojos empezaron a volverse negros.

Danny lloraba débilmente. Wendy sentía como si tuviera fuego en el pecho. Muy cerca de ella, Jack vociferaba:

—¡Ya te arreglaré! ¡Maldita sea, yo te enseñaré quién es el que manda aquí! ¡Te mostraré…!

Pero todos los ruidos empezaban a desvanecerse por un largo corredor oscuro. La defensa de Wendy empezó a debilitarse. Una de sus manos soltó la de Jack y cayó lentamente hasta que el brazo quedó extendido en ángulo recto con el cuerpo, la mano flojamente pendiente de la muñeca como la mano de alguien que se ahoga.

La mano tocó una botella: una de las botellas de vino envueltas en paja que servían como decorativos candeleros.

Sin poder verla, con el último resto de sus fuerzas, Wendy tanteó en busca del cuello de la botella hasta encontrarlo, palpando las grasientas chorreaduras de cera.

(oh dios si se me escapa de la mano).

La levantó y la dejó caer, rogando que el golpe fuera certero, sabiendo que si solamente llegaba a acertarle en el hombro o en el brazo podía darse por muerta.

Pero la botella cayó directamente sobre la cabeza de Jack Torrance, y el vidrio se hizo pedazos, violentamente, dentro de la envoltura de paja. La botella tenía la base gruesa y pesada, y al chocar contra el cráneo de Jack produjo un ruido sordo como el de una gran pelota blanda que se hace rebotar sobre un suelo de madera dura. Jack giró hacia atrás sobre los talones, mientras los ojos le quedaban en blanco. La presión en la garganta de Wendy empezó a ceder y después se aflojó por completo. Jack abrió las manos, como en un intento de recuperar el equilibrio, y después se desplomó de espaldas.

Wendy inhaló el aire con un gemido largo y sollozante. Ella también se sentía a punto de caer; se aferró al borde del mostrador y consiguió mantenerse en pie. La consciencia era como una ola que iba y venía.

Alcanzaba a oír llorar a Danny, pero no tenía la menor idea de dónde estaba el niño. El llanto le llegaba como un eco en una cámara acústica.

Turbiamente, vio que grandes gotas de sangre caían sobre la superficie del mostrador, y se imaginó que debían salirle de la nariz. Se aclaró la garganta y escupió en el suelo. Toser le produjo un dolor intolerable en la columna, a la altura del cuello, un dolor que se fue reduciendo luego a una sensación dolorida, constante, pero soportable.

Poco a poco, consiguió ir recuperando el dominio de sí misma.

Dejó de apoyarse en el bar, se dio la vuelta y vio a Jack, tendido cuan largo era, junto a la botella hecha pedazos. Parecía un gigante caído. Danny estaba en cuclillas bajo la caja registradora del bar, con las dos manos en la boca, mirando fijamente a su padre inconsciente.

Con paso inseguro, Wendy fue hacia él y lo tocó en el hombro. El chico se apartó de ella.

—Danny, escúchame…

—No, no —farfulló el chiquillo con una ronca voz de viejo—. Papito te hizo daño… tú le hiciste daño a papito… papito te hizo daño… Quiero irme a dormir. Danny quiere irse a dormir.

—Danny…

—Dormir, dormir. Toda la noche.

¡No!

El dolor volvió a atenazarle la garganta. Wendy dio un respingo, pero Danny había abierto los ojos, que la miraban cautelosamente desde las órbitas hundidas, rodeadas de sombras azules.

Sin apartar los ojos de los de él, Wendy se obligó a hablar con calma, con voz ronca y baja que era apenas más que un susurro. Hablar le hacía daño.

—Escúchame, Danny. No fue tu papá el que intentó hacerme daño. Ni yo quise hacerle daño a él. El hotel se ha metido dentro de él, Danny. El

«Overlook» se ha metido dentro de tu papá. ¿Puedes entenderme?

Lentamente, cierta expresión de inteligencia volvió a los ojos de Danny.

—Le dio Algo Malo —murmuró—. Pero antes no había nada de eso aquí, ¿no es verdad?

—No, lo puso el hotel. El… —la acometió un ataque de tos, y Wendy volvió a escupir sangre. Sentía la garganta hinchada, como si tuviera el doble de su tamaño—. El hotel lo obligó a beber. Esta mañana, ¿oíste tú que él estaba hablando con gente?

—Sí… con la gente del hotel…

—Yo también los oí. Y eso significa que el hotel se está haciendo más fuerte. Quiere hacernos daño a todos. Pero yo creo… espero… que únicamente puede conseguirlo a través de papito. Él fue el único de quien pudo adueñarse. ¿Comprendes lo que te digo, Danny? Es tremendamente importante que me comprendas.

—El hotel se adueñó de papito —con un gemido de impotencia, el chico miró a Jack.

—Yo sé que tú quieres a papá. Y yo también. Tenemos que recordar que el hotel trata de hacerle daño a él tanto como a nosotros.

Wendy estaba convencida de que lo que decía era verdad. Más aún: pensaba que tal vez fuera a Danny a quien realmente quería el hotel, que el chico podía ser la razón de que estuviera yendo tan lejos… tal vez, incluso, la razón de que pudiera ir tan lejos. Hasta podría ser que, de alguna manera desconocida, el esplendor de Danny estuviera abasteciendo de energía al hotel, como lo hace una batería con el sistema eléctrico de un automóvil… así como es la batería lo que hace arrancar el coche. Si conseguían salir de allí, tal vez el «Overlook» volviera a asumirse en su viejo estado de semiconsciencia, no volviera a ser capaz de otra cosa que de ofrecer diapositivas de horror barato a los clientes más dotados de percepción psíquica que entraran en él. Sin Danny, no era mucho más que la casa encantada de un parque de atracciones, donde tal vez uno o dos huéspedes podrían oír golpecitos, o escuchar los ruidos fantasmagóricos de una fiesta de disfraces, o ver ocasionalmente algo que los inquietara. Pero si el hotel absorbía a Danny… el esplendor de Danny o su fuerza vital o su espíritu… como quiera que se llame… y se adueñara de él… entonces, ¿qué sucedería?

La sola idea le hizo sentir frío.

—Ojalá papito estuviera mejor —suspiró Danny, y las lágrimas volvieron a correrle por la cara.

—Yo también lo quisiera —asintió Wendy, mientras lo abrazaba estrechamente—. Por eso, tesoro, tienes que ayudarme a poner a papá en alguna parte, en algún lugar donde el hotel no pueda obligarlo a que nos haga daño, y donde no pueda dañarse él tampoco. Después… si viene tu amigo Dick, o un guarda del parque podremos llevárnoslo, y tal vez podría volver a ponerse bien. Todos podríamos ponernos bien. Creo que todavía podemos tener una oportunidad, si somos fuertes y valientes, como lo fuiste tú cuando le saltaste sobre la espalda. ¿Me entiendes?

Al mirarlo con un gesto de súplica, Wendy pensó qué extraño era todo; jamás había visto cuánto se parecía Danny a Jack.

—Sí —dijo el chico, e hizo un gesto de asentimiento—. Creo que… si podemos sacarlo de aquí… todo volverá a ser como era. ¿Dónde podríamos ponerlo?

—En la despensa. Allí tiene comida, y se la puede cerrar desde afuera con un buen cerrojo. Y es abrigado. Y nosotros comer lo que tenemos en la nevera y en el congelador. Habrá suficiente para los tres, hasta que nos llegue alguna ayuda.

—¿Lo hacemos ahora mismo?

—Sí, ahora mismo, antes de que se despierte.

Danny abrió la puerta del mostrador del bar mientras Wendy le cruzaba a Jack las manos sobre el pecho, deteniéndose un instante para oírlo respirar, con ritmo lento, pero regular. Por el olor que emanaba de él se dio cuenta de que debía haber bebido mucho… y ya no estaba habituado.

Wendy pensó que lo que lo había dejado fuera de combate podía haber sido tanto el licor como el golpe en la cabeza.

Levantándole las piernas, empezó a arrastrarlo por el suelo. Hacía casi siete años que estaba casada con él y muchísimas veces —miles— el cuerpo de Jack había estado sobre el de ella, pero Wendy jamás se había dado cuenta de lo pesado que era. El aliento silbaba dolorosamente al entrar y salir de su garganta magullada. Sin embargo Wendy se sentía mejor de lo que se había sentido en muchos días. Estaba viva. Después de haber estado tan al borde de la muerte, eso era inapreciable. Y Jack también estaba vivo.

De pura suerte, más bien que por haberlo planeado, habían encontrado quizá la única manera que podía sacarlos a todos del atolladero.

Jadeante, se detuvo un momento, sosteniendo contra las caderas los pies de Jack. La situación le hacía recordar el grito del viejo capitán en La isla del tesoro cuando el viejo ciego Pew le entregó la Señal Negra: ¡Esto ya está!

Pero entonces recordó, con inquietud, que el viejo lobo de mar había caído muerto apenas unos pocos segundos después.

—¿Está bien, mamá? ¿No es… no es demasiado pesado?

—Me las arreglo —Wendy empezó de nuevo a arrastrar a Jack. Danny estaba junto a su padre. Una de las manos se le había deslizado del pecho, y el chico volvió a plegársela suavemente, con amor.

—¿Estás segura, mamá?

—Sí, Danny, es lo mejor.

—Es como ponerlo en la cárcel.

—Sólo será por un tiempo.

—Bueno, está bien. ¿Estas segura de que puedes hacerlo?

—Sí.

Pero la cosa no sería tan fácil. Al pasar los umbrales, Danny había sostenido con ambas manos la cabeza de su padre, pero al entrar en la cocina se le resbalaron en el pelo grasiento de Jack, y la cabeza de éste fue a golpear contra las baldosas. Jack empezó a gemir y a moverse.

—Tenéis que usar humo —farfulló con voz pastosa—. Ahora corred a traerme esa lata de gasolina.

Wendy y Danny intercambiaron una tensa mirada de alarma.

—Ayúdame —pidió ella, en voz baja.

Durante un momento pareció que Danny se quedara paralizado junto al rostro de su padre. Después, con movimientos espasmódicos, se puso junto a Wendy y la ayudó a sostenerle la pierna izquierda. Entre los dos lo arrastraron por el suelo de la cocina en una especie de pesadilla que parecía filmada a cámara lenta y en la que no había más ruido que el débil zumbido de insecto de las luces fluorescentes y el ritmo trabajoso de su propia respiración.

Cuando llegaron a la despensa, Wendy dejó en el suelo los pies de Jack y empezó a manipular el cerrojo. Danny miraba a su padre, que de nuevo yacía flojo y relajado. La parte de atrás de la camisa se le había salido de los pantalones mientras lo arrastraban hasta allí, y Danny no sabía si su padre estaría demasiado borracho para sentir frío. Le parecía mal encerrarlo en la despensa como si fuera un animal salvaje, pero ya había visto lo que intentó hacerle a su madre. Mientras aun estaba arriba, ya había percibido lo que su papá iba a hacer. Los había oído discutir dentro de su cabeza.

(Si pudiéramos estar todos fuera de aquí. O si esto no fuera más que un sueño que tengo, mientras estamos allá en Stovington. Si…). El cerrojo estaba atascado.

Wendy tiraba de él con todas sus fuerzas, sin conseguir moverlo. No podía correr el maldito cerrojo. Qué estupidez, qué cosa injusta, si cuando entró en la despensa a buscar la lata de sopa lo había abierto sin ninguna dificultad. Pero ahora no quería moverse, ¿y qué podían hacer entonces? No podían ponerlo dentro del cuarto refrigerado; allí se congelaría y moriría.

Pero si lo dejaban suelto, cuando se despertara…

En el suelo, Jack volvió a moverse.

—Ya me ocuparé yo de eso —murmuró—. Ya entiendo.

—¡Se está despertando, mamá! —advirtió Danny.

Sollozando ya, Wendy tiró del cerrojo con ambas manos.

—¿Danny? —aunque todavía borroso, en la voz de Jack había un matiz suavemente amenazante—. ¿Eres tú, doc?

—Tú sigue durmiendo, papá —respondió nerviosamente el chico—. Es hora de dormir, ya sabes.

Levantó los ojos hacia su madre, que seguía luchando con el cerrojo, e inmediatamente vio lo que pasaba. Wendy se había olvidado de hacer girar el cerrojo antes de empujarlo hacia atrás, de manera que la pequeña traba estaba atascada en su muesca.

—Déjame —dijo Danny en voz baja, y apartó las manos temblorosas de su madre con las suyas, no mucho más firmes. Con el borde de la mano aflojó la traba y el cerrojo retrocedió sin resistencia.

—Date prisa —urgió Danny. Al mirar hacia bajo vio que los ojos de Jack habían vuelto a abrirse y que esa vez su papá lo miraba directamente a él con una extraña mirada vacía y calculadora.

—Tú la copiaste —le dijo papá—. Sé que la copiaste. Pero está por aquí, en alguna parte, y yo la encontraré. Te aseguro que la encontraré… —las palabras volvieron a hacérsele inciertas.

Con la rodilla, Wendy empujó la puerta de la despensa para abrirla, sin advertir casi el penetrante olor de frutas secas que salió del interior. Volvió a levantar los pies de Jack y lo arrastro hacia adentro, jadeando ya penosamente, en el límite de sus fuerzas. En el momento en que Wendy tiraba del cordón para encender la luz, Jack volvió a abrir los ojos.

—¿Qué es lo que estas haciendo? Wendy, ¿que es lo que estás haciendo?

Cuando ella dio un paso para pasar por encima de él, Jack se movió con rapidez; con una rapidez pasmosa. Una mano se lanzó hacia ella como un látigo, y Wendy tuvo que dar el paso de costado y estuvo a punto de caerse, para evitar que la agarrara. Así y todo, Jack había conseguido cogerla por el dobladillo de la bata, y se oyó el crujido de la costura al desgarrarse Ahora, Jack ya estaba en cuatro patas, con el pelo caído sobre los ojos, como algún animal enorme. Un perro grande o un león.

—A la mierda con vosotros dos. Ya se lo que queréis. Pero no lo vais a conseguir. Este hotel… es mío. Es a mí a quien quieren. ¡A mí, a mí!

—¡La puerta, Danny, cierra la puerta! —vociferó Wendy.

Con un fuerte golpe, el chico cerró tras ellos la pesada puerta de madera, en el momento en que Jack saltaba. El picaporte se cerró y Jack se estrelló inútilmente contra la puerta.

Las manecitas de Danny se tendieron hacia el cerrojo. Wendy estaba demasiado lejos para ayudarlo; la cuestión del aprisionamiento o de la libertad de Jack quedaría resuelta en un par de segundos. A Danny se le escapó el cerrojo, lo volvió a coger y consiguió correrlo en el preciso instante en que el picaporte, unos centímetros más abajo, empezaba a sacudirse furiosamente. Después se inmovilizó de nuevo, pero entonces vino una serie de golpes sordos, que daba Jack con el hombro contra la puerta. El cerrojo, una barra de acero de casi un centímetro de diámetro, no dio señales de aflojarse. Wendy dejó escapar su aliento lentamente.

—¡Dejadme salir de aquí! —gritaba furiosamente Jack—. ¡Dejadme salir! Danny, ¡maldita sea, que soy tu padre y quiero salir! ¡A ver si haces lo que te digo!

Automáticamente, la mano del niño se levantó hacia el cerrojo.

Wendy se la detuvo, apretándosela contra su pecho.

—¡Obedece a tu padre, Danny! ¡Haz lo que te digo! Mira que si no lo haces, te daré una paliza que no olvidarás en tu vida. ¡Abre esta puerta si no quieres que te aplaste los sesos!

Pálido como el papel, Danny miraba a su madre.

Los dos oían la respiración entrecortada de Jack, detrás de centímetro y medio de sólido roble.

—¡Wendy! ¡Déjame salir! ¡Déjame ahora mismo! ¡Puta frígida y barata! ¡Déjame salir! ¡Lo digo en serio! ¡Dejadme salir de aquí y os perdonaré! ¡Si no, os haré picadillo! ¡Lo digo en serio! ¡Os haré pedazos de tal manera que ni vuestra madre os reconozca! ¡Abrid la puerta, ahora!

Danny gemía y, al mirarle, Wendy se dio cuenta de que el chico estaba a punto de desmayarse.

—Vamos, doc —le dijo, y ella misma se sorprendió de la calma de su voz—. Recuerda que el que habla no es tu papá; es el hotel.

¡Volved aquí y dejadme salir AHORA mismo! —vociferaba Jack.

Después se oyó un ruido áspero, reiterado, el de las uñas al empezar a rascar el interior de la puerta.

—Es el hotel —repitió Danny—. Es el hotel, ya recuerdo.

Pero al mirar por encima del hombro, su carita estaba contraída, aterrorizada.