AEROPUERTO DE STAPLETON, DENVER
A las 8:31 de la mañana, hora de las montañas, una mujer que viajaba en el vuelto 196 de la «TWA» estalló en lágrimas y empezó a anunciar su opinión personal, tal vez no del todo ajena para algunos otros pasajeros (incluso para algún miembro de la tripulación), de que el avión iba a estrellarse.
La mujer de rasgos afilados que iba sentada junto a Hallorann levantó la cabeza de su libro.
—Papanatas —declaró, y tras ese breve análisis del carácter volvió a sumergirse en la lectura. Durante el vuelo se había bebido dos vodkas con zumo de naranja, que no parecían haberla descongelado en absoluto.
—¡Nos vamos a estrellar! —gritaba histéricamente la mujer—. ¡Oh, estoy segura!
Una de las azafatas se le acercó, presurosa, y se puso en cuclillas junto a su asiento. Hallorann pensó para sus adentros que solamente las azafatas y las amas de casa muy jóvenes parecían capaces de ponerse en esa posición con cierta gracia; lo cual es un talento raro y admirable. Siguió pensando lo mismo mientras la azafata conversaba en voz baja, sedante, con la pasajera, tranquilizándola poco a poco.
Hallorann no sabía qué les pasaba a sus restantes compañeros de viaje, pero él personalmente estaba poco menos que muerto de miedo. Por la ventanilla no se veía otra cosa que una densa cortina blanca. El avión se balanceaba de un lado a otro en forma impresionante, acosado por rachas que lo atacaban desde todos lados. Los motores tenían su funcionamiento ajustado para compensar parcialmente el movimiento y, como resultado, el suelo vibraba bajo los pies de los viajeros. En la clase turista, a espaldas de ellos, varias personas gemían, una azafata acababa de pasar con una nueva provisión de bolsitas de papel y, tres asientos delante, un hombre acababa de vomitar sobre el National Observer y miraba con aire avergonzado a la azafata que lo ayudaba a limpiarse.
—No se preocupe —lo consoló la muchacha—. Es lo mismo que me pasa a mí con el Reader's Digest.
Hallorann tenía la experiencia de vuelo suficiente para conjeturar lo que había sucedido. Durante la mayor parte del viaje habían volado con el viento de frente y de pronto, sobre Denver, el tiempo había empeorado inesperadamente, de modo que era demasiado tarde para un cambio de ruta que les permitiera entrar con un tiempo más favorable. Patitas para qué os quiero. (Amigo mío, si esto parece una jodida carga de caballería). Aparentemente, la azafata había conseguido calmar bastante la histeria de la mujer, que seguía lloriqueando y sonándose con un pañuelo de encajes, pero, por lo menos, había dejado de proclamar públicamente su opinión sobre la posible terminación del viaje. Dándole una última palmadita en el hombro, la azafata se incorporó, en el preciso instante en que el 747 daba su peor bandazo. La joven retrocedió, tambaleante, y fue a aterrizar en las rodillas del hombre que había vomitado en el periódico, exhibiendo un delicioso trozo de pierna enfundada en nylon. El hombre parpadeó y le palmeó bondadosamente el hombro. Aunque la chica le devolvió la sonrisa, Hallorann pensó que se la notaba tensa. Esa mañana había tenido un vuelo de mil demonios.
Se produjo un pequeño sobresalto cuando se entendió el anuncio de NO FUMAR.
—Habla el capitán —informó una voz suave, de acento levemente sureño—. Estamos a punto de empezar nuestro descenso en el aeropuerto internacional de Stapleton. Hemos tenido un vuelo difícil y les pido disculpas. Es posible que el aterrizaje también sea un poco difícil, pero no tenemos previsto ningún problema grave. Les ruego que observen la indicación de abrocharse el cinturón y de no fumar, y esperamos que disfruten ustedes de su estancia en la ciudad de Denver. Esperamos también…
El avión dio otra violenta sacudida y volvió a caer en otra bolsa de aire. Hallorann sintió que se le revolvía el estómago. Varias personas (no todas mujeres) gritaron.
—… tener el placer de volver a verles pronto en otro vuelo de «TWA».
—Espérame sentado —masculló alguien, detrás de Hallorann.
—Qué tontería —comentó la mujer de facciones afiladas, mientras marcaba con una carterilla de cerillas vacía su libro y lo cerraba al ver que el avión empezaba su descenso—. Cuando uno ha visto los horrores de una pequeña guerra sucia… como usted o captado la degradante inmoralidad de la política de intervención diplomática en el dólar que practica la «CIA»… como yo… un aterrizaje difícil se reduce a una insignificancia. ¿No tengo razón, señor Hallorann?
—Indudablemente, señora —asintió Hallorann, y siguió mirando la nieve que se arremolinaba afuera.
—¿Puedo preguntarle cómo reacciona ante todo esto su plancha de acero?
—Oh, con la cabeza no tengo problemas —le aseguró Hallorann—, pero tengo el estomago un poco revuelto.
—Qué pena —y volvió a abrir su libro.
Mientras descendían por entre las impenetrables nubes de nieve, Hallorann pensaba en un accidente aéreo que se había producido algunos años atrás en el aeropuerto Logan, de Boston. Las condiciones eran similares, sólo que lo que había reducido la visibilidad a cero era la niebla, no la nieve.
El tren de aterrizaje del avión había chocado con un muro de retención próximo al final de la pista de aterrizaje. Lo que había quedado de los ochenta y nueve pasajeros y tripulantes no era muy diferente a un estofado.
Hallorann pensaba que no le importaría tanto si sólo se tratara de él.
Ahora ya estaba poco menos que solo en el mundo, y a su funeral irían sobre todo los que alguna vez habían trabajado con él, y el viejo renegado de Masterton, que por lo menos se bebería una copa en su nombre. Pero el chico… el chico confiaba en él. Tal vez no hubiera otra ayuda que ese niño pudiera esperar, y a Hallorann no le gustaba la manera en que se había interrumpido la ultima llamada. No dejaba de recordar la forma en que le había parecido ver moverse a esos animales del seto…
Una delgada mano blanca se posó sobre la suya.
La mujer de cara afilada se había quitado las gafas, sin las cuales sus facciones se suavizaban muchísimo.
—Todo saldrá bien —le dijo.
Hallorann le sonrió e hizo un gesto afirmativo.
Tal como les habían prevenido, el aterrizaje fue accidentado; el avión tomó contacto con tierra con la brusquedad suficiente para derribar casi todas las revistas del estante del frente y para provocar en la cocina una cascada de bandejas de plástico que cayeron como enormes naipes. Aunque nadie gritó, Hallorann oyó castañetear incontrolablemente más de una dentadura.
Después se oyó el rugido de las turbinas al frenar el avión, y a medida que aquél perdía volumen volvió a oírse por el intercomunicador la voz sureña del piloto, suave aunque tal vez no del todo firme.
—Señoras y señores, acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Stapleton. Permanezcan, por favor, en sus asientos hasta que el avión se haya detenido por completo en la terminal. Gracias.
La mujer sentada junto a Hallorann cerró el libro y exhaló un largo suspiro.
—Señor Hallorann, nos espera aún otro día de lucha.
—Todavía no hemos terminado con éste, señora.
—Sí, es cierto. Muy cierto. ¿Le importaría a usted beber algo conmigo en el bar?
—Me gustaría, pero tengo que acudir a una cita.
—¿Urgente?
—Muy urgente —afirmó con seriedad Hallorann.
—Algo que en su pequeña medida mejorará la situación general, espero.
—También yo lo espero —asintió Hallorann, sonriendo. Ella le sonrió a su vez y mientras lo hacía, diez años se le resbalaron silenciosamente de la cara.
Como su único equipaje era la bolsa de vuelo, Hallorann fue el primero en llegar al mostrador de «Hertz» en la planta baja. A través de los vidrios ahumados de las ventanas se alcanzaba a ver que la nieve seguía cayendo sin pausa. Las rachas de viento la arrastraban de un lado a otro, formando nubes blancas, y la gente que atravesaba el aparcamiento se defendía de ellas como podía. Un hombre perdió el sombrero, y Hallorann se condolió con él al verlo elevarse gallardamente en el aire. El hombre se lo quedó mirando, mientras Hallorann pensaba:
(Vaya, olvídate de él, hombre, que no creo que aterrice hasta llegar a Arizona).
Inmediatamente se le ocurrió:
(Si en Denver hace tan mal tiempo, ¿cómo estará al oeste de Boulder?). Tal vez fuera mejor no pensar en eso.
—¿Puedo servirle en algo, señor? —le pregunto la chica con el uniforme amarillo de «Hertz».
—Puede usted servirme, si tiene un coche —le sonrió Hallorann.
Por un poco más del precio medio pudo conseguir un coche algo más pesado que los comunes, un «Buick Electra», negro y plata. Pero en lo que pensaba Hallorann no era tanto en el estilo como en los serpenteantes caminos de montaña; en algún lugar del camino tendría que detenerse para que le pusieran cadenas, porque sin ellas no podría ir muy lejos.
—¿Qué tal está el tiempo? —preguntó mientras la chica le entregaba el formulario para firmar.
—Dicen que es la peor tormenta que ha habido desde 1969 —contestó ella, alegremente—. ¿Va usted muy lejos, señor?
—Más de lo que quisiera.
—Si quiere usted, señor, puedo telefonear a la estación de Texaco, en el cruce con la 270, para que le pongan cadenas cuando llegue.
—Sería una verdadera bendición, se lo aseguro.
La chica levantó el teléfono e hizo la llamada.
—Estarán esperándole.
—Muchas gracias.
Cuando se apartó del mostrador, vio a la mujer de facciones afiladas en una de las colas que se habían formado frente a la cinta de equipajes.
Todavía estaba leyendo su libro. Hallorann le hizo un guiño al pasar. Ella levantó los ojos, le sonrió y le hizo el signo de la paz.
(esplende).
Todavía sonriendo, se levantó el cuello del abrigo y se cambio de mano la bolsa de vuelo. Aunque no era más que un poquito, eso le hizo sentirse mejor. Lamentaba haberle contado ese cuento de que tenía una plancha de acero en la cabeza. Mentalmente le deseó el bien y, mientras salía al aullido del viento y de la nieve, sintió que ella le deseaba lo mismo.
En la estación de servicio no cobraban mucho por colocar las cadenas, pero Hallorann deslizó furtivamente un billete de diez dólares en la mano del hombre que lo atendió, para conseguir que lo adelantaran un poco en la lista de espera. Así y todo, eran las diez menos cuarto cuando realmente se puso en camino, acompañado rítmicamente por el ruido de los limpiaparabrisas y el traqueteo metálico y monocorde de las cadenas sobre las grandes ruedas del «Buick».
La autopista era un desastre. Ni siquiera con cadenas se podía ir a más de cincuenta. Los coches se salían de la ruta en los ángulos más inverosímiles, y en algunas pendientes el tráfico estaba atascado: los neumáticos de verano, sin cadenas, patinaban irremisiblemente en el polvo de nieve. Era la primera tormenta importante del invierno allí, en las tierras bajas (si es que se podía llamar «bajo» a mil seiscientos metros sobre el nivel del mar). A muchos los había tomado desprevenidos, y era natural, pero así y todo Hallorann no podía dejar de maldecirlos mientras avanzaba por entre ellos, centímetro a centímetro, tratando de ver en el retrovisor exterior, rodeado de nieve, para asegurarse de que
(Se le abalanzaba entre la nieve…).
no se le acercaba nadie por el carril de la izquierda.
La mala suerte seguía esperándolo en la rampa de acceso a la ruta número 36. Esa ruta, la autopista de peaje que lleva de Denver a Boulder, va también hacia el Oeste, hasta Estes Park, donde se une a la ruta 7 por un camino conocido también como Carretera de las Tierras Altas, que atraviesa Sidewinder, pasa por el «Overlook Hotel» y finalmente desciende por la planicie occidental hasta llegar a Utah.
La rampa de acceso estaba bloqueada por un camión volcado, alrededor del cual ardían las balizas como las velitas en el bizcocho de cumpleaños de algún niño idiota.
Hallorann detuvo el coche y bajó la ventanilla. Un policía encasquetado hasta las orejas con un gorro cosaco de piel le indicó con una mano enguantada que se uniera a la caravana de vehículos que iban hacia el Norte por la I-25.
—¡Por aquí no se puede pasar! —gritó entre el aullido del viento—. ¡Pase dos entradas más, tome la 91 y entre por la 36 en Broomfield!
—¡Creo que puedo darle la vuelta por la izquierda! —gritó a su vez Hallorann—. ¡Lo que usted me dice es un rodeo de más de treinta kilómetros!
—¡Lo que yo le digo, usted lo hace! —volvió a gritar el policía—. ¡Este acceso está cerrado!
Hallorann dio marcha atrás, esperó a encontrar por dónde meterse y se incorporo al tráfico de la ruta 25. Los letreros le informaron que estaba apenas a ciento sesenta kilómetros de Cheyenne, Wyoming. Si no alcanzaba a ver la rampa de salida, iría a terminar allí.
Llevó la velocidad a cerca de sesenta, pero sin atreverse a más. La nieve amenazaba ya con atascarle los limpiaparabrisas, y el tráfico estaba verdaderamente enloquecido. Un rodeo de más de treinta kilómetros.
Maldijo por lo bajo, mientras surgía otra vez en él, con urgencia casi sofocante, la sensación de que el chico tenía cada vez, menos tiempo. Y además, le invadía la convicción fatalista de que de ese viaje no volvería.
Encendió la radio y fue pasando anuncios navideños hasta dar con un pronóstico meteorológico.
—… ya quince centímetros, y se espera que esta noche caigan unos treinta centímetros más en el área metropolitana de Denver. La Policía Municipal y la del Estado ruegan que nadie saque su coche a menos que sea absolutamente necesario, y advierten al público que la mayoría de los pasos de montaña se encuentran ya cerrados. De manera, estimados oyentes, que a quedarse en casita y a sintonizar…
—Gracias, señora —gruñó Hallorann, y cortó furiosamente la radio.