CONVERSACIONES EN LA FIESTA
Ahora estaba bailando con una hermosa mujer.
No tenía idea de la hora que era, del tiempo que había pasado en el Salón Colorado ni de cuánto hacía que estaba allí, en el salón de baile. El tiempo ya no importaba.
Tenía vagos recuerdos: el de haber escuchado a un hombre que había triunfado como cómico en la radio, y después, un artista de variedades, en los primeros tiempos de la TV, contando una historia larguísima y muy divertida sobre incesto entre hermanos siameses; el de haber visto a la mujer con pantalones de odalisca y corpiño de lentejuelas haciendo un striptease lento y sinuoso, al ritmo obsesivo y retumbante de una música del tocadiscos (que le había parecido el tema musical de David Rose para The Stripper); haber atravesado el vestíbulo en medio de otros dos hombres, vestidos ambos con un traje de etiqueta anterior a la década del 20, cantando los tres algo sobre una mancha seca que había en los calzones de Rosie O'Grandy. Le parecía recordar que al mirar el parque había visto linternas japonesas colgadas en graciosos arcos que se curvaban siguiendo la dirección de la entrada para coches, que resplandecían en suaves tonos pastel como sombrías joyas. El gran globo de cristal que pendía del cielo raso de la terraza estaba encendido, y los insectos nocturnos chocaban contra él y se metían dentro, y una parte de él, tal vez la última chispa, diminuta, de sobriedad, intentaba decirle que eran las seis de una mañana de diciembre.
Pero el tiempo había quedado anulado.
(Los argumentos contra la locura caen con un leve sonido ahogado capa sobre capa…).
¿De quién era eso? ¿De algún poeta que había leído mientras era estudiante? ¿De algún estudiante poeta que ahora estaría vendiendo lavadoras en Wausau o pólizas de seguros en Indianápolis? ¿O tal vez algo original de él mismo? Qué importaba.
(La vaca es un animal/todo forrado de cuero/tiene las patas tan largas/que le llegan hasta el suelo…).
Se rió, sin poder evitarlo.
—¿De qué te ríes, cariño?
De nuevo se encontró ahí, en el salón de baile. La araña estaba encendida y las parejas daban vueltas en torno de ellos, algunos disfrazados y otros no, al sonido terso de alguna banda de posguerra… pero ¿de qué guerra? ¿Podía acaso estar seguro?
No, claro que no. Sólo estaba seguro de una cosa: de que estaba bailando con una mujer bella.
Era alta, de pelo castaño, se envolvía en una adherente túnica de satén blanco, y bailaba muy cerca de él, con los pechos suave y deliciosamente oprimidos contra su pecho. Una mano blanca se entrelazaba a la suya. El rostro estaba semicubierto por un pequeño antifaz con lentejuelas, y el pelo, cepillado a un lado, caía en una cascada suave y brillante que parecía remansarse en el valle formado por los hombros de ambos al tocarse. La falda del vestido era larga, pero Jack sentía los muslos de ella contra las piernas, de vez en cuando, y cada vez estaba más seguro de que su compañera estaba lisa y llanamente desnuda bajo la túnica (es lo mejor para sentir tu erección, cariño mío) y él se sentía más bien al rojo vivo. Si a ella le molestaba, lo disimulaba muy bien; cada vez se arrimaba más a él.
—De nada, tesoro —contestó, y volvió a reírse.
—Tú me gustas —susurró ella, y Jack pensó que su perfume era como el de los lirios, una fragancia secreta que emanaba de grietas revestidas de musgo verde, de lugares donde el sol es breve y las sombras largas.
—Tú también me gustas.
—Podríamos subir, si quieres. Se supone que estoy con Harry, pero ni se dará cuenta. Está demasiado ocupado en fastidiar al pobre Roger.
La pieza terminó. Hubo una ráfaga de aplausos y, casi sin dar un respiro, la orquesta atacó Mood Indigo.
Al mirar por encima del desnudo hombro de ella, Jack vio a Derwent, de pie junto a la mesa, acompañado por la muchacha del sarong. El mantel blanco que cubría la mesa estaba lleno de botellas de champaña en sus correspondientes cubos de hielo, y Derwent tenía en la mano una botella recién abierta. A su alrededor se había formado un grupo que reía a carcajadas. Frente a él y a la chica envuelta en el sarong, Roger hacía grotescas piruetas, a cuatro patas, arrastrando lentamente la cola. En ese momento estaba ladrando.
—¡Habla, muchacho, habla! —le ordenó Harry Derwent.
—¡Guau, guau! —respondió Roger y todos aplaudieron; algunos hombres silbaron.
—Ahora, siéntate. ¡Siéntate, perrito!
Roger se enderezó, en cuclillas. El hocico de la máscara seguía inmovilizado en su eterno mostrar los dientes. Por los agujeros de los ojos, los ojos de Roger brillaban con frenética y sudorosa hilaridad. Al enderezarse, extendió los brazos, dejando colgar las manos.
—¡Guau, guau!
Derwent volcó la botella de champaña, derramando un Niágara de espuma sobre la máscara que lo miraba. Roger hizo unos ruidos frenéticos, chapoteantes, entre los aplausos de todos. Algunas mujeres chillaban de risa.
—¿No es gracioso este Harry? —preguntó la compañera de Jack, volviendo a oprimirse contra él—. Todo el mundo lo dice. Transmite y recibe en dos bandas, sabes… y el pobre Roger, solamente en una. Una vez… pero de esto hace meses, ¿eh?, se pasó un fin de semana con Harry en Cuba, y ahora lo sigue por todas partes, meneando el rabito tras él.
Se rió, y la fragancia de los lirios subió de ella en una oleada.
—Pero claro, Harry no quiere saber nada de segundas partes en esa banda, por lo menos… y Roger está enloquecido. Harry le dijo que si venía al baile de máscaras disfrazado de perrito, pero de perrito listo, tal vez lo volvería a pensar, y Roger es tan estúpido que…
La pieza terminó. Hubo más aplausos, y los músicos empezaron a bajar del estrado para tomarse un descanso.
—Discúlpame, encanto —dijo ella de pronto—. Hay alguien a quien tengo que… ¡Darla! Darla, queridísima, ¿dónde te habías metido?
Se le escapo entre la muchedumbre que comía y bebía, mientras Jack la seguía estúpidamente con la mirada, preguntándose como era que había llegado a bailar con ella, para empezar. No podía recordarlo. Parecía que los incidentes se hubieran sucedido sin relación alguna. Primero aquí, después allá, en todas partes. La cabeza le daba vueltas; sentía olor a lirios y a bayas de enebro. Junto a la mesa cubierta de bebidas y de comestibles, Derwent sostenía ahora un diminuto sandwich triangular sobre la cabeza de Roger, mientras lo instaba, para general regocijo de los espectadores, a que diera un salto mortal. La máscara de perro miraba hacia arriba; los costados subían y bajaban como fuelles. De pronto, Roger dio un salto, bajando la cabeza y procurando dar la vuelta en el aire. Saltó demasiado bajo, y estaba demasiado exhausto; aterrizó torpemente de espaldas, golpeándose la cabeza contra las baldosas. De la máscara de perro salió un áspero gruñido.
Derwent inició los aplausos.
—¡De nuevo, perrito! ¡De nuevo!
Inmediatamente, los espectadores empezaron la melopea —de nuevo, de nuevo—, mientras Jack, sintiéndose vagamente asqueado, buscaba tambaleante la salida.
Estuvo a punto de caerse sobre el carrito de las bebidas, que transportaba un hombre ceñudo, de chaquetilla blanca. Al golpear con el pie contra el estante inferior del carrito, las botellas y sifones entonaron una azarosa melodía.
—Disculpe —farfulló Jack, que de pronto se sentía encerrado y claustrofóbico; quería salir. Quería que el «Overlook» volviera a ser como había sido, que quedara libre de esos huéspedes indeseables. A él no le demostraban el respeto debido como verdadero iniciador del camino; no era sino un extra más entre diez mil, un perrito que se hacía el muerto o se sentaba según lo que le ordenaran.
—No tiene importancia —contestó el hombre de la chaquetilla blanca, y a Jack le sonó a surrealista el inglés tajante y pulido viniendo de esa cara de facineroso—. ¿Una copa?
—Un martini.
A espaldas de él volvieron a estallar las risas: Roger estaba aullando la melodía de Home on the Range. Alguien lo acompañaba en el piano «Steinway».
—Sírvase usted.
Sintió que le ponían en la mano el vaso helado y bebió con agradecimiento; el gin volvía a atacar y desmoronar los primeros atisbos de sobriedad.
—¿Está bien, señor?
—Perfecto.
—Gracias, señor.
El carrito echó a rodar de nuevo.
De pronto, Jack tendió la mano para tocar al camarero en el hombro.
—¿Sí, señor?
—Perdón, pero… ¿cómo se llama usted?
El otro no pareció sorprendido.
—Grady, señor. Delbert Grady.
—Pero usted… Quiero decir que…
El camarero lo miraba cortésmente. Jack volvió a hacer el intento, aunque sentía la boca empastada por el gin y una sensación de irrealidad; cada palabra le parecía tan grande como un cubo de hielo.
—¿No trabajó usted aquí como vigilante una vez? Cuando… Fue cuando usted… —pero no pudo terminar. Le resultaba imposible decirlo.
—Pero no, señor. No lo creo.
—Pero su mujer… y sus hijas…
—Mi mujer trabaja como ayudante de cocina, señor. Y las niñas ya están dormidas, por cierto. Es demasiado tarde para ellas.
—Pero usted fue el vigilante. Usted… —¡Demonios, dilo! Usted las mató.
En el rostro de Grady no se leía más que inexpresiva cortesía.
—Yo no recuerdo absolutamente nada de todo eso, señor.
El vaso estaba vacío. Grady se lo quitó de los dedos, sin que Jack se resistiera, y empezó a prepararle otra copa. En el carrito traía un pequeño cubo de plástico blanco, lleno de aceitunas, que por alguna razón le hicieron pensar a Jack en cabezas cortadas. Hábilmente, Grady ensartó una, la dejó caer dentro del vaso y se lo entregó.
—Pero usted…
—El vigilante es usted, señor —articuló suavemente Grady—. Siempre ha sido usted el vigilante. Estoy seguro, señor, porque yo siempre he estado aquí. El mismo director nos contrató a los dos, al mismo tiempo. ¿Está bien así, señor?
Jack se bebió de golpe el martini, sintiendo que la cabeza le daba vueltas.
—El señor Ullman…
—No conozco a nadie de ese nombre, señor.
—Pero es que él…
—El director —dijo Grady—, es el hotel, señor. Supongo que se da usted cuenta de quien lo contrato a usted, señor.
—No —dijo dificultosamente Jack—. No, yo…
—Creo que debe usted hablarlo más con su hijo, señor Torrance. Él lo comprende todo, por más que no se lo haya explicado a usted. Muy criticable de su parte, señor, si me permite el atrevimiento de decirlo. En realidad, lo ha contrariado a usted casi constantemente, ¿no es verdad? Y no tiene todavía seis años.
—Sí, eso es —asintió Jack. Desde atrás de ellos llegó otra ráfaga de risas.
—Es necesario que lo corrija usted, si no le molesta a usted que se lo diga. Es necesario que hable un poco con él, y tal vez algo más. A mis hijas, señor, al principio no les importaba el «Overlook». Una de ellas llegó incluso a sustraerme una caja de cerillas e intentó pegarle fuego. Pero yo las corregí; las corregí con toda severidad. Y cuando mi mujer intentó impedirme que cumpliera con mi deber, la corregí a ella también —miró a Jack con una floja sonrisa inexpresiva—. En mi opinión, es un hecho, triste pero cierto, que las mujeres rara vez entienden la responsabilidad de un padre hacia sus hijos.
Maridos y padres tienen cierta responsabilidades, ¿no es así, señor?
—Si —coincidió Jack.
—Ellas no querían al «Overlook» como yo lo quería —siguió evocando Grady, mientras empezaba a preparar otra copa. En la botella de gin, invertida, se elevaron plateadas burbujas—. Como tampoco lo quieren su mujer y su hijo… por el momento, en todo caso. Pero ya llegarán a quererlo. Debe usted mostrarles el error en que se encuentran, señor Torrance. ¿No le parece?
—Sí. Claro que sí.
Bien que lo veía. Había sido demasiado blando con ellos. Maridos y padres, tenían ciertas responsabilidades. Papá lo sabe mejor. Ellos no comprendían. Y en realidad, eso no era ningún pecado, pero es que a propósito no entendían. En general, Jack no era hombre duro. Pero creía en el castigo, eso sí. Y si su mujer y su hijo se ponían a propósito en contra de sus deseos, en contra de las cosas que el sabía que eran lo mejor para ellos, entonces, ¿no tenía hasta cierto punto el deber…?
—Un hijo desagradecido es peor que la mordedura de una serpiente —dijo Grady mientras le entregaba la bebida—. Realmente, creo que el director podría poner en línea a su hijo. Y a su mujer también. ¿No cree usted, señor?
De pronto, Jack dudó.
—Yo… es que… tal vez ellos podrían irse, quiero decir que, después de todo, a quien quiere el director es a mí, ¿no es eso? Tiene que ser, porque…
Porque ¿qué? Jack sentía que debería saberlo, pero no. Su pobre cerebro se sumergía.
—¡Perro malo! —decía Derwent en alta voz, entre un contrapunto de risas—. Perro malo, que te haces pis en la alfombra.
—Naturalmente —Grady se inclinó sobre el carrito para hablarle en tono confidencial—, usted sabe que su hijo intenta introducir en todo esto a un extraño. Su hijo tiene un talento muy grande, que el director podría emplear para introducir mejoras en el «Overlook», para, enriquecerlo, digamos. Pero su hijo está empeñado en emplear ese verdadero talento contra nosotros Es testarudo, señor Torrance. Muy testarudo.
—¿A un extraño? —pregunto Jack, estúpidamente.
Grady asintió, sin hablar.
—¿Quién?
—Un negro —respondió Grady—. Un cocinero negro.
—¿Hallorann?
—Creo que ése es su nombre, señor, sí.
Un nuevo estallido de risas detrás de ellos fue seguido por la voz de Roger que decía algo en quejoso tono de protesta.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —empezó a salmodiar Derwent. Los que lo rodeaban le hicieron eco, pero antes de que Jack alcanzara a oír qué era lo que querían ahora que hiciera Roger, la orquesta empezó a tocar de nuevo, esta vez Tuxedo Junction, con mucho saxo dulzón, pero con poca alma.
(¿Alma? Todavía nadie ha inventado el alma. ¿O no es así?). (Un negro… un cocinero negro).
Jack abrió la boca para hablar, sin saber lo que podría salirle. Lo que le salió fue:
—Me dijeron que usted no había terminado la escuela secundaria, pero su manera de hablar no es la de un hombre inculto.
—Es verdad que dejé muy temprano mi educación formal, señor. Pero el director se ocupa de su personal. Considera que eso le rinde. La educación siempre rinde, ¿no cree usted, señor?
—Sí —asintió Jack, aturdido.
—Por ejemplo, usted demuestra gran interés en saber más sobre el «Overlook Hotel». Muy sensato por su parte, señor. Muy noble. En el sótano fue dejado cierto álbum de recortes para que lo encontrara usted…
—¿Quién lo dejó? —preguntó ansiosamente Jack.
—El director, por supuesto. Si lo deseara usted, también se podría poner a su disposición otros materiales…
—Sí, naturalmente que sí —Jack intentó controlar la ansiedad de su voz, sin conseguirlo.
—Es usted un verdadero estudioso —dijo Grady—. Sigue hasta el final con el tema. Agota todas las fuentes —bajó la poco inteligente cabeza, se miró la solapa de su chaquetilla blanca y le sacudió con los nudillos, con pulcritud, una mota de polvo que Jack no alcanzaba a ver.
—Y el director no pone límites a su generosidad —prosiguió—. Ningún límite. Míreme a mí, con poco más que la escuela primaria, e imagínese hasta dónde podría llegar usted en la estructura organizativa del «Overlook». Tal vez a su tiempo hasta lo más alto…
—¿De veras? —susurró Jack.
—Pero eso, en realidad, queda librado a la decisión de su hijo, ¿no es verdad? —le pregunto Grady, levantando las cejas abundantes y enmarañadas.
—¿De Danny? —Jack lo miró, frunciendo el ceño—. No, claro que no.
Yo no permitiría que mi hijo tomara decisiones referentes a mi carrera. De ningún modo. ¿Por quien me toma usted?
—Por un estudioso —le aseguró cordialmente Grady—. Tal vez yo me haya expresado mal, señor. Digamos que el futuro de usted aquí depende de la forma en que decida usted enfrentar la indocilidad de su hijo.
—Yo tomo mis propias decisiones —susurro Jack.
—Pero debe usted ocuparse de él.
—Así lo haré.
—Y con firmeza.
—Naturalmente.
—Un hombre que no es capaz de controlar a su familia ofrece muy poco interés a nuestro director. De un hombre que no puede encarrilar a su mujer y a su hijo, mal puede esperarse que a su vez se encarrile, y menos aún que asuma un cargo de responsabilidad en una operación de esta magnitud.
Si…
—¡Ya dije que me ocupare de él! —gritó súbitamente Jack, furioso.
Tuxedo Junction había terminado y la orquesta no había empezado aún otra pieza. El grito se había oído perfectamente en el intermedio, y las conversaciones se extinguieron de pronto a sus espaldas. Súbitamente sintió como un fuego en toda la piel, y tuvo la absoluta seguridad de que todo el mundo lo miraba. Habían acabado con Roger y podrían empezar ahora con él. Échate. Siéntate. Hazte el muerto. Si juegas con nosotros, nosotros jugaremos contigo. Cargo de responsabilidad. Lo que quería era que sacrificara a su hijo.
(…Ahora sigue a Harry por todas partes, meneando el rabito tras él…).(Échate. Hazte el muerto. Castiga a tu hijo).
—Por aquí, señor —le decía en ese momento Grady—, hay algo que puede interesarle.
Las conversaciones habían vuelto a empezar, subían y bajaban de tono según su propio ritmo, entretejiéndose con la música de la orquesta, que ahora tocaba una versión en swing de Ticket to Ride, de Lennon y McCartney.
(Lo he oído mejor por los altavoces de los supermercados). Se rió estúpidamente, vio que en la mano izquierda tenía de nuevo una copa mediada y la vació de un trago.
Ahora estaba de pie ante la repisa de la chimenea y el calor del restallante fuego que ardía en el hogar le calentaba las piernas.
(¿fuego?, ¿en agosto?… sí… y no… todos los tiempos son uno). Había un reloj bajo un fanal de cristal, flanqueado por dos elefantes tallados en marfil. Las manecillas marcaban la medianoche menos un minuto. Jack lo miró con ojos ofuscados. ¿Era eso lo que Grady quería que viera? Se volvió para preguntárselo, pero Grady había desaparecido.
En mitad de Ticket to Ride, la orquesta prorrumpió en un estruendo de bronces.
—¡La hora se acerca! —proclamó Horace Derwent—. ¡Medianoche! ¡A desenmascararse! ¡A desenmascararse!
De nuevo, Jack intentó darse la vuelta para ver que rostros famosos se ocultaban bajo lentejuelas, pinturas y máscaras, pero se encontró paralizado, incapaz de apartar los ojos del reloj, cuyas manecillas habían llegado a juntarse y apuntaban directamente hacia arriba.
—¡A desenmascararse! ¡A desenmascararse! —continuaba el sonsonete.
El reloj empezó a sonar delicadamente. Por el raíl de acero que corría bajo la esfera del reloj, de izquierda a derecha, avanzaron dos figuras. Jack las observaba, fascinado, olvidando que era la hora de quitarse las máscaras.
El mecanismo del reloj chirrió, las ruedecillas de los engranajes giraron y se articularon con un cálido resplandor de bronce. La rueda catalina se movía hacia delante y hacia atrás con precisión.
Una de las figuras era un hombre alzado en las puntas de los pies, que llevaba en las manos algo semejante a un garrote en miniatura. El otro personaje era un niño pequeño que llevaba puesto un capirote. Las dos figuras resplandecían con una fantástica precisión. En el frente del capirote del niño se leía la palabra TONTO.
Los dos personajes se deslizaron hacia los extremos opuestos de un eje de acero. Desde alguna parte llegaban, en débil e incesante tintineo, los acordes de un vals de Strauss, que en la mente de Jack movilizaron con su melodía un insano estribillo comercial: Tenga a su perro contento con Guau, tenga a su perro contento con Guau…
El mazo de acero que tenía en las manos el papá mecánico descendió sobre la cabeza del niño. El niño mecánico se desplomó hacia delante. El mazo se elevaba y caía, se elevaba y caía. Las manos del niño, elevadas en súplica y protesta, empezaron a vacilar. Estaba acurrucado y su cuerpo resbaló hasta quedar tendido boca abajo. El martillo se elevaba y seguía cayendo al ritmo leve y tintineante de la melodía de Strauss, y a Jack le pareció que podía ver la cara del hombre, tensa y concentrada, como hecha nudos, que alcanzaba a ver cómo la boca del papá de relojería se abría y se cerraba mientras ponía como nuevo a su hijo, inconsciente y vapuleado.
Una gota roja se elevó contra el interior del fanal de cristal.
Otra la siguió, y dos más se estrellaron junto a ella.
Pronto el líquido rojo se empezó a elevar como un surtidor obsceno que daba contra la pared de cristal del fanal y se escurría hacia bajo, velando lo que sucedía en el interior, y con el líquido escarlata venían minúsculos fragmentos de tela, de hueso, de sesos. Y Jack seguía viendo el martillo que se alzaba y caía mientras el mecanismo de relojería seguía andando y las ruedecillas de los engranajes giraban sin cesar para mantener en movimiento el diabólico mecanismo.
—¡A desenmascararse! ¡A desenmascararse! —gritaba Derwent a sus espaldas, y por alguna parte un perro gañía con tonos humanos.
(Pero una maquinaria de reloj no sangra una maquinaria de reloj no sangra).
Todo el fanal estaba salpicado de sangre y Jack veía coágulos y mechones de pelo pero nada más. A Dios gracias, no podía ver nada más, y sin embargo pensaba que iba a ponerse enfermo porque seguía oyendo caer los golpes, los oía caer a través del vidrio con tanta claridad como oía la melodía del Danubio azul. Pero el ruido ya no era el tintineo mecánico de un martillo mecánico que se desploma sobre una cabeza mecánica, era el retumbo sordo y ahogado de un mazo de verdad que baja a estrellarse sobre una ruina blanda, esponjosa. Una ruina que había sido antes…
—¡A DESENMASCARARSE!
(…¡sobre todos ellos imperaba la Muerte Roja!). Con un horrible grito de angustia. Jack se apartó del reloj, con las manos extendidas, y se dio la vuelta enredándose en sus propios pies, como si fueran bloques de madera, para pedirles a todos que se detuvieran, que se lo llevaran a él, a Danny, a Wendy, al mundo entero si querían, pero que por favor se detuvieran y le dejaran un poquito de cordura, un poquito de luz.
El salón de baile estaba vacío.
Las sillas estaban puestas patas arriba sobre las mesas cubiertas de manteles de plástico. La alfombra roja, con sus dibujos en oro estaba de forma extendida sobre la pista, protegiendo la lustrada superficie de roble. El estrado para la orquesta estaba vacío, salvo un micrófono sin conectar y una guitarra, polvorienta y sin cuerdas, apoyada contra la pared. Una fría luz matinal, de mañana de invierno, se filtraba lánguidamente por las altas ventanas.
A Jack la cabeza le daba aún vueltas, todavía se sentía borracho, pero cuando volvió a mirar hacia la repisa de la chimenea, la borrachera se le disipó. Allí no estaban más que los elefantes de marfil… y el reloj.
Tambaleándose, atravesó el vestíbulo frío y oscuro, y después el comedor. Se enganchó el pie en la pata de una mesa y cayó cuan largo era, derribando estrepitosamente la mesa. Se golpeó contra el suelo, y le empezó a sangrar la nariz. Se levantó, aspirando sangre al tiempo que se enjugaba con el dorso de la mano.
Fue hacia el Salón Colorado y apartó violentamente las puertas de vaivén, haciéndolas chocar contra las paredes.
El lugar estaba vacío… pero los estantes del bar bien provistos.
¡Alabado sea Dios! El vidrio y los bordes plateados de las etiquetas relucían cálidamente en la penumbra.
Una vez, recordó Jack, hacía muchísimo tiempo, se había enojado al ver que no había espejo al fondo del bar. Ahora se alegraba. De haberlo habido, no habría visto en él más que a otro borracho que acababa de quebrantar su propósito de abstinencia: la nariz ensangrentada, la camisa fuera de los pantalones, el pelo en desorden, la barba de dos días (Así queda uno cuando mete la mano entera en el avispero). Repentinamente, la soledad lo invadió por completo. Jack gimió con súbita desdicha, deseando con toda sinceridad estar muerto. Su mujer y su hijo estaban arriba, y habían echado llave a la puerta para protegerse de él.
Los demás, se habían ido todos. La fiesta había terminado.
Se precipitó hacia delante, hacia el bar.
—Lloyd, ¿dónde carajo estás? —vociferó.
No hubo respuesta. En esa habitación
(celda).
de revestimiento acolchado, ni siquiera el eco de sus propias palabras le daba una mínima ilusión de compañía.
—¡Grady!
Silencio. Sólo las botellas, rígidamente dispuestas en posición de firmes.
(Échate. Hazte el muerto. Busca. Hazte el muerto. Siéntate. Hazte el muerto).
—No importa, ya me las arreglaré solo, maldita sea.
Mientras se acercaba al bar perdió el equilibrio y cayó hacia delante, golpeándose la cabeza contra el suelo. Se levantó hasta quedar en cuatro patas, con los ojos desorbitados, bizcos, farfullando ruidos sin sentido.
Después se desplomó, con la cabeza de lado, respirando con sonoros ronquidos.
Afuera, el viento aullaba cada vez, con más fuerza, empujando delante de sí la nieve incesante. Eran las ocho y media de la mañana.