INVITA LA CASA
Jack estaba en el comedor, sin haber pasado todavía las puertas dobles que daban al Salón Colorado, con la cabeza inclinada, escuchando, con una débil sonrisa.
En torno a él, podía sentir cómo el «Overlook Hotel» cobraba vida.
Era difícil decir exactamente cómo lo sabía, pero se daba cuenta de que lo que le sucedía no era muy diferente de las percepciones que tenía Danny de tiempo en tiempo… de tal padre, tal hijo. ¿No era así como se decía popularmente?
No era una percepción visual ni sonora, aunque se aproximara mucho a ellas, ya que lo que la separaba de tales sentidos no era más que una levísima cortina perceptiva. Era como si a escasos centímetros de este «Overlook» hubiera otro, separado del mundo real (si es que hay algo a lo que se pueda llamar el «mundo real», pensó Jack), pero que gradualmente iba equilibrándose con él. Se acordó de los filmes tridimensionales que había visto de niño. Si uno miraba la pantalla sin las gafas especiales, se veía una doble imagen… algo un poco parecido a lo que sentía en ese momento. Pero cuando se ponía uno las gafas todo tenía sentido.
En ese momento, todas las épocas del hotel estaban justas, todas salvo la actual, la Era de Torrance… que tampoco tardaría mucho en reunirse con las demás. Qué bien estaba eso. Muy bien.
Casi alcanzaba a oír el arrogante ¡ding!, ¡ding! de la campanilla plateada del mostrador de recepción, que iba llamando a los botones para que atendieran a clientes vestidos con los trajes de franela que imponía a los elegantes la década de 1920, y con las americanas cruzadas y a rayas de la de 1940, que iban y venía. Frente a la chimenea había tres monjas sentadas en el sofá, esperando a que la cola disminuyera, y tras ellas, garbosamente vestidos con alfileres de diamante en las corbatas estampadas en azul y blanco, Charles Gordin y Vito Gienelli hablaban de ganancias y pérdidas, de vidas y muertes. En el patio de atrás, una docena de camiones descargaban mercaderías, algunos superpuestos uno encima de otro como en una foto con doble exposición. En el salón de baile del ala este, se realizaban al mismo tiempo una docena de convenciones de negocios diferentes, a centímetros de distancia temporal una de otra. Se celebraba un baile de disfraces. Había veladas, fiestas de bodas, cumpleaños y reuniones de aniversario. Hombres que hablaban de Neville Chamberlain y del archiduque de Austria. Música. Risas. Borrachera. Histeria. No había mucho amor aquí, pero sí una constante corriente soterrada de sensualidad. Una corriente que Jack casi podía oír, recorriendo todo el hotel en una graciosa cacofonía. En el comedor donde él estaba se servían simultáneamente a sus espaldas los desayunos, almuerzos y cenas de setenta años. Casi se los podía… no, borremos el casi. Se los podía oír, débilmente todavía, pero con claridad, como oye, uno el trueno a kilómetros de distancia en un ardiente día de verano. Se los podía oír a todos aquellos hermosos extranjeros. Jack empezaba a percibir la existencia de ellos como ellos debían de haber percibido, desde el primer día, la existencia de él.
Esa mañana, todas las habitaciones del «Overlook» estaban ocupadas.
La casa llena.
Y del otro lado de las dobles puertas de vaivén llegaba el bajo murmullo de las conversaciones y se elevaban como volutas ociosas de humo de tabaco. Todo más sofisticado, más íntimo. Risas graves y guturales de mujeres, de esas risas que parecen formar un anillo mágico de vibraciones en torno a las vísceras y a los genitales. El ruido de una caja registradora, la ventanilla débilmente iluminada en la cálida oscuridad, mientras iba marcando el precio de un gin tonic, un Manhattan, un Depression Bomber, un gin fizz, un zombie. El tocadiscos de monedas, que vertía suavemente sus melodías para los bebedores, superpuestas todas una con otra en el tiempo…
Jack empujó las puertas de vaivén y pasó a través de ellas.
—Hola, muchachos —saludó suavemente Jack Torrance—. Aquí me tenéis de vuelta.
—Buenas noches, señor Torrance —le respondió Lloyd, muy complacido—. Encantado de verlo.
—Y yo encantado de volver, Lloyd —dijo gravemente Jack, mientras apoyaba una nalga sobre un taburete, entre un hombre trajeado de azul brillante y una mujer de ojos legañosos de negro que clavaba la vista en las profundidades de un vaso de Singapur.
—¿Qué va a ser, señor Torrance?
—Martini —respondió Jack, encantado. Miró hacia el fondo del bar, con sus hileras de botellas que relucían en la penumbra, con sus pequeños tapones que eran sifones plateados. Jim Beam. Wild Turkey. Gilby's. Sharrod's Private Label. Todo. Seagrams's. Por fin de vuelta.
—Un Marciano grande, por favor —pidió—. En algún lugar del mundo ya han aterrizado, Lloyd —sacó la cartera y cuidadosamente extendió sobre el mostrador un billete de veinte dólares.
Mientras Lloyd le preparaba la bebida, Jack miró por encima del hombro. Todos los reservados estaban ocupados, y algunos de sus ocupantes vestían… una mujer con pantalones orientales de gasa y el corpiño salpicado de diamantes de imitación, un hombre con una cabeza de zorro que asomaba astutamente de la camisa almidonada, otro con un disfraz de perro, lleno de lentejuelas, que para regocijo general hacía cosquillas con la borla que tenía en la punta de la cola en la nariz de una mujer envuelta en un sarong.
—A usted no se le cobra, señor Torrance —le informo Lloyd, mientras dejaba la copa sobre los veinte dólares de Jack—. Su dinero no se acepta aquí, por orden del director.
—¿Del director?
Aunque súbitamente se sintió un poco inquieto, Jack levantó la copa con el martini y la hizo girar, mirando como se mecía levemente la aceituna en las heladas profundidades de la bebida.
—Claro, del director —la sonrisa de Lloyd se hizo más amplia, pero sus ojos se perdían en la sombra y tenía la piel de un blanco horrible, como si fuera un cadáver—. Y después espera ocuparse personalmente del bienestar de su hijo. Está muy interesado por su hijo, Danny es un chico inteligente.
Los vapores de la ginebra le daban un mareo placentero, pero también parecía que estuvieran obnubilándole la razón. ¿Danny? ¿A que venía todo eso sobre Danny? ¿Y qué hacia él en un bar, con una copa en la mano?
Había jurado ABSTENERSE, se había SUBIDO AL FURGÓN y había ROTO su juramento.
¿Para qué podían querer a su hijo? ¿Para que podían querer a Danny?
Wendy y Danny no tenían nada que ver en todo eso. Jack intentó leer algo en los oscuros ojos de Lloyd, pero eran demasiado oscuros, demasiado; era como tratar de hallar emociones en las órbitas vacías de una calavera.
(Es a mí quien quieren… ¿no es verdad? Soy el único. No a Danny, ni a Wendy. Es a mí a quien le encanta estar aquí. Ellos querían irse. Soy yo quien se ocupo del vehículo para la nieve… quien recorrió los viejos archivos… yo bajé la presión de la caldera… yo mentí… vendí el alma, prácticamente; ¿para que puede interesarles Danny?).
—¿Dónde está el director? —intentó hacer la pregunta con aire casual, pero parecía que las palabras le brotaran de los labios ya empastadas por el primer trago; eran las palabras de una pesadilla, más bien que de un sueño.
Lloyd sólo sonrió.
—¿Que quieren ustedes con mi hijo? Danny no tiene nada que ver en… ¿verdad? —le impresionó la angustiosa súplica de su propia voz La cara de Lloyd daba la impresión de estar desmoronándose, cambiando, convirtiéndose en algo pestilente. La piel blanca se resquebrajaba, se ponía de un amarillo hepático; en ella se abrían llagas rojas de las que rezumaba un liquido de olor inmundo. Como un sudor rojo, en la frente de Lloyd aparecieron gotitas de sangre, mientras en alguna parte, con un sonido argentino, un carillón marcaba el cuarto de hora.
(¡A quitarse las máscaras, a quitarse las máscaras!).
—Beba usted su martini, señor Torrance —aconsejó suavemente Lloyd—, que lo demás no es asunto que a usted le concierna, a esta altura.
Jack volvió a levantar la copa y se la llevo a los labios, pero titubeó. De pronto oyó el chasquido áspero, horrible, del hueso de Danny al romperse.
Vio la bicicleta que volaba por encima de la cubierta del motor del coche de Al y se estrellaba contra el parabrisas. Vio una sola rueda tendida en la carretera con los radios retorcidos apuntando al cielo como las destrozadas cuerdas de un piano.
De pronto, se dio cuenta de que todas las conversaciones se habían interrumpido.
Volvió a mirar por encima del hombro: todos estaban mirándolo expectantes, en silencio. El hombre que jugaba junto a la mujer del sarong se había quitado la cabeza de zorro y Jack vio que era Horace Derwent, con el pelo de un color rubio pálido caído sobre la frente. Todos los que estaban en el bar también lo miraban. La mujer que tenía a su lado lo observaba atentamente, como intentando ponerlo en foco. El vestido se le había resbalado del hombro y al mirar hacia abajo Jack distinguía el pezón arrugado que remataba un pecho caído. Cuando volvió a mirarla en la cara, empezó a pensar que esa podría ser la mujer de la habitación 217, la que había intentado estrangular a Danny. Al otro lado de él, el hombre de traje azul había sacado del bolsillo de la americana un pequeño revolver de calibre 32, con cachas de nácar, y lo hacia girar ociosamente sobre el mostrador, como si estuviera pensando en una ruleta rusa.
(Quiero…).
Al darse cuenta de que las palabras no salían de sus cuerdas vocales, paralizadas, volvió a empezar.
—Quiero ver al director. No… no creo que él entienda que mi hijo nada tiene que ver con esto. Es…
—Señor Torrance —la voz de Lloyd, de aborrecible cortesía, le llegaba desde un rostro asolado por las llagas—, ya verá usted al director a su debido tiempo, puesto que, de hecho, ha decidido que sea usted su representante en este asunto. Ahora bébase esa copa.
—Bébase esa copa —le hicieron eco los demás.
Jack la levanto, con una mano que temblaba incontrolablemente. Era gin puro. Miró dentro de la copa y sintió que se ahogaba.
—Traed… el barril… grande… y, nos reiremos… en grande… —empezó a cantar la mujer que estaba a su lado, con voz muerta y sin inflexiones.
Lloyd se unió a la canción, y lo mismo hizo el hombre de traje azul.
También el hombre-perro se les unió, marcando el compás con una pata sobre la mesa.
—¡Es el momento de traer el barril…
La voz de Derwent se sumo a las de los demás. Tenía un cigarrillo en un ángulo de la boca, con aire jactancioso. Con el brazo derecho rodeaba los hombros de la mujer del sarong, mientras la mano, suavemente y con aire ausente, le acariciaba un pecho. Al mismo tiempo que cantaba miraba, con divertido desprecio al hombre-perro.
—… ahora que estamos todos aquí!
Jack se llevó el vaso a la boca y en tres largos tragos apuró la bebida.
El gin le pasó por la garganta como un camión por un túnel, le estalló en el estomago y de un salto rebotó al cerebro, donde se apoderó finalmente de él con un estremecimiento convulsivo.
Una vez pasado el choque, se sintió estupendamente.
—Otro, por favor —pidió, empujando hacia Lloyd la copa.
—Sí, señor —asintió el barman cogiendo el vaso. Lloyd parecía otra vez perfectamente normal. El hombre de cutis oliváceo había vuelto a guardar su 32. A su derecha, la mujer tenía de nuevo los ojos clavados en su Singapur, ahora con un pecho totalmente al descubierto, descansando sobre el borde de cuero de la barra. De la boca entreabierta salía una especie de arrullo vacío. El murmullo de las conversaciones se había reiniciado, y otra vez iba y venía, como una lanzadera.
Frente a él se materializó la copa pedida.
—Muchas gracias[9], Lloyd —dijo mientras la alzaba.
—Siempre encantado de servirlo, señor Torrance —le sonrió Lloyd.
—Fue usted siempre el mejor de todos, Lloyd.
—Muy amable de su parte, señor.
Esta vez, Jack bebió lentamente, dejando que el licor se le escurriera por la garganta, acompañado en su caída por algunos cacahuetes, que siempre daban suerte.
En un abrir y cerrar de ojos el gin había desaparecido, y Jack pidió otro. Señor Presidente, después de mi entrevista con los marcianos tengo la satisfacción de informarle que su actitud es amistosa. Mientras Lloyd le preparaba la bebida, Jack empezó a buscar en los bolsillos una moneda para echar en el tocadiscos. Volvió a pensar en Danny, pero ahora la cara de su hijo se le presentaba placenteramente borrosa, indescriptible. Una vez le había hecho daño, pero eso fue antes de que aprendiera a manejarse con la bebida. En una época que había quedado atrás. Jamás volvería a hacer daño a su hijo.
Por nada del mundo.