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A LA LUZ DEL DÍA

Con un grito ahogado, Danny se despertó de una pesadilla terrible.

Había habido una explosión. Un incendio. El «Overlook» se quemaba. Él y su mamá lo miraban desde el césped del frente.

—Mira, Danny, mira los setos —le decía mami.

Cuando él miraba, los setos estaban muertos. Las hojas se les habían puesto de color marrón oscuro. Las ramas, prietas, se veían entre el follaje quemado como el esqueleto de un cuerpo semidescompuesto. Y después su papá había irrumpido por entre las dobles puertas del frente del «Overlook», ardiendo como una tea. Tenía la ropa en llamas, la piel de un color oscuro y siniestro que se ennegrecía más por momentos, el pelo una zarza ardiendo.

En ese momento se despertó, con la garganta cerrada por el terror, las manos contraídas sobre la sábana y las mantas. ¿Habría gritado? Miró a su madre. Wendy estaba tendida de costado, cubierta hasta la barbilla, con un mechón de pelo color de lino caído sobre las mejillas.

Ella misma parecía una niña. No, no había gritado.

De espaldas en la cama, mirando hacia arriba, sintió como la pesadilla comenzaba a disiparse. Tenía la curiosa sensación de que habían escapado por un pelo de algo

(¿un incendio?, ¿una explosión?).

espantoso. Dejó vagar la mente, en busca de su padre, y lo encontró abajo, en el vestíbulo. Danny se esforzó un poco más, intentando penetrar en su mente. Le hizo daño, porque papá estaba pensando en Algo Malo.

Estaba pensando qué (bien me vendrían uno o dos qué importa si el maldito sol se pone en algún lugar del mundo ¿recuerdas al que solíamos decir eso?, un gin y tonic aguardiente con apenas una gota de bitter whisky con soda ron y alguna cola tweedledum y tweedledee un trago para mí y otro para ti los marcianos habrían aterrizado en algún lugar del mundo princeton o houston o stokely sobre carmichael en algún podrido lugar al fin y al cabo es temporada y ninguno de nosotros está)

(¡SAL DE SU CABEZA, MOCOSO DE MIERDA!).

El chico se encogió, aterrorizado por esa voz que le habló desde dentro, con los ojos muy abiertos, las manos convertidas en garras sobre el cobertor. No había sido la voz de su padre, sino una imitación, muy hábil.

Una voz que él conocía. Áspera y brutal, pero matizada por una especie de humor fatuo.

¿Estaba tan próximo, entonces?

Retiró las mantas para apoyar los pies en el suelo. Tanteó con los pies las zapatillas que estaban debajo de la cama y se las calzó. Fue hacia la puerta, la abrió y se dirigió presurosamente al corredor principal. Sus pies susurraron sobre la felpa de la alfombra del pasillo. Danny dobló la esquina.

En mitad del corredor, entre él y la escalera, había un hombre en cuatro patas.

Danny se quedó helado.

El hombre levantó los ojos, pequeños y enrojecidos, para mirarlo.

Llevaba una vestimenta plateada, como con lentejuelas. El chico se dio cuenta de que iba vestido de perro. Del trasero de la extraña vestidura salía una cola, larga y floja, terminada en una borla. El traje estaba cerrado por una cremallera que corría por el lomo hasta el cuello. A la izquierda del hombre había una cabeza de perro o de lobo, con las órbitas vacías sobre el hocico, la boca abierta en un gesto ociosamente amenazador que, por entre los colmillos que parecían de cartón piedra, dejaban ver el dibujo azul y negro de la alfombra.

El hombre tenía la boca, el mentón y las mejillas manchados de sangre.

Empezó a gruñir a Danny. Aunque sonreía, el gruñido era real, venía desde lo más hondo de la garganta, era un ruido escalofriante, primitivo.

Después se puso a ladrar; los dientes también estaban manchados de sangre.

Empezó a avanzar a rastras hacia Danny, arrastrando detrás de sí esa cola invertebrada. La cabeza de perro del traje seguía tirada en la alfombra sin que nadie le hiciera caso, mirando inexpresivamente por encima de Danny.

—Déjame pasar —dijo Danny.

—Voy a comerte, muchachito —anunció el hombre-perro, y de pronto su boca sonriente dejó escapar una serie de ladridos. Por más que fueran una imitación humana, la ferocidad de los ladridos era real. El hombre tenía el pelo oscuro, aceitoso por el sudor que le hacía brotar el traje ajustado. Su aliento olía a whisky escocés y a champaña, mezclados.

Danny retrocedió, pero no huyó.

—Déjame pasar.

—Ni se te ocu-u-u-rrra —contesto el hombre-perro, con los ojillos enrojecidos fijos atentamente en el rostro de Danny, sin dejar de sonreír—. Pienso comerte, amiguito. Y creo que voy a empezar por la pilila.

Empezó a avanzar con movimientos retozones, a saltitos y mostrando los dientes.

El chico perdió el aplomo y huyó hacia el corto pasillo que conducía al apartamento de ellos, mirando por encima del hombro. Lo siguió una serie de ladridos, aullidos y gruñidos, entrecortados por risitas y balbuceos estropajosos.

Danny se quedó en el pasillo, temblando.

—¡Levántala! —gritaba el hombre-perro, borracho, desde el corredor principal, con voz violenta a la vez, que desesperada—. ¡Levántala, Harry hijo de puta! ¡No me importa cuantos casinos y líneas aéreas y compañías cinematográficas tengas! ¡Yo se lo que a ti te gusta en la intimidad!

¡Levántala!, que yo resoplaré… y chupare… hasta que todo lo de Harry Derwent caiga derribado.

La diatriba terminó con un aullido largo y estremecedor que pareció convertirse en un alarido de dolor y de cólera antes de extinguirse.

Temeroso, Danny se volvió hacia la puerta cerrada del dormitorio, al extremo del pasillo, y se acerco silenciosamente a ella. La abrió y asomó la cabeza. Su madre seguía durmiendo, exactamente en la misma posición.

Todo eso no lo oía nadie mas que él.

Cerró suavemente la puerta y volvió a la intersección del pasillo con el corredor principal, en la esperanza de que el hombre-perro se hubiera ido, como se había ido también la sangre que Danny había visto en las paredes de la suite presidencial. Cautelosamente, espió por el corredor.

El hombre vestido de perro seguía allí. Había vuelto a colocarse la cabeza del disfraz y en ese momento retozaba a cuatro patas junto a la escalera, persiguiéndose la cola. A veces, con un salto se elevaba de la alfombra y volvía a caer sobre ella, con sordos gruñidos.

—¡Guau! ¡Guau! ¡Grrrrr!

Los ruidos salían con una resonancia hueca de la máscara que imitaba una estilizada mueca amenazante, mezclados con otros ruidos que tanto podrían haber sitio carcajadas como sollozos.

Danny volvió al dormitorio y se sentó sobre su cuna, cubriéndose los ojos con las manos. Ahora, el hotel estaba en pleno despliegue. Tal vez al principio las cosas que habían sucedido no hubieran sido más que accidentes.

Tal vez al principio las cosas que él había visto sólo fueran, realmente, imágenes que le daban miedo, pero que no podían hacerle daño. Pero ahora, esas cosas las controlaba el hotel y eran cosas que podían hacer daño.

El «Overlook» no había querido que él viera a su padre, porque con eso podría estropeársele toda la diversión. Por eso había interpuesto en su camino al hombre-perro, de la misma manera que había interpuesto, entre ellos y la carretera, los animales del seto.

Pero su papá podría venir hacia él. Y vendría, tarde o temprano.

Danny empezó a llorar. Las lágrimas le rebosaban silenciosamente por las mejillas: era demasiado tarde. Iban a morir allí, los tres, y a la primavera siguiente, cuando el «Overlook» se abriera, ellos seguirían allí para saludar a los turistas, junto con el resto de los aparecidos. La mujer en la bañera. El hombre-perro. Esa cosa horrible y oscura que había en el túnel de cemento.

Estarían… (¡Basta! ¡Termina con eso!).

Furiosamente, el chico se enjugó las lágrimas. Él haría todo lo posible para evitar que eso sucediera. A él no tenía que sucederle, ni a su mamá ni a su papá.

Lo intentaría con todas sus fuerzas.

Cerró los ojos y concentró su fuerza mental en una dura flecha cristalina.

(¡¡¡DICK VEN PRONTO ESTAMOS EN PELIGRO DICK NECESITAMOS).

Y de pronto, en la oscuridad, detrás de sus párpados, eso que lo perseguía en sus sueños a través de los oscuros pasillos del «Overlook» apareció, estaba allí, allí mismo, una enorme criatura vestida de blanco con el garrote prehistórico levantado por encima de la cabeza:

—¡Ya te haré yo que termines! ¡Cachorro maldito! ¡Ya te haré terminar con eso, porque yo soy tu PADRE!

¡No! —con un sobresalto, el chico volvió a la realidad del dormitorio, con los ojos muy abiertos en la oscuridad, mientras los gritos salían irrefrenablemente de su boca, ante el espanto de su madre, súbitamente despierta, apretándose contra el pecho la ropa de cama.

—No, papito, no, no, no…

Y los dos oyeron el silbido maligno, angustiante, del garrote invisible al descender por los aires, muy cerca, para después desvanecerse en el silencio mientras Danny corría a abrazarse a su madre, como un conejo en una trampa.

El «Overlook» no lo dejaría llamar a Dick. Con eso también se le podía estropear la diversión.

Estaban solos.

Afuera, la nieve caía con más fuerza, aislándolos más del mundo exterior.