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EN EL SÓTANO

(¡¡¡LA CALDERA LA MALDITA CALDERA!!!).

La idea apareció de pronto en la mente de Jack Torrance, grabada a fuego en brillantes letras rojas. Tras ella, la voz de Watson: (Si se olvida irá subiendo y subiendo y lo más probable es que usted y toda su familia se despierten en la maldita luna… está regulada para dos cincuenta pero mucho antes de llegar a eso habrá volado… a mí me daría miedo acercarme a ella si está marcando ciento ochenta). Jack se había pasado allí toda la noche, recorriendo las cajas de papeles viejos, poseído por la frenética sensación de que el tiempo se acortaba y de que tenía que darse prisa. Y los indicios vitales, las claves que le darían sentido a todo, seguían escapándosele. Tenía los dedos amarillentos y pegajosos de tanto hojear papeles viejos. Y se había dejado absorber tanto que no había vigilado la caldera ni siquiera una vez… La había bajado la noche anterior, a eso de las seis de la tarde, cuando bajó al sótano. Y ahora eran…

Miró su reloj y dio un salto, derribando una pila de recibos viejos.

Cristo, eran las cinco menos cuarto de la madrugada.

A sus espaldas, el horno se sacudía. La caldera emitía una especie de gruñido sibilante.

Corriendo, fue hacia ella. Con lo que había adelgazado en el último mes, y la cara cubierta de una barba de dos días, tenía el aire ausente de un prisionero de campo de concentración.

El manómetro de la caldera señalaba doscientas diez libras por pulgada cuadrada. Jack se imaginó que hasta se veía cómo las viejas paredes de la caldera, soldadas y parcheadas, cedían bajo la fuerza mortífera de la presión.

(Se sube… a mí me daría miedo acercarme a ella si está marcando ciento ochenta…).

De pronto, le habló una voz interior, tentándolo fríamente.

(Déjala que estalle. Vete a buscar a Wendy y a Danny, y largaos de aquí. Déjala que vuele hasta el cielo).

Podía imaginarse la explosión, como un doble trueno que primero haría pedazos el corazón de ese lugar, después su alma. La caldera volaría con un relámpago anaranjado y violáceo que derramaría sobre todo el sótano una lluvia de esquirlas ardientes. Mentalmente, Jack se imaginó trozos de metal al rojo, rebotando por el suelo, las paredes y el techo como extrañas bolas de billar, atravesando el aire con mortífero silbido. Algunos, naturalmente, atravesarían volando el arco de piedra para ir a caer sobre los viejos papeles que había del otro lado, para convertirlos en un alegre infierno. A destruir los secretos, a quemar las claves; un misterio que ningún ser viviente resolverá jamás. Después vendría la explosión del gas, un gran estallido de llamas restallantes, una gigantesca llama piloto que convertiría en una parrilla la parte central del hotel; escaleras, pasillos, techos y habitaciones, todo en llamas como en el último carrete de una película de Frankenstein. Las lenguas de luego extendiéndose por las alas del hotel, devorando las alfombras entretejidas de azul y negro como huéspedes voraces. El empapelado sedoso achicharrándose, retorciéndose. No había rociadores automáticos; sólo esas anticuadas mangueras, y nadie que las utilizara. Y no había coche de bomberos en el mundo que pudiera llegar hasta allí antes de fines de marzo. Quémate, pequeño, quémate. En doce horas apenas si quedaría el esqueleto.

La aguja del manómetro había llegado a doscientos doce. La caldera crujía y gemía como una vieja que trata de levantarse de la cama. Sibilantes chorros de vapor habían empezado a juguetear en los bordes de los antiguos parches, que goteaban lentamente material de soldar.

Jack no veía ni oía nada. Paralizado con la mano sobre la válvula que podía bajar la presión y amortiguar el fuego, sus ojos resplandecían como zafiros dentro de las órbitas.

(Es mi última oportunidad).

Lo único que todavía no habían convertido en efectivo era la póliza de seguro de vida que había sacado, él y Wendy, durante el primer verano que estuvieron en Stovington. Cuarenta mil dólares en caso de muerte, doble indemnización si él o ella morían en un accidente ferroviario o de aviación, o en un incendio.

(Un incendio… ochenta mil dólares).

Todavía tendrían tiempo de salir. Aunque su mujer y su hijo estuvieran durmiendo, tendrían tiempo de salir, creía Jack. Y seguramente, ni los animales del seto ni nada más trataría de retenerlos, si el hotel estaba en llamas.

(Llamas).

Dentro del dial grasiento, casi opaco, la aguja había llegado a doscientas quince libras por pulgada cuadrada.

Otro recuerdo acudió a él, un recuerdo de su niñez. Detrás de la casa, en las ramas bajas del manzano, había un avispero. Las avispas habían picado a uno de sus hermanos mayores —Jack no podía recordar a cuál, en ese momento—, mientras se columpiaba en el neumático viejo que había colgado su padre de una de las ramas bajas. Había sucedido a fines del verano, cuando las avispas se ponen peores.

Su padre, que acababa de volver del trabajo, vestido de blanco, rodeada la cara por la fina niebla del olor a cerveza, había llamado a los tres varones, Brett, Mike y el pequeño Jacky, para decirles que se iba a deshacer de las avispas.

—Ahora fijaos —les había dicho, sonriente y tambaleándose un poco (por aquel entonces no usaba el bastón, para el choque con el camión lechero faltaban años todavía)—. Tal vez aprendáis algo; esto me lo enseñó mi padre.

Había amontonado con el rastrillo una gran pila de hojas mojadas por la lluvia, bajo la rama donde estaba el avispero, un fruto más letal que las manzanas, arrugadas pero sabrosas, que les ofrecía el árbol para fines de setiembre, pero para eso todavía faltaba un mes. Su padre puso fuego a las hojas. El día era despejado y sin viento. Las hojas se convirtieron en brasas, sin llegar a hacer fuego, y daban un olor —una fragancia— que despertaba resonancias en Jack siempre que, para el otoño, veía a un hombre con la ropa del fin de semana, rastrillando hojas para quemarlas después. Un olor dulce pero con un dejo amargo, denso y evocativo. Al arder, las hojas despedían grandes rachas de humo que subían a envolver el avispero.

Durante toda la tarde el padre había dejado que las hojas ardieran lentamente, mientras bebía cerveza en el porche e iba arrojando las latas vacías en el cubo de plástico de su mujer, mientras los dos hijos mayores lo acompañaban y el pequeño Jacky, sentado en los escalones, a sus pies, jugaba absorto, entonando interminablemente, con monotonía, la misma canción: «Tu engañoso corazón, te hará llorar, tu engañoso corazón te lo va a decir».

A las seis menos cuarto, antes de la cena, papá había vuelto a acercarse al manzano, cuidadosamente seguido por los tres hijos. En una mano llevaba un escardillo, con el que apartó las hojas, dejando montoncitos encendidos que seguían ardiendo un poco antes de extinguirse. Después, con el mango del escardillo hacia arriba, tanteando y parpadeando, en dos o tres golpes consiguió derribar el avispero.

Los chicos corrieron en busca de la protección del porche, pero su papá se quedó junto al avispero, tambaleándose y mirándolo, parpadeante.

Jack volvió a acercarse para ver. Algunas avispas se paseaban torpemente sobre la superficie de su propiedad, pero sin hacer el menor intento de volar.

Desde el interior del avispero, de ese lugar negro y ajeno, llegaba un ruido que Jack jamás habría de olvidar: un zumbido bajo, soñoliento, como el de los cables de alta tensión.

—¿Por qué no tratan de picarte, papi? —había preguntado Jacky.

—Porque el humo las emborracha, Jacky. Ve a buscarme la lata de gasolina.

Jacky corrió a buscarla y papá roció el avispero con la gasolina.

—Ahora apártate, Jacky, si no quieres quedarte sin pestañas.

Jacky se había apartado, mirando cómo, desde algún rincón de los pliegues de su voluminosa blusa blanca, papá sacaba un fósforo de madera, que encendió contra la uña del pulgar y arrojó sobre el avispero. Había habido una explosión de color blanco y anaranjado, insonora casi en su ferocidad. Con una risa cascada, papá se había alejado del fuego. El avispero desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

—El fuego —había explicado su padre, volviéndose a Jacky con una sonrisa—, el fuego mata cualquier cosa.

Después de la cena, los chicos habían salido para ver, a la última luz del día, el avispero chamuscado y ennegrecido, todos de pie alrededor de él.

Desde el interior, ardiente, salía el ruido de los cuerpos de las avispas, como copos de cereal tostados.

El manómetro marcaba doscientas veinte libras. De las entrañas de la caldera se elevaba un gemido bajo, férreo. Como las espinas de un puercoespín, de su mole se elevaban, rígidos, cien chorros de vapor.

(El fuego mata cualquier cosa).

Súbitamente, Jack se sobresaltó. Había estado dormitando y su dormitar lo había llevado al borde del juicio final. En nombre de Dios, ¿en qué había estaba pensando? Cuidar del hotel era su trabajo. Él era el vigilante.

El terror le inundó de sudor las manos, de tal manera que en el primer momento no pudo afirmarlas sobre la válvula. Después cerró los dedos en torno a los radios y le hizo dar una vuelta, dos, tres. Se produjo un gigantesco silbido de vapor, como el aliento de un dragón. Una ardiente bruma tropical se elevó desde abajo de la caldera, hasta envolverlo. Durante un momento, sin poder ver el dial, pensó que ya había esperado demasiado; los gimientes retumbos iban en aumento en el interior de la caldera, seguidos por una serie de ruidos entrecortados y por el chirrido del metal al retorcerse.

Cuando el vapor se disipo parcialmente, Jack vio que el manómetro había descendido a doscientas libras y que seguía bajando. Los chorros de vapor que se escapaban alrededor de los parches soldados empezaron a perder fuerza. Los ruidos internos empezaron a disminuir.

Ciento noventa… ciento ochenta ciento setenta y cinco… (Iba descendiendo la pendiente a ciento cuarenta kilómetros por hora cuando el silbato prorrumpió en un alarido.). Pero, seguramente, ya no iba a estallar. La presión había bajado a ciento sesenta.

(… y lo encontraron entre los restos, con la mano en el regulador, todo quemado por el vapor de agua).

Tembloroso, respirando con dificultad, se apartó de la caldera. Se miró las manos y vio las ampollas que va empezaban a formársele en las palmas.

Al demonio con las ampollas, pensó, con una risa estremecida. Había estado a punto de morir con la mano en el regulador, como el mecánico Casey en la novela aquella. Y lo peor era que había estado a punto de matar al «Overlook». Su último fracaso, el decisivo. Había fracasado como maestro, como escritor, como marido y como padre. Hasta como borracho era un fracaso. Pero en la vieja categoría de los fracasados, no se podía ir mucho mas lejos que dejar volar el edificio que —se suponía— uno tenía que cuidar.

Y este no era un edificio cualquiera.

De ningún modo.

¡Cristo!, que falta le hacia un trago.

La presión había descendido a ochenta. Cautelosamente, contraído el rostro por el dolor de las manos, volvió a cerrar la válvula. De ahora en adelante, con la caldera habría que tener más cuidado que nunca. Tal vez hubiera quedado resentida. Durante el resto del invierno, no la dejaría subir a más de cien libras. Y si pasaban un poco de frío, sería cuestión de aguantárselo con buen humor.

Dos de las ampollas se le habían reventado, y las manos le latían como dientes infectados.

Un trago. Una copa era lo que le vendría bien, y en todo el maldito hotel no había más que jerez para cocinar. En ese momento, un poco de alcohol sería curativo. Eso, exactamente, por Dios. Un anestésico. Acababa de cumplir con su deber y lo que necesitaba era un poco de anestesia… algo más fuerte que la «Excedrina». Pero no había nada.

Recordó las botellas que destellaban en las sombras.

Acababa de salvar al hotel, y el hotel lo recompensaría; de eso estaba seguro. Sacó el pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y se dirigió a la escalera. Se frotó la boca. Una copita, una sola, para calmar el dolor.

Jack había respondido a la confianza del «Overlook», y ahora el «Overlook» respondería a la suya, qué duda cabía. En los peldaños de la escalera, sus pies eran rápidos y ágiles; los pasos presurosos de un hombre que regresa de una guerra larga y cruel. Eran las cinco y veinte de la mañana, hora de las montañas.