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EN LAS ESCALERAS

Unas de las cosas que habían vendido para salir un poco del paso mientras estaban en Vermont, poco antes de mudarse a Colorado, fue la colección de antiguos álbumes de rock and roll y de rythme and blues que tenía Jack, y que fueron a parar a la subasta a un dólar por disco. Uno de esos álbumes, el favorito de Danny, era una colección de discos dobles de Eddie Cochran con cuatro páginas en la cubierta con notas de Lenny Kaye.

Muchas veces, a Wendy la había sorprendido la fascinación de Danny por ese determinado álbum de un hombre-niño que vivió deprisa y murió joven… que había muerto cuando ella sólo tenía 10 años.

Ahora, a las siete y cuarto (hora de las montañas), en el momento en que Dick Hallorann le contaba a Queems la historia del amante blanco de su ex mujer, Wendy se encontró a Danny sentado en mitad de la escalera que iba del vestíbulo a la primera planta, pasándose de una mano a otra una pelota roja de goma y cantando con voz baja y monocorde una de las canciones de ese álbum:

So /climb one-two flight three flight four, five flight six flight seven flight more… when I get to the top, I'm too tired to rock…[7]

Wendy se le acercó, se sentó en uno de los escalones y vio que el niño tenía el labio inferior hinchado al doble de su tamaño, y rastros de sangre seca en el mentón. Aunque el corazón le dio un salto de terror en el pecho, se las arregló para hablar con voz neutra.

—¿Qué sucedió, doc? —le preguntó, aunque estaba segura de saberlo.

Jack le había pegado, seguro. Era lo mas probable, ¿no? Eso tenía que suceder. Las ruedas del progreso, que tarde o temprano lo llevaban a uno al punto de partida.

—Llamé a Tony —explicó Danny—. Estaba en el salón de baile; y creo que me caí del sillón. Pero ya no me duele; sólo noto… que el labio es demasiado gordo.

—¿Fue eso lo que sucedió de verdad? —insistió su madre, mirándolo preocupada.

—Papito no fue —le aseguró el chico—. Hoy no.

Wendy lo miró, atemorizada. La pelota seguía pasando de una mano a otra. Danny le había leído el pensamiento. Su hijo le había leído el pensamiento.

—¿Qué… qué fue lo que te dijo Tony, Danny?

—No importa. —El rostro estaba tranquilo, la voz de una indiferencia helada.

Danny… —Wendy lo cogió del hombro, con más fuerza de la que se proponía, pero el chico no se encogió ni trató de apartarse.

(Dios estamos destruyendo a este chico. No es solamente Jack, soy yo también, y quizá no seamos solamente los dos, también el padre de Jack, mi madre, ¿no estarán ellos aquí también? Seguro, ¿por qué no? Si de todas maneras el lugar bulle de fantasmas, ¿por qué no ha de haber un par más? Oh Dios del cielo si es como una de esas maletas que muestran por la TV, aplastadas, arrojadas desde los aviones, pasadas por trituradoras. O como un reloj de cuerda automática. Lo maltratan y siguen funcionando. Oh, Danny, lo siento tanto).

—No importa —repitió el chico. La pelota pasó de una mano a la otra—. Tony no puede venir más, porque no lo dejan. Lo vencieron.

—¿Quién no lo deja?

—La gente que hay en el hotel. —Por fin Danny la miró, y en sus ojos no había indiferencia alguna; había miedo, profundo miedo—. Y las… las cosas que hay en el hotel. Cosas de todas clases. El hotel está lleno de ellas.

—Tú puedes ver…

—Yo no quiero verlas —dijo el chico en voz baja, y volvió a mirar la pelota, que seguía pasando de mano en mano—. Pero a veces las oigo, por la noche muy tarde. Son como el viento, suspirando todas juntas. En el desván, en el sótano, en las habitaciones En todas partes. Yo pensé que la culpa era mía, por ser como soy. La llave. La llavecita de plata.

—Danny, no te… no te alteres de esta manera.

—Pero es por él también —continuó Danny—. Por papá. Y por ti. Nos quiere a todos. Lo tiene atrapado a papá, lo está engañando, tratando de hacerle creer que es a él a quien más necesita. A quien más necesita es a mí, pero nos atrapará a todos.

—Si el vehículo para la nieve…

—Ellos no lo dejaron —siguió explicando Danny, con la misma voz monocorde y sombría—. Fueron ellos los que le hicieron arrojar a la nieve una pieza del vehículo. Bien lejos. Yo lo soñé. Y él sabe que esa mujer está realmente en el 217. —Miró a su madre con los oscuros ojos asustados—. No tiene importancia que tú me creas o no.

Wendy lo rodeó con el brazo.

—Te creo. Danny, dime la verdad. Jack… ¿intentará hacernos daño?

—Ellos tratarán de obligarlo —explicó Danny—. Yo estuve llamando al señor Hallorann, que me dijo que si alguna vez lo necesitaba, lo llamara. Y lo hice. Pero es muy difícil y me deja muy cansado. Y lo peor es que no sé si él me oye o no. No creo que él pueda contestarme, porque es demasiado lejos para él. Y no sé si para mí es también demasiado lejos. Mañana.

—¿Qué pasa con mañana?

El chico movió la cabeza.

—Nada.

—¿Dónde está ahora? —pregunto Wendy—. ¿Tu papá?

—Está en el sótano. No creo que esta noche suba.

Súbitamente, Wendy se puso de pie.

—Espérame aquí, solo cinco minutos.

Bajo los tubos de luz fluorescente, la cocina estaba helada y desierta. Wendy fue al estante donde los cuchillos de trinchar pendían de su soporte imantado. Tomó el más largo y más afilado, lo envolvió en un paño de cocina y salió sin olvidarse de apagar las luces antes.

Danny seguía sentado en las escaleras, siguiendo con los ojos el ir y venir de la pelota entre una y otra mano, cantando.

She lives on the twentieth floor uptown, the elevator is broken down. So I walk one-two flighl three flight four[8]

(Lou, Lou, salta sobre mí, Lou…).

Danny interrumpió su propia canción, para escuchar (Salta sobre mí, Lou…) la voz que hablaba dentro de su cabeza, a tal punto parte de él, tan aterradoramente próxima, que podría haber sido parte de sus propios pensamientos. Suave e infinitamente insidiosa. Como si se burlara de él.

Como si le dijera:

(Oh sí, sí que te gustará estar aquí. Prueba, que te gustará. Prueba, que te gustaaa….)

Ahora que los oídos se le habían abierto podía oírlos de nuevo: la reunión de fantasmas o espíritus, o tal vez fuera el hotel mismo, un espantoso laberinto de espejos donde todos los espectáculos terminaban en la muerte, donde todos los espantajos pintados estaban realmente vivos, donde los setos se movían, donde una llavecita de plata podía desencadenar la obscenidad. Suspirando suavemente, susurrando, cuchicheando como el interminable viento invernal que de noche jugueteaba bajo los aleros, entonando esa mortífera canción de cuna que los huéspedes del verano ignoraban. Era como el zumbido soñoliento de las avispas que, adormecidas desde el verano en un avispero subterráneo, empezaran a despertarse. Y estaban a tres mil metros de altura.

(¿En qué se parece un cuervo a un escritorio? ¡Cuanto más arriba menos seguro! ¿No quieres otra taza de té?). Eran ruidos vivientes, pero no voces, ni respiración. Alguien en vena filosófica podría haber hablado del eco de las almas. La abuela de Dick Hallorann, que había crecido allá en el Sur a fines del siglo pasado, habría hablado de aparecidos. Un psicólogo le habría dado algún nombre largo: resonancia psíquica, psicocinesis, juego telésmico. Pero para Danny no era más que la voz del hotel, del viejo monstruo que crujía incesantemente en torno de ellos, cada vez más cerca: pasillos que ahora se extendían no sólo por el espacio, también por el tiempo, sombras ávidas, huéspedes inquietos que no conseguían descansar.

En el salón de baile a oscuras, el reloj protegido por el fanal de vidrio anunció las siete y media con una sola nota, melodiosa.

Una voz ronca, que el alcohol hacía brutal, vocifero:

¡Quitaos las máscara y todo el mundo a joder!

Wendy, que regresaba de la cocina, se detuvo bruscamente paralizada.

Miró a Danny, que seguía en la escalera, pasándose la pelota de una a otra mano.

—¿Tú oíste algo?

El chico no hizo más que mirarla y seguir jugando con la pelota.

Poco podrían dormir esa noche, por más que se encerraran juntos bajo llave.

En la oscuridad, con los ojos abiertos, Danny pensaba: (Lo que quiere es ser uno de ellos y vivir para siempre. Eso es lo que quiere).

(Si es necesario, lo llevaré más arriba. Si tenemos que morir, prefiero que sea en la montaña), pensaba Wendy.

Había puesto el cuchillo de trinchar, todavía envuelto en el paño de cocina, debajo de la cama, para tenerlo bien a mano. Madre e hijo dormitaron intermitentemente. El hotel seguía crujiendo en torno de ellos.

Afuera, desde un cielo que parecía de plomo, había empezado de nuevo a caer la nieve.