38

FLORIDA

Dick, el tercer hijo de la señora Hallorann, con su ropa blanca de cocinero y un «Lucky Strike» aparcado en un ángulo de la boca, hizo retroceder su recuperado «Cadillac» para sacarlo del aparcamiento que había al fondo del Mercado Mayorista de Verduras y dio lentamente la vuelta al edificio. Masterton, que pese a ser uno de los dueños seguía andando con el paso cansado que había adoptado desde antes de la Segunda Guerra Mundial, estaba entrando un cajón de lechugas en el edificio alto y oscuro.

Hallorann oprimió el botón que bajaba la ventanilla del acompañante.

—¡Esos aguacates están demasiado caros, tacaño! —vociferó.

Masterton lo miró por encima del hombro, dilató su sonrisa hasta dejar ver los tres dientes de oro y gritó a su vez:

—¡Y te puedo decir exactamente dónde puedes metértelos, compañero!

—Comentarios como ése son dignos de atención, hermano.

Masterton le mostró el dedo del medio. Hallorann le devolvió la cortesía.

—¿Encontraste los pepinillos en vinagre, sí? —preguntó Masterton.

—Sí.

—Ven mañana por la mañana, que te daré las mejores patatas nuevas que hayas visto en tu vida.

—Te enviaré al chico —respondió Hallorann—. ¿Vienes esta noche?

—¿Tú pones las bebidas, hermano?

—Ya las tengo compradas.

—Cuenta conmigo. Y no pises a fondo cuando vuelvas, ¿me oyes?

Desde aquí hasta St. Pete todos los polis se saben tu nombre.

—Qué enterado estás, ¿no? —comentó Hallorann, burlón.

—Más de lo que estarás tú en tu vida, hombre.

—Pero escuchen qué negro impertinente. ¿Qué te crees?

—Vamos, vete de una vez si no quieres que empiece a tirarte las lechugas.

—Pues si me las tiras gratis, ya puedes empezar.

Masterton hizo ademán de tirarle una. Hallorann la esquivó, volvió a subir la ventanilla y se alejó. Se sentía estupendamente. Hacía más o menos media hora que venía sintiendo olor a naranjas, pero no le parecía extraño.

Se había pasado la última media hora en un mercado de frutas y verduras.

Eran las cuatro y media de la tarde, hora del Este, del primero de diciembre, y el perro invierno estaría asestando su trasero helado sobre la mayor parte del país, pero aquí los hombres andaban con camisas de manga corta y cuello abierto, y las mujeres usaban vestidos de verano y shorts. En lo alto del edificio del «First Bank» de Florida, un termómetro numérico adornado con enormes pomelos anunciaba obstinadamente 29 grados.

Gracias te sean dadas, oh Dios, por Florida, pensó Hallorann. Con mosquitos y todo.

En la parte de atrás del coche llevaba dos docenas de aguacates, un cajón de pepinos, otro tanto de naranjas y de pomelos. Tres sacos llenos de cebollas de Bermudas, la mejor hortaliza que pueda habérsele ocurrido a un Dios bondadoso, algunos guisantes estupendos que serían servidos como entrada y que en nueve casos de cada diez volverían a la cocina intactos, y una magnífica calabaza que era estrictamente para su consumo personal.

Hallorann se detuvo en el carril de salida ante el semáforo de Vermont Street y cuando la flecha verde le dio paso tomó por la carretera estatal 219, subió la velocidad a 65 y allí se mantuvo hasta que la ciudad empezó a diluirse en la sucesión suburbana de gasolineras y cafeterías. La compra del día no era grande y podría haber encargado a Baedecker que la hiciera, pero Baedecker había estado fastidiando para que lo enviaran a comprar la carne y, además, Hallorann no se perdía la oportunidad de una alegre discusión con Frank Masterton si no era un caso de fuerza mayor. Tal vez esa noche Masterton se apareciera a ver un rato de televisión y tomar algunas copas con él, y tal vez no. De cualquier manera estaría bien. Lo que importaba era haberlo visto. Y ahora cada vez importaba, porque ya habían dejado de ser jóvenes. En los últimos días, Dick tenía la impresión de estar pensando mucho en eso. Ya no era tan joven, y cuando uno se acercaba a los sesenta (o cuando los pasaba, más bien; para qué mentir) tenía que empezar a pensar en la salida de escena, que podía ser en cualquier momento. Era en eso en lo que había estado pensando esa semana, aunque no era una obsesión: era un hecho. Morir era una parte de la vida, y para ser una persona entera había que reconocer ese hecho. Y por más difícil de entender que pudiera ser el hecho de la propia muerte, por lo menos no era imposible de aceptar.

Hallorann no podría haber dicho por qué se le ocurrían todas esas cosas, pero la otra razón que tenía para hacer personalmente esa pequeña compra era que así podría llegarse hasta la pequeña oficina que había sobre el «Bar-Parrilla» de Frank. Allí había instalado su despacho un abogado (ya que aparentemente el dentista que estuvo el año anterior había quebrado), un joven negro de apellido McIver. Hallorann había subido a decirle al tal McIver que quería hacer testamento y a preguntarle si él podría ayudarle.

Bueno, preguntó McIver, ¿para cuándo lo quiere? Para ayer, contestó Hallorann y se echo a reír, echando la cabeza hacia atrás. La pregunta siguiente de McIver fue si la idea que tema Hallorann era muy complicada.

Pues no. Tenía su «Cadillac», su cuenta de ahorros —unos nueve mil dólares—, una exigua cuenta corriente y un poco de ropa. Y quería que todo fuera para su hermana. ¿Y si su hermana muriera antes que usted?, preguntó McIver. No se preocupe, contestó Hallorann, que en ese caso haré un nuevo testamento. El documento había quedado redactado y firmado en menos de tres horas —rápido para ser un abogadillo—, y se alojaba ahora en el bolsillo del pecho de Hallorann, protegido por un rígido sobre azul en el que se leía la palabra TESTAMENTO en pulcras mayúsculas.

Hallorann no habría podido decir por qué había elegido ese día cálido y soleado en que se sentía tan bien para hacer algo que venía posponiendo desde hacía años, pero se había sentido acometido por el impulso y no se había negado a seguirlo. Hallorann estaba acostumbrado a seguir sus corazonadas.

Ahora ya estaba bastante alejado de la ciudad. Llevó el automóvil a cien —más de lo permitido— y lo dejó rodar por el carril de la izquierda, mientras iba pasando a la mayoría de los coches. Sabía por experiencia que incluso a ciento cuarenta el «Cadillac» seguiría aferrándose al cemento, y que a ciento ochenta apenas si parecería perder estabilidad. Pero hacia tiempo que había dejado atrás esas locuras. La idea de poner el coche a ciento ochenta en una recta no le despertaba más emoción que el miedo. Se estaba haciendo viejo.

(Dios, qué olor fuerte tienen esas naranjas. ¿No estarán pasadas?). Las mariposas se aplastaban contra el parabrisas. Sintonizó en la radio una estación de negros de Miami y le llegó la voz suave y gemebunda de Al Green.

Qué hermoso rato hemos pasado juntos. Ahora se está haciendo tarde y tenemos que despedirnos…

Volvió a bajar un poco la ventanilla para arrojar fuera la colilla del cigarrillo, y después siguió bajándola para que se fuera el olor a naranjas.

Mientras tamborileaba con los dedos sobre el volante, empezó a tararear para sus adentros. Colgada sobre el espejo retrovisor, la medalla de San Cristóbal se mecía suavemente hacia delante y hacia atrás.

Y de pronto, el olor a naranjas se intensificó y Hallorann comprendió que venía, que algo venía hacia él. Se vio los ojos en el espejo retrovisor, agrandados por la sorpresa. Después todo se le vino encima, como una enorme explosión que echara fuera todo lo demás: la música, el camino, la vaga conciencia que tenía de sí mismo como criatura humana, única. Era como si alguien le hubiera apoyado en la cabeza un revólver psíquico y le hubiera disparado un grito de calibre 45.

(¡¡¡OH DICK POR FAVOR POR FAVOR OH POR FAVOR VEN!!!).

El «Cadillac» acababa de ponerse a la par de una camioneta «Pinto», conducida por un hombre con mono de obrero. El obrero vio que el coche serpenteaba por su carril y se apoyó sobre la bocina. Como el «Cadillac» seguía su trayectoria irregular, el hombre miró rápidamente al conductor y vio a un negro grande, sentado muy erguido al volante, con los ojos dirigidos vagamente hacia arriba. Más tarde, le contó a su mujer que seguramente debía ser uno de esos peinados afro que llevaba todo el mundo hoy en día, pero que en ese momento había tenido la impresión de que el maldito negro idiota tuviera todos los pelos de punta. Hasta pensó que el negro estaría sufriendo un ataque al corazón.

El obrero clavó los frenos y aprovechó un espacio vacío que quedaba afortunadamente tras él. La parte de atrás del «Cadillac» lo pasó, sin dejar de cerrarse sobre él, y el obrero vio con atónito horror cómo las largas luces de cola en forma de cohete pasaban a no más de medio centímetro de su parachoques delantero.

Sin dejar de apoyarse sobre la bocina, el hombre se apartó a la izquierda y pasó vociferando junto al coche cuyo conductor parecía borracho, invitándolo a que cometiera actos sexuales solitarios, penados por la ley; a que incurriera en sodomía con diversas aves y roedores. De paso verbalizó su convicción de que todas las personas de sangre negra deberían volverse a su continente; expresó su sincera opinión sobre el lugar que le correspondería en la otra vida al alma del otro conductor y terminó diciéndole que le parecía haber conocido a su madre en un prostíbulo de Nueva Orleáns.

Cuando hubo terminado de pasarlo y se vio fuera de peligro, se dio cuenta repentinamente de que tenía mojados los pantalones.

En la mente de Hallorann seguía repitiéndose la misma idea

(VEN DICK POR FAVOR VEN DICK POR FAVOR).

pero empezó a perderse, de la misma manera que se pierde una estación de radio cuando uno se acerca a los límites de su alcance de emisión. Nebulosamente, se dio cuenta de que su coche rodaba sobre el arcén a más de ochenta kilómetros por hora, y lo volvió a la carretera, sintiendo cómo coleaba durante un momento antes de volver a afirmarse sobre el asfalto.

A poca distancia, delante de él, había un puesto de cerveza. Hallorann indicó la maniobra y se detuvo, con el corazón todavía latiéndole dolorosamente en el pecho, la cara de un color gris enfermizo. Se dirigió al lugar de aparcamiento, sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.

(¡Santo Dios!).

—¿En qué puedo servirle?

La voz lo sobresaltó, aunque no fuera la voz de Dios, sino la de una camarera muy mona que se había acercado al coche con un anotador en la mano.

—Sí, nena, un vaso grande de cerveza y dos paquetes de patatas, ¿eh?

—Sí, señor. —La chica se alejó, haciendo oscilar agradablemente las caderas bajo el uniforme de nylon rojo.

Hallorann se recostó contra el asiento de cuero y cerró los ojos. La transmisión había terminado; había acabado de disiparse mientras él detenía el coche y hacía el pedido a la camarera. Lo único que le quedaba era un dolor de cabeza atroz, palpitante, como si le hubieran retorcido el cerebro para escurrírselo y colgarlo a secar. Como el dolor de cabeza que le había quedado cuando se expuso al esplendor de ese chico, Danny, allá en el Manicomio de Ullman.

Pero esta vez había sido mucho más intenso. Entonces el chico lo había hecho como un juego nada más. Ahora había sido el pánico en estado puro, cada palabra un grito de terror en su cabeza.

Se miró los brazos, que a pesar de la cálida caricia del sol seguían mostrando la carne de gallina. Él le había dicho al chico que lo llamara si necesitaba ayuda, recordó Hallorann. Y ahora, el chico lo estaba llamando.

De pronto, se preguntó cómo era posible que hubiera permitido que ese niño se quedara allá, con semejante manera de esplendor. Era inevitable que hubiera problemas, y graves tal vez.

Sin esperar más, volvió a hacer girar la llave del coche, le dio marcha atrás y se lanzó a la carretera con un chirrido de neumáticos que dejó a la camarera de caderas oscilantes paralizada en la entrada del puesto, con la bandeja y el vaso de cerveza en las manos.

—Pero ¿qué le pasa a usted, hay un fuego? —gritó la chica, pero Hallorann ya no estaba.

El apellido del gerente era Queems, y cuando Hallorann llegó, Queems estaba hablando por teléfono con su corredor de apuestas. Quería apostar a cuatro caballos en Rockaway. No, nada de apuesta triple ni de quiniela ni ninguna otra sutileza. Lo más sencillo, a cuatro caballos, seiscientos dólares por cabeza. Y a los Jets el domingo. ¿Cómo, que él no sabía con quién jugaban los Jets? Jugaban con los Bills, por eso apostaba.

Quinientos, sí, como siempre. Cuando Queems colgó, con aire fastidiado, Hallorann comprendió cómo era que un hombre podía sacar cincuenta mil por año con un pequeño balneario y, así y todo, seguir teniendo brillantes los fondillos de los pantalones. El gerente miró a Hallorann con ojos todavía irritados de tanto haber mirado anoche la botella de whisky.

—¿Algún problema, Dick?

—Sí, señor Queems, creo que sí. Necesito tres días de permiso.

En el bolsillo del pecho de la camisa amarilla de Queems había un paquete de «Kent». Sin sacárselo del bolsillo, extrajo un cigarrillo del paquete, entre dos dedos, y mordisqueó con mal humor el filtro patentado.

Después, lo encendió con un encendedor de mesa.

—Yo también —declaró—. Pero ¿cómo se le ocurre?

—Necesito tres días —repitió Hallorann—. Es por mi hijo.

Los ojos de Queems bajaron a la mano izquierda de Hallorann que no llevaba anillo.

—Estoy divorciado desde 1964 —explicó pacientemente Hallorann.

—Dick, usted sabe cómo son las cosas el fin de semana. Todo lleno.

Hasta los bordes. El domingo por la noche, hasta el «Florida Room» se llena, los lugares más baratos. Así que pídame el reloj, la billetera, la cuota de la pensión. Vaya, hasta mi mujer se la doy si la aguanta. Pero por favor no me pida días de permiso. ¿Qué le pasa, está enfermo?

—Sí, señor —asintió Hallorann, tratando de verse a sí mismo mientras daba vueltas al sombrero en la mano y ponía los ojos en blanco—. Le dispararon.

—¡Le dispararon! —Se espantó Queems, y dejó el «Kent» en un cenicero con el emblema de la escuela de administración de empresas donde había estudiado.

—Sí, señor —volvió a asentir sombríamente Hallorann.

—¿En un accidente de caza?

—No, señor —respondió Hallorann, haciendo que su voz sonara aún más grave y ronca—. Jana está viviendo con un camionero. Blanco. Él le disparó al muchacho. Está en un hospital en Denver, Colorado. Muy grave.

—¿Y usted cómo demonios lo supo? Creí que había ido a comprar la verdura.

—Sí, señor, eso es.

Antes de volver, Hallorann había pasado por la oficina de la «Western Union» para reservar un coche de la «Agencia Avis» en el aeropuerto de Stapleton. Al salir, sin saber por qué, había tomado un formulario. Ahora lo sacó, doblado y arrugado, del bolsillo y lo pasó rápidamente ante los ojos inyectados en sangre de Queems. Se lo volvió a meter en el bolsillo y, bajando todavía más la voz explicó:

—Lo mandó Jana. Estaba en mi buzón, ahora cuando regresé.

—Cristo. Cristo santo —farfulló Queems, con una peculiar expresión preocupada y tensa en la cara, una expresión que Hallorann conocía bien: era lo que más se aproximaba a una expresión de simpatía que podía conseguir un blanco que se consideraba «bueno con la gente de color», cuando el objeto de su compasión era un negro o su mítico hijo.

—Sí, está bien, váyase —concluyó—. Me imagino que durante tres días, Baedecker puede arreglárselas. Y el lavaplatos puede ayudarle.

Hallorann hizo un gesto afirmativo y puso una cara más larga todavía, pero la idea de que el lavaplatos ayudara a Baedecker le provocó internamente una sonrisa. Ni siquiera estando en uno de sus mejores días, pensaba Hallorann, el lavaplatos sería capaz de acertarlo al orinal al primer chorro.

—Y quisiera adelantada la paga de la semana —continuó Hallorann—. Completa. Ya sé que lo estoy poniendo a usted en un lío, señor Queems.

La expresión del otro se hacía cada vez más rígida, como si tuviera una espina de pescado atravesada en la garganta.

—Ya hablaremos de eso. Vaya a hacer su equipaje, que yo hablare con Baedecker. ¿Quiere que le haga la reserva para el avión?

—No, señor, la haré yo mismo.

—De acuerdo. —Queems se levantó, se inclinó con aire de sinceridad hacia delante y al hacerlo inhaló el humo que subía de su cigarrillo, se ahogo y tosió violentamente, mientras el delgado rostro blanco se le enrojecía. Hallorann se esforzó por mantener su expresión sombría—. Espero que todo salga bien. Dick. Llámeme cuando sepa algo.

—Lo haré, seguro.

Por encima de la mesa se estrecharon la mano.

Hallorann se obligó a llegar a la planta baja y a las dependencias del personal antes de estallar en sonoras carcajadas. Todavía estaba riéndose y enjugándose los ojos con el pañuelo cuando reapareció el olor a naranjas, denso y repugnante, seguido por el golpe, en plena cabeza, que lo hizo retroceder tambaleando como un borracho contra la pared estucada de color rosado.

(¡¡¡POR FAVOR VEN DICK POR FAVOR DICK VEN PRONTO!!!).

Se recuperó poco a poco hasta que por fin se sintió capaz de subir la escalera que llevaba a su apartamento. Siempre guardaba la llave bajo el felpudo y cuando se inclinó a recogerla algo se le cayó del bolsillo del pecho y aterrizó en el suelo con un ruido leve y sordo. Hallorann seguía oyendo tan intensamente la voz que le había sacudido la cabeza que durante un momento no hizo más que mirar el sobre azul sin entender, sin darse cuenta de que era.

Después le dio la vuelta y la palabra TESTAMENTO saltó ante sus ojos, en negras letras ornamentales.

(Oh Dios mío, ¿conque era esto?).

Aunque en realidad no lo sabía, era posible. Durante toda la semana la idea de su propio fin le había rondado la cabeza como una bueno, como una

(Adelante, dilo).

como una premonición.

¿La muerte? Durante un momento le pareció que su vida entera se mostraba ante él, no en un sentido histórico, no como una topografía de los altibajos que había vivido Dick, el tercer hijo de la señora Hallorann, sino su vida tal como era en ese momento. Poco antes de que una bala lo convirtiera en mártir, Martin Luther King les había dicho que había llegado a la montaña. Dick no podía pretender tanto pero, sin ser una montaña, había llegado a una soleada meseta tras años de lucha. Tenía buenos amigos.

Tenía todas las referencias que pudiera necesitar para conseguir trabajo en cualquier parte. Si lo que quería era sexo, encontraba amigas que no hicieran preguntas ni se empeñaran en buscarle significados ocultos. Había llegado a aceptar, y a aceptar bien, su condición de negro. Pasaba ya de los sesenta y, a Dios gracias, iba tirando.

¿Iba a correr el riesgo de terminar con todo eso —de terminar consigo mismo— por tres blancos a los que no conocía siquiera?

Pero eso era mentira, ¿o no?

Hallorann conocía al chico. Los dos tenían en común algo que suele ser difícil incluso después de cuarenta años de amistad. Él conocía al chico y el chico lo conocía, porque los dos llevaban en la cabeza una especie de foco, algo que no habían pedido tener, algo que les había sido conferido (No, tú tienes una linterna, el que tiene un foco es él). Y había veces que esa luz, ese esplendor, parecía algo bastante grato.

Uno podía acertar con el caballo o, como había dicho el chico, podía decirle a su papá dónde estaba el baúl que faltaba. Pero eso no era más que el condimento, el aderezo para la ensalada, de una ensalada en la que había tanto el amargo de la arveja como la frescura del pepino. Uno podía saborear el dolor, la muerte, las lágrimas. Y ahora que el chico estaba encerrado allá, él tenía que ir. Por el chico. Porque, hablando con él, sólo habían sido de colores diferentes cuando abrían la boca. Por eso iría para hacer lo que pudiera, porque si no lo hacía, el chico iba a morírsele ahí, dentro de la cabeza.

Pero era humano, y no pudo dejar de desear amargamente que hubieran apartado de él ese cáliz.

(Ella había empezado a salir y a perseguirlo). Estaba metiendo una muda de ropa en una bolsa de viaje cuando se le apareció la idea, inmovilizándolo con todo el poder del recuerdo, como le sucedía siempre que pensaba en eso. Por eso trataba de pensar en ello lo menos posible.

La camarera, Delores Vickery se llamaba, se había puesto histérica. Les había contado algo a las otras camareras y, lo que era peor, a algunos de los huéspedes. Cuando Ullman llegó a enterarse, como la muy tonta debería saber que sucedería, la había despedido sin más trámites. Ella había ido a ver a Hallorann deshecha en llanto, no porque la despidiera, sino por lo que había visto en esa habitación de la segunda planta. Había entrado en el 217 para cambiar las toallas, dijo, y allí estaba la señora Massey muerta en la bañera. Claro que eso era imposible. El cuerpo de la señora Massey había sido discretamente retirado el día anterior, y en ese momento estaría en camino a Nueva York, no en un vagón de primera como solía viajar ella, sino en el furgón.

Aunque a Hallorann no le gustaba mucho Delores, esa noche había subido a ver qué pasaba. La camarera era una chica de veintitrés años, de cutis oliváceo, que servía las mesas al final de la temporada cuando ya había menos ajetreo. En opinión de Hallorann, tenía cierto esplendor, no más que una chispa en realidad; por ejemplo, para la cena llegaba un hombre de aspecto arratonado, con una mujer vestida de algodón desteñido, y Delores hacía un cambio con una de sus compañeras para atender esa mesa. El hombrecillo de aspecto arratonado dejaría bajo el plato un billete de diez dólares, y eso ya era bastante malo para la chica que había aceptado el trato; pero lo peor era que Delores se jactaría de ello. Era haragana, una necia en un lugar dirigido por un hombre que no permitía necedades. Se escondía en los armarios de la ropa blanca a leer revistas sentimentales y a fumar, pero cada vez que Ullman hacía una de sus imprevistas rondas (y pobre de la muchacha a quien encontrara con las manos cruzadas), a ella la encontraba trabajando afanosamente, tras haber escondido la revista en algún estante, bajo las sábanas, y con el cenicero bien metido en el bolsillo del uniforme. Sí, Hallorann pensaba que había sido una necia y una vaga, y que las otras chicas no la querían, pero Delores tenía su chispita de esplendor, que hasta entonces siempre le había facilitado las cosas. Pero lo que había visto en la habitación 217 la había asustado lo suficiente para que se alegrara, y mucho, de aceptar la nada amable invitación de Ullman para que se fuera de paseo.

Pero ¿por qué había ido a verlo a él? Un negro sabe quién esplende, pensó Hallorann, divertido por el retruécano[6].

De manera que esa misma noche había subido a ver qué pasaba en la habitación, que volvería a quedar ocupada al día siguiente. Para entrar se valió de la llave maestra del despacho, a sabiendas de que, si Ullman lo descubría con esa llave, se habría unido a Delores Vickery en el camino del desempleo.

En torno de la bañera, la cortina de la ducha estaba corrida. Hallorann había vuelto a abrirla, pero antes de haberlo hecho tuvo la premonición de lo que iba a ver. La señora Massey, hinchada y purpúrea, yacía mojada en la bañera, llena de agua hasta la mitad.

Hallorann se había quedado paralizado mirándola, mientras una vena le latía sordamente en la garganta. En el «Overlook» había habido otras cosas: un mal sueño que se repetía a intervalos irregulares (una especie de baile de disfraces durante el cual él atendía el salón del «Overlook» y en el que, cuando se daba la voz de quitarse las máscaras, todos los presentes mostraban repugnantes rostros de insectos), y también estaban los animales del seto. En dos ocasiones, tres tal vez, Hallorann había visto (o le parecía haber visto) que se movían, casi imperceptiblemente. El perro daba la impresión de haber aflojado un poco su postura erguida, y parecía que los leones avanzaran un poco, como si quisieran amenazar a los chiquillos de la zona infantil. Y el año pasado, en mayo, Ullman le había encargado que fuera al desván a buscar el juego de atizadores de bronce que adornaban ahora la chimenea del vestíbulo. Mientras estaba allá arriba, se habían apagado de prontos las tres bombillas que pendían del techo, y Hallorann se había desorientado, sin poder regresar a la trampilla.

Cada vez más próximo al pánico, había andado a tientas en la oscuridad durante un tiempo que no podía precisar, hiriéndose las espinillas contra cajones y golpeándose contra las cosas, sintiendo con creciente intensidad que algo lo acechaba desde las tinieblas. Alguna criatura enorme, aterradora, que había rezumado entre el maderamen al apagarse las luces.

Y cuando tropezó —literalmente— con el pasador de la trampilla se apresuró a bajar a todo lo que le daban las piernas, dejando la puerta sin cerrar, sucio de polvo y desaliñado, con la sensación de haber escapado del desastre por un pelo. Después, Ullman había ido personalmente a la cocina a informarle que había dejado la puerta del ático abierta y las luces encendidas. ¿Acaso pensaba que los huéspedes querrían subir allí a jugar a la caza del tesoro? ¿Y se creía que la electricidad era gratuita?

Además, Hallorann sospechaba —bueno, estaba casi seguro— que también algunos huéspedes habían visto cosas, o las habían oído. En los tres años que llevaba allí, la suite presidencial había sido ocupada diecinueve veces. Seis de los huéspedes que la habían ocupado se fueron del hotel antes de lo previsto, y algunos de ellos con bastante mal aspecto. En forma igualmente imprevista se habían ido otros huéspedes de otras habitaciones.

Una noche de agosto de 1974, al anochecer, un hombre que había ganado en Corea la Estrella de Bronce y la Estrella de Plata (que en la actualidad formaba parte de la directiva de tres importantes empresas, y de quien se decía que había despedido personalmente a un conocido locutor de TV) tuvo un inexplicable ataque de histeria mientras estaba en la cancha de golf. Y durante el tiempo que Hallorann llevaba en el «Overlook», había habido docenas de chicos que se negaban, lisa y llanamente, a ir a la zona infantil.

Un niño había sufrido convulsiones mientras jugaba en los tubos de cemento, pero Hallorann no sabía si atribuírselo al letal canto de sirena del «Overlook» o no, ya que entre el personal de servicio del hotel se había difundido el rumor de que la criatura, hija única de un apuesto actor de cine, y que estaba bajo vigilancia médica por su condición de epiléptica, simplemente se había olvidado ese día de tomar su medicamento.

Pues bien, al mirar el cadáver de la señora Massey, Hallorann se había asustado, pero sin llegar a aterrorizarse. La cosa no era del todo inesperada.

El terror se apoderó de el cuando ella abrió los ojos, dejando ver las plateadas pupilas inexpresivas, y le dirigió una mueca. Y se convirtió en horror cuando (ella había empezado a salir y a perseguirlo). Entonces huyó, con el corazón palpitante, y no se sintió seguro ni siquiera después de cerrar la puerta tras él y volver a echarle la llave. En realidad, admitió ahora mientras cerraba su bolsa de vuelo, nunca más había vuelto a sentirse seguro en el «Overlook».

Y ahora, ese chico, clamando por él, pidiendo socorro.

Miró su reloj. Eran las cinco y media de la tarde. Cuando iba hacia la puerta del apartamento, recordó que en Colorado estaban en pleno invierno, especialmente arriba en las montañas, y volvió a su guardarropas.

Sacó de la bolsa de la tintorería su abrigo largo, forrado en piel de oveja, y se lo colgó del brazo; era la única prenda de invierno que tenía. Apagó todas las luces y miró a su alrededor. ¿Se olvidaba de algo? Sí, de una cosa. Sacó del bolsillo su testamento y lo encajó en el marco del espejo de la cómoda. Si tenía suerte, ya volvería para sacarlo.

Si tenía suerte.

Salió del apartamento, echó llave a la puerta, dejó la llave, bajó el felpudo, bajó la escalera y subió a su coche.

Mientras se dirigía al aeropuerto internacional de Miami a distancia segura del conmutador donde, bien lo sabía, Queems o alguno de sus adulones podía estar escuchando, Hallorann se detuvo en una lavandería automática para llamar a «United Airlines». Preguntó por los vuelos a Denver.

Había uno que salía a las 6:36. ¿El señor podría alcanzarlo?

Hallorann miro el reloj, que marcaba las 6:02, y contestó que podría.

¿Habría plazas para ese vuelo?

Un momento, lo comprobaré.

El auricular hizo un ruido metálico, seguido por el azucarado «Mantovani»; debían suponer —erróneamente— que así la espera era más agradable. Hallorann empezó a pasar el peso de un pie a otro, mientras miraba alternativamente su reloj y a una muchacha que llevaba colgado a la espalda un bebé dormido, y sacaba ropa de una de las lavadoras. La joven temía llegar a su casa más tarde de lo que había planeado; pensaba que se le quemaría el asado y que su marido (¿Mark? ¿Mike? ¿Matt?) se enfadaría.

Pasó un minuto. Dos. En el momento en que se decidía a seguir viaje y correr el riesgo, volvió a resonar en el auricular la voz metálica de la empleada de reservas de vuelo. Había un asiento vacante en ese vuelo, una cancelación. Pero era primera clase. ¿Tendría él inconveniente?

No, lo reserva.

¿A pagar en efectivo o a crédito?

En efectivo, nena. Lo que necesito es volar.

¿Y su apellido era…?

Hallorann, con dos eles y dos enes. Hasta luego.

Colgó y se apresuró a salir. Parecía que la sencilla obsesión de la chica, su preocupación por el asado, lo acosarían hasta enloquecerlo. A veces las cosas eran así, sin motivo alguno se recibía una idea así, completamente aislada, completamente pura y clara y por lo general, completamente inútil.

Casi lo alcanzó.

Iba casi a ciento treinta y estaba ya a la vista del aeropuerto, cuando uno de los patrulleros de Florida lo detuvo.

Hallorann bajó la ventanilla eléctrica y abrió la boca para explicarle al policía, que pasaba las páginas de su libreta.

—Ya sé —le dijo el otro, en tono comprensivo—. Es en Cleveland, el funeral de su padre. Es que se casa su hermana en Seattle. En San José hubo un incendio que destruyó la tienda de caramelos de su abuelito. O una pelirroja estupenda que está esperándolo en la consigna de equipajes de Nueva York. Me encanta esta parte del camino, llegando al aeropuerto. Ya de pequeño, en la escuela, la hora de contar cuentos era mi favorita.

—Escuche, oficial, mi hijo está…

—La única parte del cuento que nunca llego a saber de antemano —continuó el policía, que ya había encontrado la hoja que buscaba—, es el número de carnet de conductor del automovilista/narrador en falta y la matrícula correspondiente. Sea buen chico y déjeme verlos.

Hallorann miró los tranquilos ojos azules del policía, pensó si valdría la pena insistir con el cuento de que su hijo estaba muy grave y comprendió que con eso no haría más que empeorar las cosas. Ese tipo no era Queems.

Sacó la billetera.

—Estupendo —asintió el policía—. Hágame el favor de sacar los papeles, así puedo ver el final de la historia.

Silenciosamente, Hallorann sacó su carnet de conductor y el recibo de matrícula de Florida y se lo entregó.

—Muy bien. Tan bien que se merece un premio.

—¿Qué? —preguntó Hallorann, esperanzado.

—Cuando termine de anotar estos números, le voy a dejar que me hinche un globito.

—¡Oh, por Dios! —gimió Hallorann—. Agente, mi vuelo…

—Calladito —le aconsejó el policía—. No se haga el malo.

Hallorann cerró los ojos.

Llegó al mostrador de «United Airlines» a las 6.49, esperando contra toda esperanza que el vuelo se hubiera demorado. Ni siquiera tuvo que preguntar: el monitor de partidas, encendido sobre la puerta de entrada de los pasajeros, le informó que el vuelo 901, para Denver, de las 6:36 hora del Este, había salido a las 6.40. Hacía nueve minutos.

—Mierda —mascullo Dick Hallorann.

Repentinamente, denso y pegajoso, el olor a naranjas. Apenas si le dio tiempo para llegar al lavabo de nombres antes de recibir el mensaje, aterrado, ensordecedor:

(¡¡¡VEN DICK POR FAVOR POR FAVOR VEN!!!).