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EL SALÓN DE BAILE

Era el primero de diciembre.

Danny estaba en el salón de baile del ala este, y se había subido a un alto sillón tapizado, de respaldo de orejas, para mirar el reloj que, protegido por un fanal de cristal, ocupaba el lugar de honor en la ornamentada repisa de la chimenea, flanqueado por dos grandes elefantes de marfil. El niño esperaba casi que los elefantes empezaran a moverse e intentaran ensartarlo con los colmillos, pero siguieron inmóviles. Los elefantes eran «seguros».

Desde la noche que había sucedido lo del ascensor, Danny había dividido todas las cosas del «Overlook» en dos categorías. El ascensor, el sótano, la zona infantil, la habitación 217 y la suite presidencial eran lugares «peligrosos». Los cuartos de ellos, el vestíbulo y la terraza eran «seguros».

Aparentemente, el salón de baile también.

(Los elefantes sí, en todo caso).

De otros lugares Danny no tenía la certeza, de manera que, por principio, los evitaba.

Miró el reloj cobijado bajo el fanal. Lo tenían bajo vidrio porque tenía todas las ruedecillas, engranajes y resortes al descubierto. Alrededor del mecanismo, exteriormente, corría una especie de raíl cromado o de acero, y directamente bajo la esfera del reloj había un pequeño eje con un engranaje en cada extremo. Las manecillas del reloj estaban detenidas a las XI y cuarto, y aunque no sabía los números romanos, por la posición de las agujas Danny podía adivinar a qué hora se había parado el reloj, situado sobre su base de terciopelo. Delante y ligeramente deformada por la curva del fanal, había una llavecita de plata bellamente labrada.

El chico se imaginaba que el reloj sería una de las cosas que él no debía tocar, lo mismo que el juego de atizadores de bronce que se guardaban junto a la chimenea del vestíbulo o el enorme armario para la porcelana, al fondo del comedor.

Dentro de él se elevó de pronto una sensación de injusticia, lo invadió un impulso de colérica rebelión y (qué me importa lo que no tengo que tocar, no me importa nada, ¿acaso no me tocaron?, ¿no jugaron conmigo?). Claro que . Y sin haber puesto ningún cuidado especial en no romperlo, tampoco.

Danny tendió las manos, cogió el fanal de cristal, lo levantó y lo puso a un lado. Durante un momento dejó que un dedo se paseara por el mecanismo; la yema del índice se detuvo, en los dientes de los engranajes, acarició las ruedecillas. Cogió la llavecita de plata, que habría sido incómoda, por lo pequeña, para la mano de un adulto, pero que se adaptaba perfectamente a sus dedos. La insertó en el agujero que había en el centro de la esfera. La llave quedó encajada con un pequeño clic, más bien una sensación táctil que sonora. Se le daba cuerda hacia la derecha, naturalmente: en el sentido de las agujas del reloj.

Danny hizo girar la llavecita hasta que encontró resistencia, y después la retiró. El reloj empezó a latir. Las ruedecillas giraron. Una gran rueda catalina se movía en semicírculos, hacia delante y hacia atrás. Las manecillas avanzaban. Si uno mantenía la cabeza perfectamente inmóvil y los ojos bien abiertos, se veía cómo el minutero marchaba con su acostumbrada lentitud hacia la próxima reunión de ambas agujas, dentro de cuarenta y cinco minutos, en el XII.

(Y la Muerte Roja imperaba sobre todos).

Danny frunció el ceño, y sacudió la cabeza para librarse de la idea, que para él no tenía significado ni connotación alguna.

Volvió a extender el índice y empujó el minutero hasta hacerlo llegar a la hora, con curiosidad por ver lo que sucedería. Evidentemente, no era un reloj de cuco, pero ese raíl de acero tenía que servir para algo.

Resonó una breve serie de clics metálicos, y después el reloj empezó a entonar, en un campanilleo, el vals del Danubio azul, de Strauss. Empezó a desenvolverse un prieto rollo de tela de no más de cuatro centímetros de ancho, mientras una serie de martillos diminutos se levantaban y caían rítmicamente. Desde atrás de la esfera del reloj aparecieron dos figurillas deslizándose por el raíl de acero, dos danzarines de ballet, a la izquierda una muchacha de falda vaporosa y medias blancas, a la derecha un muchacho con ajustada malla de baile negra y zapatillas de ballet. Con las manos formaban un arco por encima de la cabeza.

Los dos se reunieron en el centro, frente al número VI.

Danny advirtió que en los costados, debajo de las axilas, los muñequitos tenían unos surcos muy pequeños. En esos surcos se insertó el pequeño eje y volvió a percibirse un clic. Los engranajes que había en los extremos del eje empezaron a girar, mientras seguía tintineando el Danubio azul. Los dos bailarines se abrazaron. El muchacho levantó a la chica y después resbaló sobre el eje hasta que los dos quedaron tendidos, la cabeza del chico oculta bajo la breve falda de la bailarina, el rostro de ella oprimido contra el centro del leotardo de él, sacudiéndose ambos con mecánico frenesí.

Danny arrugó la nariz. Se estaban besando los pipís; eso le pareció asqueroso.

Un momento más, y la secuencia empezó a repetirse al revés. El muchacho se enderezó sobre el eje y dejó a la chica en posición vertical.

Danny tuvo la impresión de que se cruzaban una mirada de entendimiento mientras volvían a poner los brazos en arco sobre la cabeza. Después los dos se retiraron por donde habían venido, y desaparecieron en el momento en que terminaba el Danubio azul. El reloj empezó a desgranar lentamente una hilera de gorjeos argentinos.

(¡La medianoche! ¡El toque de medianoche!). (¡Vivan las máscaras!).

Bruscamente, Danny giró sobre el sillón, y estuvo a punto de caerse. El salón de baile estaba vacío. Por la enorme ventana doble, que parecía la de una catedral, se veía que de nuevo estaba empezando a nevar. La enorme alfombra del salón de baile (naturalmente, arrollada para poder bailar), ricamente entretejida de dibujos en rojo y oro, descansaba tranquilamente en el suelo. Alrededor se agrupaban mesitas para la intimidad de dos, y sobre ellas, con las patas apuntadas al techo, las livianas sillas que las acompañaban.

El lugar estaba completamente vacío.

Pero, en realidad, no lo estaba, porque allí, en el «Overlook», las cosas seguían y seguían. Allí, en el «Overlook», todos los momentos eran un momento. Había una interminable noche de agosto de 1946, llena de risas y bebidas, en que unos pocos elegidos —que esplendían— se paseaban subiendo y bajando en el ascensor, mientras bebían copa tras copa de champaña y se prodigaban unos a otros cortesanas atenciones. También había una hora, antes del amanecer, en una mañana de junio de veinte años después, en que los asesinos a sueldo de la Organización disparaban interminablemente sus armas sobre los cuerpos retorcidos y sangrantes de tres hombres cuya agonía se prolongaba interminablemente. En una habitación de la segunda planta, flotando en la bañera, una mujer esperaba a sus visitantes.

En el «Overlook», todas las cosas tenían una especie de vida. Era como si a todo el lugar le hubieran dado cuerda con una llave de plata. El reloj estaba en marcha.

El reloj estaba andando.

Él era esa llave, pensó tristemente Danny. Tony se lo había advertido, y él había dejado que las cosas siguieran su curso.

(¡Si no tengo más que cinco años!) protestó ante alguna presencia que sentía inciertamente en la habitación.

(¿Acaso no significa nada que no tenga más que cinco años?). No hubo respuesta.

De mala gana, el chico volvió a mirar el reloj.

Había estado demorándolo, en la esperanza de que sucediera algo que le hubiera permitido no volver a intentar llamar a Tony; que apareciera un guardabosques, o un helicóptero, o un equipo de rescate; como pasaba siempre en los programas de TV, que llegaban a tiempo y salvaban a la gente. En la TV los guardabosques y las patrullas de rescate y los médicos paracaidistas eran un ejército blanco y amistoso que contrapesaba las confusas fuerzas del mal que Danny percibía en el mundo. Cuando la gente tenía dificultades, la ayudaban a salir de ellas, le arreglaban las cosas. Nadie tenía que salir solo de un embrollo.

(¿Por favor?).

No había respuesta.

No había respuesta y, si Tony venía, ¿no sería la misma pesadilla? ¿Los ruidos retumbantes, la voz áspera e impaciente, la alfombra azul y negra que parecía hecha de serpientes? ¿Y redrum?

Pero ¿qué más?

(Por favor oh por favor).

Sin respuesta.

Con un tembloroso suspiro, el niño miró la esfera del reloj. Los engranajes giraban y se articulaban con otros engranajes. La rueda catalina se mecía hipnóticamente, adelante, atrás. Y si uno mantenía la cabeza perfectamente inmóvil, podía ver el minutero arrastrándose inexorablemente de XII a I. Si uno mantenía la cabeza perfectamente inmóvil podía ver que… La esfera del reloj desapareció. En su lugar se instaló un redondo agujero negro que se hundía por siempre hacia abajo. Empezó a hincharse.

El reloj desapareció. Tras él, la habitación. Danny vaciló y se precipitó en la oscuridad que durante todo el tiempo se había ocultado tras la esfera del reloj.

El pequeño que estaba en el sillón se desplomó y quedó tendido en un ángulo deforme, antinatural, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos clavados, sin ver, en el techo del salón de baile.

Abajo y abajo y más y más abajo hasta…

…el corredor, agazapado en el corredor, y se había equivocado de dirección, queriendo volver a la escalera se había equivocado de dirección Y AHORA…

… vio que estaba en el breve corredor sin salida que no conducía más que a la suite presidencial y los ruidos retumbantes se acercaban, el mazo de roque silbaba de manera salvaje a través del aire, y a cada golpe la cabeza se incrustaba en la pared, destrozando el empapelado, levantando nubecillas de polvo de yeso.

(¡Ven aquí, carajo! A tomar tu…).

Pero en el pasillo había otra figura. Recostada negligentemente contra la pared, a espaldas de él. Como un fantasma.

No, un fantasma no era, pero estaba todo vestido de blanco. Todo de blanco.

(¡Ya te encontraré, maldito ENANO alcahuete!). Danny se encogió, aterrorizado por los ruidos. Que ahora venían por el corredor principal de la tercera planta. El dueño de esa voz no tardaría en aparecer en el pasillo.

(¡Ven aquí! ¡Ven aquí, mocoso de mierda!). La figura vestida de blanco se enderezó un poco, se quitó un cigarrillo de la comisura de los labios y escupió una hebra de tabaco que le había quedado en el carnoso labio inferior. Danny vio que era Hallorann, vestido con su traje blanco de cocinero, no con el azul que él le había visto el último día de la temporada.

—Si estás en dificultades —dijo Hallorann—, entonces llámame. Con un grito bien fuerte, como el que diste hace unos minutos y me atontó.

Aunque yo esté en Florida, es posible que te oiga. Y si te oigo, vendré corriendo. Vendré corriendo. Vendré…

(¡Ven ahora, entonces! ¡Ven ahora, AHORA! Oh Dick te necesito todos te necesitamos).

—… corriendo. Lo siento, pero tengo que irme corriendo. Perdona, Danny, muchacho, perdona doc, pero tengo que irme corriendo. Fue muy agradable, hijo de tu madre, pero tengo que darme prisa, tengo que irme corriendo.

(¡No!).

Pero mientras él lo miraba, Dick Hallorann se dio la vuelta, se puso de nuevo el cigarrillo en la comisura de los labios y pasó negligentemente a través de la pared.

Dejándolo solo.

Y fue en ese momento cuando la figura sombría apareció en el pasillo, enorme en la penumbra del pasillo, sin más claridad que el rojo que se reflejaba en sus ojos.

(¡Ahí estás! ¡Ahora te alcancé, jodido! ¡Ahora te enseñaré!).

Se precipitó sobre él con horribles pasos vacilantes, blandiendo cada vez más alto el mazo de roque. A tientas, Danny retrocedía, chillando, hasta que de pronto estuvo cayendo, del otro lado de la pared, cayendo y dando tumbos por el agujero abajo, por la conejera que llevaba a un país de maravillas dementes.

Muy por debajo de él, Tony también caía.

(Ya no puedo venir más, Danny… él no me deja acercarme a ti… ninguno de ellos me dejará que me acerque a ti… llama a Dick… llama a Dick…).

¡Tony! —vociferó el chico.

Pero Tony había desaparecido y de pronto él se encontró en una habitación a oscuras. Pero no estaba completamente a oscuras. De alguna parte llegaba una luz amortiguada. Era el dormitorio de mami y de papito; podía ver el escritorio de papá. Pero el cuarto era un desorden espantoso.

Danny ya había estado en ese cuarto. El tocadiscos de mami volcado en el suelo. Sus discos desparramados por la alfombra. El colchón caído a medias de la cama. Los cuadros arrancados de las paredes. Su catre volcado sobre un costado como un perro muerto, el «Volkswagen». Violeta Violento reducido a fragmentos de plástico.

La luz venía de la puerta del cuarto de baño, que estaba entreabierta.

Un poco más allá una mano pendía, inerte, goteando sangre las puntas de los dedos. Y en el espejo del botiquín se encendía y se apagaba la palabra: REDRUM.

De pronto, frente al espejo se materializó un enorme reloj metido en un fanal de vidrio. La esfera no tenía cifras ni manecillas, nada más que una fecha, escrita en rojo: DICIEMBRE 2. Después, con los ojos agrandados de horror, Danny vio que en el fanal de cristal se reflejaba inciertamente la palabra REDRUM; y al verla así, doblemente reflejada, pudo deletrear: MURDER[5].

Danny Torrance dejó escapar un alarido de terror desesperado. La fecha había desaparecido de la esfera del reloj, y la esfera también había desaparecido, devorada por un agujero negro circular que iba ensanchándose y ensanchándose como un iris que se dilata, hasta que lo cubrió todo y Danny cayó hacia delante y empezó a caer y a caer.

Estaba…

… cayéndose de la silla.

Durante un momento quedó tendido en el suelo del salón de baile, respirando con dificultad.

REDRUM.

MURDER.

REDRUM.

MURDER.

(Sobre todos ellos imperaba la Muerte Roja).

(¡Quitaos las máscaras! ¡Quitaos las máscaras!).

Y debajo de cada máscara —rutilante, encantadora— que caía, el rostro todavía ignorado de la forma que lo perseguía por eso pasillos a oscuras, muy abiertos los ojos enrojecidos, inexpresivos y homicidas.

Oh, tenía miedo de qué cara aparecería a la luz cuando llegara finalmente el momento de quitarse las máscaras.

(¡DICK!).

Gritó con todas sus fuerzas, con una intensidad tal que le pareció que la cabeza le estallaba.

(¡¡¡OH DICK POR FAVOR POR FAVOR

OH POR FAVOR VEN!!!).

Por encima de él, el reloj al que había dado cuerda con la llave de plata seguía marcando los segundos, los minutos, las horas.