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EL VESTÍBULO

Danny les había contado todo, salvo lo que le sucedió cuando la nieve le dejó bloqueada la entrada del tubo de cemento. Eso, no pudo obligarse a relatarlo. Tampoco sabía con qué palabras expresar la insidiosa, lánguida sensación de terror que lo había invadido cuando oyó que las hojas secas empezaban a crujir, furtivamente, en la fría oscuridad. Pero sí les habló de ese ruido suave que hacía la nieve al desmoronarse. Del león, con la cabeza inclinada y las paletillas tensas por el esfuerzo de salir de la nieve para perseguirlo. Hasta les contó que, hacia el final, el conejo había vuelto la cabeza para vigilarlo.

Estaban los tres en el vestíbulo. Jack había encendido un rugiente fuego en la chimenea. Danny, envuelto en una manta, estaba acurrucado en el sofá donde, hacía como un millón de años, se habían sentado las tres monjas, riéndose como chiquillas mientras esperaban a que disminuyera la cola formada frente al mostrador. Tenía en las manos un jarro con sopa de fideos y, sentada junto a él, Wendy le acariciaba el pelo. Jack se había sentado en el suelo; parecía que sus rasgos hubieran ido cobrando una expresión cada vez más impasible, cada vez más rígida a medida que Danny contaba su historia. En dos ocasiones sacó el pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y se lo pasó por los labios irritados.

—Y entonces me persiguieron —concluyó Danny. Jack se levantó y fue hacia la ventana, donde se quedó dándoles la espalda. El chico miró a su madre—. Me persiguieron todo el camino hasta llegar a la terraza.

Danny se esforzaba en mantener tranquila la voz porque si conseguía mantener la calma, era posible que le creyeran. El señor Stenger no había mantenido la calma; había empezado a llorar sin poder contenerse, de manera que LOS HOMBBRES DE BATA BLANCA habían venido a llevárselo porque si uno no podía dejar de llorar eso significaba que se le habían AFLOJADO LOS TORNILLOS y entonces, ¿cuándo volvería? NADIE LO SABE. El anorak, los pantalones para la nieve y las raquetas estaban sobre el felpudo que había del lado de adentro de la doble puerta.

(No quiero llorar no me dejaré llorar).

Tal vez eso podría, pensó; lo que no podía era dejar de temblar. Se quedó mirando al fuego, esperando a que su papá dijera algo. Las largas llamas amarillas danzaban en el hueco de piedra del hogar. Una piña estalló ruidosamente y las chispas subieron por la chimenea.

—Danny, ven aquí —Jack se dio la vuelta. Su rostro seguía teniendo esa expresión mortalmente atormentada, que a Danny no le gustó al mirarla.

—Jack…

—Quiero que el chico venga un momento aquí, nada más.

Danny se bajó del sofá y se acercó a su padre.

—¡Buen chico! Ahora, dime qué ves.

Antes de haber llegado a la ventana, Danny ya sabía lo que iba a ver.

Más allá de la maraña de huellas de botas, trineo y raquetas para la nieve que señalaba la zona donde solían salir a jugar, la nieve que cubría el parque del «Overlook» descendía lentamente hacia el jardín ornamental y la zona infantil. En su blancura no había más que dos series de pisadas, una que iba en línea recta desde la terraza hasta la zona infantil, la otra, una larga línea sinuosa que regresaba.

—Nada más que mis huellas, papito. Pero…

—Y con los setos, ¿qué pasa, Danny?

A Danny empezaron a temblarle los labios. Estaba a punto de llorar.

¿Y si no podía contenerse…?

(no lloraré No Lloraré NO NO LLORARÉ).

—Están todos cubiertos de nieve —susurró el chico—. Pero, papito…

—¿Qué? No alcancé a oírte.

—Jack, ¿qué haces? ¿Estás haciéndole un examen? No ves que no se siente bien, que está…

—¡Cállate! ¿A ver, Danny?

—Pero me rasguñaron, papá. En la pierna…

—Ese raspón en la pierna debes de habértelo hecho con la nieve congelada.

Con el rostro pálido y colérico, Wendy se interpuso entre ellos.

—¿Qué quieres obligarle a hacer? —preguntó—. ¿A confesar un asesinato? ¿Qué demonios te pasa?

Pareció que algo quebrara la extraña mirada fija de los ojos de Jack.

—Quiero ayudarle a encontrar la diferencia entre algo real y algo que es solamente una alucinación, nada más —se puso en cuclillas junto al chico para mirarlo desde su altura, y lo abrazó con fuerza—. Danny, eso no sucedió en realidad. ¿Entiendes? Fue como uno de esos trances que tienes a veces, y nada más.

—Pero, papito…

—¿Qué, Dan?

—Yo no me corté la pierna con la nieve. La nieve no tiene costra, es toda nieve en polvo. Si ni siquiera se pega lo suficiente para hacer bolas. ¿Te acuerdas de que cuando quisimos hacer bolas de nieve no pudimos?

Sintió que su padre volvía a ponerse tenso, a la defensiva.

—Entonces, en los escalones de la terraza.

Danny se apartó de él. Súbitamente, entendía. Todo se le había aclarado mentalmente en un relámpago, como se le revelaban a veces las cosas, como le había sucedido con la mujer aquella que quería estar en los pantalones del hombre gris. Miró a su padre con ojos muy abiertos.

—Tú sabes que digo la verdad —balbuceó, horrorizado.

—Danny… —la cara de Jack se crispó.

—Tú lo sabes porque viste…

El ruido de la palma de Jack al abofetear la mejilla del chico fue sordo, nada espectacular. Mientras la cabeza de Danny rebotaba hacia atrás, la huella de los dedos ya empezaba a enrojecerse, como una marca de ganado.

Wendy dejó escapar un gemido.

Durante un momento, los tres se quedaron inmóviles, y después Jack tomó del brazo a su hijo.

—Danny, discúlpame, ¿estás bien, doc?

—¡Le pegaste, bestia! —gritó Wendy—. ¡Oh, qué bestia repugnante eres!

Le cogió el otro brazo, y durante un momento Danny se debatió entre los dos.

¡Por favor, dejad de tironearme! —clamó el chico, y era tal la angustia de su voz que los dos lo soltaron, y entonces las lágrimas lo inundaron y Danny se desplomó, llorando, entre el sofá y la ventana, mientras sus padres lo miraban impotentes, como dos niños podrían mirar el juguete que han roto mientras discutían furiosamente a quién pertenecía.

En el hogar estalló otra piña, como una granada de mano, sobresaltándolos a todos.

Wendy le dio aspirina para niños y Jack lo deslizó, sin que el chico protestara, entre las sábanas de su catre. En un abrir y cerrar de ojos, Danny se quedó dormido, con el pulgar en la boca.

—Eso no me gusta —observó Wendy—. Es una regresión.

Jack no le contestó.

Ella lo miraba serenamente, sin enojo, sin sonreír tampoco.

—¿Quieres que me disculpe por haberte llamado bestia? Está bien, discúlpame. Lo siento. Pero de todas maneras, no deberías haberle pegado.

—Ya lo sé —masculló Jack—. Bien que lo sé. No sé qué demonios me pasó.

—Pero prometiste que nunca volverías a pegarle.

Él la miró con furia, y después la furia también se desmoronó. De pronto, con horror y compasión, Wendy vio cómo sería Jack cuando fuera viejo. Nunca lo había visto con ese aspecto.

(¿con qué aspecto?).

Derrotado, se respondió ella misma. Parece derrotado.

—Siempre pensé que era capaz de cumplir una promesa —murmuró Jack.

Wendy se le acercó y le apoyó la mano en el brazo.

—Bueno, ya pasó. Pero cuando venga el guardabosques a buscarnos, le diremos que queremos bajar todos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió Jack y en ese momento, por lo menos, lo sentía así. Como siempre lo había sentido así las mañanas siguientes al mirar en el espejo del cuarto de baño su cara pálida y ojerosa. Voy a terminar con esto, lo voy a cortar de una vez por todas. Pero a la mañana le seguía la tarde, y por las tardes se sentía un poco mejor. Y a la tarde seguía la noche. Como había dicho algún gran pensador del siglo XX, la noche debe caer.

Jack se encontró deseando que Wendy le preguntara por los animales del seto, que le preguntara a qué se refería Danny al decir Tú lo sabes porque viste… Si se lo preguntaba, se lo contaría todo. Todo. Lo de los animales, lo de la mujer en la habitación, incluso lo de la manguera para incendios que le había parecido ver cambiada de posición. Pero ¿dónde debía detenerse la confesión? ¿Podía contarle a Wendy que había tirado la magneto y que si no hubiera sido por eso ya podrían estar todos en Sidewinder?

Pero lo que le preguntó ella fue:

—¿Quieres una taza de té?

—Sí. Una taza de té me vendría bien.

Wendy fue hacia la puerta y allí se detuvo, frotándose los antebrazos por encima del suéter.

—La culpa es tanto mía como tuya —comentó—. ¿Qué estábamos haciendo mientras él tenía semejante… sueño, o lo que fuera?

—Wendy…

—Estábamos durmiendo —continuó ella—. Dormidos como una pareja de adolescentes que acaban de rascarse a gusto.

—Déjalo —protestó Jack—. Ya pasó.

—No, no pasó —respondió Wendy, mirándolo con una sonrisa extraña, excitante.

Salió para preparar el té, dejando a Jack a cargo del hijo de ambos.