LOS SETOS
Era el 29 de noviembre, tres días después del Día de Acción de Gracias.
La última semana había sido espléndida, y la cena de Acción de Gracias la mejor que había conocido la familia. Wendy había cocinado bien el pavo que les había dejado Dick Hallorann, y habían comido todos a reventar sin conseguir siquiera que la enorme ave perdiera la forma. Jack se había quejado, gruñendo, de que se pasarían el resto del invierno comiendo pavo: pavo a la crema, sandwiches de pavo, pavo con tallarines, pavo surprise.
No, le había dicho Wendy con una sonrisita. Sólo hasta Navidad.
Después tendremos el capón.
Jack y Danny gimieron al unísono.
Los magullones en el cuello de Danny habían desaparecido, y con ellos parecían haberse disipado los miedos de todos. Durante la tarde del día de Acción de Gracias, Wendy había estado paseando a Danny en el trineo, mientras Jack trabajaba en su obra, que ya estaba casi terminada.
—¿Todavía tienes miedo, doc? —le había preguntado, sin saber cómo plantear la cuestión de manera menos directa.
—Sí —le había contestado sencillamente el chico—. Pero ahora me quedo en los lugares seguros.
—Papito dice que tarde o temprano a los guardabosques les extrañará que no nos comuniquemos por radio y vendrán a ver si nos pasa algo.
Entonces podremos bajar con ellos, tú y yo, y dejar que papito termine aquí el invierno. Tiene sus razones para hacerlo. En cierto modo, doc… y sé que para ti es difícil entenderlo… estamos entre la espada y la pared.
—Sí —había respondido el chico, sin comprometerse.
Durante esa tarde rutilante, sus padres estaban arriba, y Danny sabía que habían estado haciéndose el amor. Y que ahora dormitaban. Él sabía que eran felices. Su madre seguía teniendo un poco de miedo, pero lo extraño era la actitud de su padre. Era la sensación de que hubiera hecho algo que era muy difícil, y lo hubiera hecho bien. Pero Danny no conseguía ver exactamente qué era ese algo. Su padre lo ocultaba cuidadosamente, incluso de sí mismo. ¿Sería posible, se preguntaba Danny, que uno se alegrara de haber hecho algo que, sin embargo, lo avergonzara tanto que tratara de no pensar en eso? La cuestión era inquietante. A él no le parecía que una cosa así fuera posible… para una mente normal. Sus más empeñosos intentos de sondear a su padre no le habían dado más resultado que la incierta imagen de algo que parecía un pulpo, que giraba sobre un helado cielo azul. Y en las dos ocasiones en que se había concentrado hasta conseguir esa imagen, se había encontrado de pronto con que papá lo miraba de una manera intensa, inquietante, como si supiera lo que él estaba haciendo.
Ahora, el chico estaba en el vestíbulo, preparándose para salir. Le gustaba salir, con el trineo o con las raquetas para la nieve. Le gustaba salir del hotel; cuando estaba fuera, al sol, tenía la impresión de que le hubieran quitado un peso de los hombros.
Buscó una silla, se subió en ella y sacó del guardarropas del salón de baile su anorak y los pantalones para la nieve; después se sentó en la silla a ponérselos. Sus botas estaban en el botinero y Danny se las calzó cuidadosamente, sacando la punta de la lengua mientras se concentraba en pasar las correas por los ganchos y atar bien los nudos. Después se puso los mitones y el pasamontañas, estaba dispuesto.
A grandes pasos cruzó la cocina para salir por la puerta de atrás, pero se detuvo. Estaba cansado de jugar en la parte de atrás, y además a esa hora haría sombra sobre la parte donde él jugaba. Y no le gustaba estar a la sombra del «Overlook». Decidió que en cambio se pondría las raquetas para la nieve e iría hasta la zona infantil. Dick Hallorann le había dicho que no se acercara al jardín ornamental, pero la idea de los animales del seto no lo inquietaba demasiado. Ahora estaban sepultados por los ventisqueros, y apenas si se veía algo como una vaga joroba que era la cabeza del conejo, o la cola de un león. Al asomarse de la nieve en la forma en que se asomaban, las colas daban más sensación de absurdo que de miedo.
Danny abrió la puerta del fondo y buscó sus raquetas para la nieve en la plataforma para la leche. Cinco minutos después estaba en la terraza del frente, asegurándoselas en los pies. Su papá le había dicho a él que él (Danny) tenía condiciones para usar las raquetas para la nieve: el paso lento y arrastrado, la forma de mover el tobillo que hacía que la nieve se desprendiera de los cordones antes de volver a bajar el pie. Lo único que le faltaba era desarrollar mejor los músculos en los muslos, pantorrillas y tobillos. A Danny le parecía que lo que se le cansaba más pronto eran los tobillos. Andar con raquetas para la nieve era casi tan cansado para los tobillos como patinar, porque había que ir sacando la nieve de los cordones.
Cada cinco minutos más o menos, el chico tenía que detenerse con las piernas abiertas y las raquetas bien planas sobre la nieve, para descansar.
Pero mientras bajaba hacia la zona infantil no necesitó descansar, porque era todo cuesta abajo. Menos de diez minutos después de haberse esforzado en trepar y volver a descender la monstruosa duna de nieve que se había formado en la terraza del frente del «Overlook», Danny apoyaba la mano enmitonada en el tobogán de la zona infantil. Y ni siquiera respiraba con agitación.
Bajo la nieve, esa zona parecía mucho más agradable que en el otoño, una especie de escultura de cuento de hadas. Las cadenas de los columpios se habían helado en posiciones extrañas, y los asientos de los columpios de los chicos mayores descansaban directamente sobre la nieve. El armazón de hierro para gimnasia formaba una caverna de hielo guardada por los goteantes dientes de los carámbanos. Sólo las chimeneas del «Overlook» de juguete asomaban por encima de la nieve (ojalá el otro estuviera tan sepultado como éste pero nosotros no estuviéramos adentro) y la parte alta de los tubos de cemento asomaba, en dos lugares, como los iglús de los esquimales. Danny fue hacia allí y, poniéndose en cuclillas, empezó a cavar. No tardó mucho en dejar al descubierto la oscura boca de uno de ellos y en deslizarse al interior del frío túnel. En su imaginación era Patrick McGoohan, el agente secreto (por el canal de TV de Burlington habían vuelto a pasar episodios de ese programa en dos ocasiones, y su papá nunca se los perdía; era capaz de no ir a una fiesta por quedarse en casa a ver el Agente secreto o Los vengadores, y Danny siempre había visto esas series con él), persiguiendo a los agentes de la KGB por las montañas de Suiza. Se habían producido aludes en la zona, y Slobbo, el conspicuo agente de la KGB, había matado a su novia con un dardo envenenado, pero la máquina antigravitatoria rusa debía de estar por las inmediaciones. Tal vez al final de ese mismo túnel. Sacó la automática y empezó a recorrer el túnel de cemento, con los ojos muy abiertos, alerta, respirando lentamente.
El otro extremo del tubo de cemento estaba totalmente bloqueado por la nieve. Trató de cavar para atravesarla y se quedó atónito (y un poco inquieto) al ver qué dura estaba, casi totalmente congelada por el frío y endurecida por el peso de la nieve que tenía encima.
De pronto, la ficción del juego se desplomó sobre él y súbitamente cobró conciencia de que se sentía encerrado y sumamente nervioso en el estrecho tubo de cemento. Oía el murmullo de su respiración, húmeda, rápida y hueca. Estaba bajo la nieve, y por el agujero que había excavado para llegar hasta allí apenas si se filtraba la luz. De pronto deseó, más que ninguna otra cosa, estar a la luz del sol, recordó súbitamente que su mamá y su papá dormían y no sabían dónde estaba él, que si el agujero que había excavado se desmoronaba, él quedaría atrapado, y que el «Overlook» era su enemigo.
Danny se dio la vuelta con cierta dificultad y se arrastró de vuelta a lo largo del tubo de cemento, oyendo cómo las raquetas para la nieve traqueteaban a sus espaldas con un ruido de madera, hundiendo las manos en las hojas secas que quedaban del otoño. Acababa de llegar al extremo del túnel y a la fría luz que entraba inciertamente desde arriba, cuando la nieve efectivamente se desmoronó, no en mucha cantidad, pero la suficiente para espolvorearle la cara y tapar la abertura por la que había entrado y dejarlo en la oscuridad.
Durante un momento, el pánico más absoluto le heló el cerebro y lo dejó incapaz de pensar. Después, como si viniera desde muy lejos, oyó la voz de su papá, diciéndole que nunca debía jugar en el vertedero de basura de Stovington, porque a veces había gente estúpida que llevaba allí frigoríficos viejos sin haberles quitado la puerta, y si un niño llegaba a meterse dentro de uno de ellos y la puerta se cerraba, no había manera de salir. Y uno se moría en la oscuridad.
(Y tú no querrás que te pase una cosa así, ¿no es cierto, doc?). (No, papá).
Y sin embargo le había pasado, le dijo su cerebro aterrorizado, ahora estaba en la oscuridad, estaba encerrado y hacía tanto frío como en un frigorífico. Y… (aquí dentro hay algo conmigo).
La respiración se le cortó bruscamente. Un terror que era casi una somnolencia se le infiltró en las venas. Sí, sí. Había algo allí dentro con él, algo espantoso que el «Overlook» tenía reservado precisamente para un momento como ése. Tal vez alguna araña enorme que se hubiera escondido bajo las hojas, o una rata… o quizás el cadáver de algún niñito que hubiera muerto allí, en la zona infantil. ¿Había ocurrido eso alguna vez? Sí, Danny pensaba que sí. Pensó en la mujer de la bañera. En la sangre y los sesos sobre la pared de la suite presidencial. O en algún niñito que se hubiera partido el cráneo al caerse de las barras o de un columpio y que ahora se arrastrara tras él en la oscuridad, con una mueca horrible, en busca de un último compañero para sus juegos interminables. Eternos. En un momento lo oiría acercarse.
En el extremo opuesto del tubo de cemento, Danny oyó los crujidos furtivos de las hojas muertas, mientras algo se acercaba a él lentamente, a gatas. En cualquier momento sentiría sobre el tobillo una mano helada…
Esa idea lo arrancó de su parálisis. Empezó a excavar la nieve suelta que se había desmoronado y obstruía la salida del tubo de cemento, arrojándola hacia atrás por entre las piernas, en polvorientos montones, como un perro que intenta desenterrar un hueso. Una luz azul se filtraba desde arriba y hacia ella se dirigió Danny, como un buceador que emerge desde aguas profundas. Se raspó la espalda en el borde del tubo. Una de las raquetas para la nieve se le enredó en la otra. La nieve se le metía dentro del pasamontañas y por debajo del cuello del anorak. Con las manos convertidas en garras, siguió excavando la nieve, que parecía empeñada en retenerlo, en absorberlo hacia abajo, hacia el tubo de cemento por donde andaba eso, todavía no visto, que hacía crujir las hojas, y en dejarlo allí. Para siempre.
Después consiguió salir, su rostro se volvió hacia el sol, y se encontró arrastrándose por la nieve, arrastrándose para alejarse del tubo de cemento semienterrado, jadeando ásperamente, con la cara casi cómicamente blanqueada por la nieve en polvo… una máscara viviente de terror. Llegó como pudo hasta las barras gimnásticas y allí se detuvo a ajustarse mejor las raquetas para la nieve y recuperar el aliento. Mientras se enderezaba las raquetas y volvía a ajustarles las correas, no separó un momento los ojos del agujero del extremo del tubo, esperando a ver si algo salía de allí. No salió nada y, pasados tres o cuatro minutos, a Danny empezó a regularizársele la respiración. Fuera lo que fuere, era algo que no podía soportar la luz del sol.
Algo que estaba recluido allá abajo, que tal vez sólo pudiera salir cuando oscurecía… o cuando los dos extremos de su prisión circular estaban taponados por la nieve.
(pero estoy a salvo ahora estoy a salvo y me volveré porque ahora estoy…).
Tras él se oyó un golpe, suave, de algo que caía.
Danny se dio la vuelta a mirar, en dirección del hotel. Pero ya antes de mirar (¿Puedes ver los indios que hay en esta figura?) sabía lo que iba a ver, porque sabía lo que había sido ese ruido suave de algo que se desmoronaba. Era el ruido de un gran montón de nieve al caerse, el mismo ruido que hacía cuando se deslizaba del tejado del hotel y caía al suelo.(¿Puedes ver…?). Sí. Sí que podía. Al perro del seto se le había caído toda la nieve.
Cuando él se acercó, el perro no era más que un inofensivo montón de nieve, fuera de la zona infantil. Ahora se lo veía perfectamente, como una incongruente mancha verde en mitad de esa blancura que hacía llorar los ojos. Estaba sentado, como si pidiera que le dieran un dulce o sobras de comida.
Pero ahora Danny no se enloquecería, no perdería la calma. Porque por lo menos ahora no estaba atrapado en un viejo agujero oscuro. Estaba a la luz del sol. Y eso no era más que un perro. Hoy hace bastante calor afuera, pensó esperanzado. Tal vez el sol derritió tanto la nieve que toda la que cubría al perro se cayó en un montón. Quizá sea eso y nada más. (No te acerques a ese lugar… manténte alejado). Las correas de las raquetas para la nieve estaban tan tirantes como debían estar. Danny se levantó y miró hacia atrás, hacia el tubo de cemento, casi completamente cubierto por la nieve, y lo que vio en el extremo por donde había salido le heló el corazón. En ese extremo había una mancha redonda oscura, un pliegue de sombra que señalaba el agujero que él había excavado para meterse dentro. Ahora, pese al deslumbramiento de la nieve, le pareció que veía algo allí. Algo que se movía. Una mano. La mano aleteante de un niño desesperadamente desdichado, una mano aleteante, suplicante, que se ahogaba.
(Sálvame oh por favor sálvame y si no puedes salvarme por lo menos ven a jugar conmigo. Por siempre. Por siempre. Por Siempre Jamás).
—No —susurró roncamente Danny. La palabra le salió como algo áspero y desnudo de la boca, que se le había secado por completo. Sintió que su mente estaba a punto de perderse en la inconsciencia, de desaparecer como había desaparecido cuando aquella mujer de la habitación había… no, mejor era no pensar en eso.
Él se agarró a los aspectos de la realidad y los sujetó con firmeza.
Tenía que salir de allí. Concéntrate en eso. No pierdas la calma. Pórtate como un agente secreto. ¿Acaso Patrick McGoohan estaría llorando y mojándose los pantalones como si fuera un bebé?
¿O su papá?
Al pensar eso se calmó un tanto.
Desde atrás llegó de nuevo el mismo ruido, el flamp de la nieve al caer. Se dio la vuelta y vio que ahora la cabeza de uno de los leones se alzaba sobre la nieve, mostrándole los dientes. Y estaba más cerca de lo que debería haber estado, casi junto al portón de la zona infantil.
El terror intentó resurgir y él lo dominó. Era el Agente Secreto, y se escaparía.
Empezó a andar para salir de la zona infantil, dando el mismo rodeo que había dado su padre el día de la primera nevada. Se concentró en la forma de andar con raquetas. Pasos lentos y llanos. No levantar demasiado el pie, para no perder el equilibrio. Girar el tobillo para hacer que la nieve caiga de las correas. Qué lento parecía. Llegó a la esquina de la zona, donde la nieve formaba un ventisquero alto, que le permitió pasar por encima de la cerca. Ya estaba a mitad de camino cuando estuvo a punto de caerse, cuando la raqueta del pie que quedaba atrás se le enredó en uno de los postes de la cerca. Se inclinó en un ángulo inverosímil, extendiendo los brazos, recordando lo difícil que era volver a levantarse cuando uno se caía.
Desde su derecha le llegó el mismo ruido sordo de desmoronamiento de nieve. Al mirar vio que los otros dos leones, despejados de nieve hasta las garras delanteras, estaban uno junto al otro, a unos sesenta pasos de distancia. Las muescas verdes que señalaban los ojos estaban fijas en él. El perro había vuelto la cabeza.
(Eso sólo sucede cuando no estás mirando).
—¡OH! Ay…
Las raquetas para la nieve se le habían cruzado y Danny cayó boca abajo en la nieve, extendiendo inútilmente los brazos. La nieve se le metió por la capucha y por el cuello y dentro de los bordes de las botas. Se esforzó por enderezarse y salir, procurando volver a pisar sobre las raquetas, sintiendo cómo el corazón ya le latía enloquecido (El Agente Secreto recuerda que eres el Agente Secreto) y volvió a perder el equilibrio, esta vez hacia atrás. Durante un momento se quedó tendido mirando al cielo, pensando que lo más sencillo era entregarse.
Después pensó en eso que había en el tubo de cemento y se dio cuenta de que no podía. Volvió a ponerse de pie, y se dio la vuelta a mirar el jardín ornamental. Ahora los tres leones estaban juntos, tal vez a unos doce metros de distancia. El perro se había desplazado a la izquierda de ellos, como para bloquearle la retirada a Danny. No tenía nada de nieve, salvo un collarín polvoriento en torno del cuello y del hocico. Y todos estaban mirándolo.
La respiración había vuelto a acelerársele, y detrás de la frente sentía el pánico como una rata que lo roía desde dentro, retorciéndose. Peleó con el pánico, peleó con las raquetas para la nieve.
(La voz de papá: no, no pelees con ellas, doc. Camina sobre ellas como si fueran tus propios pies. Camina con ellas). (Si, papa).
Empezó de nuevo a caminar, intentando recuperar el ritmo fácil que había practicado con su papá. Poco a poco empezó a encontrarlo, pero con el ritmo vino el darse cuenta de lo cansado que estaba, de hasta que punto el miedo lo había extenuado. Sentía los tendones de las piernas ardientes y temblorosos. Hacia delante se distinguía el «Overlook», burlescamente distante, que daba la impresión de estar mirándolo con sus múltiples ventanas, como si todo no fuera más que una especie de competición en la que apenas estaba interesado.
Danny volvió a mirar por encima del hombro y la respiración presurosa se le cortó durante un momento antes de reanudarse, más entrecortada aún.
El león más próximo no estaría ahora a más de seis metros a sus espaldas, abriéndose paso en la nieve como un perro que nadara en un estanque. Los otros dos, a derecha e izquierda lo seguían. Eran como un pelotón del ejército en misión de patrulla; el perro, que seguía un poco a la izquierda, guardándoles el flanco. El león más próximo tenía la cabeza baja; los músculos de las paletillas se le perfilaban poderosamente por encima del cuello. Tenía la cola levantada, como si en el instante antes de que Danny se volviera a mirarlo hubiera estado agitándola inquietamente. El chico pensó que parecía un gato común, pero grande, que se divirtiera en jugar con un ratón antes de matarlo.
(…caerse…).
No, si se caía estaba perdido. Jamás lo dejarían que se levantara. Le saltarían encima. Extendió desesperadamente los brazos y se precipitó hacia delante; el centro de gravedad se le desplazó fuera del cuerpo. Danny lo atrapó y siguió adelante, sin dejar de mirar por encima del hombro. El aire le silbaba al entrar y salir de la garganta, seca como un vidrio.
El mundo se había reducido a la nieve cegadora, el verde de los setos y el murmullo susurrante de las raquetas para la nieve. Y algo más. Un ruido suave, ahogado, acolchado. Trató de apresurarse más, pero no podía. En ese momento iba andando por la senda sepultada bajo la nieve, con su carita de niño casi hundida en la capucha del anorak, en la tarde calma y luminosa.
Cuando volvió a mirar hacia atrás, el león delantero estaba apenas a un metro y medio de él. Con una mueca. La boca abierta, las grupas tensas como la cuerda de un reloj. Por detrás de él y de los otros leones alcanzó a ver al conejo, que ahora también asomaba fuera de la nieve la cabeza, de un verde brillante, como si se hubiera despojado de su horrenda máscara inexpresiva para ver el final de la cacería.
Ahora, ya sobre el césped del jardín delantero del «Overlook» entre la calzada circular para coches y la terraza, Danny se dejó ganar por el pánico y empezó a correr torpemente con sus raquetas para la nieve, ya sin atreverse a mirar hacia atrás, cada vez más inclinado hacia delante, con los brazos extendidos ante él como un ciego que tanteara los obstáculos. La capucha se le había caído y dejaba al descubierto la cara de un blanco enfermizo, pastoso, que en las mejillas dejaba lugar a rojas manchas afiebradas, los ojos desorbitados por el terror. Ahora ya estaba muy cerca de la terraza.
Tras él oyó de pronto el crujido áspero de la nieve, en el momento en que algo saltaba.
Cayó sobre los escalones de la terraza, gritando sin emitir ruido alguno, y trepó a gatas, mientras las raquetas se sacudían ruidosamente tras él. En el aire resonó un ruido sibilante y Danny sintió un repentino dolor en la pierna. Ruido de tela que se desgarra. Algo más que tal vez estuviera —que tenía que estar— únicamente en su mente.
Un bramido, un rugido colérico.
Olor de sangre y de arbustos.
Cayó en la terraza cuan largo era, sollozando roncamente, sintiendo en la boca, rico, metálico, un sabor a cobre. El corazón le golpeaba como un trueno en el pecho. De la nariz se le escurría un hilillo de sangre.
No tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí tendido cuando se abrieron las puertas del vestíbulo y Jack salió corriendo, sin más ropa que los tejanos y un par de zapatillas. Tras él venía Wendy.
—¡Danny!
—¡Doc! ¡Danny, por Dios! ¿Qué te pasa? ¿Qué sucedió?
Papá lo ayudaba a levantarse. Por debajo de la rodilla, Danny tenía los pantalones desgarrados. Además, el calcetín de lana de esquiar también estaba desgarrado, y en la pantorrilla se le veía un raspón superficial… como si hubiera intentado abrirse paso a través de un seto verde muy vivo muy tupido y las ramas lo hubieran rasguñado.
El chico miró por encima del hombro. Allá lejos en el parque, pasando el campo de golf, se veían varias formas imprecisas, cubiertas de nieve. Los animales del seto. Entre ellos y la zona infantil. Entre ellos y el camino.
Las piernas se le aflojaron. Jack lo recogió, y Danny empezó a llorar.