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EL VEHÍCULO PARA LA NIEVE

En algún momento después de medianoche, mientras estaban todos sumidos en un sueño inquieto, la nieve había dejado de caer, tras haber agregado unos veinte centímetros más a la antigua capa. Las nubes se abrieron, un viento fresco las disipó, y ahora Jack estaba parado en mitad de un polvoriento lingote de sol que entraba oblicuamente a través de la sucia ventana situada en la pared oriental del cobertizo para herramientas.

Por sus dimensiones, el lugar se parecía mucho a un vagón de carga.

Olía a grasa, a petróleo y a gasolina y también —débil y nostálgicamente— a césped cortado. Cuatro cortadoras de motor se alineaban como soldados en revista a lo largo de la pared del sur; dos de ellas eran del tipo para ir sentado, como en un pequeño tractor. A la izquierda de ellas se veían azadas, palas de punta destinadas a reponer el césped en el campo de golf, una sierra de cadena, las tijeras eléctricas para podar el cerco y un poste de acero, largo y delgado, con una banderita roja en la punta. Caddy, si me traes la pelota en menos de diez minutos, te ganarás veinticinco centavos. Sí, señor.

Contra la pared del este, por donde el sol de la mañana entraba con más fuerza, había tres mesas de ping-pong apoyadas unas contra otras como un desmoronado castillo de naipes. Se les habían retirado las redes, que colgaban de un estante. En el rincón había una pila de discos para jugar al tejo y un equipo de roque; los aros estaban atados juntos con varias vueltas de alambre y las bolas, pintadas de brillantes colores, dispuestas en una caja parecida a las que se utilizan como hueveras (qué gallinas raras tienen ustedes aquí, Watson… sí, y si viera usted los animales que hay en la parte de césped del frente, ja-ja). Ordenadamente dispuestos en sus soportes, había dos juegos de mazos.

Jack fue hacia ellos pasando por encima de una vieja batería de ocho elementos (que indudablemente había pertenecido a la furgoneta del hotel), de un cargador de batería y un par de rollos de cable. Retiró del soporte del frente uno de los mazos de mango corto y lo levantó, sosteniéndolo frente a la cara como un caballero que antes de entrar en combate saludara a su rey.

Volvieron a elevarse en él fragmentos del sueño (ahora ya apenas una maraña que iba esfumándose), algo de George Hatfield y el bastón de su padre, lo suficiente para que se sintiera un poco inquieto y —qué cosa absurda— un poco culpable por estar sosteniendo en la mano un simple mazo de roque, ese antiguo juego de jardín. Claro que en la actualidad el roque ya no era tan popular como juego de jardín; lo había sustituido el croquet, su primo más moderno… que, para el caso, era una versión infantil del juego. El roque, en cambio… eso sí que debía de haber sido juego de hombres. Jack había encontrado un enmohecido folleto con las reglas en el sótano; debía de haber quedado allí desde principios de la década del 20, cuando en el «Overlook» se había jugado un torneo norteamericano de roque. Juego de hombres.

(esquizofrénico).

Frunció un momento el ceño y después sonrió. Sí, claro que era un juego un poco esquizofrénico. El mazo lo expresaba a la perfección, con la parte blanda y la parte dura. Un juego de precisión y destreza, y también de fuerza bruta.

Hizo silbar el mazo en el aire… huuup, sonriendo apenas ante el ruido poderoso y silbante que hacía. Después volvió a dejarlo en el soporte y se dio la vuelta hacia la izquierda. Lo que vio allí le hizo fruncir nuevamente el ceño.

El vehículo para la nieve estaba casi en el medio del cobertizo; era bastante nuevo, y a Jack no le gustó nada su aspecto. Sobre el costado de la tapa del motor que miraba hacia él se leía BOMBARDIER SKIDOO, escrito en grandes letras negras que se inclinaban hacia atrás, probablemente para dar la sensación de velocidad. Los esquís, que sobresalían hacia delante, también eran negros. A la derecha y a la izquierda de la tapa del motor había unos tubos negros como los que tienen los coches de carreras. Pero el color básico de la pintura era un amarillo brillante, agresivo, que era lo que no le gustaba a Jack. Ahí sentado bajo el rayo de sol matinal, con el cuerpo amarillo y los tubos negros, los esquís negros y negra también la cabina abierta, tapizada, el vehículo parecía una monstruosa avispa mecanizada. Y en marcha debía de hacer un ruido también como si lo fuera. Algo como un zumbido, un silbido… y dispuesto a picar. Pero claro, ¿qué otro aspecto podía tener? Por lo menos, no se disfrazaba. Y una vez que esa avispa hubiera hecho su trabajo, bien doloridos que estarían. Todos. Para la primavera, la familia Torrance estaría tan dolorida que lo que las otras avispas le habían hecho en la mano a Danny parecería el beso de una madre.

Se sacó el pañuelo del bolsillo de atrás, se lo pasó por los labios y fue hacia el «Skidoo». Se quedó mirándolo, con el ceño ahora muy fruncido, mientras volvía a meterse el pañuelo en el bolsillo. Desde afuera, una súbita ráfaga de viento se lanzó contra el cobertizo, haciéndolo rugir y estremecerse. Al mirar por la ventana, vio que el viento arrastraba un manto de chispeantes cristales de nieve hacia el fondo, ya cubierto por los ventisqueros, del hotel, y los elevaba en glandes remolinos hacia el implacable cielo azul.

El viento se calmó y Jack volvió a mirar la máquina. Que cosa repugnante, de veras. Uno casi esperaba ver que de la parte de atrás le asomara un largo aguijón flexible. A él siempre le habían disgustado esos malditos vehículos para la nieve, que astillaban el religioso silencio del invierno en un millón de estrepitosos fragmentos. Que sobresaltaban a la fauna del bosque. Que dejaban tras de sí enormes nubes de contaminación, de ondulantes humos azules de la combustión… tos, tos… ejem, ejem, dejando respirar. Tal vez fueran el último juguete grotesco de una edad del combustible de la que pronto no quedarían sino fósiles, y que ahora se regalaba para Navidad a los niños de diez años.

Jack recordó un artículo periodístico que había leído en Stovington, un relato procedente de algún lugar de Maine. Un chico andaba tonteando en un vehículo para la nieve, por un camino que no conocía, a más de cincuenta kilómetros por hora. De noche, y sin encender las luces delanteras.

Entre dos postes habían tendido una gruesa cadena de la cual pendía una señal de PROHIBIDO EL PASO. En el diario decía que lo más probable era que el chico no la hubiera visto. Tal vez la luna se hubiera escondido entre las nubes; la cadena lo decapitó. Al leer la nota, Jack casi se había alegrado y ahora, al mirar esa máquina, volvió a tener la misma sensación.

(Si no fuera por Danny, qué placer me daría coger uno de esos mazos, levantar la tapa del motor y empezar a golpearlo hasta que…). Dejó que la respiración contenida se le escapara en un suspiro, largo y lento. Wendy tenía razón. Que fueran a parar al infierno, que les llegara el agua al cuello o los esperara la cola de bienestar social, Wendy tenía razón.

Destruir a mazazos ese aparato, por placentero que pudiera parecerle, sería el colmo de la locura. Sería casi el equivalente de matar a mazazos a su propio hijo.

En voz alta, masculló una maldición.

Fue hacia la parte de atrás del vehículo y destornilló la tapa del depósito de gasolina. En uno de los estantes que, más o menos a la altura del pecho, rodeaban totalmente las paredes, había encontrado una varilla medidora y la sumergió en el depósito. Apenas si habría medio centímetro de gasolina. No era mucho, pero alcanzaba para ver si el maldito armatoste funcionaba. Después tendría que hacer sifón para cargar más gasolina, sacándola del «Volkswagen» y de la furgoneta del hotel.

Volvió a atornillar la tapa del depósito y levantó la del motor. No había bujías ni batería. Volvió hacia el estante y empezó a recorrerlo, apartando destornilladores y llaves inglesas, un viejo carburador que alguien había sacado de una de las cortadoras de césped, cajas de plástico donde había tornillos, tuercas y clavos de diferentes tamaños. El estante estaba cubierto de una espesa capa de grasa oscura y rancia, sobre la cual se había acumulado el polvo de años hasta darle un aspecto de piel. A Jack le daba asco tocarlo. Encontró una caja pequeña, manchada de aceite, sobre la cual se leía, lacónicamente anotada con lápiz, la abreviatura Skid. La sacudió y algo hizo ruido dentro. Bujías. Levantó una para mirarla a la luz, tratando de ver cómo estaba la separación de electrodos sin andar por ahí buscando el medidor. A la mierda, pensó con resentimiento, mientras volvía a dejar caer la bujía dentro de la caja. Si los electrodos estaban mal, sería una reverenda mala suerte. Se joderá, esa perra maldita.

Tras la puerta había una banqueta. Jack la acercó, se sentó e instaló las cuatro bujías; después le ajustó a cada una el pequeño sombrerete de goma. Una vez hecho eso, dejó que sus dedos juguetearan un momento sobre la magneto. Y cómo se reían cuando yo me sentaba al piano.

Volvió a los estantes. Esta vez no pudo encontrar lo que buscaba: una pequeña batería, de tres o cuatro elementos. Había llaves de tuerca, un cajoncito lleno de brocas y trozos de brocas, sacos de fertilizante para el césped y para los arrietes de flores, pero la batería del vehículo para la nieve no estaba… cosa que no lo preocupó en lo más mínimo. Hasta lo alegró, en realidad. Se sintió aliviado. Hice todo lo que pude, capitán, pero no pude pasar. Estupendo, muchacho. Te propondré para la Estrella de Plata y el «Skidoo de Púrpura». Eres el orgullo de tu regimiento. Gracias, señor. Yo lo intenté, de veras.

Empezó a silbar Red River Valley con un ritmo un poco acelerado, mientras seguía recorriendo el último par de metros del estante. Las notas salían en nubecitas de vapor blanco. Había hecho un recorrido completo del cobertizo, y la batería no estaba. Tal vez se la hubiera llevado alguien. Quizá fuera Watson. Jack soltó la risa. El viejo contrabando de siempre, en las oficinas… unos cuantos clips, un par de resmas de papel, este mantel que nadie echará de menos o este servicio de mesa… ¿y qué tal esta hermosa batería del vehículo para la nieve? Ya lo creo que puede venir bien. Pues a meterla en el bolso. Delincuencia de guante blanco, nena. A todo el mundo se le queda algo pegado en los dedos. Un descuento «bajo la chaqueta», como decíamos cuando éramos chicos.

Volvió lentamente hacia el vehículo, no sin asestarle una buena patada en el costado al pasar. Bueno, pues ése era el fin del proyecto.

Simplemente, tendría que decirle a Wendy lo siento, nena, pero…

En el rincón, junto a la puerta, había una caja que había quedado antes oculta por la banqueta. Sobre la tapa, escrita con lápiz, estaba la abreviatura: Skid.

Jack la miró, mientras la sonrisa se le marchitaba en los labios. Mire, señor, llegó la caballería. Parece que, después de todo, las señales de humo que usted hizo funcionaron.

Pero eso no era justo.

No era justo, carajo.

Algo —se llamara suerte, destino, providencia— había intentado salvarlo. Alguna otra suerte, una suerte blanca. Y en el último momento la eterna mala suerte de Jack Torrance había vuelto a aparecer. La piojosa racha de cartas mal servidas todavía no se había cortado.

En una oleada hosca y gris, el resentimiento le cerró la garganta. De nuevo, las manos se le habían convertido en puños.

(¡No es justo, carajo, no es justo!).

¿Acaso no podía haber mirado hacia cualquier otra parte?

¡Cualquiera! ¿Por qué no le había dado un dolor en el cuello o una picazón en la nariz, o no había parpadeado en ese preciso instante? Una pequeñez así, nada más, y jamás la habría visto.

Bueno, pues no la había visto. Asunto arreglado. Era una alucinación, como lo que le había pasado ayer fuera de esa habitación de la segunda planta, o la vez pasada con el maldito zoológico del seto. Un momento de tensión, eso era todo. Qué raro, me pareció ver una batería de vehículo para la nieve en ese rincón. Y ahora no está. Supongo que es fatiga del combate, señor. Lo siento. No te desanimes hijo, aunque a todos nos sucede, tarde o temprano.

Abrió de par en par la puerta, con tanta fuerza que estuvo a punto de arrancar las bisagras, y entró las raquetas para la nieve, tan cubiertas de copos que cuando las golpeó contra el suelo para limpiarlas la nieve voló en una pequeña nube. Cuando estaba poniendo el pie izquierdo sobre la raqueta correspondiente, se quedó inmóvil.

Allí afuera, junto a la plataforma de la leche, estaba Danny. Por lo que parecía, estaba intentando hacer un muñeco de nieve, aunque no le salía muy bien; la nieve estaba demasiado helada para mantener la forma. Pero así y todo, el chico estaba empeñado en hacerlo, en la mañana resplandeciente, una motita de niño envuelto en ropa sobre el brillo de la nieve, bajo el brillo del cielo. Con la gorra puesta hacia atrás como Carlton Fiske.

(Pero en nombre de Dios, ¿en qué estabas pensando?). La respuesta le llegó sin la menor demora.

(En mí. Estaba pensando en mí).

Súbitamente recordó que la noche anterior había estado tendido en la cama, tendido y nada más, y que de pronto se le había ocurrido la idea de asesinar a su mujer.

En ese instante, de rodillas en el cobertizo, todo se le aclaró. No era solamente sobre Danny sobre quien estaba actuando el «Overlook»; estaba actuando sobre él también. No era Danny el eslabón más débil, era él. Él era el vulnerable, era a él a quien podían doblar y retorcer hasta que algo se quebrara.

(hasta que afloje y me duerma… y entonces si es que pasa…). Levantó la vista hacia las hileras de ventanas y el sol le devolvió un reflejo brillante casi cegador desde las múltiples superficies espejeantes de los cristales, pero Jack siguió mirando. Por primera vez advirtió qué parecidas a ojos eran las ventanas: reflejaban la luz del sol mientras guardaba dentro su propia oscuridad. Y no era a Danny a quien estaban mirando: era a él.

En esos pocos segundos lo entendió todo. Recordaba que de niño, cuando iba al catecismo, les habían mostrado una figura, en blanco y negro.

La monja la había puesto sobre un caballete para que ellos la vieran, diciéndoles que era un milagro de Dios. Los chicos la habían mirado atónitos, sin ver nada más que una maraña de negro y blanco, informe y sin sentido.

Después, uno de los chicos de la tercera fila se había quedado boquiabierto, balbuceando: «¡Es Jesús!». Y después se había ido a su casa con un ejemplar flamante del Nuevo Testamento, además de un calendario, por haber sido el primero. Los otros, y entre ellos Jack Torrance, se esforzaron más por ver.

Uno por uno, todos los demás chicos habían ido conteniendo el aliento de la misma manera; hasta hubo una niñita, transportada al borde del éxtasis, que gritaba con voz aguda: «¡Lo veo! ¡Lo veo!». También a ella la habían recompensado con el Nuevo Testamento. Al final, todos habían visto la cara de Jesús en la maraña de blancos y negros, salvo Jacky, que se esforzaba cada vez más, finalmente asustado. Una parte de él pensaba cínicamente que todos los otros chicos no hacían más que actuar para agradar a la hermana Beatrice, pero otra estaba secretamente convencida de que, si no lo veía, era porque Dios había decidido que él era el más sucio pecador de toda la clase. «¿No le ves, Jacky?», le había preguntado con su voz dulce y triste la hermana Beatrice, y él con perversa desesperación, había pensado «Te veo las tetas». Empezó a negar con la cabeza y de pronto exclamó, con fingida excitación: «¡Oh, sí, lo veo! ¡Es Jesús!». Y todos los chicos de la clase habían reído y habían aplaudido, dándole una sensación de triunfo, de vergüenza y de miedo. Más tarde, cuando todos los otros salieron tumultuosamente del sótano de la iglesia para desparramarse por la calle, Jack se quedó atrás, mirando la absurda maraña blanca y negra que la hermana Beatrice había dejado sobre el caballete. Cómo la odiaba. Todos eran unos farsantes, lo mismo que él, hasta la hermana. Todo era una gran farsa. «A la mierda, al infierno, a la mierda», farfulló en voz baja y, en el momento en que se daba la vuelta para irse, por el rabillo del ojo, vio el rostro de Jesús, afectuoso y triste. Con el corazón en la garganta, giró sobre sus talones. Con una especie de clic, súbitamente, todas las piezas habían caído en su lugar, y Jacky se había quedado mirando la imagen con temeroso asombro, incapaz de entender cómo no la había visto antes. Los ojos, el zigzag de sombra que atravesaba la frente preocupada, la nariz delicada, el gesto de compasión de los labios. Y miraba a Jack Torrance. Lo que no había sido más que un garabato sin sentido se convertía de pronto en un inequívoco boceto en blanco y negro de la faz de Cristo Nuestro Señor. El temeroso asombro se convirtió en terror: había blasfemado frente a una imagen de Jesús. Se condenaría por siempre; iría al infierno, junto con los pecadores. El rostro de Cristo había estado allí todo el tiempo. Todo el tiempo.

Ahora, arrodillado al sol mientras miraba a su hijo jugar a la sombra del hotel, Jack supo que todo era verdad. El hotel quería a Danny, a todos ellos tal vez, pero a Danny seguramente. Los animales del cerco se habían movido de veras. Y en la habitación 217 había una mujer muerta, una mujer que probablemente no era más que un espíritu Inofensivo en la mayoría de las circunstancias, pero que ahora significaba un peligro activo. Como un malévolo juguete mecánico al cual hubiera dado cuerda y puesto en movimiento la extraña mentalidad de Danny… y la del propio Jack. ¿Había sido Watson el que le habló de un hombre que un día, en la cancha de roque, se había desplomado muerto de un ataque? ¿O fue Ullman? En realidad no importaba. En la tercera planta había habido un asesinato.

¿Cuántas antiguas rencillas, cuántos suicidios, ataques? ¿Cuántos asesinatos?

¿No estaría Grady al acecho por algún rincón del ala oeste, con su hacha, esperando que la fuerza de Danny lo pusiera en movimiento para volver a salirse de las paredes?

El círculo de hinchados magullones en torno al cuello de Danny.

Las botellas titilantes, entrevistas apenas en el salón desierto.

La radio.

Los sueños.

El álbum de recortes que había encontrado en el sótano.

(Medoc, ¿estás aquí? Otra vez he andado caminando en sueños, amor mío…).

Súbitamente se levantó, volvió a arrojar fuera las raquetas para la nieve, temblando todo entero, cerró de un golpe la puerta y levantó la caja donde estaba la batería. La caja se le escapó de los dedos temblorosos (oh cristo si se me rompe) y cayó ruidosamente sobre un lado. Jack abrió las solapas de cartón para sacar de un tirón la batería, sin prestar atención al ácido que podía estar escapándose si se había rajado la cubierta de la batería. Sin embargo, no: estaba entera. Un suspiro se escapó de sus labios.

Sosteniéndola en brazos como si fuera un niño, la llevó hasta el «Skidoo» y la dejó sobre su plataforma, justo a la parte delantera del motor.

En uno de los estantes encontró una pequeña llave inglesa y con ella conectó rápidamente los cables de la batería, sin dificultad alguna. La batería estaba cargada; no sería necesario volverla a cargar. Cuando Jack conectó el cable positivo con su terminal se había producido una chispa y un leve olor a ozono. Cuando terminó de colocarla dio un paso atrás, mientras se frotaba nerviosamente las manos sobre la descolorida chaqueta tejana. Listo. Tenía que funcionar. No había motivo para que fuera de otro modo. Ninguno, en absoluto, a no ser que era parte del «Overlook» y el «Overlook» en realidad no quería que ellos se fueran de allí. De ninguna manera. El «Overlook» se estaba divirtiendo en grande. Tenía un niñito a quien aterrorizar, un hombre y su mujer para convertirlos en recíprocos enemigos, y si jugaba bien sus cartas, serían ellos quienes terminarían paseándose por los pasillos del «Overlook» como sombras insustanciales en una novela de Shirley Jackson, lo que andaba en Hill House andaba solo, pero claro que en el «Overlook» no andarían solos, nada de eso, ahí estarían muy bien acompañados. Pero en realidad, no había razón para que el vehículo para la nieve no arrancara.

Excepto, naturalmente

(Excepto que en realidad él no quería irse) sí, excepto eso.

Se quedó inmóvil mirando el «Skidoo», respirando frías nubecillas blancas. Él quería que las cosas siguieran siendo como eran. Al venir, no había tenido la menor duda. Ya desde entonces había sabido que bajar sería una decisión equivocada. Wendy apenas si estaba asustada del espantajo convocado por un muchachito histérico. Ahora, de pronto, Jack podía ver el punto de vista de ella. Era como su obra, su condenada obra, en la que ya no podía saber de qué lado estaba o cómo debían resolverse las cosas. Una vez que uno veía el rostro de un dios en esa confusión de blancos y negros, ya la suerte estaba echada: nunca más podía dejar de verlo. Otros podrían reírse y decir que no era nada, apenas un montón de manchas sin sentido, a mí que me den una de esas pinturas rutinarias hechas por un buen artesano en un día cualquiera, y siempre verás allí el rostro de Cristo Nuestro Señor que te está mirando. Lo había visto una vez, en un salto guestáltico en el que lo consciente y lo inconsciente se mezclaban en un sobrecogedor momento de comprensión. Desde entonces, uno lo vería siempre. Estaría condenado a verlo.

(Otra vez, he andado caminando en sueños, amor mío…). Todo había estado bien hasta que Jack vio a Danny jugando en la nieve. La culpa era de Danny. Todo había sido culpa de Danny. Era él quien tenía el esplendor o lo que fuere. Porque no era un esplendor; era una maldición. Si él y Wendy hubieran estado allí solos, podrían haber pasado tranquilamente el invierno. Sin ningún sufrimiento, sin tensiones cerebrales.

(No quiero irme. ¿No puedo?).

El «Overlook» no quería que ellos se fueran, y Jack tampoco quería que se fueran. Ni Danny tampoco. Tal vez el chico ya fuera parte del hotel.

Quizás el «Overlook» como un enorme y vagabundo Samuel Johnson que era, lo hubiera elegido a él para ser su Boswell. ¿Conque dice usted que el nuevo vigilante escribe? Estupendo, contrátelo. Era hora de que diéramos nuestro punto de vista. Sin embargo, nos libraremos primero de la mujer y del mocoso de su hijo. No queremos que nadie lo distraiga. No queremos…

Jack estaba de pie junto a la cabina del vehículo para la nieve; de nuevo empezaba a dolerle la cabeza. ¿A qué se reducía todo? A irse o a quedarse. Muy sencillo. Pues no lo compliquemos. ¿Nos vamos o nos quedamos?

Si nos vamos, ¿cuánto tiempo tardarás en encontrar el exacto lugar de Sidewinder?, le preguntó una voz interior. Ese lugar sombrío con un piojoso televisor en colores frente al cual un grupo de hombres sin afeitar y sin trabajo se pasan el día contemplando los partidos. Donde en el lavabo de hombres hay un olor a pis que parece que tuviera dos mil años y una eterna colilla de «Camel» mojada y despachurrada en el inodoro. Donde te sirven cerveza a treinta centavos el vaso y uno la corta con sal y el fonógrafo tragaperras tiene setenta viejísimas canciones folklóricas.

¿Cuánto tiempo?, ¡Cristo!, tenía tanto miedo de que no fuera un tiempo largo.

—No puedo ganar —dijo muy suavemente. Era eso. Era como tratar de hacer un solitario con un mazo donde falta uno de los ases.

Bruscamente se inclinó sobre el compartimiento del motor del «Skidoo» y arrancó la magneto. Salió con una facilidad aterradora. Se quedó un momento mirándola y después fue hacia la puerta del fondo del cobertizo y la abrió.

Desde allí nada obstruía el panorama de las montañas, una imagen de una belleza de tarjeta postal bajo la rutilante luz de la mañana. Una extensión de nieve inmaculada se elevaba hasta los primeros pinos, a un kilómetro y medio de distancia. Jack arrojó la magneto en la nieve, tan lejos como pudo. Cayó mucho más lejos de lo que habría debido, levantando un montoncito de nieve. La brisa se llevó los gránulos de nieve para depositarlos nuevamente en otro sitio.

Dispérsate, te ordeno. No hay nada que ver. Todo ha terminado.

Dispérsate.

Se sintió en paz.

Durante largo rato se quedó en la puerta, respirando la pureza del aire de montaña, y después la cerró firmemente y volvió a salir por la otra puerta, a decirle a Wendy que se quedarían. En el camino, se detuvo a entablar con Danny una batalla con bolas de nieve.