EL DORMITORIO
Más hacia el atardecer, Jack cogió un catre en el cuarto destinado a almacén en la primera planta, y lo puso en un rincón del dormitorio de ellos.
Wendy se había imaginado que Danny no se dormiría hasta bien avanzada la noche, pero el niño estaba cabeceando antes de que estuviera mediada la serie de TV, y quince minutos después de que lo hubieran arropado, estaba ya sumergido en el sueño, inmóvil, con una mano debajo de la mejilla.
Wendy, sentada vigilante junto a él, marcaba con un dedo el punto donde había llegado en la novela que leía. Ante su escritorio, Jack recorría con la vista su obra de teatro.
—Qué mierda —farfulló Jack.
—¿Cómo? —interrogó Wendy, arrancada a su contemplación de Danny.
—Nada.
Jack siguió mirando la obra con creciente furia. ¿Cómo podía haberle parecido que era buena? Era pueril. Algo que se había hecho un millar de veces. Y lo peor era que no tenía idea de cómo terminarla. En algún momento le había parecido bastante simple. En un acceso de rabia, Denker se apodera del atizador que hay junto a la chimenea y golpea santamente a Gary, hasta matarlo. Después de pie junto al cuerpo, con el atizador ensangrentado en la mano, vocifera dirigiéndose al público: «¡Está aquí, en alguna parte, y yo lo encontraré!». Entonces, a medida que las luces pierden intensidad y el telón baja lentamente, el público ve el cuerpo de Gary boca abajo sobre el proscenio, mientras Denker se encamina a zancadas hacia la biblioteca y empieza a arrojar febrilmente los libros de los estantes, tirándolos a un lado después de mirarlos. Había pensado que era algo lo bastante viejo para parecer nuevo, una obra cuya originalidad era tal que podría convertirla en un éxito en Broadway: una tragedia en cinco actos.
Pero, además de que su interés se había orientado súbitamente hacia la historia del «Overlook», había sucedido algo más: sus sentimientos hacia los personajes habían cambiado, y eso era algo totalmente nuevo. Por lo general, a Jack le gustaban sus personajes, los buenos y los malos. Y se alegraba de que fuera así. Eso le facilitaba el intento de verlos desde todos los ángulos y entender con mayor claridad sus motivaciones. Su cuento favorito, el que había vendido a una revista pequeña del sur de Maine, era un relato titulado: Aquí está el mono, Paul DeLong. El personaje era un violador de niños, a punto de suicidarse en su cuarto amueblado. El hombre se llamaba Paul DeLong, y sus amigos lo llamaban Mono. A Jack le había gustado mucho Mono: comprendía sus extravagantes necesidades y sabía que no era él el único culpable de las tres violaciones seguidas de asesinato que tenía en su historial. Sus padres habían sido malos, el padre violento y agresivo como había sido el de Jack, la madre un estropajo blando y silencioso como su propia madre. Una experiencia homosexual en la escuela primaria. La humillación pública. Experiencias aún peores en la secundaria y en la universidad. Después de hacer víctimas de un acto de exhibicionismo a dos niñitas que se bajaban de un autobús escolar, lo habían arrestado y enviado a un correccional. Y lo peor de todo era que allí lo habían dado de alta, lo habían vuelto a dejar en la calle, porque el director del establecimiento había decidido que estaba bien. Ese hombre se llamaba Grimmer, y sabía que Mono DeLong presentaba síntomas de desviación, pero había presentado un buen informe, favorable, y lo había dejado en libertad. A Jack también le gustaba y simpatizaba con Grimmer. Grimmer tenía que dirigir una institución con escasez de fondos y de personal, intentando que las cosas no se le vinieran abajo a fuerza de saliva, alambre de embalar y míseras subvenciones de una legislatura estatal que estaba pendiente de la opinión de los votantes. Grimmer sabía que Mono podía establecer contacto con la gente, que no se ensuciaba en los pantalones ni trataba de asesinar a los otros reclusos con las tijeras. No se creía Napoleón, tampoco. El psiquiatra a quien se confió el caso pensaba que eran excelentes las probabilidades de que Mono pudiera valerse por sí mismo en libertad, y los dos sabían que cuanto más tiempo pasa un hombre en una institución, tanto más llega a necesitar de ese medio cerrado, como un drogadicto de la droga. Y entretanto, la gente se les agolpaba a la puerta. Paranoicos, esquizoides, ciclotímicos, semicatatónicos, hombres que sostenían haber subido al cielo en platillos volantes, mujeres que les habían quemado los genitales a sus hijos con un encendedor, alcohólicos, pirómanos, cleptómanos, maníaco-depresivos, suicidas frustrados. El mundo de siempre, vaya. Si no estás bien atado, te sacudes, te desintegras, te desarmas antes de haber llegado a los treinta. Jack podía entender el problema de Grimmer, como podía entender a los padres de las víctimas asesinadas. Y a las propias víctimas también, por cierto. Y al Mono DeLong. Que el lector se ocupara de buscar culpables. En aquel tiempo, Jack no quería juzgar. La capa del moralista le caía mal sobre sus hombros.
Con el mismo ánimo optimista había empezado La escuelita, pero últimamente había empezado a tomar partido y, lo que era peor, había empezado a odiar a su héroe Gary Benson. Imaginado originariamente como un muchacho brillante para quien el dinero era más bien una carga que una bendición, un muchacho que nada ambicionaba más que hacer valer sus méritos para poder entrar en una buena universidad porque se lo había ganado y no porque su padre le hubiera abierto las puertas, a los ojos de Jack se había convertido en una especie de fatuo engreído, un postulante frente al altar del saber (en vez de ser un acólito sincero), una imitación superficial de las virtudes del boy scout, cínico por dentro, caracterizado no por una auténtica inteligencia —tal como lo había concebido al principio—, sino por una insidiosa astucia animal. A lo largo de toda la obra se dirigía infaliblemente a Denker llamándolo «señor», tal como Jack había enseñado a su hijo a llamar «señor» a las personas mayores e investidas de autoridad.
Jack pensaba que Danny empleaba con toda sinceridad la palabra, al igual que el Gary Benson originario, pero al comenzar el quinto acto, tenía cada vez más la sensación de que Gary decía «señor» en vena satírica, como una careta que se pusiera exteriormente, en tanto que el Gary Benson que había detrás de ella se mofaba de Denker. De Denker, que jamás había tenido nada de lo que tenía Gary. De Denker, que había tenido que trabajar durante toda su vida, nada más que para llegar a director de una mísera escuelita. Que ahora se veía enfrentado con la ruina por obra de ese muchacho rico, apuesto y de apariencia inocente que había hecho trampa con su composición y después había disimulado astutamente las pistas.
Cuando empezó La escuelita, Jack veía a Denker como alguien no muy diferente de los pequeños cesares sudamericanos ensorbecidos por sus imperios bananeros que fusilan a los oponentes contra el frontón de la cancha de pelota más próxima, un fanático exagerado para la magnitud de su causa, un hombre que de cada uno de sus caprichos hace una Cruzada. Al comienzo, había querido hacer de su obra un microcosmos que fuera una metáfora del abuso del poder. Ahora, se sentía cada vez más impulsado a ver a Denker como una especie de Mister Chips, y la tragedia no residía en la vejación intelectual infligida a Gary Benson, sino más bien en la destrucción de un viejo maestro bondadoso que no alcanzaba a ver las cínicas supercherías de ese monstruo disfrazado de estudiante.
En definitiva, Jack no había podido terminar la obra.
Ahora estaba inmóvil, con los ojos fijos en los papeles, hosco, preguntándose si habría alguna manera de rescatar la situación. En realidad, no creía que la hubiera. Había empezado con una obra que a mitad de camino se le había convertido en otra, abracadabra. Bueno, con mil diablos.
De cualquiera de las dos maneras, era algo que ya se había hecho antes. De cualquier manera era un montón de mierda. Y en definitiva, ¿por qué se estaba preocupando por eso esa noche? Después del día que acababa de tener, no era de maravillarse que no pudiera hilar bien los pensamientos.
—¿… llevarlo abajo?
Levantó los ojos, parpadeando en el intento de sacarse las telarañas.
—¿Que?
—Decía que cómo haríamos para llevarlo abajo. Tenernos que sacarlo de aquí, Jack.
Durante un momento se sintió tan disperso que ni siquiera estaba seguro de qué era lo que quería decir Wendy. Cuando lo entendió emitió una breve risa, casi un ladrido.
—Lo dices como si fuera tan fácil.
—No quise decir…
—No es ningún problema, Wendy. Me cambiaré de ropa en esa cabina telefónica que hay en el vestíbulo y lo llevaré volando a Denver, sobre los hombros. Cuando era muchacho, solían llamarme Supermán Jack Torrance.
El rostro de Wendy se mostró dolido.
—Entiendo el problema, Jack. La radio está rota. Y está la nieve, pero tú tienes que entender el problema de Danny. ¿No te das cuenta, por Dios?
¡Si estaba casi catatónico, Jack! ¿Y si no hubiera salido de ese estado?
—Pero salió —señaló Jack, con cierta sequedad. Los ojos inexpresivos de Danny, las facciones muertas, también lo habían asustado a él, indudablemente. Al principio. Pero, cuanto más lo pensaba, más se preguntaba si no habría sido una escena montada para escapar del castigo.
Después de todo, Danny había estado desobedeciendo.
—Es lo mismo —continuó Wendy, se acercó y se sentó en el extremo de la cama junto al escritorio de su marido, Con expresión a la vez sorprendida y preocupada—. Jack, ¡esos magullones en el cuello! ¡Algo lo atacó, y yo quiero alejarlo de eso!
—No grites —pidió Jack—. Me duele la cabeza, Wendy. Y estoy tan preocupado como tú, así que por favor… no grites.
—Está bien, no gritaré —Wendy bajó la voz—. Pero es que no te entiendo, Jack. Hay alguien aquí con nosotros. Y alguien que no es muy buena persona, por cierto. Tenemos que volver a Sidewinder, no solamente Danny: todos. Y pronto. Y tú… ¡tu estás ahí sentado, leyendo la obra!
—«Tenemos que bajar, tenemos que bajar». Ya puedes seguir diciéndolo. Realmente, tú debes pensar que yo soy Supermán.
—Pienso que eres mi marido —articuló Wendy, suavemente y se quedó mirándose las manos.
El mal humor de Jack estalló. De un golpe dejó el manuscrito sobre el escritorio, volviendo a desordenar la pila y arrugando las hojas de abajo.
—Es hora de que te des cuenta de algunas cosas, Wendy, que aparentemente no has interiorizado, como dicen los sociólogos, y que te andan dando vueltas por la cabeza como bolas de billar. Y más vale que las metas de una vez en las troneras. Tienes que entender que estamos cercados por la nieve.
En su cama, repentinamente, Danny se mostraba inquieto. Aunque seguía dormido, había empezado a retorcerse y a dar vueltas. Como hacía siempre que ellos peleaban, pensó Wendy con desánimo. Y nos estamos peleando de nuevo.
—No lo despiertes, Jack, por favor —pidió.
Jack miró rápidamente a Danny y pareció que la cara se le viera menos arrebatada.
—Está bien. Disculpa. Lamento haberme enojado, Wendy. En realidad no es contigo. Pero es que yo rompí la radio; la culpa es sólo mía. Era nuestro principal vínculo con el exterior. Por favor, venga a buscarnos, señor guardabosques. No podemos seguir aquí hasta tan tarde.
—No —pidió Wendy, apoyándole una mano en el hombro. Jack reclinó la cabeza sobre ella, y Wendy le pasó la otra mano por el pelo—. Supongo que tienes razón, después de mis acusaciones. A veces son como mi madre. Puedo ser malintencionada. Pero tienes que entender que algunas cosas, son difíciles de superar. Tienes que entenderlo.
—¿Te refieres al brazo? —Jack se quedó tenso.
—Si —reconoció Wendy, y se apresuró a continuar—: Pero no es sólo por ti. Me preocupo por él cuando sale a jugar. Me preocupa que quiera una bicicleta para el año próximo, aunque sea con ruedas suplementarias. Me preocupo por sus dientes y por sus ojos y por eso que él llama el esplendor.
Me preocupo… Porque es pequeño y parece muy frágil y porque… porque en este hotel hay algo que parece que quiere apoderarse de él. Y que si es necesario pasará por encima de nosotros para conseguirlo. Por eso tenemos que sacarlo de aquí, Jack. ¡Lo sé, lo siento! ¡Debemos sacarlo de aquí!
En su agitación, Wendy había cerrado dolorosamente la mano sobre el hombro de su marido, pero Jack no se apartó. Con una mano buscó el firme peso del pecho izquierdo y empezó a acariciárselo por encima de la camisa.
—Wendy —empezó y se detuvo. Ella espero a que diera forma a lo que iba a decir. Sobre su pecho, la mano de Jack era un contacto bueno, sedante—. Tal vez podría bajarlo yo, con las raquetas para la nieve. Él podría hacer andando una parte del camino, pero la mayor parte tendría que llevarlo en brazos. Eso significaría acampar una o dos noches, tres quizás. Y tendríamos que armar un pequeño trineo para llevar provisiones y mantas.
Tenemos la radio AM/FM, de modo que podríamos elegir un día en que el pronóstico fuera de tres días de buen tiempo. Pero si el pronóstico no fuera exacto —concluyó Jack, con voz calma y medida— podría significar la muerte.
Wendy había palidecido. Su cara brillaba con algo casi espectral. Jack siguió acariciándole el pecho, pasándole suavemente la yema del pulgar por el pezón.
Wendy dejó escapar un gemido, Jack no sabía si provocado por sus palabras o como reacción a la caricia de él sobre su pecho. Levantó un poco la mano y le desabrochó el primer botón de la camisa. Wendy movió un poco las piernas. De pronto los tejanos le parecían demasiado ajustados, un poco incómodos aunque de una manera no desagradable.
—Significaría dejarte a ti sola, porque tú no sabes andar bastante bien con las raquetas para la nieve. Podrían pasar tres días sin que supieras nada. ¿Es eso lo que quieres? —la mano bajó hasta el segundo botón y lo desabrochó, dejando al descubierto el surco entre los pechos.
—No —respondió Wendy, con voz que se había vuelto pastosa. Se dio la vuelta a mirar a Danny, que había dejado de moverse y tenía otra vez el pulgar en la boca. Entonces, todo iba bien. Pero había algo que Jack estaba dejando fuera del cuadro. Era todo demasiado yermo. Había algo más… pero ¿qué?
—Si nos quedamos aquí —continuó Jack, mientras desabrochaba los dos botones siguientes con la misma deliberada lentitud—, en algún momento vendrá un guardabosques del parque, nada más que por ver qué tal andamos. Entonces, simplemente, le decimos que queremos bajar, y él ya se ocupará del asunto —por la amplia V de la camisa abierta hizo salir los pechos desnudos, se inclinó y apoyó los labios alrededor de un pezón. Estaba duro y erecto. Jack lo recorrió suavemente con la lengua, varias veces, en la forma en que sabía que a ella le gustaba. Wendy volvió a gemir, arqueando la espalda.
(¿No hay algo que he olvidado?).
—¿Mi amor? —le preguntó. Inconscientemente sus manos se deslizaron hacia la nuca de él, de manera que la respuesta quedó ahogada contra su carne.
—¿Cómo nos sacaría de aquí el guardabosques?
Jack levantó un poco la cabeza para contestar y después rodeó con la boca el otro pezón.
—Si el helicóptero estuviera reservado, me imagino que tendría que ser con un vehículo para la nieve.(¡¡¡!!!).
—Pero ¡nosotros tenemos un vehículo para la nieve! ¡Fue lo que dijo Ullman!
Durante un momento pareció que la boca de él se hubiera congelado.
Después, Jack se enderezó. Wendy tenía el rostro arrebatado, los ojos brillantes; en cambio, la expresión de Jack era tan calma como si en vez de estar en preliminares eróticos con su mujer estuviera leyendo un libro bastante aburrido.
—Si tenemos un vehículo para la nieve no hay problema —exclamó Wendy, acaloradamente—. Podremos bajar los tres juntos.
—Wendy, yo jamás en mi vida he conducido un vehículo de esos.
—No puede ser tan difícil. Si allá en Vermont se ve a chiquillos de diez años paseándose con ellos por las pistas… aunque en realidad, no sé en qué pueden estar pensando los padres. Y cuando nos conocimos, tú tenías una motocicleta.
Así era. Tenía una «Honda» de 350 c.c., que había cambiado por un «Saab» poco después que él y Wendy se fueran a vivir juntos.
—Me imagino que podría —respondió lentamente—. Pero no sé en qué condiciones estará. Ullman y Watson… están a cargo de este lugar desde mayo a octubre, y lo dirigen con la mentalidad del verano. Seguramente no tendrá gasolina, y tal vez le falten las bujías o la batería, también. No quiero que te hagas demasiadas ilusiones, Wendy.
Ya totalmente excitada, Wendy se inclinó hacia él, escapándosele los pechos de la camisa, Jack tuvo el súbito impulso de retorcerle uno hasta que gritara. Tal vez así aprendería a callarse la boca.
—La gasolina no es problema —le recordó Wendy—. Tanto el «Volkswagen» como la «Furgoneta» del hotel están llenos. Y hay más para el generador de emergencia que está en la planta baja. Y hasta debe de haber una lata en el cobertizo, así que podrías llevar una reserva.
—Sí, la hay —reconoció Jack. En realidad había tres, dos de veinte litros y una de diez.
—Y lo más seguro es que las bujías y la batería también anden por ahí.
A nadie se le va a ocurrir guardar el vehículo para la nieve en un lugar y los repuestos en alguna otra parte, ¿no te parece?
—Muy probable no parece, no —convino Jack. Se levantó y fue hacia donde Danny seguía durmiendo. Un mechón de pelo le había caído sobre la frente y Jack se lo apartó con suavidad. Danny no se movió.
—Y si puedes ponerlo en marcha, ¿nos llevarás? —preguntó Wendy a sus espaldas—. ¿El primer día que la radio anuncie buen tiempo?
Durante un momento, Jack no respondió. Estaba mirando a su hijo, y la confusión de sus sentimientos se disolvió en una oleada de amor. Danny era como había dicho Wendy: vulnerable, frágil. Las marcas del cuello se le notaban muchísimo.
—Sí —respondió—. Lo pondré en condiciones y saldremos de aquí tan pronto como podamos.
—¡Gracias a Dios!
Jack se dio la vuelta. Wendy se había quitado la camisa y lo esperaba en la cama, con su vientre plano, los pechos apuntados al cielo raso, mientras sus dedos jugaban ociosamente con los pezones.
—Dense prisa, caballeros, que ya es hora —susurró.
Después, sin más luz en la habitación que la lamparilla nocturna que Danny había traído de su cuarto, se quedó acurrucada en el hueco del brazo de él, con una deliciosa sensación de paz. Se le hacía difícil creer que pudieran estar conviviendo en el «Overlook» con un polizón asesino.
—¿Jack?
—¿Hum?
—¿Qué fue lo que lo atacó?
Él no le respondió directamente.
—Él tiene algo. Como un talento que a los demás nos falta. A la mayoría, vamos. Y tal vez el «Overlook» también tenga algo.
—¿Fantasmas?
—No sé. No en el sentido de Algernon Blackwood, seguramente. Más bien algo así como residuos de los sentimientos de las personas que han estado aquí. Cosas buenas y malas. En ese sentido, supongo que cualquier gran hotel tiene sus fantasmas. Especialmente si es viejo.
—Pero una mujer muerta en la bañera… Jack, ¿no estará perdiendo el juicio, verdad?
Jack la abrazó fugazmente.
—Ya sabemos que cae en… bueno, llamémosle trances, a falta de una palabra mejor… de vez en cuando. Sabemos que cuando está en ese estado, a veces… ¿ve?… cosas que no entiende. Si los trances de precognición son posibles, probablemente sean funciones del subconsciente. Freud dijo que el subconsciente nunca nos habla en lenguaje literal. Se vale de símbolos. Si uno sueña que está en una panadería donde nadie habla su idioma, tal vez esté preocupado por su capacidad para mantener a su familia. O tal vez sea que siente que nadie lo entiende. He leído que soñar que uno se cae es una de las canalizaciones más comunes de los sentimientos de inseguridad. Son juegos, nada más que juegos. La parte consciente de un lado de la red, el subconsciente del otro, pasándose uno a otro una imagen absurda. Lo mismo que con la enfermedad mental, las corazonadas y todo eso. ¿Por qué habría de ser diferente la precognición? Tal vez Danny realmente hubiera visto sangre en las paredes de la suite presidencial. Para un chico de esa edad, la imagen de la sangre y el concepto de la muerte son poco menos que intercambiables. De todas maneras, para los niños la imagen es siempre más accesible que el concepto. William Carlos Williams lo sabía, como pediatra que era. A medida que crecemos, los conceptos nos resultan poco a poco más fáciles y dejamos las imágenes para los poetas… pero estoy divagando.
—Me gusta oírte divagar.
—Lo dijo, muchachos, lo dijo. Todos lo habéis oído.
—Pero las marcas en el cuello, Jack… eso es real.
—Sí.
Durante largo rato no hubo más palabras. Wendy empezaba a pensar que Jack debía de haberse quedado dormido, y ella misma empezaba a adormecerse, cuando lo oyó decir:
—Para eso, se me ocurren dos explicaciones, y ninguna de ellas implica que haya alguien más en el hotel.
—¿Qué? —Wendy se enderezó sobre un codo.
—Estigmas, tal vez.
—¿Estigmas? ¿Eso no es cuando la gente sangra el Viernes Santo, o algo así?
—Sí. A veces, la gente que cree profundamente en la divinidad de Cristo exhibe marcas sangrantes en las manos y en los pies durante la Semana Santa. En la Edad Media era más común que ahora. En esa época, a personas así se las consideraba bendecidas por Dios. No creo que la Iglesia católica lo proclamara directamente como milagroso… y era muy inteligente al no hacerlo. Los estigmas no se diferencian mucho de algunas cosas que pueden hacer los yoguis. Ahora se comprende mejor, eso es todo. La gente que entiende la interacción entre mente y cuerpo… que la estudia, quiero decir, porque como entenderla, nadie la entiende… cree que tenemos mucho más control de nuestras funciones involuntarias de lo que solía creerse. Si uno se concentra lo suficiente, puede disminuir el ritmo de los latidos cardíacos, o acelerar su metabolismo. O aumentar la cantidad de transpiración, o provocarse hemorragias.
—¿Quieres decir que Danny se concentró hasta que le aparecieron esos magullones en el cuello? Jack, eso no puedo creerlo.
—Yo creo que es posible, aunque a mí también me parece improbable. Lo que es más probable es que se lo haya hecho solo.
—¿Sólo?
—Ya otras veces ha caído en esos «trances», y se ha lastimado él solo.
¿Recuerdas aquella vez mientras cenábamos? Hace un par de años, creo. Tú y yo estábamos muy mal entre nosotros, y nadie hablaba mucho. Entonces, repentinamente, se le pusieron los ojos en blanco y se cayó de cara sobre el plato. Y después, al suelo. ¿Te acuerdas?
—Sí, claro que sí —asintió Wendy—. Yo pensé que era una convulsión.
—Otra vez estábamos en el parque —continuó Jack—, Danny y yo solos. Un sábado por la tarde. Él estaba en un columpio, balanceándose, y de pronto se cayó al suelo. Fue como si le hubieran disparado. Yo corrí a levantarlo, y de pronto volvió en sí. Parpadeó un poco y me dijo: «Me hice mal en la barriga. Dile a mami que esta noche cierre las ventanas del dormitorio si llueve». Y esa noche llovió a cántaros.
—Sí, pero…
—Y siempre aparece con arañazos y raspones en los codos. Tiene las piernas que parecen un campo de batalla. Y cuando le preguntas cómo se hizo tal o cual magullón, te dice que estaba jugando, y no da más explicaciones.
—Jack, todos los chicos se hacen chichones y se lastiman. Con los muchachitos es lo de siempre, desde el momento en que aprenden a andar hasta que tienen doce o trece años.
—Y estoy seguro de que Danny no se queda atrás —continuó Jack—. Es un chico activo. Pero yo me acuerdo de ese día en el parque, y de esa noche durante la cena, y me pregunto si todos los chichones y los cardenales de nuestro hijo vienen simplemente de que se cayó de rodillas. ¡Demonios, si ese doctor Edmonds dijo que Danny se puso en trance allí mismo, en su despacho!
—Está bien. Pero esos magullones son de dedos, puedo jurarlo. Eso no se lo hizo porque se cayó.
—El chico cae en trance —insistió Jack—, y tal vez ve algo que sucedió en esa habitación. Una discusión, un suicidio tal vez. Emociones violentas. No es como estar viendo una película; está en un estado de gran sugestionabilidad, en mitad misma del episodio. Tal vez subconscientemente esté contemplando de manera simbólica algo que sucedió… por ejemplo, una muerta que vuelve a la vida, un resucitado, un vampiro, un espectro o la palabra que más te guste.
—Me haces poner la carne de gallina —se estremeció Wendy.
—No creas que a mí no se me pone. Yo no soy psiquiatra, pero me parece que la explicación es coherente. La muerta que camina como símbolo de emociones muertas, de vidas muertas que se resisten a desaparecer, a irse… pero como es una imagen subconsciente, ella también es él. En el estado de trance, el Danny consciente queda sumergido, y la que mueve los hilos es la imagen subconsciente. De modo que Danny se pone las manos al cuello y…
—Basta —lo detuvo Wendy—. Ya lo veo, y creo que es más aterrador que tener a un extraño merodeando por los pasillos, Jack. De un extraño te puedes apartar, pero de ti mismo no. De lo que estás hablando es de esquizofrenia.
—De un tipo muy limitado —aclaró Jack, un poco inseguro—. Y de naturaleza muy especial. Porque efectivamente, parece que pudiera leer el pensamiento, y de veras parece que ocasionalmente tuviera premoniciones.
Y a esas cosas, por más que me esfuerce, no puedo considerarlas como enfermedad mental. De todas maneras, todos tenemos componentes esquizofrénicos. Pienso que a medida que Danny crezca, los controlará mejor.
—Si estás en lo cierto, entonces es imperativo que lo saquemos de aquí. Tenga lo que tuviere, este hotel está empeorándolo.
—Yo no diría eso —objetó Jack—. Para empezar, si hubiera hecho lo que le habían dicho, jamás habría ido a esa habitación. Y jamás habría ocurrido eso.
—¡Por Dios, Jack! ¿Quieres decir que el hecho de que estuviera a punto de morir estrangulado fue… el castigo que se merecía por haber desobedecido?
—No… no. Claro que no. Pero…
—No hay peros —Wendy sacudió violentamente la cabeza—. La verdad es que sólo hacemos conjeturas. No tenemos la menor idea de cuál será el momento en que, al doblar por un pasillo, Danny caiga en uno de esos… pozos de aire, una de esas películas de terror o lo que sea. Tenemos que sacarlo de aquí —dejó escapar una risita en la oscuridad— porque si no, seremos nosotros quienes empezaremos a ver cosas.
—No digas disparates —la regañó Jack, que en la oscuridad de la habitación veía los leones del cerco amontonándose junto a la senda, ya no flanqueándola sino vigilándola, los hambrientos leones de noviembre.
Gotitas de sudor frío le cubrieron la frente.
—¿Realmente, tú no viste nada? —le preguntaba Wendy—. Cuando subiste a esa habitación, quiero decir, ¿realmente no viste nada?
Los leones habían desaparecido, y ahora Jack veía una cortina para ducha de color rosado pastel, tras la cual se perfilaba una forma oscura. La puerta cerrada. Esos golpes ahogados, presurosos, y después el ruido que podía haber sido de pasos que corrían.
El latido lento y horrible de su propio corazón, mientras él luchaba con la llave maestra.
—Nada —respondió, y era la verdad. Se había sentido tenso e inseguro de lo que pasaba. No había tenido ocasión de pasar revista a sus pensamientos en busca de una explicación razonable para los magullones que tenía su hijo en el cuello, él mismo había estado demasiado sugestionable. A veces, las alucinaciones podían ser contagiosas.
—¿Y no has cambiado de opinión? Sobre el vehículo para la nieve, quiero decir.
Súbitamente, las manos de Jack se convirtieron en puños (¡Déjate de fastidiarme!) a sus costados.
—Ya te dije que lo haría, ¿no? Pues lo haré. Ahora, ponte a dormir, que el día ha sido largo, y duro.
—Ya lo creo —suspiró Wendy. Las sábanas susurraron cuando se volvió hacia su marido para besarlo en el hombro—. Te amo, Jack.
—Yo también —le aseguró él, pero sólo era de labios afuera. Seguía aun con los puños contraídos, y los sentía como si fueran piedras al extremo de los brazos. En la frente, una vena le latía obstinadamente: Wendy no había dicho una palabra de lo que les sucedería después de que bajaran a Sidewinder, cuando la fiesta hubiera terminado. Ni una sola. Lo único había sido Danny esto y Danny lo otro y Jack estoy tan asustada. Sí, claro, estaba asustada de los espantajos que había en los armarios y las sombras al acecho, vaya si lo estaba. Pero tampoco faltaban las preocupaciones reales. Cuando llegaran a Sidewinder no tendrían más que sesenta dólares y la ropa que llevaban puesta. Ni coche siquiera. Y aunque en Sidewinder hubiera un prestamista —que no lo había—, no tenía qué empeñar, como no fuera el brillante del anillo de casada de Wendy, que valdría unos noventa dólares, si era un usurero bondadoso. Tampoco habría trabajo, ni siquiera por horas o para la temporada de invierno, a no ser despejar de nieve las entradas para coches, a tres dólares por casa. La imagen de Jack Torrance, a los treinta años, tras haber publicado en Esquire y haber acariciado el sueño (no del todo irrazonable, en su sentir) de convertirse en un importante escritor norteamericano en el curso del siguiente decenio, llamando a las puertas con una pala al hombro… esa imagen acudió de súbito a su mente con mucha mayor nitidez que la de los leones del cerco, y Jack contrajo los puños con más fuerza todavía, sintiendo cómo las uñas se le clavaban en las palmas, arrancándole sangre en la forma de místicas medias lunas. John Torrance, haciendo cola para cambiar sus sesenta dólares por cupones de racionamiento, volviendo a hacer cola en la iglesia metodista de Sidewinder para conseguir que le dieran alojamiento, mirado con rencor por los necesitados del lugar. John Torrance, explicándole a Al que simplemente habían tenido que irse, que él había tenido que apagar la caldera e irse y dejar el «Overlook» y todo lo que contenía a merced de los vándalos o los ladrones o las barredoras de nieve, porque fíjate Al, attendez-vous, Al, allá arriba hay fantasmas y la habían tomado con mi hijo. Adiós, Al. Título del capítulo cuatro, «Llega la primavera para John Torrance». Y entonces, ¿qué?
¿Qué demonios, entonces? Se imaginaba que en el «Volkswagen» podrían llegar a la costa Oeste. Con cambiarle la bomba de aceite, asunto arreglado.
A noventa kilómetros hacia el oeste, ya todo el camino era descendente, así que casi se podía poner el coche en punto muerto y seguir costeando hasta Utah. Hacia la soleada California, tierra de naranjas y de oportunidades. Un hombre con sus legítimos antecedentes de alcohólico, de colérico con los estudiantes y de cazador de fantasmas, conseguiría indudablemente cualquier cosa. Lo que pidiera. Como ingeniero de caminos… para desempantanar autobuses «Greyhound». En el negocio de automotores… lavando coches, enfundado en un mono de goma. En las artes culinarias, tal vez, como lavaplatos en algún restaurante. O tal vez un cargo de más responsabilidad, como podía ser cargar gasolina. Un trabajo así le ofrecería incluso el estímulo intelectual de contar el cambio y recibir los talones de crédito. Puedo darle veinticinco horas semanales, pagándole el salario mínimo. Melodía celestial, oír eso en un año en que el pan envasado se vendía a sesenta centavos la hogaza. La sangre había empezado a escurrírsele de las palmas. Como si tuviera estigmas, vaya. Contrajo con más fuerza los puños, complaciéndose en el dolor. Su mujer estaba dormida a su lado, ¿por qué no? Si no había problemas. Jack había accedido a ponerlos, a ella y a Danny, fuera del alcance del gran espantajo malo, y ya no había problemas. Conque ya ves, Al, me pareció que lo mejor que podía hacer era… (matarla).
La idea se elevó desde la misma nada, despojada y sin ornamentos. La necesidad de arrojarla de la cama, desnuda, atónita, apenas empezando a despertarse; de abalanzarse sobre ella, aferrarle el cuello como se coge el débil tallo de un álamo joven y estrangularla, con los pulgares contra la tráquea, los demás dedos oprimiendo las vértebras del cuello, sacudiéndole la cabeza y golpeándosela contra las tablas del piso, una y otra vez, golpear, sacudir, romper, destrozar. Eso sí que es bailar, chiquita. Sacúdete con ritmo de rock and roll. Ya se ocuparía él de que tomara su medicina. Hasta la última gota. Hasta las heces.
Percibió oscuramente que de algún lado llegaba un ruido ahogado, desde fuera de su mundo interior afiebrado y tumultuoso. Miró hacia el otro lado de la habitación y vio que Danny se agitaba de nuevo en la cuna, retorciéndose y envolviéndose en las mantas. De su garganta brotaba un profundo gemido, un grito débil, como enjaulado. ¿Una pesadilla? ¿Una mujer de color púrpura, muerta desde hacía tiempo, que lo perseguía por los retorcidos corredores del hotel? De alguna manera, Jack no pensó que fuera eso. Era otra cosa la que perseguía a Danny en sus sueños. Algo peor.
El amargo nudo de sus emociones se deshizo. Jack se bajó de la cama y fue hacia donde estaba el niño, sintiéndose asqueado y avergonzado de sí mismo. Era en Danny en quien tenía que pensar, no en Wendy ni en sí mismo. Solamente en Danny. Y no importaba la forma que se esforzara por imponer a los hechos: en su fuero interno, él sabía que debía sacar a Danny de allí. Le acomodó las mantas y les agregó el edredón dispuesto a los pies de la cama. Danny había vuelto a calmarse. Jack le tocó la frente (¿qué monstruos jugueteaban tras esa pantalla de hueso?) y la encontró tibia, pero no caliente. Y el chico había vuelto a dormirse profundamente. Qué extraño.
Volvió a acostarse, y él también intentó dormir. Inútilmente.
Era tan injusto que las cosas tuvieran que resultar así… parecía que la mala suerte lo acechara. Después de todo, al venir aquí no habían conseguido quitársela de encima. Para cuando llegaran a Sidewinder, mañana por la tarde, la dorada oportunidad se habría evaporado, se habría ido por el camino del zapato de gamuza azul, como solía decir uno de sus antiguos compañeros de habitación. En cambio, ¡qué diferencia si no bajaban, si de alguna manera conseguían aguantar! La obra quedaría terminada; de una manera o de otra, ya le encontraría un final. Su propia incertidumbre respecto de sus personajes podía agregar al desenlace original un toque de conmovedora ambigüedad. Y tal vez le permitiera ganar algún dinero, no era imposible. Y aunque así no fuera, era muy posible que Al convenciera al consejo directivo de Stovington de que volvieran a contratarlo. Claro que si lo tomaban sería a prueba, y una prueba que podía ser de hasta tres años, pero si se mantenía sobrio y seguía escribiendo, tal vez no tuviera que quedarse tres años en Stovington. Por cierto que Stovington nunca le había interesado mucho; ahí se sentía ahogado, enterrado vivo, pero de todos modos su reacción había sido inmadura.
Aunque tampoco se podía esperar que un hombre disfrutara de la enseñanza cuando cada dos o tres días daba las tres primeras horas de clase con una resaca que hacía que se le partiera la cabeza. Pero eso no le volvería a suceder. Ahora sería capaz de afrontar mucho mejor sus responsabilidades, de eso estaba seguro.
En mitad de esos pensamientos, las cosas empezaron a desmembrare y Jack flotó a la deriva hasta hundirse en el sueño. Ese último pensamiento lo siguió en su descenso como el resonar de una campana: Le parecía que allí podría encontrar la paz. Por fin. Sólo faltaba que lo dejaran.
Cuando se despertó, estaba otra vez de pie en el cuarto de baño del 217.
(otra vez andando en sueños… ¿por qué…?, si aquí no hay radios para romper).
La luz del cuarto de baño estaba encendida y, a sus espaldas, el dormitorio estaba a oscuras. La cortina de la ducha estaba corrida, ocultando la larga bañera con patas como garras. Junto a ella, la alfombrilla estaba arrugada y húmeda.
Jack empezó a tener miedo, pero un miedo cuya propia cualidad onírica le decía que la situación no era real. Sin embargo, no por eso desaparecía el miedo. En el «Overlook» eran tantas las cosas que parecían sueños…
Atravesó el baño en dirección a la bañera; no quería hacerlo, pero le era imposible retroceder.
De golpe, abrió la cortina.
En la bañera, desnudo, flotando casi ingrávidamente en el agua, estaba George Hatfield, con un cuchillo clavado en el pecho. El agua estaba teñida de un color rosado brillante. Los ojos de George estaban cerrados. El pene flotaba blandamente, como algas.
—George —se oía decir Jack.
Cuando él pronunciaba la palabra, los ojos de George se abrían bruscamente. Ojos de plata, que no tenían nada de humanos. Las manos de George, blancas como peces, se apoyaban en los lados de la bañera, y George se levantaba hasta quedar sentado. El cuchillo le asomaba limpiamente del pecho, por una herida sin labios, equidistante de las dos tetillas.
—Usted adelantó el cronómetro —le decía ese George de ojos de plata.
—No, George, de ningún modo. Yo…
—Yo no tartamudeo.
Ahora George estaba de pie, sin dejar de mirarlo con esa inhumana fijeza de plata, pero la boca se le había contraído en una sonrisa burlesca, letal. Pasaba una pierna por encima del borde esmaltado de la bañera, y apoyaba sobre la alfombrilla de baño un pie blanco y arrugado.
—Primero usted trató de atropellarme cuando yo iba en bicicleta y después adelantó el cronómetro y después intentó apuñalarme pero así y todo yo no tartamudeo. —George se le acercaba con las manos extendidas, ligeramente curvados los dedos. De él emanaba un olor húmedo y mohoso, como el de las hojas caídas cuando les ha llovido encima.
—Fue por tú bien —decía Jack, y empezaba a retroceder—. Lo adelanté por tú bien. Además, casualmente sé que tú plagiaste tu composición.
—Yo no plagié… y además no tartamudeo.
Las manos de George le tocaban el cuello.
Jack se daba la vuelta y corría, corría con esa lentitud flotante e ingrávida que es tan común en los sueños.
—¡Sí! ¡Sí que plagiaste! —vociferaba Jack, furioso, mientras atravesaba a la carrera el dormitorio a oscuras—. ¡Yo lo demostraré!
Las manos de George le alcanzaban otra vez el cuello. El miedo hinchaba el corazón de Jack hasta que parecía que fuera a estallar. Entonces, finalmente, su mano se cerraba en torno del picaporte, y éste giraba bajo la mano y Jack abría la puerta y se precipitaba, no en el pasillo de la segunda planta, sino en la habitación que había en el sótano, pasando el arco. La luz de las telarañas estaba encendida. Su silla de campamento, austera y geométrica, lo esperaba debajo. Todo rodeado por una cordillera en miniatura, hecha de cajas y cajones y paquetes de recibos y facturas y Dios sabría qué. Una oleada de alivio lo inundaba.
—¡Lo encontraré! —se oía vociferar, y se apoderaba de una caja de cartón, húmeda y a punto de deshacerse, que se le desarmaba en las manos, dejando caer una cascada de delgados papeles amarillentos.
—¡Está por aquí! ¡Lo encontraré! —Jack metía ambas manos en lo más hondo de la pila de papeles y las sacaba con un avispero seco en una mano y un cronómetro en la otra. El cronómetro estaba en marcha; se oía el tictac.
Del dorso le salía un cable, que por el otro extremo estaba conectado a un cartucho de dinamita.
—¡Aquí! —vociferaba—. ¡Ven a cogerlo!
Su alivio se convertía en una absoluta sensación de triunfo. Había hecho algo más que escapar de George; lo había vencido. Con semejantes talismanes en sus manos, George jamás volvería a tocarlo. George escaparía aterrorizado.
Jack empezaba a darse la vuelta para poder hacer frente a George, y ése era el momento en que las manos de George se le cerraban en torno del cuello, apretándolo, cortándole el aliento, bloqueándole completamente la respiración después de una última boqueada.
—Yo no tartamudeo —susurraba George a sus espaldas.
Jack dejaba caer el avispero y las avispas salían bullendo de él en una furiosa oleada amarilla y negra. Él sentía fuego en los pulmones. Sus ojos vacilantes caían sobre el cronómetro y la sensación de triunfo reaparecía, junto a una ola creciente de justa cólera. En vez de conectar el cronómetro con la dinamita, el cable iba hasta el puño de oro de un recio bastón negro, como el que acostumbraba a llevar su padre después del accidente con el camión lechero.
Al cogerlo Jack, el cable se partía. El bastón, en sus manos, era pesado y justiciero. Jack lo levantaba con fuerza por encima del hombro. Al subir, el bastón rozaba el cable del cual pendía la bombilla de luz, y la luz empezaba a mecerse hacia atrás y hacia delante, haciendo que las sombras embozadas en las paredes y en el techo se columpiaran monstruosamente. Al volver a descender, el bastón golpeaba algo mucho más duro. George dejaba escapar un alarido, y la presión sobre el cuello de Jack se aflojaba.
Arrancándose de las manos de George, giraba sobre sí mismo. George estaba de rodillas, con la cabeza caída, ambas manos entrelazadas sobre la coronilla. Por entre los dedos le brotaba la sangre.
—Por favor —susurraba George, humildemente—. Déme una oportunidad, señor Torrance.
—Ahora te tomarás tu medicina —gruñía Jack—. Vaya si lo harás, por Dios. Cachorro, mocoso inútil. Ahora mismo, por Dios, ahora mismo. ¡Hasta la última gota, carajo!
Mientras la luz oscilaba por encima de él y las sombras danzaban y se arremolinaban, él empezaba a blandir el bastón, haciéndolo bajar una y otra vez, levantando y subiendo el brazo como si fuera una máquina. La ensangrentada protección de los dedos de George se le desprendía de la cabeza y Jack volvía a asestarle una y otra vez el bastón encima, en el cuello, en los hombros, en la espalda, en los brazos. Pero el bastón ya no seguía siendo un bastón; se había convertido en un mazo con una especie de mango a rayas brillantes. Un mazo con un lado duro y un lado blando. Y el lado con el que golpeaba tenía pegotes de pelo y sangre. Y el ruido seco y sordo del mazo al golpear contra la carne había sido reemplazado por un ruido hueco, retumbante, que se ampliaba en ecos y reverberaba. Su propia voz había asumido una cualidad así, la de un bramido desencarnado.
Y sin embargo, paradójicamente, sonaba más débil, confusa, impaciente… la voz de un borracho.
La figura que estaba de rodillas levantaba lentamente la cabeza, en un gesto de súplica. Lo que había allí no era un rostro, precisamente, sino apenas una máscara sangrienta a través de la cual atisbaban los ojos. Jack volvía a alzar el mazo para asestar el último, sibilante golpe de gracia y ya lo había lanzado, con todas sus fuerzas cuando se daba cuenta de que el rostro suplicante que se alzaba hacia él no era el de George, sino el de Danny. Era la cara de su hijo.
—Papito…
Y entonces el mazo daba en el blanco, golpeando a Danny entre los ojos, cerrándoselos para siempre. Y parecía que algo, en alguna parte, estuviera riéndose…
(¡No!).
Se despertó de pie, desnudo, junto a la cama de Danny, con las manos vacías, el cuerpo cubierto de sudor. Su último alarido no había pasado de su mente. Volvió a articularlo, esta vez en forma de susurro.
—No. No, Danny. Jamás.
Volvió a su cama con piernas que se le habían vuelto de goma. Wendy estaba profundamente dormida. Sobre la mesa de noche, el reloj decía que eran las cinco menos cuarto. Jack siguió insomne hasta las siete, cuando sintió que Danny empezaba a despertarse. Entonces bajó las piernas de la cama y empezó a vestirse. Era hora de ir abajo, a verificar la presión de la caldera.