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NUEVA VISITA A LA 217

Para subir tomó el ascensor, cosa rara, porque desde que llegaron ninguno de ellos había utilizado el ascensor. Manipuló la palanca de bronce y el aparato subió, entre quejosas vibraciones, por el hueco, mientras las puertas de reja se sacudían desaforadamente. Jack sabía que a Wendy el ascensor le inspiraba un horror realmente claustrofóbico. Se imaginaba a ellos tres atrapados entre dos plantas, mientras afuera rugían las tormentas invernales, y podía verlos cada vez más flacos y más débiles, hasta morirse de hambre. O se imaginaba que se devorarían entre ellos, como había pasado con aquellos jugadores de rugby. Recordó una de esas etiquetas que se pegan en los parabrisas, que había visto en Boulder: JUGADORES DE RUGBY DEVORAN A SUS MUERTOS. También recordaba otras: USTED ES LO QUE COME. O frases de menús. Bienvenido al comedor del «Overlook», el orgullo de las Montañas Rocosas. Coma espléndidamente en el techo del mundo. Cuadril humano asado a las cerillas, la spécialité de la Maison. La sonrisa despectiva volvió a juguetear en sus labios. Cuando en la pared del hueco apareció el número 2, volvió la palanca de bronce a su posición inicial y el ascensor se detuvo. Jack se echó tres pastillas de «Excedrina» en la mano y abrió la puerta del ascensor. En el «Overlook» no había nada que lo asustara. Él y el hotel simpatizaban.

Recorrió el pasillo mientras se iba echando las tabletas en la boca y masticándolas una por una. Dobló la esquina del corto pasillo que se apartaba del corredor principal. La puerta de la habitación 217 estaba entreabierta y la llave maestra colgaba de la cerradura.

Jack frunció el ceño, sintiéndose recorrido por una oleada de irritación y hasta de cólera. Cualquiera que hubiera sido el resultado no importaba; el chico había desobedecido. Se le había dicho, y de manera inequívoca, que había ciertas partes del hotel que no eran para él; el cobertizo de las herramientas, el sótano y todas las habitaciones para huéspedes. Tan pronto como se le hubiera pasado el susto, hablaría con Danny de ese asunto. Le hablaría de manera razonable, pero con severidad. Eran muchos los padres que no se habrían limitado a hablar; le habrían dado una buena zurra, y tal vez fuera eso lo que Danny necesitaba. Y si ya se había llevado un susto, ¿no era eso exactamente lo que se merecía?

Fue hacia la puerta, quitó la llave maestra, se la echó al bolsillo y entró. La luz del techo estaba encendida. Echó un vistazo a la cama, vio que no estaba deshecha y después fue directamente hacia la puerta del baño. En su interior se había afirmado una curiosa certidumbre. Aunque Watson no hubiera mencionado apellidos ni número de habitación, Jack tenía la seguridad de que esas eran las habitaciones que habían compartido la mujer del abogado y su amante, que ése era el cuarto de baño donde la habían encontrado muerta, llena de barbitúricos y de alcohol del Salón Colorado.

Empujó la puerta de espejo del cuarto de baño, la abrió y entró. Allí, la luz estaba apagada. La encendió y se quedó mirando el largo cuarto parecido a un coche «Pullman», decorado en el estilo característico de comienzos de siglo y remodelado en la década del 20, que parecía común a todos los cuartos de baño del «Overlook», excepción hecha de los de la tercera planta, que eran directamente bizantinos… como convenía a los miembros de la realeza, los políticos, estrellas de cine y capos de la mafia que habían desfilado por allí a lo largo de los años.

La cortina de la ducha, de color rosado pastel, estaba corrida defensivamente en torno de la gran bañera con patas en forma de garras (sin embargo se movía). Y por primera vez Jack sintió que la flamante sensación de seguridad (de lactancia casi) que se había apoderado de él cuando Danny corrió a sus brazos gritando ¡Fue ella! ¡Fue ella! , lo abandonaba. Un dedo gélido le oprimió suavemente la base de la columna, provocándole un escalofrío. Se le unieron otros dedos que de pronto empezaron a subirle por las vértebras a lo largo de la espalda, recorriéndole la espina dorsal como si fuera un instrumento musical.

Su furia con Danny se evaporó, y al avanzar un paso para apartar la cortina, con la boca seca, no sentía más que compasión por su hijo y terror por sí mismo.

La bañera estaba seca y vacía.

La irritación y el alivio se exhalaron en un súbito suspiro que se lo escapó de los labios tensos, como una pequeña explosión. Al terminar la temporada, la bañera había sido escrupulosamente fregada y, a no ser por la mancha de herrumbre que se había formado bajo los grifos, brillaba de limpia. El olor del detergente era débil, pero inconfundible, uno de esos que, semanas después de haber sido usados, pueden seguir irritándole a uno las narices durante semanas y meses con el olor de su virtuosa pulcritud.

Se inclinó para pasar los dedos por el fondo de la bañera. Seca como un hueso. Ni el más leve rastro de humedad. O el chico había tenido una alucinación o había mentido, directamente. Volvió a sentirse irritado, y en ese momento le llamó la atención la alfombrilla de baño sobre el suelo. La miró con el ceño fruncido. ¿Qué hacía allí una alfombrilla de baño? Debería haber estado en el armario de la ropa blanca, al final del ala oeste, junto con las sábanas, toallas y fundas. Se suponía que ahí estaba toda la ropa blanca.

Ni siquiera las camas estaban hechas en las habitaciones de huéspedes; los colchones, tras haberlos protegido con fundas de plástico con cremalleras, estaban directamente cubiertos por las colchas. Se imaginó que tal vez Danny hubiera ido a buscarla, ya que con la llave maestra se podía abrir el armario de la ropa blanca, pero… ¿por qué? La recorrió con las yemas de los dedos. La alfombrilla estaba seca.

Volvió hacia la puerta del cuarto de baño y se quedó ahí parado. Todo estaba en orden. El chico había soñado; no había nada fuera de lugar. Lo de la alfombrilla de baño lo tenía un poco intrigado, es cierto, pero la explicación lógica sería que alguna de las camareras, apresurándose como locas el día de cierre de la temporada, se hubieran olvidado de recogerla.

Aparte de eso, todo estaba…

Las narices se le dilataron un poco. Desinfectante, ese virtuoso olor a limpieza. Y… ¿Jabón?

No, seguramente. Pero, una vez identificado el olor, era demasiado nítido para no darle importancia. Jabón. Pero no uno de esos jabones corrientes que le dan a uno en hoteles, y moteles. Era algo leve y aromático, un jabón de mujer. Como si fuera un olor rosado. «Camay» o «Lowila», alguna de las marcas que usaba siempre Wendy en Stovington.

(No es nada. Es tu imaginación).

(sí como los setos que sin embargo se movían). (¡No se movían!).

Con paso irregular se dirigió a la puerta que daba al pasillo, sintiendo cómo en las sienes empezaba a martillarle un dolor de cabeza. Ese día había sido demasiado, habían sucedido demasiadas cosas. Claro que no castigaría al niño ni le daría una zurra, solamente hablaría con él, pero por Dios que ya tenía bastantes problemas para agregarles la habitación 217. Y sin más base que una alfombrilla de baño seca y un débil perfume a jabón de tocador…

Tras él se produjo un súbito ruido metálico. Lo oyó en el momento mismo en que su mano se cerraba sobre el picaporte, y un observador podría haber pensado que la manija de acero pulido le había transmitido una descarga eléctrica. Se estremeció convulsivamente, con los ojos muy abiertos, contraídos todos los demás rasgos en una mueca.

Después consiguió dominarse, un poco por lo menos, soltó el picaporte y se dio vuelta cuidadosamente. Las articulaciones le crujían.

Empezó a volverse hacia la puerta del baño, paso a paso, como con pies de plomo.

La cortina de la ducha, que él había apartado para mirar dentro de la bañera, estaba otra vez corrida. El ruido metálico, que a él le había sonado como el crujir de huesos en una cripta, lo había producido los anillos de la cortina al deslizarse por la barra. Jack se quedó mirando la cortina. Sentía la cara como si se la hubieran encerado, cubierta por fuera de piel muerta, por dentro llena de vivos, ardientes arroyuelos de espanto. Lo mismo que había sentido en la zona infantil.

Había algo detrás de la cortina de plástico rosado. Había algo en la bañera.

Alcanzaba a verlo, mal definido y oscuro a través del plástico, una figura casi amorfa. Podría haber sido cualquier cosa. Un juego de luz. La sombra del dispositivo de la ducha. Una mujer muerta desde hacía mucho tiempo, yacente en la bañera, con una pastilla de jabón «Lowila» en la mano rígida mientras esperaba pacientemente la eventual llegada de un amante.

Jack se dijo que debía avanzar sin vacilación para correr de un tirón la cortina. Para dejar al descubierto lo que hubiera allí. En cambio, se dio la vuelta con espasmódicos pasos de marioneta, con el corazón retumbándole espantosamente en el pecho, y volvió al dormitorio.

La puerta que daba al pasillo estaba cerrada.

Durante un largo segundo permaneció inmóvil, mirándola. Podía sentir el gusto del terror, en el fondo de la garganta, como un sabor de cerezas pasadas.

Con el mismo andar convulsivo fue hacia la puerta y obligó a sus dedos a cerrarse sobre el picaporte.

(No se abrirá).

Pero se abrió.

Con gesto torpe apagó la luz, salió al pasillo y, sin mirar hacia atrás, cerró la puerta. Desde adentro, le pareció oír un ruido extraño, de golpes húmedos, lejano, incierto, como si algo hubiera conseguido salir demasiado tarde, trabajosamente, de la bañera, como para saludar a su visitante, como si se hubiera dado cuenta de que el visitante se iba antes de haber satisfecho las convenciones sociales y se precipitara ahora hacia la puerta, algo purpúreo y horriblemente sonriente, para invitarlo a que entrara de nuevo.

Tal vez para siempre.

¿Pasos que se aproximaban a la puerta, o solo los latidos del corazón en sus oídos?

Tanteó en busca de la llave maestra. La sintió fangosa, remisa a girar en la cerradura. La golpeo, y de pronto los pestillos se corrieron y él retrocedió contra la pared opuesta del pasillo, dejando escapar un gruñido de alivio. Cerró los ojos y por su mente empezaron a desfilar todas las antiguas frases, parecía que las hubiera por centenares (estás chillado no estás en tus cabales te chalaste, perdiste la chaveta chico, se te fue la onda, estás mal del coco, estás para la camisa de fuerza, estás ido del todo, perdiste un tornillo, estás sonado) y todas querían decir la misma cosa: perder el juicio.

—No —gimoteó, casi sin darse cuenta de que estaba reducido a eso, a gimotear con los ojos cerrados, como un niño—. Oh no, Dios. Dios por favor, no.

Pero bajo el tumulto de sus pensamientos caóticos, bajo el martilleo de los latidos de su corazón, podía oír el ruido suave, fútil del picaporte movido de un lado a otro porque eso encerrado dentro trataba inútilmente de salir, eso que querrá conocerlo, que quería que él le presentara a su familia mientras la tormenta vociferaba en torno de ellos y la luz blanca del día se convertía en lóbrega noche. Si abría los ojos y veía moverse el picaporte, se volvería loco, así que los dejó cerrados y después de un tiempo inconmensurable, hubo tranquilidad.

Jack se obligó a abrir los ojos, convencido a medias de que, cuando los abriera, ella estaría en pie ante él. Pero el pasillo estaba vacío.

De todas maneras, se sentía observado.

Sus ojos se posaron en la mirilla que había en el centro de la puerta y se preguntó que sucedería si se acercaba para mirar a través de ella. ¿Con qué clase de ojo se vería enfrentado su ojo?

Sus pies empezaron a moverse (pies no me falléis ahora)antes de que él se diera cuenta. Se apartaron de la puerta y lo llevaron hacia el corredor principal, susurrando sobre la jungla negra y azul de la alfombra. A mitad del camino hacia la escalera se detuvo para mirar el extintor de incendios. Le pareció que los pliegues de lona de la manguera estaban dispuestos de manera diferente. Y estaba seguro de que cuando él vino por el pasillo, la boquilla de bronce apuntaba hacia el ascensor. Ahora estaba mirando para el otro lado.

—Yo no vi nada de eso —dijo muy claramente Jack Torrance. Tenía la cara blanca y ojerosa, y sus labios insistían en dibujar una sonrisa.

Pero para bajar no tomó el ascensor. Se parecía demasiado a una boca abierta. Demasiado. Bajó por la escalera.