28

«¡FUE ELLA!»

Jack se había quedado en la escalera, escuchando el ahogado arrullo consolador que llegaba a través de la puerta cerrada, y lentamente su confusión había cedido el paso a la cólera. En realidad, para Wendy las cosas no habían cambiado. Él podría pasarse veinte años en seco y todavía, al llegar a casa por las noches y abrazarla en la puerta, podría ver/sentir esa imperceptible dilatación de las narices que trataban de detectar vapores de whisky o de gin en su aliento. Wendy siempre supondría lo peor; si él y Danny tenían un accidente y chocaban con un ciego borracho que acabara de sufrir un ataque antes de la colisión, Wendy le echaría silenciosamente la culpa de las heridas de Danny y se apartaría de él.

Ante sus ojos surgió el rostro de ella en el momento en que le arrebató a Danny para llevárselo y, de pronto, Jack deseó borrar a puñetazos la expresión que le había visto.

¡Qué derecho tenía, carajo!

Sí, tal vez al principio. Él había sido un curda y había hecho cosas terribles. Romperle el brazo a Danny había sido una cosa terrible. Pero si un hombre se reforma, ¿no merece que tarde o temprano le sean reconocidos sus méritos? Y si no lo consigue, ¿no merece que el juego haga honor al nombre que le aplican? Si un padre acusa constantemente a su hija virgen de acostarse con todos los muchachos de la escuela, ¿por fin no se hartará ella lo suficiente como para merecerse que la riñan? Y si secretamente —o no tan secretamente— una mujer sigue creyendo que su marido abstemio es un borracho…

Jack se levantó, bajó lentamente hasta el descansillo de la primera planta y se quedó allí un momento. Sacó el pañuelo del bolsillo de atrás, se lo pasó por los labios y pensó que podría ir a golpear la puerta del dormitorio, exigiendo que lo dejaran entrar para ver a su hijo. Wendy no tenía derecho a ser tan autoritaria, demonios.

Bueno, pero tarde o temprano tendría que salir, a no ser que planeara someterse, junto con Danny, a una dieta bien exigua. Al pensarlo, una mueca desagradable le crispó los labios. Que viniera ella, en su momento.

Bajó a la planta baja y durante un momento se quedó con aire incierto junto al mostrador del vestíbulo. Después tomó hacia la derecha, entró en el comedor y se quedó en la puerta. Las mesas vacías, con los manteles de hilo blanco implacablemente cubiertos por el plástico transparente, brillaban como si estuvieran llamándolo. Ahora todo estaba desierto, pero (La cena se servirá a las 8. Desenmascaramiento y baile a medianoche).

Momentáneamente olvidado de su mujer y de su hijo, olvidado del sueño, de la radio destrozada, de los magullones, Jack se paseó entre las mesas. Pasó los dedos sobre las pegajosas cubiertas de plástico, tratando de imaginarse lo que debía de haber sido esa calurosa noche de agosto de 1945, recién ganada la guerra, abierto hacia delante el futuro, nuevo y abigarrado como un país de sueños. Las alegres linternas japonesas de papel multicolor pendían todo a lo largo de la pasarela circular, una luz dorada entraba por las ventanas que, entonces, no estaban tapiadas por los ventisqueros de nieve. Hombres y mujeres vestidos de noche, aquí una princesa resplandeciente, más allá un caballero de botas altas, por todas partes conversaciones no menos chispeantes que las joyas, el baile, la pródiga abundancia de bebidas, primero vino y después cócteles y después, quizá, mezclas más fuertes, el nivel de la conversación más y más y más alto hasta que de la plataforma de la orquesta partía, regocijante, el grito esperado de «¡Quitarse las máscaras! ¡Quitarse las máscaras!».

(Y la Muerte Roja dominaba…).

Se encontró de pronto al otro lado del comedor, a punto de atravesar la estilizada doble puerta del Salón Colorado donde, aquella noche de 1945, las bebidas debían de haber sido gratuitas.

(Acérquense al bar, señores, que la casa invita). Pasó por la doble puerta y se adentró en la honda penumbra del bar, y entonces sucedió algo extraño. Jack había estado allí una vez para cotejar el inventario que le había dejado Ullman, y sabía que en el lugar no había una sola gota de alcohol. Los estantes estaban completamente vacíos. Pero ahora, turbiamente iluminados por la luz que llegaba desde el comedor (tampoco muy bien iluminado, ya que la nieve bloqueaba las ventanas) le pareció ver hileras y mas hileras de botellas que titilaban silenciosamente detrás del bar, y sifones, y hasta la cerveza que goteaba de las espitas de los tres barriles relucientes. Si, hasta olía la cerveza, ese húmedo y fermentado olor de levadura, el mismo que flotaba como una tenue niebla alrededor de la cara de su padre, todas las noches, cuando regresaba a casa.

Con los ojos muy abiertos, buscó a tientas la llave de la luz y las tenues luces del bar se encendieron: círculos de bombillas de veinte vatios dispuestas sobre las tres ruedas de carro que, suspendidas del techo, hacían las veces de arañas.

Los estantes estaban todos vacíos, aunque todavía no era muy espesa la capa de polvo que los cubría. Las espitas de cerveza estaban secas, lo mismo que los escurridores cromados que tenían debajo. A la derecha e izquierda de él, los reservados tapizados en terciopelo se erguían como hombres altos, anchos de espaldas, diseñados como estaban para ofrecer el máximo de intimidad posible a la pareja que los ocupara. Directamente ante él, más allá de la alfombra roja que recubría el suelo, cuarenta taburetes formaban su ronda en torno del mostrador en forma de herradura. Todos tapizados en cuero, estaban decorados con marcas de ganado: H en un círculo; barra D barra (muy a propósito); W sobre un semicírculo; B acostada…

Se acercó más, mientras sacudía con cierta perplejidad la cabeza. Era como aquel día en la zona infantil, cuando… pero no tenía sentido pensar ahora en eso. Así y todo, podría haber jurado que había visto las botellas, vagamente, es cierto, así como se ven las formas oscuras de los muebles en una habitación donde las cortinas están corridas. El débil resplandor del vidrio. Lo único que quedaba era el olor a cerveza, y Jack sabía que se trataba de un olor que, pasado cierto tiempo, impregnaba la madera de cualquier bar del mundo, sin que se hubiera inventado ningún detergente capaz de quitarlo. Pero allí el olor era intenso casi parecía fresco.

Se sentó en uno de los taburetes y apoyó ambos codos sobre el borde del bar tapizado en piel. A su izquierda había un tazón para cacahuetes, que en ese momento estaba vacío, naturalmente. Era la primera vez que entraba en un bar en diecinueve meses, y todo estaba completamente en seco vaya suerte la suya. De todas maneras, lo embargó una oleada de nostalgia arrasadora y amarga, y la avidez, física de beber fue subiendo desde el vientre a la garganta, a la boca, a la nariz, haciéndole contraer los tejidos a medida que ascendía, haciendo que sus entrañas clamaran por algo líquido, largo, frío.

Con una esperanza irracional, desaforada, volvió a mirar los estantes, pero estaban tan vacíos como un momento antes. Hizo una mueca de dolor y frustración. Contrayéndose lentamente, sus dedos empezaron a arañar el borde acolchado del bar.

—Hola, Lloyd —saludó—. Noche más bien tranquila la de hoy, ¿no?

Lloyd dijo que si, y le preguntó qué deseaba.

—Pues me alegro de que me lo preguntes, hombre —respondió Jack—, me alegro de veras. Porque casualmente tengo en la cartera dos billetes de veinte dólares y dos de diez, y ya me temía que seguirían allí hasta el mes de abril. No hay ni un bar por aquí, ¿podrás creerlo? Y me imaginé que tenían bares en la podrida luna.

Lloyd se mostró comprensivo.

—Pues te diré qué haremos —continuó Jack—. Tú me preparas veinte martinis, ni más ni menos. Así, uno tras otro, muchacho. Uno por cada mes que me he pasado en seco y uno de añadidura. Lo puedes preparar, ¿verdad? ¿No estás demasiado ocupado? Lloyd dijo que no estaba nada ocupado.

—Buen muchacho. Pues me pones los marcianos en fila a lo largo de la barra y yo me los iré soplando uno a uno. Es la carga del hombre blanco, Lloyd, amigo mío.

Lloyd puso manos a la obra. Jack buscó la billetera en el bolsillo y encontró en cambio un frasco de «Excedrina». La cartera estaba en el dormitorio y, claro, las piernas flacas de su mujer lo tenían excluido del dormitorio. Estuviste bien, Wendy, maldito perro.

—Me parece que por el momento estoy en cero —dijo Jack—. ¿Qué tal ando de crédito en este bar, ya que estamos?

Lloyd le aseguró que andaba muy bien de crédito.

—Estupendo. Siempre me gustaste, Lloyd. Siempre fuiste el mejor de todos. El mejor de todos los barman que hay entre Barre y Portland, Maine Portland, Oregón, quise decir. Lloyd le agradeció la amabilidad de decírselo.

Jack destapó su frasco de «Excedrina», sacó dos tabletas y se las metió en la boca. El sabor ácido, familiar, lo invadió.

Súbitamente tuvo la sensación de que había gente mirándolo, con curiosidad y con cierto desprecio. Los reservados que había detrás estaban ocupados; hombres que encanecían, hombres distinguidos, acompañados de hermosas muchachas, todos vestidos de noche, observaban con fría complacencia ese triste ejercicio de histrionismo.

Jack giró en redondo sobre el taburete.

Los reservados estaban todos vacíos, extendiéndose a derecha e izquierda desde la puerta del salón; los que tenía a su izquierda describían una curva para adaptarse a la forma de herradura del mostrador, a lo largo de la pared más corta de la habitación. Asientos y respaldos acolchados, tapizados en piel. Mesas de fórmica oscura, reluciente, un cenicero en cada una, una caja de cerillas en cada cenicero, con las palabras SALÓN COLORADO estampadas en cada una de ellas, en oro, por encima del logotipo de la doble puerta del salón.

De nuevo se dio la vuelta, al tiempo que con una mueca se tragaba el resto de la «Excedrina».

—Lloyd, eres una maravilla —declaró—. Todo listo ya. Tu rapidez no reconoce más rival que la espiritual belleza de tus ojos napolitanos. Salud.

Jack contempló los veinte cócteles imaginarios, los vasos de martini cubiertos de gotitas de condensación, cada uno con su rechoncha aceituna verde atravesada por un palillo. Casi sentía en el aire el olor del gin.

—Lloyd —preguntó— ¿has conocido alguna vez a un caballero que haya subido al furgón del agua?[4]

Lloyd admitió que alguna que otra vez había conocido gente así.

—¿Y alguna vez has vuelto a tener contacto con un hombre así después que se bajara del furgón?

Con toda sinceridad, Lloyd no podía recordar semejante cosa.

—Pues entonces, nunca te pasó —declaró Jack. Cerró la mano en torno de la primera copa, se llevo el puño a la boca, que ya estaba abierta, y dio vuelta el puño. Después de tragar, arrojó por encima del hombro el vaso imaginario. La gente había vuelto de nuevo, la del baile de disfraces, y estaban observándolo, riéndose furtivamente de él. La sensación era nítida.

Si en el fondo del bar hubieran puesto un espejo en vez de esos estúpidos estantes vacíos, habría podido verlos. Pues que miraran. A la mierda con ellos. Que cualquiera que quisiera mirarlo, lo mirara.

«Entonces nunca te pasó —volvió a decir Jack—. Son muy pocos los hombres que vuelven de ese furgón fabuloso, pero los que regresan vienen contando una historia tremenda. Cuando uno se sube a él, le parece el furgón más limpio, más reluciente que haya visto en su vida, con ruedas de tres metros de altura para que el suelo quede bien lejos del arroyo, donde están tirados todos los borrachos con sus bolsas marrones y las botellas de whisky y de cerveza a medio vaciar. Está lejos de toda la gente que lo miraba mal y le decía que se dejara de hacer payasadas o se fuera a hacerlas a otra parte. Si lo miras desde el arroyo, amigo Lloyd, es el furgón más estupendo que hayas visto jamás, todo lleno de colgaduras y con una banda en el frente y tres «majorettes» a cada lado, haciendo girar los bastones y enseñándote las bragas. Hombre, uno no puede menos que subirse a ese furgón y apartarse de las curdas que viven ordeñando la botella y olfateando su propio vómito para volver a ponerse en forma, y que buscan en el arroyo alguna colilla hasta medio centímetro por debajo del filtro.

Apuró otros dos tragos imaginarios, y siguió arrojando los vasos por encima del hombro. Casi alcanzaba a oír cómo se hacían añicos contra el suelo. Y maldito sea si no empezaba a sentirse colocado. Era la «Excedrina».

—Conque te subes —siguió explicándole a Lloyd—, y vaya si te alegras de haber subido. Dios mío, vaya si te alegras. El Furgón es el más grande y el mejor de todo el desfile y todo el mundo está en la calle aplaudiendo y gritando y agitando pañuelos, todo porque tú te subiste. Salvo los borrachines que se han desmayado en el arroyo, los tipos que eran tus amigos, pero tú ya dejaste atrás todo eso.

Volvió a llevarse a la boca el puño vacío para engullir otro trago… ya iban cuatro, le faltaban dieciséis. La cosa iba estupendamente. Se tambaleo un poco sobre el taburete. Que lo miraran, si eso les divertía. Sacadme una foto, chicos, así os dura más.

—Entonces es cuando empiezas a ver cosas, Lloyd amigo mío. Las cosas que no veías desde el arroyo. Por ejemplo, que el piso del Furgón está hecho de tablas de pino sin cepillar, y sin secar, de manera que aún sueltan resina, y si te quitas los zapatos en seguida te clavas una astilla. O que los únicos muebles que hay en el Furgón son esos bancos largos de respaldo alto y sin cojines donde sentarse, que en realidad no son más que bancos de iglesia con libros de himnos cada metro o metro y medio. O que todos los que están sentados en los bancos del Furgón son esas pájaras de pecho chato y faldas largas con cuellitos de encaje y el pelo recogido en un rodete, tan tirante que casi se lo oye gritar. Y todas las caras son chatas y pálidas y brillantes, y todos cantan «Canteeemos, canteeeemos, canteeemos al Seeeeñor», y delante de todos hay una fulana nauseabunda de pelo rubio que toca el órgano y les dice que canten más fuerte, más fuerte. Y alguien te mete en las manos un libro de himnos y te dice «Canta, hermano. Si quieres seguir en nuestro Furgón tienes que cantar, mañana, tarde y noche. Especialmente de noche». Y entonces tú te das cuenta de lo que es realmente el Furgón, Lloyd. Es una iglesia con barrotes en las ventanas, una iglesia para las mujeres, y para ti una prisión.

Jack se calló. Lloyd se había ido. Peor aún: no había estado nunca.

Tampoco habían estado las bebidas. No estaba más que la gente de los reservados, los del baile de disfraces, y se oían casi las risas sofocadas, disimuladas por las manos puestas sobre la boca, mientras lo señalaban y le clavaban mil ojos brillantes como crueles alfileres de luz.

De nuevo, se dio la vuelta.

—Dejadme (¿solo?).

Todos los reservados estaban vacíos. El rumor de las risas se había extinguido como el susurro de las hojas de otoño. Durante cierto tiempo, Jack se quedó mirando el salón desierto, con los ojos sombríamente abiertos.

Una vena le latía perceptiblemente, en mitad de la frente. En lo más profundo de sí mismo iba formándose una fría certidumbre, y esa certidumbre le decía que estaba perdiendo la cabeza. Sintió el impulso de levantar el taburete que tenía a su lado y, blandiéndolo como un torbellino de viento vengador, recorrer con él todo el salón. En cambio, se volvió otra vez hacia la barra y empezó a vociferar:

Hazme rodar

En la hie-er-ba,

Hazme rodar y tiéndeme y vuélvelo a hacer.

Ante él surgió la cara de Danny, no su cara normal, vivaz y despierta, de ojos abiertos y chispeantes, sino el rostro catatónico, de resucitado, de ese extraño de ojos turbios y opacos, cuyos labios se fruncían como los de un bebé alrededor del pulgar. ¿Qué estaba haciendo él ahí, sentado a solas y hablando consigo mismo como un adolescente enfurruñado, cuando su hijo estaba arriba, conduciéndose como alguien que estuviera a punto para la habitación de paréeles acolchadas, conduciéndose como decía Wally Hollis que se había comportado Vic Stenger antes de que los hombres de bata blanca vinieran a llevárselo?

(¡Pero yo nunca le puse la mano encima! ¡Jamás, carajo!).

—¿Jack? —la voz era tímida, vacilante.

Y lo sobresaltó de tal manera que estuvo a punto de caerse del taburete al darse vuelta. Wendy estaba parada apenas pasado el vano de la doble puerta, con Danny sostenido en los brazos como un horrendo maniquí de cera. Los tres componían un cuadro que impresionó profundamente a Jack: el momento antes de que bajara el telón del segundo acto de algún antiguo melodrama, tan mal puesto en escena que los tramoyistas se habían olvidado de las botellas en los estantes de la Guarida de la Iniquidad.

—Yo jamás lo toqué —articuló pastosamente Jack—. Jamás lo toqué desde la noche en que le rompí el brazo. Ni siquiera le he dado un azote.

—Jack, ahora eso no importa. Lo que importa es…

¡Si que importa! —bramó él, y asestó sobre el mostrador un puñetazo que levantó en el aire el tazón de cacahuetes vacío—. ¡Importa, carajo, sí que importa!

—Jack, tenemos que sacarlo de la montaña. Está…

En sus brazos, Danny empezó a moverse. La expresión vacía y atónita del rostro había empezado a resquebrajarse como la capa de hielo que recubre una superficie. Sus labios se estremecieron como si percibieran un sabor horrible. Los ojos se abrieron, las manos se elevaron como si quisieran cubrirlos y después, volvieron a caer.

Bruscamente, el chico se puso rígido en brazos de Wendy. La espalda se le arqueó hasta hacer tambalear a la madre. Y repentinamente, Danny empezó a chillar, a emitir gritos resonantes y enloquecidos que se le escapaban de la garganta tensa en una serie increíble de alaridos. El eco hacía que los ámbitos vacíos les devolvieran los gritos como alaridos fantasmales. La impresión era que hubiera cien criaturas como Danny, gritando todas al mismo tiempo.

¡Jack! —clamó Wendy, aterrorizada—. Jack, por Dios, ¿qué le pasa?

Entumecido de la cintura para abajo, más asustado de lo que jamás lo hubiera estado en su vida, Jack se bajó del taburete. ¿A qué agujero se había asomado su hijo, a qué oscura madriguera? ¿Y qué había habido allí que lo lastimara?

—¡Danny! —rugió—. ¡Danny!

Danny lo vio y, con una fuerza súbita y salvaje que no dejó a su madre posibilidad de sostenerlo, se arrancó de sus brazos. Tambaleante, Wendy retrocedió contra uno de los reservados y estuvo a punto de caerse dentro de él.

¡Papito! —aulló el chico, mientras se precipitaba hacia Jack con los ojos enormes, desorbitados—. ¡Oh papito fue ella! ¡Ella! ¡Ella! ¡Ay papiii…!

Con el ímpetu de una flecha se arrojó en brazos de Jack, obligándolo a tambalearse sobre sus pies. Danny se aferró furiosamente a él, al principio sacudiéndolo como un luchador, hasta que finalmente empezó a sollozar contra su pecho. Jack sentía contra su cuerpo el pequeño rostro, ardiente y contraído.

Papito, fue ella.

Jack levantó lentamente la mirada hasta el rostro de Wendy; sus ojos parecían pequeñas monedas de plata.

—¿Wendy? —La voz era suave, casi un ronroneo—. Wendy, ¿qué le hiciste?

Con el rostro pálido, con atónita incredulidad, ella lo miró a su vez, y sacudió la cabeza.

—Oh, Jack, pero tú sabes…

Afuera, había empezado a nevar otra vez.