27

EL CATATÓNICO

Sin más calzado que las medias, Wendy corrió por el pasillo y bajó de a dos los peldaños de la escalera principal hasta llegar al vestíbulo. No le se le ocurrió levantar los ojos al tramo alfombrado que llevaba a la segunda planta pero, de haberlo hecho, habría visto a Danny en lo alto de los escalones, silencioso e inmóvil, con los ojos desenfocados clavados en el espacio indiferente, el pulgar en la boca, húmedos el cuello y los hombros de la camisa. En el cuello y bajo el mentón tenía amoratados magullones.

Jack había dejado de gritar, pero no por eso se amenguó el terror de ella. Arrancada del sueño por la voz de él, elevándose en esa vieja resonancia amenazante que tan bien conocía, aún tenía la sensación de estar soñando, aunque otra parte de ella sabía que estaba despierta, y eso la aterrorizaba más. Esperaba, temerosamente, irrumpir en el despacho para encontrárselo de pie borracho y confundido, sobre el cuerpo inerte de Danny.

Empujó la puerta y entró y ahí estaba Jack, frotándose las sienes con los dedos, con la cara de una palidez fantasmal. El aparato de radio estaba a sus pies, en un pequeño mar de vidrios rotos.

—¿Wendy? —balbuceó con inseguridad—. ¿Wendy…?

Su perplejidad parecía ir en aumento y durante un momento Wendy vio el rostro auténtico, el que su marido ocultaba en general tan hábilmente, un rostro desesperadamente desdichado, la cara de un animal caído en una trampa que excede su capacidad de comprensión y de la que no puede evadirse. Después los músculos empezaron a contraerse, a retorcerse bajo la piel, la boca se puso a temblar de una manera enfermiza, mientras la nuez se le sacudía convulsivamente.

La propia alteración y sorpresa de Wendy quedaron dominadas por la impresión: él iba a echarse a llorar. Ya lo había visto llorar otras veces, pero nunca desde que dejó la bebida… y jamás en aquellos días a no ser que estuviera muy borracho y patéticamente arrepentido. Él era hombre tenso, tenso como un parche de tambor, pero que perdiera el dominio de sí mismo volvía a asustarla.

Dio unos pasos hacia ella, mientras las lágrimas empezaban a desbordársele de los párpados inferiores y la cabeza se le sacudía involuntariamente como en un esfuerzo estéril por controlar la tormenta emocional. El pecho se le sacudía en una respiración convulsiva, jadeante, convertida en enormes sollozos desgarradores. Calzados con mocasines, sus pies tropezaron con los despojos de la radio y Jack poco menos que cayó en brazos de su mujer, haciéndola tambalearse hacia atrás, con su peso. Al recibir en la cara el aliento de él, Wendy no sintió ni asomo de alcohol. Claro que no; si no había bebidas allí arriba.

—¿Qué te pasa? —le preguntó sosteniéndolo lo mejor que podía—. Jack, ¿qué es lo que tienes?

Pero al principio él no podía hacer otra cosa que sollozar, aferrándose a ella hasta casi dejarla sin respiración, moviendo la cabeza sobre el hombro de Wendy en un gesto desvalido, como si tratara de apartar algo. Los sollozos eran devastadores, y todo el cuerpo se le estremecía; bajo la camisa escocesa y los tejanos, continuos espasmos le recorrían los músculos.

—¿Jack? ¡Por favor! ¡Dime qué es lo que pasa!

Finalmente, los sollozos empezaron a convertirse en palabras, la mayor parte de ellas incoherentes al comienzo, después más claras a medida que Jack empezaba a quedarse sin lágrimas.

—… sueño, me imagino que fue un sueño, pero era tan real, yo… era mi madre que decía que papá iba a hablar por radio y yo… él me decía que… no sé, pero me gritaba… y entonces rompí la radio… para hacerlo callar. Para hacerlo callar. Está muerto. No quiero ni siquiera soñar con él. Está muerto. Dios mío, Wendy, Dios mío. Jamás había tenido una pesadilla semejante. Ni quiero volver a tenerla. ¡Cristo, qué espantoso!

—¿Te quedaste dormido aquí, en el despacho?

—No… aquí no. Abajo.

Ahora empezaba a enderezarse un poco, liberando a Wendy de parte de su peso, y el movimiento de la cabeza de atrás hacia delante empezó a hacerse más lento, hasta que se detuvo.

—Estaba mirando esos papeles viejos. Sentado en una silla que encontré allí. Recibos de leche, cosas así, aburridas. Y me parece que me adormilé un poco. Debió ser entonces cuando empecé a soñar, y debe haber venido aquí sonámbulo —ahogó una risita temblorosa contra el cuello de Wendy—. Otra cosa que es la primera vez.

—¿Donde está Danny, Jack?

—No sé. ¿No está contigo?

—¿No estaba… contigo en el sótano?

Jack miró por encima del hombro. Ante lo que vio en la expresión de ella, el rostro se le puso tenso.

—Jamás dejarás que me olvide de eso, ¿no es cierto, Wendy?

—Jack…

—¿Jack qué? —preguntó vehemente y se puso en pie de un salto—. ¿O vas a negar que es eso lo que estás pensando? ¿Que yo lo lastimé? ¿Que si lo lastimé antes, bien puedo volverlo a lastimar?

—¡Quiero saber dónde está, y nada más!

—¡Pues sigue vociferando hasta que te quedes ronca, que así vas a arreglar mucho las cosas!

Wendy se dio la vuelta y salió.

Jack la miró alejarse, inmovilizado durante un momento, sosteniendo en la mano un secante cubierto de fragmentos de vidrio. Después lo dejó caer en el cesto de los papeles, salió tras de Wendy y la alcanzo junto al mostrador del vestíbulo. Apoyándole las manos en los hombros, la obligó a darse vuelta. La expresión de ella era cautelosa.

—Wendy, lo siento. Fue ese sueño, que me dejó mal. ¿Me perdonas?

—Claro —respondió ella, sin cambiar de expresión. Rígidos, sus hombros se le escurrieron debajo las manos. Desde la mitad del vestíbulo, empezó a llamar:

¡Doc! ¡Eh, doc! ¿Dónde estás?

El silencio volvió a cerrarse. Wendy fue hacia la doble puerta del vestíbulo, la abrió y salió a la senda que Jack había abierto en la nieve.

Parecía una trinchera; la nieve a través de la cual pasaba la senda le llegaba casi a los hombros. Cuando volvió a llamar, su aliento era un vapor blanco.

Al volver, ya empezaba a parecer asustada.

—¿Estás segura de que no está durmiendo en su cuarto? —preguntó razonablemente Jack, dominando su irritación con ella.

—Ya te dije que andaba jugando por ahí mientras yo hacía punto. Yo alcanzaba a oír que estaba abajo.

—¿Y te quedaste dormida?

—Y eso, ¿qué tiene que ver? Si. ¿Danny?

—Pero ahora, cuando bajaste, ¿miraste en su habitación?

—En… —balbuceó Wendy. Jack hizo un gesto afirmativo—. En realidad, no lo pensé.

Sin esperarla, él empezó a subir la escalera. Wendy lo siguió, a medias corriendo, pero él subía de a dos los escalones. Wendy estuvo a punto de chocar con él cuando Jack se detuvo bruscamente en el descansillo de la primera planta y se quedó inmóvil, mirando hacia arriba, con los ojos muy abiertos.

—¿Qué…? —empezó a preguntar Wendy, y siguió la mirada de él.

Danny aún estaba allí, inmóvil, con los ojos ausentes, chupándose el pulgar. La luz de la araña eléctrica del pasillo destacaba cruelmente las marcas del cuello.

¡Danny! —la voz de Wendy fue un alarido.

El grito rompió la parálisis de Jack y los dos juntos se precipitaron escaleras arriba, hacia donde estaba el chico. Wendy se arrojó de rodillas junto a él y lo tomó en brazos. Danny la dejó hacer, pero sin devolverle el abrazo. Era como estrechar un palo acolchado y Wendy sintió en la boca el gusto dulzón del horror. Danny no hacía más que chuparse el pulgar y clavar los ojos, inexpresivos e indiferentes, en el hueco de la escalera, más allá de donde estaban sus padres.

—Danny, ¿qué pasó? —interrogó Jack, mientras tendía la mano para tocar el hinchado cuello del niño—. ¿Quién te hizo seme…?

¡Tú no lo toques! —exclamó Wendy, sibilante. Cogió a Danny en sus brazos, lo levantó y ya había retrocedido la mitad de los escalones antes de que Jack alcanzara a levantarse, confundido.

—¿Qué? Wendy, ¿qué demonios estás…?

—¡Tú no lo toques! ¡Si vuelves a ponerle las manos encima, te mataré!

—¡Wendy!

—¡Eres repugnante!

Giró sobre sí misma y bajó corriendo los escalones que la separaban de la primera planta, la cabeza del chico balanceándose con sus movimientos. El pulgar seguía firmemente alojado en la boca. Los ojos eran dos ventanas enjabonadas. Al pie de la escalera, Wendy torció hacia la derecha y Jack sintió cómo sus pies se alejaban. Después, el golpe de la puerta del dormitorio. El cerrojo al correrse. La llave en la cerradura. Breve silencio.

Después, sofocado, el murmullo suave de una voz, que consuela.

Se quedó ahí durante un tiempo incalculable, literalmente paralizado por todo lo que había sucedido en tan breve tiempo. El sueño seguía estando con él, imprimiéndole a todo un matiz levemente irreal. Era como si se hubiera tomado una dosis muy leve de mescalina. ¿Tal vez, él habría lastimado a Danny, como pensaba Wendy? ¿Habría intentado estrangular a su hijo por indicación de su padre? No. Él jamás le haría daño a Danny. (Se cayó por las escaleras, doctor). Ahora, jamás le haría daño a Danny.(¿Como podía yo saber que la bomba no funcionaba?). Jamás en su vida había sido deliberadamente agresivo cuando estaba sobrio.

(Salvo cuando estuviste a punto de matar a George Hatfield).

—¡No! —gimió en la oscuridad, y con ambos puños empezó a golpearse las piernas, una vez, y otra, y otra más.

Wendy estaba sentada junto a la ventana, en el sillón tapizado, con Danny en el regazo, meciéndolo, cantándole las viejas palabras sin sentido que uno jamas recuerda después, no importa cómo se resuelva la cosa. El chico se le había aflojado sobre el regazo sin protesta y sin alegría, como si fuera un dibujo recortado de sí mismo, sin que sus ojos se movieran siquiera hacia la puerta cuando afuera, en el vestíbulo, se oyó a Jack que gritaba «¡No!».

En la cabeza de Wendy, la confusión se había atenuado un poco, pero ahora descubrió que tras ella se ocultaba algo peor: el pánico. Jack era el que había hecho eso, ella no lo dudaba. Para Wendy, la negación de él nada significaba. Le parecía perfectamente posible que Jack hubiera tratado de estrangular a Danny en sueños de la misma manera que en sueños había hecho pedazos la radio. Sufría algún colapso, o algo así. Pero ella, ¿qué podía hacer? Imposible quedarse allí encerrados. Tendrían que comer. En realidad, la cuestión era solamente una, mentalmente formulada con la frialdad y el pragmatismo mas absolutos, con la voz de su maternidad, una voz fría y desapasionada que se apartaba del círculo cerrado entre madre e hijo para apuntar hacia afuera, hacia Jack. Era una voz que le hablaba de su propia salvación sólo después de hablarle de la salvación de su hijo, y lo que preguntaba era: (¿Hasta qué punto, exactamente, es peligroso?). Jack había negado que él lo hubiera hecho. Se había quedado horrorizado ante los magullones, ante la blanda, implacable desconexión de Danny. Si él lo había hecho, la responsabilidad era de una parte distinta de él. El hecho de que hubiera podido hacerlo mientras estaba dormido era alentador, de una manera terrible y retorcida. ¿No seria posible confiar en él para que los sacara de allí? Para que los sacara y los llevara, y después…

Pero Wendy no podía ver más allá de ella misma y Danny llegando, sanos y salvos, al consultorio del doctor Edmonds en Sidewinder. Ni siquiera necesitaba ver más allá. Con la crisis actual tenía más que suficiente para preocuparse.

Siguió arrullando a Danny, meciéndolo sobre su pecho. Al apoyar los dedos en el hombro del chico, había advertido que tenía la camisa húmeda, pero la información no le había llegado al cerebro más que de una manera totalmente mecánica. Si la hubiera registrado, habría recordado tal vez que las manos de Jack, cuando la abrazó en el despacho, sollozando contra su cuello, estaban secas. Y eso podría haberla calmado. Pero seguía teniendo la cabeza en otras cosas. Tenía que tomar una decisión: ¿acercarse a Jack o no?

En realidad, la decisión no era tal. Nada había que ella pudiera hacer sola, ni siquiera bajar con Danny hasta el despacho para pedir auxilio por radio. Él chico había sufrido un shock grave, y había que sacarlo de allí a toda prisa, antes de que el daño pudiera hacerse permanente. Wendy se negaba a creer que ya pudiera serlo.

Pero así y todo se angustiaba, y buscaba otra alternativa. No quería volver a poner a Danny al alcance de Jack. Se daba cuenta ahora de la mala decisión que había tomado al ir allí contrariando sus sentimientos (y los de Danny) y dejar que la nieve los aislara… todo por el bien de Jack. Otra mala decisión había sido archivar la idea del divorcio. Ahora se sentía casi paralizada por la sensación de que podía estar cometiendo otro error, y de que lo lamentaría cada minuto de cada día que le quedara de vida.

En el hotel no había armas de fuego. En la cocina había cuchillos colgados de los soportes imantados, pero entre ella y la cocina se interponía Jack.

En su esfuerzo por tomar la decisión adecuada, por encontrar la alternativa, no percibió la amarga ironía de sus pensamientos: una hora antes se había quedado dormida, firmemente convencida de que las cosas iban bien y seguirían mejorando. Ahora, estaba sopesando la posibilidad de defenderse de su marido con un cuchillo de carnicero, si él trataba de interponerse entre ella y su hijo.

Finalmente se levantó, con el niño en los brazos, las piernas temblorosas. No había otra salida. Tendría que suponer que Jack despierto era Jack cuerdo, y que él la ayudaría a llevar a Danny a Sidewinder y a la consulta del doctor Edmonds. Y si Jack intentaba cualquier cosa que no fuera ayudarla, que Dios tuviera piedad de él.

Fue hasta la puerta y le quitó el cerrojo. Apoyó a Danny en el hombro, abrió la puerta y salió al pasillo.

—¿Jack? —llamó con nerviosidad, sin obtener respuesta.

Cada vez más insegura, fue hacia la escalera, pero Jack no estaba allí.

Y mientras estaba inmóvil en el descansillo, pensando qué hacer, desde abajo le llegó la canción, pícara, colérica, amargamente satírico:

Hazme rodar

En la hie-er-ba,

Hazme rodar y tiéndeme y vuélvelo a hacer.

La voz la asustó todavía más de lo que la había asustado el silencio, pero no había otra alternativa. Wendy empezó a descender la escalera.