26

EL PAÍS DE LOS SUEÑOS

Hacer punto le daba sueño. Ese día, hasta Bartok le habría dado sueño, y no era Bartok lo que oía en el pequeño fonógrafo, sino Bach. Las manos se movían cada vez con mayor lentitud, y en el momento en que su hijo entraba en relaciones con la antigua moradora de la habitación 217, Wendy se había quedado dormida con el tejido sobre la falda. La lana y las agujas oscilaban con el ritmo lento de su respiración. Wendy estaba hundida en un profundo sueño sin sueños.

Jack Torrance también se había quedado dormido, pero su dormir era liviano e inquieto, poblado de sueños que parecían demasiado vívidos para no ser más que sueños; indudablemente, más vívidos que ningún otro sueño que hubiera tenido en su vida.

Había empezado a sentir que los ojos se le cerraban mientras hojeaba los paquetes de cuentas de lechería, cien cuentas por paquete, lo que debía dar decenas de miles en total. Sin embargo, le echaba a cada uno un rápido vistazo, temeroso de que, si no los recorría con cuidado, pudiera pasar por alto exactamente la pieza del rompecabezas que necesitaba para establecer la conexión mística y que —estaba seguro— debía estar ahí, en alguna parte.

Se sentía como alguien que, con un cable en una mano, busca a tientas un enchufe en una habitación desconocida y a oscuras. Si podía encontrarlo, su recompensa sería una visión maravillosa.

Había tomado una decisión respecto de la llamada telefónica de Al Shockley y de su exigencia; para tomarla, había sido una ayuda su extraña experiencia en la zona infantil. Eso había estado alarmantemente cercano a una especie de colapso nervioso, y Jack estaba convencido de que era la rebelión de su mente contra la maldita y arbitraria condición impuesta por Al al exigirle que renunciara a su proyectado libro. Tal vez hubiera sido un indicio de que a su respeto de sí mismo sólo se le podía exigir hasta un cierto punto, so pena de que se desintegrara completamente. Pues escribiría el libro, y si eso significaba poner término a su relación con Al Shockley, así tendría que ser. Escribiría la biografía del hotel, la escribiría con toda franqueza, y como introducción serviría la alucinación que lo había llevado a ver que los animales del jardín ornamental se movían. El título no alcanzaría gran vuelo, pero seria pasable: Extraño lugar de temporada. La historia del «Overlook Hotel». Con toda franqueza, sí, pero no lo escribiría con ánimo vengativo, no sería un esfuerzo por arreglar cuentas con Al ni con Stuart Ullman, ni con George Hatfield ni con su padre (maldito borracho fanfarrón que había sido)… ni con nadie, para el caso. Lo escribiría porque el «Overlook» lo había fascinado, ¿y acaso había otra explicación más simple o más verídica? Lo escribiría por la misma razón que en su sentir, llevaba a que se escribiera todo lo que es gran literatura, sea o no de ficción: la verdad se sabe, al final siempre se sabe. Lo escribiría porque sentía que tenía que escribirlo.

Quinientos litros de leche completa. Cien litros de leche descremada.

Pgda. Cargar en c/. Trescientos litros de zumo de naranja. Pagado.

Se hundió más en el asiento, todavía con un paquete de recibos en la mano, pero sus ojos ya no miraban las letras impresas; los tenía desenfocados. Los párpados le ardían y le pesaban. Mentalmente, del «Overlook» había pasado hacia su padre, que había sido enfermero en el hospital comunitario de Berlín. Un hombrón. Un gordo de un metro ochenta y cinco, más alto que Jack que nunca había pasado del metro ochenta, aunque para cuando él alcanzó esa estatura, su viejo ya no estaba. «Enano de porquería», solía decirle, y después le daba a Jack un afectuoso cachete y se reía. Había habido otros dos hermanos, los dos más altos que su padre, además de Becky, que a los quince años medía sólo cinco centímetros menos que Jack, después de haber sido más alta que él durante la mayor parte de su niñez.

La relación con su padre había sido como el desplegarse de una flor que prometía ser bella, pero que, al abrirse del todo, hubiera resultado estar interiormente roída por el tizón. Hasta los siete años, Jack había querido mucho y sin crítica alguna a ese hombre alto y barrigón, pese a las palizas, a los moretones, al ocasional ojo negro.

Podía recordar aterciopeladas noches de verano, con la casa en silencio, en que Brett —el hermano mayor— había salido con su chica, Mike, el del medio, estaba estudiando algo, su madre y Becky, en el cuarto de estar, miraban algún programa en el viejo televisor; entretanto él, sentado en el vestíbulo sin más vestimenta que su pijama, hacía como que jugaba con sus camiones, cuando en realidad estaba esperando el momento en que el estrépito de la puerta al abrirse de golpe rompiera el silencio y resonara el bramido con que su padre lo saludaba al ver que Jacky lo estaba esperando, y después era su propio grito de felicidad cuando el hombrón entraba con el cráneo rosado trasluciéndose bajo el pelo casi rapado, al resplandor de la luz de la entrada. Esa luz que siempre lo hacía parecer una especie de enorme fantasma con la ropa blanca del hospital, la camisa siempre fuera de los pantalones (a veces manchada de sangre), las vueltas del pantalón caídas sobre los zapatos negros.

Su padre lo cogía en brazos y Jack se sentía levantado de una manera delirante, con rapidez tal que le parecía sentir la presión del aire contra la cabeza como si fuera un casco de plomo, cada vez más alto, mientras los dos gritaban a coro: «¡Ascensor! ¡Ascensor!»; y había habido noches en que, en su borrachera, su padre no había controlado el impulso ascendente de sus robustos músculos con la suficiente prontitud, y Jack había pasado por encima de la cabeza afeitada del hombrón para estrellarse, como un proyectil humano, en el suelo del vestíbulo, detrás de papá. Pero otras noches el padre se limitaba a elevarlo a un éxtasis de risitas, atravesando una parte del aire donde la cerveza parecía formar en torno al rostro del hombre una niebla de gotitas, y lo hacía girar y dar vueltas y lo sacudía como a un harapo riente, hasta que finalmente volvía a dejarlo en el suelo, sacudido por la reacción del hipo.

Los recibos se le escaparon de la mano y, planeando por el aire, fueron a aterrizar ociosamente en el suelo; los párpados, que se le habían cerrado con la imagen de su padre grabada interiormente como en una linterna mágica, se abrieron apenas y después volvieron a cerrarse. Jack se estremeció apenas. La consciencia, como los recibos, como las hojas caídas de los árboles en otoño, descendía y descendía, perezosamente.

Ésa había sido la primera etapa de la relación con su padre, y a medida que la etapa se acercaba a su término, Jack había cobrado conciencia de que tanto Becky como sus hermanos, todos mayores que él, odiaban al padre, y de que su madre, una borrosa mujer que más susurraba que hablaba, se limitaba a aguantarlo porque era el deber que le imponía su educación católica. En esos días a Jack no le había parecido raro que el padre ganara todas las discusiones con sus hijos valiéndose de los puños, como no le había parecido raro que el cariño que sentía por él fuera de la mano con el miedo: miedo del juego del ascensor, que la noche menos pensada podía terminar haciéndole pedazos; miedo de que el oso bonachón que solía ser su padre cuando estaba en casa se transformara súbitamente en un fiero jabalí bramando, y en el rápido revés de esa «buena mano derecha»; a veces, recordaba, había sentido incluso miedo de que la sombra de su padre cayera sobre él mientras estaba jugando. Fue hacia el final de esa etapa cuando empezó a observar que Brett jamás traía a casa los chicos con quienes salía, ni Mike o Becky a sus amiguitos.

El cariño empezó a agriarse cuando él tenía nueve años, cuando su padre mandó a la madre al hospital a fuerza de bastonazos. Había empezado a usar bastón un año atrás, después que un accidente de coche lo dejó cojo. Tras eso lo usaba siempre: largo, grueso, negro, con el puño de oro. Ahora, semidormido, el cuerpo de Jack se estremecía en el evocado encogimiento ante el ruido del bastón en el aire, un silbido asesino seguido por el pesado estrellarse contra la pared… o contra la carne. Había golpeado a la madre sin ningún motivo válido, de pronto y sin previo aviso. Estaban sentados a la mesa, cenando, y él tenía el bastón junto a la silla. Era un domingo por la noche, tras un fin de semana de tres días que él se había pasado en una bruma alcohólica, en su inimitable estilo habitual. Pollo asado. Guisantes. Puré de patatas. Papá a la cabecera de la mesa, una abundante ración en el plato, dormitaba o poco menos. Su madre pasaba los platos. Y de pronto papá se había despertado, bien abiertos los ojos hundidos en las órbitas rodeadas de gruesas bolsas, brillantes con una especie de mal humor estúpido y maligno. Rápidamente fueron recorriendo uno a uno a todos los miembros de la familia, mientras la vena en el centro de la frente le sobresalía en forma notable; siempre mala señal. Una de las grandes manos pecosas se había puesto a acariciar el puño de oro del bastón. Después había dicho algo sobre el café… hasta el día de hoy, Jack estaba seguro de que su padre había hablado de «café». Y cuando mamá había abierto la boca para responderle, ya el bastón zumbaba en el aire, para ir a estrellársele en la cara. Un chorro de sangre le brotó de la nariz. Un chillido de Becky. Las gafas de mamá caídas en el plato. El bastón se había retirado, había vuelto a bajar, esta vez sobre el cráneo, desgarrando el cuero cabelludo. Mamá se había desplomado en el suelo. Él se había levantado de la silla para ir hacia donde estaba ella, aturdida sobre la alfombra, blandiendo el bastón, moviéndose con esa grotesca rapidez y agilidad de los gordos, con los ojillos brillantes, temblorosas las mejillas fofas mientras le hablaba a ella de la misma manera que hablaba siempre a los hijos durante esos estallidos.

—Ahora. Ahora sí, por Cristo. Ahora te vas a tomar tu medicina.

Cachorro maldito. Sigue gañendo. Ven a tomar la medicina.

Siete veces más, el bastón había subido y había vuelto a caer sobre ella antes de que Brett y Mike pudieran sujetarlo, apartarlo, arrancarle el bastón de la mano. Jack (el pequeño Jacky ahora era el pequeño Jacky medio adormecido y farfullando solo sentado en una silla de campo cubierta de telarañas mientras el horno rugiente cobraba vida a espaldas de él) sabía exactamente cuántos golpes habían sido porque cada blando hump contra el cuerpo de su madre se le había quedado grabado en la memoria como el golpe irracional del cincel en la piedra. Siete humps, ni más ni menos. Él y Becky llorando, incrédulos, mientras miraban las gafas de su madre caídas en el puré de patatas, con un lente astillado y sucio de salsa.

Brett, gritándole a papá desde el pasillo del fondo que no se moviera porque lo mataría. Y papá repitiendo una y otra vez:

—Cachorro maldito. Maldito llorón. Dame el bastón, cachorro de mierda. Dámelo —mientras Brett lo blandía histéricamente, diciendo sí, sí, ya te lo daré, muévete un poco y te daré lo que quieres y un poco más también.

Te daré doble ración. Mamá que se ponía lentamente de pie, aturdida, ya con la cara hinchada e hinchándose como un neumático con demasiado aire, sangrando por cuatro o cinco sitios diferentes, y que había dicho una cosa terrible, tal vez era la única vez que mamá había dicho algo que Jack podía recordar palabra por palabra:

—¿Quién tiene el periódico? Paquito quiere las historietas. ¿Todavía sigue lloviendo?

Y después volvió a caer de rodillas, el rostro hinchado y sangrante cubierto por el pelo. Mike llamó al doctor, balbuceante, por teléfono. ¿Podía venir en seguida? Era por su madre. No, por teléfono no podía decirle de qué se trataba, y menos por una línea compartida. Que viniera, nada más. El médico vino y se llevó a mamá al hospital donde papá había trabajado durante toda su vida de adulto. Papá, un tanto superada la borrachera (o tal vez, apenas con la astucia estúpida de cualquier animal acosado), le dijo al médico que se había caído por las escaleras. Si había sangre en el mantel era porque él lo había usado para enjugarle la cara. Y las gafas, ¿habían atravesado volando todo el cuarto de estar y el comedor para ir a caer en el plato de puré de patatas?, había preguntado el médico con una mueca horriblemente sarcástica. ¿Fue eso lo que sucedió, Mark? Yo he oído hablar de gente que tiene un transmisor de radio en la dentadura postiza, y he visto un hombre que llegó vivo al hospital con un balazo entre los ojos, pero ésta es nueva para mí. Papá se había limitado a sacudir la cabeza, diciendo que él no sabía; debían de habérsele caído de la cara cuando él la trajo al comedor. Los cuatro hijos se habían quedado mudos de estupor ante la soberbia calma de la mentira. Cuatro días después, Brett dejó su trabajo en la hilandería para incorporarse al ejército. Jack había tenido siempre la sensación de que no fue solamente por la súbita e irracional paliza que el padre le había dado a la madre mientras cenaban, sino por el hecho de que, en el hospital, tomada de la mano del sacerdote, ella hubiera corroborado el cuento de su marido. Asqueado, Brett los había dejado, que en lo sucesivo se las arreglaran como pudieran. Lo habían matado en la provincia de Dung Ho en 1965, el mismo año en que Jack Torrance, a punto de terminar sus estudios, se había unido al movimiento activista universitario al terminar la guerra. Jack había hecho flamear la camisa ensangrentada de su hermano en mítines cada vez más concurridos, pero mientras lo hacía no era el rostro de Brett el que contemplaban sus ojos; era el rostro aturdido, atónito de su madre, preguntando: «¿Quién tiene el periódico?».

Tres años después, cuando Jack tenía doce, fue Mike quien se fue de casa, con una generosa beca para la Universidad de Nueva Hampshire. Y un año después el padre murió de un ataque repentino mientras estaba preparando a un paciente para una operación. Se había desplomado con su holgada y desaliñada ropa blanca del hospital, muerto quizás antes de llegar a caer sobre las baldosas rojas y negras del hospital. Tres días después el hombre que había dominado la vida de Jacky, el irracional dios-fantasma blanco, estaba bajo tierra.

En la lápida donde se leía Mark Anthony Torrance, padre amante, Jack había agregado una línea: Sabía jugar al ascensor.

Habían recibido mucho dinero de seguros. Hay gente que colecciona pólizas de seguros de manera tan apremiante como otros colecciona monedas y sellos, y Mark Torrance había sido uno de ellos. El dinero de los seguros entró al mismo tiempo que se interrumpía el pago de las cuotas y las cuentas de bebidas.

Durante cinco años habían sido ricos. Casi ricos…

En su sueño superficial e intranquilo, su rostro se elevó ante él como en un espejo. Era su cara pero no era, los grandes ojos y la boca inocente de un niño sentado en el vestíbulo con sus camiones, esperando a su papá, esperando al dios-fantasma blanco, esperando que el ascensor se elevara con una velocidad euforizante, embriagadora, a través de la bruma de sal y serrín de tabernas y bares, esperando tal vez que lo estrellara contra el suelo, haciéndole saltar resortes y ruedecillas de reloj por las orejas mientras su papá rugía de risa y (se transformaba en la cara de Danny, tan parecida a la que había sido la suya, él había tenido los ojos de un azul claro y en cambio los de Danny eran de un gris nebuloso, pero los labios dibujaban el mismo arco y el cutis era claro y fino; Danny en su estudio, con pañales, y todos sus papeles mojados y el tenue olor de la cerveza que subía de ellos… una horrible pasta toda fermentada, levantándose en alas de la levadura, el aliento de las tabernas… crujido de hueso… su propia voz, maullando ebriamente Danny, ¿estás bien, doc…?, oh Dios oh Dios tu pobre bracito… y esa cara se transformaba en) (la cara azorada de mamá al levantarse de abajo de la mesa, magullada y sangrante, y mamá estaba diciendo:)

(—… de tu padre, repito, un anuncio enormemente importante de tu padre. Por favor mantén la sintonía inmediatamente la frecuencia del Feliz Jack. Repito, sintoniza inmediatamente la frecuencia de la Hora Feliz. Repito…).

Disolvencia lenta. Voces incorpóreas que le llegaban en ecos como desde un nebuloso corredor interminable.

(Las cosas siguen obstruyéndome el paso, querido Tommy…). (Medoc, ¿estás ahí? Otra vez he andado en sueños, amor mío. Lo que temo son los monstruos inhumanos…).

(—Discúlpeme, señor Ullman, pero ¿no es éste el…?).

… despacho, con sus archivos, el gran escritorio de Ullman, un libro de reservas en blanco, para el año próximo, puesto ya en su lugar —se las sabe todas, este Ullman—, todas las llaves pulcramente colgadas de sus ganchos (salvo una, cuál, qué llave, la llave maestra… la llave maestra, la llave maestra, ¿quién tiene la llave maestra?, si fuéramos arriba tal vez lo veríamos) y el gran radio-receptor-transmisor, sobre su estante.

Jack lo encendió. Descargas, palabras entrecortadas. Cambió de banda y recorrió con el dial fragmentos de música, noticias, un sacerdote que sermonea a una congregación quejosa, un parte meteorológico. Pasó otra voz y Jack volvió atrás para sintonizarla. Era la voz de su padre.

—… mátalo. Tienes que matarlo, Jack, y a ella también. Porque un verdadero artista debe sufrir. Porque todos los hombres matan lo que aman.

Porque estarán siempre conspirando contra ti, intentando retenerte y hundirte. En ese momento mismo ese hijo tuyo está donde no debería.

Desobedeciéndote. Eso es lo que hace. El maldito cachorro. Dale de bastonazos por eso, Jacky, dale de bastonazos hasta que apenas le quede vida. Bébete un trago, Jacky hijo mío, y entonces jugaremos al ascensor. Y después yo te acompañaré mientras tú le das su medicina. Sé que eres capaz de hacerlo, vaya si lo eres. Debes matarlo. Tienes que matarlo, Jacky, y a ella también. Porque un verdadero artista debe sufrir. Porque todos los hombres…

La voz de su padre, cada vez más alta, más sonora, convirtiéndose en algo enloquecedor, que no tenía nada de humano, algo vociferante, apremiante, enloquecedora, la voz del Fantasma-Dios, del Dios-Cerdo, que muerta llegaba hasta él desde la radio y…

¡No! —vociferó Jack—. ¡Tú estás muerto, estás en tu tumba, no estás en mí para nada!

Porque él había amputado de sí mismo todo lo que era el padre y no estaba bien que volviera, que se infiltrara insidiosamente en ese hotel, a tres mil doscientos kilómetros del pueblo de Nueva Inglaterra donde su padre había vivido y había muerto.

Con ambas manos levantó la radio y la arrojó al suelo, donde se estrelló, desparramando resortes y tubos como el resultado de un enloquecido juego del ascensor que se hubiera escapado de las manos, haciendo desaparecer la voz de su padre, dejando solamente su voz, la voz de Jack, la voz de Jacky, salmodiando en la fría realidad del despacho:

—… ¡muerto, estás muerto, estás muerto!

Y el ruido súbito de los pies de Wendy, golpeando el suelo por encima de su cabeza, y la voz sobrecogida, asustada de Wendy:

—¿Jack? ¡Jack!

Se quedó inmóvil, mirando estúpidamente la radio hecha pedazos.

Ahora no tenían otro vínculo con el resto del mundo que el vehículo para nieve que estaba en el cobertizo de las herramientas.

Se llevó las manos a la cabeza, oprimiéndose las sienes. Estaba doliéndole la cabeza.