25

EN EL INTERIOR DE LA 217

Una semana y media después, los parques que rodeaban al «Overlook» estaban cubiertos por una capa de sesenta centímetros de nieve, blanca, crujiente y uniforme. El zoológico de ligustrina estaba sepultado hasta los cuartos traseros; el conejo, rígido sobre las patas traseras, daba la impresión de salir de una piscina blanca. Algunas acumulaciones de nieve tenían más de un metro y medio de profundidad, y el viento las cambiaba continuamente, imprimiéndoles formas sinuosas, caprichosas, como si fueran dunas. En dos ocasiones, Jack se había puesto las raquetas para nieve y había ido trabajosamente hasta el cobertizo de las herramientas a buscar una pala para despejar la terraza, pero la tercera vez se había encogido de hombros, limitándose a abrir una senda en el imponente montón de nieve acumulada contra la puerta, y dejando que Danny se divirtiera al deslizarse por las pendientes que quedaban a derecha e izquierda de la senda. Los ventisqueros realmente imponentes eran los que se formaban contra el lado oeste del «Overlook»; algunos de ellos se alzaban hasta una altura de seis metros, y más allá de ellos, el constante azote del viento desnudaba la tierra hasta dejar la hierba al descubierto. Las ventanas de la primera planta estaban cubiertas, y la vista que se tenía desde el comedor, y que tanto había admirado a Jack el día del cierre, no era ahora más emocionante que el espectáculo de una pantalla cinematográfica en blanco. Hacía ocho días que estaban sin teléfono, y que la radio que había en el despacho de Ullman era su único medio de comunicación con el mundo exterior.

Ahora nevaba todos los días, a veces en breves rachas que apenas espolvoreaban la costra reluciente de nieve ya helada, otras veces en serio, y entonces el grave susurro del viento se elevaba hasta convertirse en un alarido de mujer que hacía que el viejo hotel se estremeciera y crujiera de manera alarmante aun en medio de un profundo lecho de nieve. Las temperaturas nocturnas no pasaban de los 10 a 12 grados bajo cero, y aunque el termómetro colgado junto a la entrada de servicio de la cocina solía subir a cuatro grados bajo cero en las primeras horas de la tarde, el afilado cuchillo del viento hacía que resultara incómodo salir sin un pasamontañas. Pero los tres salían los días que brillaba el sol, enfundados por lo general en dos mudas de ropa completas y protegiéndose las manos con mitones encima de los guantes. La necesidad de salir era casi compulsiva; el hotel estaba encerrado en el círculo de la huella del trineo plegable de Danny, con el que los tres lograban variaciones casi infinitas: Danny iba en el trineo tirado por sus padres; Jack se desternillaba de risa en el trineo mientras Wendy y Danny se esforzaban por tirarlo (cosa que les resultaba relativamente fácil cuando lo intentaban sobre la costra helada, pero materialmente imposible cuando ésta se hallaba cubierta de nieve en polvo); Danny y mami iban en el trineo, o iba Wendy sola, mientras sus dos hombres resoplaban, echando nubes de vapor blanco como caballos de tiro, fingiendo que ella pesaba mucho más de lo que era su peso real. Se reían mucho en esas excursiones alrededor de la casa, pero el ulular del viento, con su voz impersonal, enorme y vacíamente sincera, hacía que las risas parecieran forzadas y sonaran a falso.

Habían visto huellas de caribúes en la nieve, y una vez vieron los caribúes, en un grupo de cinco, inmóviles todos en el cercado de seguridad.

Los tres se habían turnado con los prismáticos «Zeiss-Ikon» de Jack para verlos mejor, y al mirarlos Wendy había tenido una sobrecogedora sensación de irrealidad: los animales estaban con las patas hundidas en la nieve que cubría la carretera, y a Wendy se le ocurrió que desde ese momento hasta el deshielo de la primavera, el camino pertenecía más a los caribúes que a ellos.

Ahora, las cosas que el hombre había construido allí arriba quedaban neutralizadas, y Wendy pensó que el caribú lo comprendía. Con esa sensación dejó los prismáticos y dijo algo que se iba a preparar el almuerzo, y en la cocina había llorado un poquito, tratando de dar cauce a esa horrible sensación reprimida que a veces le daba la impresión de que una mano enorme le oprimiera el corazón. Pensaba en los caribúes. Pensaba en las avispas que Jack había dejado sobre la plataforma de la entrada de servicio bajo la ensaladera de vidrio, para que se congelaran.

De los clavos del cobertizo de las herramientas colgaban muchísimas raquetas para la nieve, y Jack encontró un par adecuado para cada uno, aunque la de Danny le quedaban un poquitín grande. Jack se las arreglaba bastante bien. Aunque no había andado con raquetas desde que vivía en Berlín, Nueva Hampshire, siendo un muchacho, volvió a aprender rápidamente. A Wendy la cosa no le interesaba mucho, ya que con apenas quince minutos de andar dando vueltas con ese incómodo calzado le dolían terriblemente las piernas y los tobillos, pero Danny estaba fascinado, y empeñadísimo en dar con el truco. Todavía se caía muchas veces, pero Jack estaba encantado con los progresos de su hijo. Decía que para febrero Danny estaría brincando en círculos alrededor de ellos dos.

Ese día el cielo amaneció cubierto, y para mediodía ya había empezado a escupir nieve. La radio anunciaba una precipitación de veinte o treinta centímetros más, y entonaba hosannas a ese gran dios de los esquiadores en Colorado. Wendy, sentada en el dormitorio mientras tejía una bufanda, pensaba para sus adentros que ella sabía exactamente qué era lo que podían hacer los esquiadores con toda esa nieve. Sabía exactamente dónde se la podían meter.

Jack estaba en el sótano. Había ido a controlar el horno y la caldera —algo que para él se había convertido en un ritual desde que la nieve los dejó aislados—, y después de asegurarse de que todo iba bien, había pasado ociosamente bajo el arco, para enroscar la bombilla y sentarse en una vieja silla de campamento, cubierta de telarañas, que había encontrado. Estaba recorriendo las antiguas anotaciones y papeles, sin dejar de enjugarse la boca con el pañuelo mientras lo hacía. La reclusión había hecho que se le desvaneciera de la piel el bronceado otoñal, y allí encorvado sobre las resecas hojas amarillentas, con el pelo rubio rojizo despeinado y caído sobre la frente, tenía un aspecto un tanto lunático. Había encontrado algunas cosas raras metidas entre las facturas, cuentas y recibos. Cosas inquietantes.

Un trozo de sábana manchado de sangre. Un osito de felpa que daba la impresión de que lo hubieran acuchillado. Una arrugada hoja de papel de cartas para mujer, de color violeta, con un rastro de perfume que perduraba todavía bajo el musgoso olor del tiempo, una nota empezada y jamás terminada, escrita con desvaída tinta azul: «Queridísimo Tommy: Aquí arribano puedo pensar tan bien como esperaba, pensar en nosotros quiero decir, claro, ¿en quién, si no? Ja, ja. Las cosas siguen interponiéndose en el camino.

He tenido sueños extraños con cosas que se aniquilan en la noche, puedes creerlo, y». Eso era todo. La nota estaba fechada el 27 de junio de 1931.

Encontró un títere que parecía una bruja o tal vez un hechicero… algo con dientes largos y sombrero en punta, en todo caso. Lo encontró inverosímilmente embutido entre un paquete de recibos de gas natural y un paquete de recibos de agua de Vichy. También había algo que parecía un poema, escrito con lápiz oscuro al dorso de un menú: «Medoc/¿estás ahí?/Otra vez he andado en sueños, amor mío./Las plantas se mueven bajo la alfombra». El menú no tenía fecha, y el poema, si es que era un poema, no tenía firma. Todo escurridizo, pero fascinante. Jack tenía la impresión de que esas cosas eran como las piezas de un rompecabezas, cosas que terminarían por encajar unas con otras si él encontraba las piezas intermedias que faltaban, de modo que seguía buscando, sobresaltándose y enjugándose los labios cada vez que el horno se ponía a rugir a sus espaldas.

Danny estaba otra vez frente a la puerta de la habitación 217.

En el bolsillo tenía la llave maestra, y miraba fijamente la puerta con una especie de avidez drogada, con la sensación de que la piel le picaba y se le estremecía bajo la camisa de franela. Su garganta emitía un murmullo bajo y monótono.

No había tenido la intención de venir aquí, después de lo que pasó con la manguera del extintor. Le daba miedo venir aquí. Le daba miedo haber vuelto a coger la llave maestra, desobedeciendo a su padre.

Sí, había querido venir. La curiosidad (mató al gato; la satisfacción lo trajo de vuelta) era como un anzuelo constante en su cerebro, una especie de obsesionante canto de sirena que no se dejaba apaciguar. ¿Y acaso el señor Hallorann no había dicho que no creía que hubiera allí nada que pudiera hacerle daño?

(Tú prometiste).

(Las promesas se hacían para romperlas).

La idea le hizo dar un salto. Era como si ese pensamiento le hubiera venido de fuera, como un insecto, zumbando, seduciéndolo insidiosamente.

(Las promesas se hacían para romperlas mi querido redrum, para romperlas, astillarlas, reventarlas, martillarlas. ¡OJO!). El murmullo nervioso se convirtió en el tarareo gutural: «Lou, Lou, salta sobre mí Lou, salta sobre mí…».

¿Acaso el señor Hallorann no había tenido razón? ¿No había sido ésa, finalmente, la causa de que él guardara silencio y dejara que la nieve los encerrara a todos?

Cierra los ojos, simplemente, y desaparecerá.

Lo que él había visto en la suite presidencial había desaparecido. Y la serpiente no había sido más que una manguera de incendios caída sobre la alfombra. Sí, hasta esa sangre en la suite presidencial era algo viejo, algo inofensivo, algo que había pasado mucho antes de que él naciera y de que lo concibieran incluso, algo que ya no existía. Como una película que sólo él pudiera ver. No había nada, realmente nada en ese hotel que pudiera hacerle daño, y si tenía que demostrárselo entrando en esa habitación, ¿no era mejor hacerlo?

«Lou, Lou, salta sobre mí…».

(La curiosidad mató al gato mi querido redrum, redrum querido la satisfacción lo trajo de vuelta sano y salvo, de pies a cabeza; desde la cabeza a los pies estaba sano y salvo. Él sabía que esas cosas) (son como imágenes que dan miedo, que no pueden hacerte daño, pero oh dios mío) (qué dientes más grandes tienes abuelita y eso es un lobo vestido de BARBAAZUL o un BARBAAZUL vestido de lobo y yo me encuentro) (feliz de que me lo preguntes porque la curiosidad mató al gato y fue la ESPERANZA de la satisfacción la que lo trajo) al pasillo, pisando cautelosamente la alfombra con la retorcida jungla azul. Se detuvo junto al extintor de incendios, volvió a colgar en su sitio la boquilla de bronce, después la golpeó repetidas veces con el dedo y mientras galopaba el corazón, susurró:

—Ven a atacarme. Ven a atacarme, estúpida presumida. ¿No puedes, ver? ¿Eh? No eres más que una vieja manguera de incendios. No puedes hacer más que estarte ahí inmóvil. ¡Vamos, atácame!

Se había sentido ebrio de jactancia, sin que nada sucediera. Después de todo, no era más que una manguera, puro bronce y lona, algo que uno podría hacer pedazos sin que se quejara siquiera, sin que se retorciera en espasmos ni vertiera sobre la alfombra azul una fangosa sangre verde, porque no era más que una manguera, no una nariz ni una rosa, ni botones de cristal ni lazos de satén, no era una serpiente adormecida… y Danny se había apresurado, se había apresurado porque era («tarde, se me hace tarde», dijo el conejo blanco).

El conejo blanco. Sí. Ahora había un conejo blanco allá afuera, junto a la zona infantil, y aunque antes había sido verde ahora estaba blanco, como si algo lo hubiera asustado muchas veces en las ventosas noches de nevada y lo hubiera envejecido…

Danny se sacó del bolsillo la llave maestra y la deslizó en la cerradura.

«Lou, Lou…».

(el conejo blanco se dirigía a un partido de croquet con la Reina Roja un partido donde los mazos eran cigüeñas y las bolas erizos).

Tocó la llave, dejó que los dedos la recorrieran vagamente. Sentía que la cabeza, ardiente, le daba vueltas. Hizo girar la llave y el pasador se corrió.

(CORTADLE LA CABEZA! ¡CORTADLE LA CABEZA! ¡CORTADLE LACABEZA!).

(este juego no es el croquet aunque los mazos son demasiado cortos este juego es).

(¡ZAC-BUM! Directamente a través del aro). (¡CORTADLE LA CABEEEZ…).

Danny empujó la puerta, que se abrió suavemente, sin el menor ruido.

Se encontró ante una amplia combinación de dormitorio y sala de estar, y aunque la nieve no había llegado hasta esa altura, ya que los ventisqueros más altos todavía estaban unos treinta centímetros por debajo de las ventanas de la segunda planta, la habitación estaba a oscuras porque dos semanas atrás, papito había cerrado todos los postigos que daban al oeste.

Se detuvo en la puerta, tanteó hacia su derecha y encontró las llaves de la luz. En una araña de cristal tallado que pendía del techo, dos bombillas se encendieron. Danny avanzó más hacia dentro, mirando a su alrededor. La alfombra, de un grato color rosado, era mullida y suave, calmante. Una cama doble con el cubrecama blanco. Un escritorio

(a ver si me dices en qué se parece un cuervo a un escritorio) junto a la gran ventana cerrada. Durante la temporada el Escritor Constante

(pasándolo estupendamente, ojalá tuvieras miedo) tendría una bonita vista de las montañas para escribir a los que se habían quedado.

Siguió avanzando. Allí no había nada, nada en absoluto. Únicamente una habitación vacía, donde hacía frío porque hoy era el día en que papá caldeaba el ala este. Un escritorio. Un armario, con la puerta abierta, que dejaba ver un puñado de perchas de hotel, de esas que no se pueden robar.

Una Biblia sobre una mesita. A la izquierda estaba la puerta del cuarto de baño, sobre la cual un espejo de cuerpo entero reflejaba su imagen, con el rostro pálido. La puerta estaba entreabierta y…

Danny vio que su doble hacía un gesto afirmativo, lentamente.

Sí, ahí estaba; lo que fuere, estaba ahí. Ahí dentro. En el cuarto de baño. Su doble avanzó como para escaparse del espejo. Tendió la mano, oprimió la de Danny. Después se apartó, oblicuamente, a medida que la puerta del baño se abría del todo. Danny miró hacia dentro.

Un cuarto alargado, anticuado, que parecía un coche «Pullman». En el suelo, diminutas baldosas hexagonales, blancas. En el extremo opuesto, el inodoro con la tapa levantada. A la derecha, un lavabo y sobre él otro espejo, uno de esos que ocultan detrás un botiquín. A la izquierda, una enorme bañera blanca con patas como garras, con la cortina de la ducha corrida. Danny entró en el cuarto de baño y, como en un sueño, fue hacia la bañera, como si lo moviera algo externo a él, como si todo lo que sucedía fuera uno de los sueños que le traía Tony, como si fuera tal vez a ver algo lindo cuando apartara la cortina de la ducha, algo que papito se hubiera olvidado o que mami hubiera perdido, algo que los hiciera felices a los dos…

Por eso apartó la cortina.

Hacía mucho tiempo que la mujer que había en la bañera estaba muerta. Abotagada y de color púrpura, el vientre hinchado por los gases se elevaba como una isla de carne en el agua fría, escarchada. Vidriosos y enormes, como canicas, los ojos estaban fijos en los de Danny. La cara sonreía; una mueca separaba los labios purpúreos. Los pechos le colgaban, el vello púbico flotaba en el agua, las manos estaban crispadas sobre los ornamentados bordes de la bañera como las pinzas de un cangrejo.

Danny dio un alarido, que jamás salió de sus labios; volviéndose cada vez más hacia dentro, se hundió en la oscuridad de su ser como una piedra en un pozo. Tambaleante, dio un solo paso atrás, oyendo el ruido de sus propios tacones sobre las baldosas hexagonales, y en ese mismo momento sintió cómo se le escapaba la orina.

La mujer se estaba enderezando.

Todavía sonriendo, con las enormes canicas de los ojos fijas en él, fue enderezándose. Las palmas muertas hacían ruidos escalofriantes sobre las paredes de la bañera. Los pechos se sacudían como arrugadas bolsas vacías.

Se oía, casi imperceptible, el ruido de los cristales de hielo al romperse. No respiraba. Era un cadáver, muerta desde hacía muchos años.

Danny se dio la vuelta y huyó. Como un rayo atravesó la puerta con los ojos saltándosele de las órbitas y los pelos de punta, como las espinas de un erizo a punto de convertirse en la bola (¿de croquet?, ¿o de roque?) del sacrificio, abierta la boca sin poder emitir sonido alguno. Chocó contra la puerta de entrada del cuarto 217, que ahora estaba cerrada, y empezó a golpearla con los puños, sin darse cuenta de que no tenía echada la llave y de que con sólo girar el picaporte podría salir. De sus labios salían alaridos ensordecedores, más agudos de lo que es capaz de percibir el oído humano. No podía hacer más que vapulear la puerta, mientras oía cómo se le acercaba la muerta, con el vientre hinchado, el pelo seco, las manos extendidas… eso que había pasado tal vez años muerto en esa bañera, conservado ahí por la magia.

La puerta no se abría, no, no, no se abría.

Y entonces le llegó la voz de Dick Hallorann, tan de pronto e inesperadamente, tan calmada, que sus atenazadas cuerdas vocales se distendieron y el chico empezó a llorar débilmente, no de miedo sino de bendito alivio.

(No creo que puedan hacerte daño… son como las figuras de un libro… cierra los ojos y desaparecerán). Los párpados se le cerraron. Las manos se le contrajeron en puños. El esfuerzo de la concentración le encorvó los hombros: (Nada ahí nada ahí ahí nada en absoluto NADA AHÍ ¡NO HAY NADA!). El tiempo pasó. Y cuando empezaba a relajarse, a entender que la puerta no debía tener llave y que podía irse, entonces las manos sumergidas durante años, hinchadas, hediondas, se le cerraron suavemente en torno del cuello y lo obligaron implacablemente a darse la vuelta para mirar el rostro muerto de color de púrpura.