EN LA ZONA INFANTIL
Jack salió a la terraza, subiéndose hasta el mentón la cremallera de su mono de trabajo, y parpadeó bajo el aire frió y claro. En la mano izquierda llevaba unas tijeras de podar cercos accionadas por pilas. Con la mano derecha se sacó del bolsillo de atrás un pañuelo limpio, se lo pasó por los labios y volvió a guardarlo. Por radio habían anunciado nieve. Se hacía difícil creerlo, aunque se viera cómo las nubes iban acumulándose en el horizonte.
Echó a andar por la senda que llevaba al jardín ornamental, pasándose las tijeras de podar a la otra mano. El trabajo no le llevaría mucho tiempo, pensó; con un retoque bastaría. El frío de las noches seguramente habría detenido el crecimiento de las plantas. El conejo tenía las orejas un poquito peludas, y a dos de las patas del perro se habían deformado, un poco, pero los leones y el búfalo estaban perfectos. Con un rápido corte de pelo sería bastante, y entonces… que viniera la nieve.
La senda de cemento terminaba tan bruscamente como un trampolín.
Jack se salió de ella y, pasando junto a la piscina vacía, tomó por la senda de grava que serpenteaba entre los animales del jardín ornamental y llegaba hasta la propia zona infantil. Se dirigió hacia el conejo y oprimió el botón que ponía en funcionamiento las tijeras. La herramienta empezó a zumbar por lo bajo.
—Hola, hermano conejo —saludó Jack—. ¿Cómo te va? ¿Una recortadita en la coronilla y pulirle un poco las orejas? Perfecto. Oye, ¿te contaron alguna vez el chiste del viajante de comercio y la anciana que tenía un perro de aguas?
Su propia voz le sonó tan forzada y estúpida que se interrumpió. Se le ocurrió que no le interesaban mucho esos animales; siempre le había parecido una especie de perversión eso de recortar y torturar a un pobre seto para darle la forma de algo que no era. Al costado de una de las carreteras de Vermont recordaba haber visto un seto convertido en una cartelera que, desde una elevación que dominaba el camino, anunciaba cierta marca de helados de crema. Hacer de la Naturaleza, un corredor de helados de crema no estaba mal, simplemente: era grotesco. (Nadie lo contrató a usted para filosofar, Torrance). Pues era cierto. Y tan cierto. Le recortó las orejas al conejo, y en el césped fue formándose un montoncito de hojas y ramitas. Las tijeras de podar ronroneaban en ese tono bajo y con una inquietante resonancia metálica que tienen, al parecer, todos los aparatos accionados con pilas. El sol brillaba pero no daba calor: ahora ya no se hacía tan difícil creer que vendría la nieve.
Jack trabajó con rapidez, pues sabía que en un trabajo como ese, por lo general, detenerse a pensar significaba equivocarse. Le retocó la «cara» al conejo (que desde esa distancia no parecía para nada una cara, pero desde unos veinte pasos más o menos los efectos de luz y sombra se unían a la imaginación del espectador para hacer creer que la había), y después empezó a pasarle las tijeras por la barriga.
Cuando terminó, detuvo el funcionamiento de la herramienta, fue hasta la zona infantil y allí se dio la vuelta bruscamente para ver el efecto total del conejo. Sí, parecía bien. Bueno, ahora le tocaría al perro.
—Pero si éste fuera mi hotel —les dijo—, os corlaría a todos vosotros a ras del suelo. Y vaya si lo haría. Los cortaría a todos, repondría el césped en los lugares donde habían estado y pondría por allí media docena de mesitas de metal con sombrillas de colores alegres. La gente podría sentarse allí a tomar el cóctel, en verano. Gin Fitz, cóctel de tequila, pink lady… todas esas cosas dulzonas que beben los turistas. Quizá ron y agua tónica.
Lentamente, Jack se sacó el pañuelo del bolsillo de atrás y se lo pasó por los labios.
—Vamos, vamos —se regañó por lo bajo. No era cuestión de estar pensando en eso.
Cuando iba a empezar de nuevo a trabajar, un impulso lo hizo cambiar de idea y se fue, en cambio, hacia la zona infantil. Es raro lo imprevisible que pueden ser los chicos, pensó. Él y Wendy habían esperado que Danny estuviera encantado con la zona infantil; allí había todo lo que pudiera pedir un niño. Pero Jack no creía que su hijo hubiera estado allí media docena de veces… si es que eran tantas. Tal vez de haber tenido otro chico con quien jugar las cosas habrían sido diferentes.
El portón chirrió ligeramente cuando lo empujó para entrar, y después la grava empezó a crujir bajo sus pies. Primero fue hacia la casa de juguete, un perfecto modelo a escala del propio «Overlook». El pequeño edificio tenía más o menos la altura de Danny cuando estaba de pie. Jack se agachó para mirar por las ventanas del tercer piso.
—Aquí viene el gigante a comeros a todos en vuestra cama —anunció con voz hueca—. Ya podéis despediros de la vida.
Pero tampoco eso era gracioso. La casa se podía abrir simplemente, como una puerta, haciéndola girar sobre una bisagra oculta. El interior era una decepción; las paredes estaban pintadas, pero casi todo estaba vacío.
Como no podía menos de ser, pensó Jack; si no, ¿cómo podían entrar los chicos? Y si en el verano había algunos muebles, ahora debían de estar guardados en el cobertizo de las herramientas. Jack cerró otra vez la casa, y el cerrojo volvió a encajarse con un pequeño clic.
Después fue hasta el tobogán, dejó en el suelo las tijeras de podar y, tras haber echado un vistazo a la senda para asegurarse de que Danny y Wendy no habían regresado, subió hasta arriba y se sentó. Aunque era el tobogán para los niños mayores, seguía siendo incómodamente ajustado para las nalgas de un adulto. ¿Cuánto tiempo hacía que él no se subía a un tobogán? ¿Veinte años? No le parecía posible que fuera tanto, no tenía la sensación de que fuera tanto, pero claro que tenía que ser eso, o más.
Recordaba que su padre solía llevarlo al parque, en Berlín de Nueva Hampshire, cuando él tenía la edad de Danny, y que él no se perdía un solo juego, ni el tobogán, ni los columpios, ni el balancín, ni nada. Después, él y el viejo se comían un perrito caliente y le compraban cacahuetes al hombre del carrito. Se sentaban en un banco a comerlos, y en torno de ellos se formaba una nube de palomas.
—Malditos bichos rapaces —rezongaba su padre—, no les des nada, Jacky.
Pero después terminaban los dos dándoles de comer, y riéndose de la forma en que corrían tras las semillas, esa forma tan voraz de correr tras las semillas. Jack no recordaba que el viejo hubiera llevado nunca a sus hermanos al parque. Jack era su favorito, y aun así había recibido lo suyo cuando el viejo estaba borracho; es decir la mayor parte del tiempo. Pero Jack lo había querido durante todo el tiempo que pudo, mucho después que el resto de la familia no sintiera por él más que odio y miedo.
Empujándose con las manos, descendió, pero el descenso no le dio placer alguno. Como nadie lo usaba, el tobogán estaba áspero y no se podía tomar la velocidad suficiente; además, él tenía el trasero demasiado grande.
Sus pies de adulto chocaron en la leve depresión que había formado el choque de miles de pies de niños antes que los suyos. Se levantó, se sacudió los fondillos del pantalón y miró las tijeras de podar pero, en vez de recogerlas, se dirigió hacia los columpios, que también fueron una desilusión. Desde el cierre de la temporada, las cadenas se habían enmohecido, y al moverlas chillaron como si algo les doliera. Jack se prometió que al llegar la primavera las engrasaría.
Déjalo, se regañó. Ya no eres un niño, y no necesitabas venir a este lugar para demostrarlo.
Pero siguió hasta los aros de cemento —eran demasiado pequeños para él y pasó por encima— y después hasta la cerca de seguridad que delimitaba los terrenos del hotel. Pasó los dedos entre el enrejado y miró a través de la cerca: el sol le dibujaba sobre la cara las líneas de sombra, como si fuera un hombre entre rejas. El propio Jack advirtió la similitud, y sacudió el enrejado, poniendo expresión angustiada y susurrando:
—¡Déjenme salir de aquí! ¡Déjenme salir de aquí!
Pero, por tercera vez, la cosa no le hizo gracia. Era hora de ponerse de nuevo a trabajar.
Fue en ese momento cuando oyó el ruido, detrás de él.
Se la dio vuelta rápidamente, con el ceño fruncido, avergonzado, preguntándose si alguien lo habría visto tonteando por ahí, en el territorio de los niños. Sus ojos recorrieron los toboganes, el zigzag que formaban los balancines, los columpios en los que sólo se mecía el viento. Más allá de todo eso, entre el portón y la cerca baja que separaba la zona infantil del césped y del jardín ornamental, los leones se agrupaban en torno de la senda, como para protegerla, el conejo se inclinaba fingiendo comer hierba, el búfalo parecía pronto a atacar, el perro seguía echado. Tras ellos se veía el campo de golf y el edificio del hotel. Desde donde estaba, alcanzaba incluso a ver el borde elevado de la cancha de roque, del lado oeste del «Overlook».
Todo estaba lo mismo que hacía un momento. Entonces, ¿por qué había empezado a ponérsele carne de gallina en la cara y las manos, y por qué en la nuca el pelo empezaba a erizársele, como si la piel se le hubiera puesto repentinamente seca?
Con los ojos entornados, volvió a mirar hacia el hotel, sin encontrar respuesta. Seguía simplemente allí con las ventanas a oscuras, mientras un tenue hilo de humo se escurría por la chimenea correspondiente al fuego encendido en el vestíbulo.
(Muchacho, más vale que te pongas en marcha, porque si no cuando regresen se quedarán pensando que no hiciste nada en todo el tiempo). Ponerse en marcha, claro. Porque estaba por nevar y había que recortar esos malditos cercos. Era parte del acuerdo. Además, no se atreverían…
(¿Quién no se atrevería? ¿Qué no se atrevería? ¿A qué no se atreverían?).
Empezó a andar de nuevo hacia donde había dejado las tijeras de podar, al pie del tobogán grande, y le pareció que el ruido de sus pies al hollar la grava era anormalmente fuerte. Ahora habían empezado a contraérsele también los testículos, y sentía las nalgas duras y pesadas, como de piedra.
(Por Dios, ¿qué es esto?).
Se detuvo junto a las podaderas, pero no hizo ningún movimiento para recogerlas. Sí, claro que había algo diferente. En el jardín ornamental.
Y era tan simple, tan fácil de ver, que ni siquiera lo había notado. Vamos, se reprochó, si acabas de recortar el maldito conejo, entonces qué (eso mismo es).
La respiración se le ahogó en la garganta.
El conejo estaba en cuatro patas, mordisqueando la hierba. Tenía la barriga contra el suelo. Pero no hacía diez minutos que estaba sentado sobre las patas traseras, claro que sí, si él le había recortado las orejas… y la barriga.
Sus ojos se movieron velozmente hacia el perro. Cuando él había venido por la senda, el perro estaba sentado, en la actitud de pedir una golosina. Ahora estaba agazapado, con la cabeza inclinada, la muesca de la boca contraída en un gruñido silencioso. Y los leones…
(oh no, nene, no, oh, no es posible).
Los leones estaban más próximos a la senda. Los dos que habían a su derecha habían cambiado imperceptiblemente de posición, se habían acercado más. Y la cola del de la izquierda, ahora, estaba casi sobre la senda.
Estaba seguro de que, cuando pasó junto a ellos para atravesar el portón, ese león estaba a la derecha y tenía la cola arrollada junto al cuerpo.
Ahora, los leones ya no defendían la senda: la bloqueaban.
De pronto, Jack se cubrió los ojos con la mano, y después volvió a bajarla. Lo que veía no cambió. Un suspiro, suave, demasiado bajo para ser un gruñido, se le escapó. En la época en que bebía siempre había tenido miedo de que le sucediera algo así; pero cuando uno bebía de esa manera, a eso se le llamaba delirium tremens, lo mismo que le pasaba al viejo Ray Milland en Días sin huella, cuando veía bicharracos que salían de las paredes.
Y cuando uno estaba sobrio, ¿cómo se le llamaba?
La intención de la pregunta era retórica, pero su mente la respondió (se le llama locura) de todas maneras.
Al volver a mirar los animales del seto, se dio cuenta de que algo había cambiado mientras él tenía la mano sobre los ojos. El perro estaba más cerca. Ya no seguía agazapado, sino que parecía estar preparándose para correr, con los cuartos traseros flexionados, una de las patas delanteras extendida, la otra hacia atrás. Con la boca más abierta, con gesto que parecía más amenazante. Ahora, hasta le pareció ver forma de ojos entre el follaje. De ojos que lo miraban.
¿Por qué hay que recortarlos, si están perfectos?, pensó histéricamente.
Otro ruido, leve. Involuntariamente, retrocedió un paso cuando miró a los leones. Parecía que uno de los dos de la derecha se hubiera adelantado apenas al otro. Tenía la cabeza baja. Una de sus garras estaba ya casi junto al cerco bajo. Santo Dios, ¿y ahora, qué más?
(ahora te salta encima y te devora como en uno de esos cuentos infantiles de terror)
Era como el juego de las estatuas, que jugaban cuando eran pequeños. Uno de los chicos contaba, dando la espalda a los otros, hasta diez, mientras los demás se adelantaban sigilosamente. Cuando llegaba a diez, el que contaba se daba la vuelta con rapidez y, si alcanzaba a ver moverse a alguien, lo sacaba del juego. Los demás se quedaban inmóviles como si fueran estatuas, hasta que el otro se daba otra vez vuelta para volver a contar. Así iban acercándose cada vez más hasta que finalmente, cuando la cuenta andaba entre cinco y diez, uno sentía que una mano se le apoyaba en el hombro…
En la senda, crujió la grava.
Con un movimiento espasmódico, Jack giró la cabeza para mirar al perro y lo vio en mitad de la senda, apenas por detrás de los leones, con la boca abierta. Antes no era más que una mata de ligustrina recortada para que diera la impresión de un perro, algo que si uno lo miraba de cerca perdía todo el parecido. Pero ahora Jack distinguía perfectamente que estaba recortada para que pareciera un pastor alemán, y los perros pastores eran bravos. Podía enseñárseles a matar. Un murmullo bajo, susurrante.
El león de la izquierda había avanzado ya hasta la empalizada, y con el hocico estaba tocando las tablas. Parecía que lo mirara con una mueca.
Jack retrocedió dos pasos más. La cabeza le latía desesperadamente, y sentía cómo el aliento le raspaba la garganta. Ahora, también el búfalo se había movido, describiendo un círculo hacia la derecha, por detrás del conejo.
Tenía la cabeza baja y los verdes cuernos de follaje apuntaban hacia él. La cosa era que, al mismo tiempo, no se los podía vigilar a todos. Imposible.
Sin darse cuenta, en su concentración desesperada, de que estuviera articulando ningún sonido, a Jack empezó a escapársele un gemido de la garganta. Sus ojos saltaban de una a otra de esas criaturas inverosímiles, procurando ver sus movimientos. Las rachas de viento resonaban, amenazantes, entre las ramas entretejidas. ¿Qué ruido harían cuando lo alcanzaran? Pero si ya lo sabía, claro. Un ruido de cosa que se quiebra, se aplasta, se desgarra. Un… (no no NO NO ESTO NO PUEDO CREERLO ¡DE NINGÚN MODO!). De golpe volvió a cubrirse los ojos, apretándose con ambas manos la cabeza, la frente, las sienes retumbantes. Así se quedó durante largo rato, juntando miedo hasta que no pudo más; entonces volvió a apartar las manos, dando un grito.
Junto al campo de golf, el perro estaba sentado como si pidiera comida. El búfalo miraba con indiferencia hacia la cancha de roque, lo mismo que cuando Jack llegó con las tijeras de podar. El conejo, erguido sobre las patas traseras, mostraba las orejas atentas al menor ruido, la barriga recién recortada. Inmóviles en su lugar, los leones custodiaban la senda.
Durante largo rato, Jack se quedó paralizado, hasta que finalmente la respiración se le regularizó. Buscó los cigarrillos, y cuatro se le cayeron sobre la grava. Se inclinó a recogerlos, sin mirar, sin dejar de vigilar el jardín ornamental, por miedo a que los animales empezaran a moverse otra vez.
Los recogió a tientas, guardó cuidadosamente tres en el paquete y encendió el cuarto. Después de dos profundas chupadas, lo dejó caer y lo aplastó. Fue en busca de las podaderas y las recogió.
—Estoy muy cansado —articuló, y ahora parecía perfectamente hablar en alta voz, no una chifladura—. He estado demasiado tenso. Con las avispas… la obra… esa llamada de Al. Pero todo irá bien.
Empezó a andar lentamente hacia el hotel. Una parte de su mente lo tironeaba, frenética, tratando de obligarlo a dar un rodeo en torno a los animales, pero Jack pasó directamente entre ellos, por la senda de grava.
Una débil brisa los hizo cuchichear, pero eso fue todo. La cosa no había sido más que imaginación. Se había llevado un buen susto, pero no había pasado nada.
En la cocina del «Overlook» se tomó dos «Excedrinas» y después se fue al sótano y se puso a mirar papeles hasta que oyó el ruido de la furgoneta del hotel que se acercaba por la entrada para coches. Entonces fue a su encuentro. Se sentía perfectamente, y no creyó necesario hablar de su alucinación. Se había llevado un buen susto, pero no había pasado nada.