PENSAMIENTOS NOCTURNOS
Eran las diez de la noche. En el dormitorio, ambos fingían dormir.
Tendido de costado, mirando a la pared, los ojos bien abiertos, Jack escuchaba la respiración lenta y regular de Wendy. Todavía sentía en la lengua el sabor de las tabletas, su textura áspera, un poco anestesiante. Al Shockley lo había llamado a las seis menos cuarto, ocho menos cuarto hora del Este. Wendy estaba en la planta baja con Danny, sentados los dos ante la chimenea del vestíbulo, leyendo.
—Personal para el señor Jack Torrance —dijo la telefonista.
—Al habla. —Jack se había pasado el teléfono a la mano derecha y con la izquierda había buscado el pañuelo en el bolsillo de atrás. Se lo pasó por los labios magullados y encendió un cigarrillo.
Después oyó la voz de Al, retumbante en sus oídos.
—Jacky, ¿en el nombre de Dios, qué estás tramando?
—Hola, Al. —Jack aplastó el cigarrillo y buscó a tientas el frasco de «Excedrina».
—¿Qué es lo que pasa, Jack? Esta tarde tuve una llamada rarísima de Stuart Ullman. Y si Stu Ullman hace una llamada de larga distancia y la paga de su bolsillo, es porque está con el agua al cuello.
—Ullman no tiene ningún motivo de preocupación, Al, ni tú tampoco.
—¿De qué exactamente no tenemos que preocuparnos? Por lo que me dijo Stu, no sé si pensar en un chantaje o en un artículo de fondo sobre el «Overlook» en el National Enquirer. Explícamelo tú.
—Es que quise pincharle un poco —empezó Jack—. Cuando vine aquí para la entrevista, Ullman tuvo que sacarme todos los trapos sucios. El problema de la bebida. Que perdí mi último trabajo por torturar a un estudiante. Que dudaba que yo fuera el hombre adecuado para el trabajo, etcétera. Lo que me dejó con la espina fue que trajera a colación todo eso por estar tan enamorado del condenado hotel. El hermoso «Overlook». El tradicional «Overlook». El sagrado y sangriento «Overlook». Bueno, pues en el sótano encontré un álbum de recortes, en el que alguien había recopilado todos los aspectos menos halagüeños de la catedral de Ullman, y a mí me dio la impresión de una pequeña misa negra celebrada después de hora.
—Espero que eso sea metafórico, Jack. —La voz de Al sonaba espantosamente fría.
—Lo es. Pero realmente, encontré…
—Yo ya conozco la historia del hotel.
Jack se pasó la mano por el pelo.
—Entonces lo llamé y lo acorralé un poco con eso. Admito que no estuve muy brillante, y naturalmente no lo volvería a hacer. Punto final.
—Stu dice que planeas sacar por tu cuenta unos cuantos trapos sucios.
—¡Stu es un idiota! —vociferó Jack en el teléfono—. Le dije que tenía la idea de escribir sobre el «Overlook», sí. Y es cierto. Pienso que este lugar es una síntesis de lo que fue el carácter norteamericano después de la Segunda Guerra Mundial. Dicho tan abiertamente, suena muy pretencioso, ya lo sé ¡pero es que está todo ahí, Al! Dios mío, podría ser un gran libro.
Pero es para muy adelante, eso puedo prometértelo, en este momento tengo servida una ración más grande de la que puedo tomar, y…
—A mí eso no me basta, Jack.
Jack se encontró mirando boquiabierto el negro receptor del teléfono, incapaz de creer lo que sin duda alguna había oído.
—¿Qué? Al, ¿has sido tú el que ha dicho…?
—He dicho lo que he dicho. ¿Cuánto tiempo es «para muy adelante», Jack? Para ti tal vez sean dos años, o cinco. Para mí son treinta o cuarenta, porque yo espero seguir durante mucho tiempo asociado con el «Overlook».
Y la idea de que tú te pongas a escarbar mierda en mi hotel para hacerla pasar como una gran creación de la literatura norteamericana es algo que me enferma.
Jack se quedó sin habla.
—Yo quise ayudarte, Jacky. Estuvimos juntos en la guerra, y pensé que te debía cierta ayuda. ¿Te acuerdas de la guerra?
—Sí, me acuerdo —masculló Jack, pero las brasas del resentimiento habían empezado ya a calentarle el corazón. Primero Ullman, después Wendy, ahora Al. ¿Qué era todo eso? ¿La Semana Nacional de destrucción de Jack Torrance? Se mordió con más fuerza los labios, buscó el paquete de cigarrillos y se le cayeron al suelo. Le había gustado alguna vez ese ex borracho que le hablaba desde su guarida con revestimiento de caoba, en Vermont. ¿Le había gustado, de veras?
—Antes de que le pegaras al chico, ese Hatfield —decía Al—, yo había convencido a la Junta para que te confirmaran, y hasta había conseguido que pensaran en la posibilidad de darte la cátedra vitalicia. Y eso tu mismo lo estropeaste. Después te conseguí lo del hotel, un lugar grato y tranquilo para que te rehagas, termines tu obra de teatro y esperes hasta que entre Harry Effinger y yo podamos convencer al resto de los tipos esos de que cometieron un gran error. Y ahora parece que quieres ponerte pesado con un gran asesinato. ¿Es ésa la forma que tienes de agradecer a los amigos, Jack?
—No —susurro, sin atreverse a decir más.
En la cabeza le latían las palabras ardientes, como grabadas, que pugnaban por salir. Intentó desesperadamente pensar en Wendy y en Danny, que confiaban en él, en Danny y Wendy sentados pacíficamente en la planta baja, junto al fuego, estudiando el primer libro de lectura de la segunda serie, seguros de que todo iba perfectamente. Si él perdía ese trabajo, entonces, ¿qué? ¿Irse a California en el viejo y destartalado «Volkswagen» con su bomba de gasolina medio rota, como una familia de emigrantes que huye de la aridez del campo? Aunque se dijo que antes de dejar que tal cosa sucediera se pondría de rodillas ante Al, las palabras seguían aún pugnando por salir, y la mano con que sujetaba las riendas de su furia la sentía como encargada.
—¿Qué dices? —preguntó Al, cortante.
—No, no es así como trato a mis amigos —respondió Jack—. Y tu lo sabes.
—¿Como lo sé? En el peor de los casos, lo que te propones es enfangar mi hotel desenterrando cadáveres que hace años que están dignamente sepultados. En el mejor, te pones a llamar al director, un tipo raro pero sumamente competente, y me lo dejas frenético, sin mas motivo que un… un estúpido juego de niños.
—Era algo más que un juego, Al. Para ti es mas fácil. Tu no tienes que aceptar la caridad de un amigo rico. No necesitas tener un amigo en el tribunal, porque tú eres el tribunal. Del hecho de que tú también estuvieras a un paso de ser un borrachín ni se habla, ¿no es eso?
—Supongo que sí. —La voz de Al había bajado de tono, y parecía que toda la conversación lo cansara—. Pero Jack, eso yo no puedo evitarlo. No lo puedo cambiar.
—Ya lo sé —admitió Jack—. ¿Estoy despedido? Si me lo vas a decir, dímelo ahora.
—No, si me prometes dos cosas.
—De acuerdo.
—¿No sería mejor que supieras las condiciones antes de aceptarlas?
—No. Dime cuál es el trato, que yo lo aceptaré. Tengo que pensar en Wendy y en Danny. Si me pides las pelotas, te las mandaré por correo aéreo.
—¿Estás seguro de que puedes darte el lujo de compadecerte de ti mismo, Jack?
En ese momento, Jack había vuelto a cerrar los ojos, mientras se metía una «Excedrina» entre los labios resecos.
—A estas alturas, tengo la sensación de que es el único lujo que puedo darme. Despáchate… o despáchame.
Durante un momento Al se quedó en silencio. Después dijo:
—Primero, nada de volver a llamar a Ullman. Aunque se incendie el hotel. En ese caso, llama al encargado de mantenimiento, el tipo ese tan mal hablado, tú sabes a quién me refiero…
—A Watson.
—Sí.
—De acuerdo. Convenido.
—Segundo, que me prometas bajo palabra de honor, Jack. Nada de libros sobre un famoso hotel de montaña en Colorado, que tiene su historia.
Durante un momento, la furia fue tan grande que, literalmente, Jack no pudo hablar. La sangre le latía con fuerza en los oídos. Era como recibir una llamada de cierto Mecenas del siglo XX… nada de pintar retratos de familia donde se vieran las verrugas, ¿eh?, o volverás con el populacho. Yo no subvenciono retratos, sino retratos bonitos. Cuando pintes a la hija de mi gran amigo y socio en los negocios, por favor olvídate de las marcas de nacimiento, o volverás con el populacho. Claro que somos amigos… los dos somos hombres civilizados ¿no? Hemos compartido la cama, la mesa y la botella. Siempre seremos amigos, y si ahora te pongo un collar de perro siempre fingiremos no verlo por tácito acuerdo, y yo cuidaré de ti con generosidad y benevolencia. Lo único que te pido a cambio es el alma. Una bagatela. Hasta podemos ignorar el hecho de que me la has entregado, lo mismo que ignoramos el collar de perro. Recuerda, mi talentoso amigo, que los Miguel Ángel mendigan por todas partes en las calles de Roma…
—Jack, ¿estás ahí?
Emitió un ruido estrangulado que pretendía ser la palabra sí.
La voz de Al era firme, muy segura de si misma.
—En realidad, no creo estar pidiéndote tanto, Jack. Puedes escribir otro libros. Pero, simplemente, no puedes esperar que yo te subvencione mientras tú…
—Está bien, de acuerdo.
—No quiero que pienses que intento controlar tu vida artística, Jack.
Sabes que no sería capaz de eso. Es sólo que…
—¿Al?
—¿Qué?
—¿Sabes tú si Derwent tiene todavía algo que ver con el «Overlook»?
—No veo en qué puede interesarte a ti saber eso, Jack.
—No, claro que no. Escucha Al, me parece oír que Wendy me está llamando. Ya volveremos a hablar.
—Seguro, Jacky. Será una buena charla. ¿Cómo van las cosas? ¿En seco?
(AHORA QUE YA TIENES TU KILO DE CARNE CON SANGRE Y TODO,
¿NO PUEDES DEJARME EN PAZ DE UNA VEZ?).
—Como un hueso.
—Como yo. En realidad, está empezando a gustarme andar sobrio.
Si…
—Ya te llamaré, Al. Wendy…
—Sí. De acuerdo.
Y se había cortado la comunicación. Entonces fue cuando le dieron los calambres, castigándolo con la rapidez del rayo, haciéndolo doblarse en dos ante el teléfono, como un penitente, con las manos apretándose el vientre, la cabeza palpitante como una ampolla monstruosa.
La avispa, cuando pica, sigue picando…
Se le había pasado un poco cuando Wendy subió a preguntarle quién había llamado por teléfono.
—Al. Quería saber qué tal iban las cosas. Le dije que muy bien.
—Jack, qué mal aspecto tienes. ¿Estás enfermo?
—Me vuelve a doler la cabeza. Me acostaré temprano. No tiene sentido que intente escribir.
—¿Quieres que te suba un poco de leche caliente?
—Me encantaría —sonrió Jack, débilmente.
Ahora estaba tendido junto a ella, sintiendo contra el suyo el muslo tibio, relajado. Pensando en la conversación con Al, en cómo se había rebajado, todavía se sentía alternativamente invadido por el hielo y por el fuego. Algún día lo reconocerían. Algún día habría un libro, no ese texto tranquilo y meditado en que había pensado al principio, sino un arduo fruto de investigación, con una parte de fotos y todo, donde revelaría toda la historia del «Overlook», los convenios de propiedad sucios, incestuosos, todo. Lo expondría todo ante el lector como si fuera la disección de un cangrejo. Y si Al Shockley tenía algo que ver con el imperio de Derwent… pues que Dios lo ayudara.
Tenso como las cuerdas de un piano, se quedó mirando la oscuridad, sabiendo que todavía podían pasar horas antes de que se durmiera.
Tendida de espaldas con los ojos cerrados, Wendy Torrance escuchaba el ritmo del ronquido de su marido, la aspiración larga, la breve pausa, la espiración ligeramente gutural. Dónde se irá cuando se duerme, pensó. A algún parque de diversiones, a un Great Barrington de los sueños donde todos los juegos son gratuitos y donde no hay ninguna esposa-madre que le diga a uno que ya comió bastantes perritos calientes o que sería mejor ir volviendo para llegar a casa antes de que oscurezca. ¿O sería a algún bar profundamente sumergido, donde la bebida jamás se acababa y las puertas batientes siempre estaban abiertas y todos los amigos de antaño se reunían alrededor del juego de hockey electrónico, con los vasos en la mano, Al Shockley el más visible entre ellos, con la corbata floja y el botón del cuello de la camisa desabrochado? Un lugar de donde ella y Danny estaban excluidos y donde el alcohol corría interminablemente.
Wendy estaba preocupada por Jack, con la antigua preocupación, el viejo desvalimiento que había creído dejar atrás para siempre en Vermont… como si por algún motivo las preocupaciones no pudieran atravesar las fronteras estatales. No le gustaba lo que estaba haciéndoles el «Overlook» a Jack y a Danny.
Lo que más asustada la tenía, el hecho impreciso y nunca mencionado —tal vez ni siquiera mencionable—, era que todos los síntomas de la época de bebedor de Jack hubieran vuelto, uno por uno… todos, salvo la propia bebida. Ese constante frotarse los labios con la mano o el pañuelo, como si los tuviera excesivamente húmedos. Las largas pausas ante la máquina de escribir, la mayor cantidad de papeles arrojados al cesto. Después de la llamada de Al, esa misma noche, Wendy había encontrado un frasco de «Excedrina» junto al teléfono, pero sin vaso de agua. Jack estaba otra vez tomando pastillas. Y se irritaba por pequeñeces. Inconscientemente, empezaba a hacer chasquear con nerviosidad los dedos si las cosas estaban muy tranquilas. Estaba cada vez más mal hablado. Y Wendy había empezado a preocuparse también por su mal genio. Casi sería un alivio que perdiera los estribos, que dejara salir un poco de presión, de manera muy semejante a la forma en que iba al sótano, lo primero que hacía por la mañana y lo último por la noche, a bajar la presión de la caldera. Sería casi agradable verlo maldecir y asestarle un puntapié a una silla o dar un buen portazo. Pero esas cosas, que parecían ser parte de su temperamento, habían casi desaparecido por completo. Sin embargo, Wendy tenía la sensación de que los enojos de Jack con ella o con Danny eran cada vez más frecuentes, pero también de que él se negaba a darle cauce. La caldera tenía un manómetro, viejo, estropeado, con pegotes de grasa, pero que todavía funcionaba. Jack no tenía ninguno. Ella jamás había llegado a interpretarlo muy bien. Danny era capaz de hacerlo, pero Danny no hablaba.
Y la llamada de Al. Más o menos a la misma hora que se había producido, Danny había perdido todo interés en el cuento que estaban leyendo. La dejó a ella sentada junto al fuego y se fue hasta el escritorio principal, donde Jack le había construido una carretera para los coches y camiones en miniatura. Ahí estaba el «Volkswagen». Violeta Violento, y Danny se había puesto a moverlo rápidamente hacia delante y hacia atrás.
Mientras fingía leer a su vez un libro, pero en realidad mirando por encima de él a su hijo, Wendy había visto una extraña amalgama de las maneras que tenían ella y Jack de expresar la angustia. Enjugarse los labios. Pasarse nerviosamente las manos por el pelo, como solía hacer ella cuando esperaba que Jack regresara de su recorrido por los bares. No podía creer que Al hubiera llamado simplemente para «preguntar cómo iban las cosas». Si uno quería charlar un rato, llamaba a AI. Pero si Al lo llamaba a uno, era para algo serio.
Más tarde, cuando volvió a bajar, Wendy había encontrado a Danny de nuevo hecho un ovillo junto al fuego, leyendo en su libro de lectura de segundo grado las aventuras de Joe y Rachel, cuando su papá los llevó al circo, completamente abstraído. La desazón, la inquietud, se habían evaporado por completo. Al mirarlo, Wendy había vuelto a experimentar la certeza, súbita e inquietante, de que Danny sabía más y entendía más de lo que tenía cabida en la filosofía del doctor («Llámenme Bill»). Edmonds.
—Es hora de acostarte, doc —le dijo.
—Sí, esta bien —el chico puso una marca en el libro y se levantó.
—Ve a lavarte y a cepillarte los dientes.
—Bueno.
—Y no te olvides de la seda dental.
—No, mamá.
Durante un momento se quedaron uno junto al otro, mirando cómo oscilaba el resplandor de las brasas en el fuego. La mayor parte del vestíbulo estaba helado y lleno de corrientes de aire, pero el círculo alrededor de la chimenea era de una tibieza mágica, que se hacía difícil abandonar.
—El tío Al llamó por teléfono —dijo Wendy, como quien no quiere la cosa.
—¿Ah, sí? —ni la menor sorpresa.
—Estaba pensando si estaría enojado con papá —siguió Wendy en el mismo tono.
—Sí, seguro que sí —asintió Danny, sin dejar de mirar el fuego—. No quería que papá escribiera el libro.
—¿Qué libro, Danny? —Ése sobre el hotel.
La pregunta que se le formó en los labios era la misma que ella y Jack le habían formulado mil veces: ¿Cómo lo sabes? Pero no se lo había preguntado. No quería inquietarlo a la hora de acostarse, ni hacer que el chico se diera cuenta de que estaban hablando en tono casual de su conocimiento de cosas que él no tenía manera alguna de saber. Pero las sabía, de eso Wendy estaba convencida. La charla del doctor Edmonds sobre el razonamiento inductivo y la lógica subconsciente no era más que eso: charla. Su hermana… ¿cómo había sabido Danny que ese día, en la sala de espera, Wendy estaba pensando en Aileen? Y (Soñé que papá tuvo un accidente). Sacudió la cabeza, como para despejársela.
—Ve a lavarte, doc.
—Sí, mamá —corrió escaleras arriba, hacia el dormitorio, mientras Wendy, con el ceño fruncido, se iba a la cocina a calentar la leche para Jack.
Y ahora, insomne en su cama mientras escuchaba la respiración de su marido y el viento afuera (milagrosamente, esa tarde habían vuelto a tener otra nevisca, todavía, ninguna gran nevada), Wendy dejó que sus pensamientos se volvieran sin reserva hacia ese hijo adorable e inquietante, que había nacido con la cabeza envuelta en las membranas, esa tela que los médicos veían quizá en un nacimiento entre setecientos, esa tela que según las historias de viejas era señal de doble vista.
Decidió que era hora de hablar con Danny sobre el «Overlook»… y mucho más, de conseguir que Danny hablara con ella. Mañana, seguramente. Los dos tenían pensado ir a la biblioteca pública de Sidewinder para ver si podían conseguir que les prestaran algunos libros de un nivel de segundo grado, durante todo el invierno, y entonces hablaría con él. Y francamente. Con esa idea se sintió más tranquila y por fin empezó a abandonarse al sueño.
En su dormitorio, Danny estaba despierto, con los ojos abiertos, sosteniendo con el brazo izquierdo su viejo y traqueteado osito de felpa (que había perdido uno de los botones que hacían de ojos y perdía relleno por una docena de costuras reventadas), escuchando cómo dormían sus padres en su dormitorio. Tenía la sensación de haberse convertido, sin quererlo, en el guardián de ellos. Las noches eran lo peor de todo. Aborrecía las noches, y el gemido constante del viento sobre el ala oeste del hotel.
Suspendido de un hilo, sobre él flotaba el planeador. Encima de su escritorio el «Volkswagen», que el chico había traído desde la planta baja, resplandecía con un tono púrpura fluorescente. En la estantería estaban sus libros de lectura, y los de pintar sobre el escritorio. Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio, decía mamá. Entonces cuando quieres algo sabes dónde lo tienes. Pero ahora las cosas estaban cambiadas de lugar. Faltaban cosas. Y, lo que era peor, se habían agregado cosas, cosas que uno no podía ver bien, como en esas figuras que decían ¿PUEDES VER LOS INDIOS? Y si uno se esforzaba y miraba con los ojos entornados, entonces veía algunos; eso que al primer vistazo le había parecido un cactus era en realidad un guerrero con un cuchillo entre los dientes, y había otros ocultos en las rocas, y hasta se podía ver uno de los rostros hoscos y despiadados mirando por entre los radios de la rueda de un carro con toldo. Pero nunca se los podía ver a todos, y era eso lo que lo inquietaba a uno. Porque eran los que no se podían ver los que se arrastrarían furtivamente por atrás, con el tomahawk en una mano y en la otra el cuchillo para arrancarte el cuero cabelludo…
Danny se acomodó de nuevo en la cama, con zozobra, buscando con los ojos el resplandor reconfortante de la lamparilla de noche. Aquí las cosas eran peor, de eso estaba seguro. Al principio no había sido tan malo, pero poco a poco, su papá pensaba mucho más en beber. A veces estaba enojado con mami no sabía por qué. Se paseaba enjugándose los labios con el pañuelo, con una expresión nebulosa y distante en los ojos. Mami estaba preocupada por él, y Danny también. No necesitaba del esplendor para saber que le había hecho preguntas el día que a él le pareció que la manguera del extintor se convertía en una serpiente. El señor Hallorann había dicho que todas las madres podían esplender un poquito, y ese día ella supo que había pasado algo, pero no qué.
Danny había estado a punto de decírselo, pero hubo un par de cosas que lo detuvieron. Sabía que el médico de Sidewinder había restado importancia a Tony y a las cosas que Tony le mostraba, como algo perfectamente
(bueno casi)
normal. Entonces, era posible que su madre no le creyera si le contaba lo de la manguera. Y peor sería que lo creyera, pero equivocadamente, que pensara que a Danny se le estaban AFLOJANDO LOS TORNILLOS. Él algo sabía de lo que era AFLOJARSE LOS TORNILLOS; no tanto como sabía sobre ENCARGAR UN BEBÉ, porque eso mami se lo había explicado bastante bien el año pasado, pero algo sabía.
Una vez, en el jardín de infancia, su amigo Scott había señalado a un chico que se llamaba Robin Stenger, que andaba lloriqueando junto a los columpios con una cara tan larga que casi se la podía pisar. El padre de Robin enseñaba aritmética en la misma escuela que papá, y el de Scott era profesor de historia. La mayoría de los pequeños del jardín de infancia tenían alguna vinculación con la escuela preparatoria de Stovington, o bien con la pequeña planta de «IBM» que había en las afueras del pueblo, y ambos formaban dos grupos por separado. Naturalmente, había amistades entre niños de los dos grupos, pero era bastante natural que el contacto fuera mayor entre los pequeños cuyos padres se conocían. Cuando en uno de los grupos pasaba algo entre los adultos, casi siempre se filtraba hasta los niños, de alguna manera más o menos distorsionada, pero era raro que trascendiera al otro grupo.
Esa vez, él y Scotty estaban sentados en la nave espacial de juguete cuando Scotty señaló a Robin con un gesto del pulgar.
—¿Conoces a ese chico? —le preguntó.
—Sí —contestó Danny.
Scott se inclinó hacia él.
—Anoche, a su papá se le AFLOJARON LOS TORNILLOS, y se lo llevaron.
—¿Ah, sí? ¿Porque se le aflojaron algunos tornillos, nada más?
Scott lo miró con desdén.
—Se enloqueció, vamos —Scott se puso bizco, dejó caer la lengua y empezó a describir amplias elipses con el índice sobre las sienes—. Se lo llevaron al LOQUERO.
—Uau —se asombró Danny—. ¿Y cuándo lo dejarán volver?
—Nunca-nunca-nunca —respondió sombríamente Scotty.
En el transcurso de ese día y del siguiente, Danny llego a saber que:
a) El señor Stenger había intentado matar a toda su familia, incluso a Robin, con la pistola que guardaba como recuerdo de la Segunda Guerra Mundial;
b) El señor Stenger había hecho pedazos la casa mientras estaba MAJARETA;
c) Al señor Stenger lo habían encontrado comiéndose un tazón de bichos muertos y hierba seca como si fueran copos de cereales con leche, y mientras lo hacía estaba llorando;
d) El señor Stenger había tratado de estrangular a su mujer con una media porque su equipo favorito había perdido un partido.
Finalmente, demasiado angustiado para seguir guardando el secreto, Danny le había hablado a su papá del señor Stenger. Papá se lo había sentado en las rodillas y le había explicado que el señor Stenger había estado soportando demasiadas tensiones, en parte por su familia y en parte por el trabajo y en parte por cosas que nadie más que los médicos podían entender. Había tenido ataques de llanto, y tres noches atrás se había puesto a llorar sin poder refrenarse y había roto un montón de cosas en las casa de los Stenger. Eso no era porque se le hubieran AFLOJADO LOS TORNILLOS, decía papá, sino porque había tenido un COLAPSO NERVIOSO, y el señor Stenger no estaba en un LOQUERO sino en un SANATORIO. Pero a pesar de las cautelosas explicaciones de papá, Danny estaba asustado. No le parecía que hubiera ninguna diferencia entre que se le AFLOJARAN LOS TORNILLOS a alguien y que tuviera un COLAPSO NERVIOSO, y aunque se dijera SANATORIO en vez de LOQUERO, el lugar seguía teniendo rejas en las ventanas y a uno no lo dejaban salir aunque quisiera. Y, de manera totalmente inocente, su padre había confirmado sin modificarla otra de las frases de Scotty, que despertaba en Danny un terror impreciso y vago. En el lugar donde vivía ahora el señor Stenger había HOMBRES DE BATA BLANCA, que venían a buscarlo a uno en una furgoneta sin ventanillas y pintada de un funesto color gris. La aparcaban junto a la acera, junto a la casa de uno, y entonces los HOMBRES DE BATA BLANCA iban a buscarlo a uno y lo separaban de su familia y lo llevaban a vivir en una habitación con paredes acolchadas. Y si uno quería escribir a su casa, tenía que hacerlo con crayola.
—¿Y cuándo lo dejarán volver? —preguntó Danny a su padre.
—Tan pronto como mejore, doc.
—Pero eso, ¿cuándo será? —había insistido Danny.
—Dan. ESO NADIE LO SABE —le respondió Jack.
Y eso era lo peor de todo. Era otra manera de decir nunca-nunca-nunca. Un mes más tarde, la madre de Robin lo había sacado del jardín de infancia y los dos se fueron de Stovington, sin el señor Stenger.
Eso había pasado hacia más de un año, después de que papá dejara de tomar Algo Malo, pero antes de que perdiera el trabajo. Danny aun solía pensar en eso. A veces, cuando se caía o se daba un golpe o le dolía la barriga, empezaba a llorar y de pronto se acordaba, y le daba miedo de no poder dejar de llorar, de seguir y seguir, llorando y gritando, hasta que papito fuera al teléfono, marcara un número y dijera: «¿Hola? Habla Jack Torrance, de 149 Mapleline Way. Estoy con mi hijo, que no puede dejar de llorar. Por favor, envíen a los HOMBRES DE BATA BLANCA para que lo lleven al SANATORIO. Si, eso es, se le AFLOJARON LOS TORNILLOS. Gracias». Y entonces la furgoneta gris sin ventanillas llegaría a la puerta de su casa, lo meterían a él dentro, siempre llorando histéricamente, y se lo llevarían. ¿Y cuándo volvería a ver a su papá y a su mamá? ESO NADIE LO SABE.
Era ese temor lo que le había impuesto silencio. Ahora que ya tenía un año más, estaba seguro de que mamá y papá no dejarían que se lo llevaran por haber pensado que la manguera del extintor era una serpiente, su mente racional estaba segura de eso, pero así y todo, cuando pensaba en contarles la historia, el viejo recuerdo se alzaba dentro de él como una piedra que le llenara la boca y no le dejara articular las palabras. No era como lo de Tony; Tony siempre le había parecido perfectamente natural (hasta que empezaron las pesadillas, claro) y también había parecido que sus padres aceptaban a Tony como algo más o menos natural. Las cosas como Tony venían porque uno era INTELIGENTE, y los dos daban por sentado que él lo era (como también daban por sentado que lo eran ellos), pero una manguera de incendios que se convertía en serpiente, o eso de ver sangre y sesos en la pared de la suite presidencial, cuando nadie más podía verlo, esas cosas no serían naturales. Sus padres ya lo habían llevado a ver al médico.
¿No era razonable suponer que después de eso vendrían los HOMBRES DE BATA BLANCA?
Así y todo, podría haberlo contado, pero estaba seguro de que en ese caso, tarde o temprano, querrían sacarlo del hotel. Y Danny deseaba desesperadamente irse del «Overlook». Pero al mismo tiempo sabía que esa era la última oportunidad de su padre, que estaba ahí en el «Overlook» para algo más que cuidar del lugar. Estaba ahí para trabajar con sus papeles. Para superar lo que sentía por haber perdido el trabajo. Para amar a mami/Wendy. Y hasta hacía muy poco tiempo, parecía que todas esas cosas estuvieran sucediendo. Sólo últimamente papito había empezado a tener problemas. Desde que encontró esos papeles.
(Este lugar inhumano hace monstruos de los humanos).
¿Qué quería decir eso? Danny había rogado a Dios, pero Dios no se lo había dicho. ¿Y qué haría papito si dejaba de trabajar aquí? Había tratado de saberlo mirando en la mente de su padre, y estaba cada vez, más convencido de que su padre no lo sabía. La prueba más cierta le había llegado esa misma tarde, cuando el tío Al había llamado por teléfono a papá y le había dicho cosas feas, mezquinas, y papito no se había animado a contestarle porque tío Al podía despedirlo del trabajo como el señor Crommett, director de la escuela de Stovington, y la junta lo habían despedido de su puesto de profesor. Y papito le tenía un miedo espantoso a eso, por él y por mami y también por él mismo.
Por eso no se había animado a decir nada. No le quedaba más que estar alerta, indefenso, esperando que en realidad en la figura no hubiera indios, o que si los había se conformaran con esperar a la caza mayor y dejaran en paz a las presas pequeñas como ellos. Pero eso Danny no podía creerlo, por más que se esforzara.
Ahora, las cosas estaban peor en el «Overlook».
La nieve estaba próxima, y cuando llegara, las escasas opciones que tenían quedarían suprimidas. Y después de la nieve, ¿qué? ¿Qué entonces, cuando estuvieran encerrados allí, a merced de cualquier cosa que hasta ahora estuviera apenas jugando con ellos?
(¡Sal de una vez a tomar tu medicina!).
Entonces, ¿qué? REDRUM.
Se estremeció en la cama y volvió a darse la vuelta. Ahora ya sabía leer mejor. Tal vez mañana intentara llamar a Tony, intentara conseguir que Tony le mostrara exactamente qué era REDRUM y le dijera si había alguna forma de evitarlo. Correría el riesgo de las pesadillas. Tenía que saber.
Danny todavía estaba despierto cuando ya el falso dormir de sus padres se había convertido en sueño real. Dio vueltas en la cama, enredándose en las sábanas, luchando con un problema demasiado grande para él, para su edad, despierto en la noche como un solitario centinela. Y después de medianoche, cuando él también se durmió, no quedó despierto más que el viento, lanzándose contra el hotel y silbando en los aleros bajo la mirada fría y penetrante de las estrellas.