CONVERSACIÓN CON EL SEÑOR ULLMAN
La biblioteca pública de Sidewinder era un pequeño edificio recoleto, a una manzana de la zona comercial de la ciudad, sencillo y cubierto de enredaderas. El ancho camino de cemento que conducía hasta la puerta estaba flanqueado por los cadáveres de las flores del verano. Sobre el césped se erguía una gran estatua de bronce de algún general de la Guerra Civil de quien Jack jamás había oído hablar, por más que durante sus años de adolescente hubiera sido un experto en la materia.
Los archivos de periódicos estaban en la planta baja, e incluían La Gazette de Sidewinder, que había dejado de salir en 1963, el diario de Estes Park y el Camera, de Boulder. De Denver no había ningún periódico.
Con un suspiro, Jack se conformó con el Camera.
A partir de 1965, los periódicos eran remplazados por carretes de microfilme («Por una subvención federal —le explicó alegremente la bibliotecaria—. Cuando nos llegue el próximo cheque esperamos hacer lo mismo con los de 1958-1964, pero es que son tan lentos, imagínese. Tendrá usted cuidado, ¿verdad? Sí que lo tendrá y llámeme si me necesita.»). El único aparato de lectura tenía una lente que de alguna manera se había deformado, y para cuando Wendy le apoyó la mano en el hombro, unos cuarenta y cinco minutos después de haber empezado con los microfilmes, Jack tenía un agobiante dolor de cabeza.
—Danny está en el parque —dijo Wendy—, pero no quiero que esté demasiado tiempo afuera. ¿Cuánto tiempo más piensas estar?
—Diez minutos —respondió Jack, que ya había completado la última parte de la fascinante historia del «Overlook», los años transcurridos desde el triple asesinato hasta que «Stuart Ullman & Co.» se hicieron cargo del hotel. De todas maneras, seguía sin decidirse a contárselo a Wendy.
—¿En qué te has metido, dime? —pregunto su mujer mientras le desordenaba el pelo, pero su voz sonaba un tanto preocupada.
—Estoy viendo algo de la historia antigua del «Overlook».
—¿Por algún motivo especial?
—No, (¿y por qué demonios te interesa a ti tanto al fin y al cabo?) sólo curiosidad.
—¿Encontraste algo interesante?
—No mucho —contestó, y esa vez tuvo que esforzarse para hablar con calma. Wendy estaba espiándolo, como siempre lo había espiado y vigilado cuando estaban en Stovington y Danny era todavía un bebé. ¿A dónde vas, Jack? ¿Cuándo volverás? ¿Cuánto dinero llevas? ¿Te vas a llevar el coche? ¿Va Al a salir contigo? ¿Alguno de vosotros te mantendrá sobrio? Y dale y dale. Era ella, perdón por la expresión, quien lo había empujado a la bebida.
Tal vez no hubiera sido ésa la única razón, pero por Dios admitamos la verdad y digamos que fue una de ellas. Lo acosaba y lo acosaba y lo acosaba hasta que uno sentía ganas de abofetearla nada más que para hacerla callar y terminar con ese (¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Estás? ¿Vendrás?) interminable diluvio de preguntas. Realmente, podía darle a uno (¿dolor de cabeza?, ¿resaca?) dolor de cabeza. El aparato de lectura. El maldito aparato con las líneas distorsionadas. Por eso tenía ese maldito dolor de cabeza.
—Jack, ¿te sientes bien? Pareces pálido…
Con un gesto brusco, apartó la cabeza de la mano de ella.
—¡Estoy perfectamente!
Wendy retrocedió ante su mirada violenta e intentó una sonrisa, que no le salió muy bien.
—Bueno… si estás… Me quedaré esperándote en el parque con Danny… —empezó a apartarse, mientras la sonrisa se le diluía en una expresión de dolida perplejidad.
—Wendy —la llamó él.
—¿Qué, Jack? —Desde el pie de la escalera, ella se dio la vuelta a mirarlo. Jack se levantó y se le acercó.
—Lo siento, nena. Es que realmente no me siento bien. Ese aparato… tiene la lente deformada. Me duele mucho la cabeza. ¿Tienes una aspirina?
—Claro —rebuscó en el bolso y sacó un envase de «Anacin»—. Quédatelas.
Jack cogió la caja.
—¿«Excedrina» no tienes? —cuando vio la expresión de sobresalto de ella, entendió. Eso había sido una especie de amarga broma entre ellos, al principio, antes de que la bebida fuera demasiado grave para hacer bromas.
Jack sostenía que, entre las que se podían comprar sin receta, la «Excedrina» era la única droga jamás inventada capaz de cortar de raíz una resaca.
Absolutamente la única. Empezó a pensar en los martilleos de la mañana siguiente a los que llamaba «jaquecas Vat 69».
—«Excedrina» no —contestó Wendy»—. Lo siento.
—No importa, me arreglaré con éstas.
Pero claro que no se arreglaría, y además Wendy debería haberlo sabido. A veces podía ser la más estúpida…
—¿Quieres que te alcance agua? —preguntó animosa.
(¡No, lo único que quiero es que TE VAYAS DE UNA VEZ, JODER!).
—Cuando me levante yo me serviré agua de la fuente. Muchas gracias.
—De acuerdo. —Wendy empezó a subir la escalera, gráciles las piernas bajo la corta falda de lana tostada—. Estaremos en el parque.
—Bueno. —Con aire ausente, Jack se metió las aspirinas en el bolsillo, volvió al aparato de lectura y lo apagó. Cuando estuvo seguro de que Wendy se había ido, subió a su vez la escalera. Dios, qué dolor de cabeza maldito. Si uno tenía que aguantarse semejante torniquete, tendría que darse por lo menos el placer de unas copas, como compensación.
Más malhumorado que nunca, trató de hacer a un lado la idea.
Cuando se acercó a la mesa principal, iba jugueteando con una caja de fósforos sobre la que tenía anotado un número telefónico.
—Señorita, ¿tienen ustedes teléfono público?
—No, señor, pero si la llamada es local puede usted utilizar el mío.
—Lo siento; es larga distancia.
—Entonces, creo que lo mejor será que vaya usted al drugstore. Allí tienen una cabina.
—Gracias.
Salió de la biblioteca y echó a andar por la acera, pasando junto al anónimo general de la Guerra Civil. Con las manos en los bolsillos, la cabeza latiéndole como una plúmbea campana, se dirigió hacia la zona comercial. El cielo también parecía de plomo; era el 7 de noviembre y desde principios de mes el tiempo se mostraba amenazante. Había habido varias neviscas. En octubre también habían tenido nevadas, pero la nieve no había cuajado. Las últimas neviscas sí habían cuajado y formaban sobre todas las cosas una tenue capa escarchada que centelleaba bajo la luz del sol como el fino cristal. Pero hoy no había habido sol, y mientras llegaba al drugstore empezó a nevar, levemente, otra vez.
La cabina telefónica estaba detrás del edificio y Jack iba por un pasillo donde se exhibían específicos, haciendo sonar el cambio en el bolsillo, cuando sus ojos tropezaron con las cajas blancas impresas en verde. Sacó una, se la llevó a la cajera, pagó y volvió a la cabina telefónica. Cerró la puerta, dejó sobre el estante la caja de fósforos y el cambio y marcó el número.
—¿Dónde llama usted, por favor?
—A Fort Lauderdale, Florida, telefonista.
Le dio el número y el número de la cabina. Cuando ella le dijo que pusiera un dólar noventa por los primeros tres minutos, introdujo en la ranura ocho monedas de veinticinco centavos, haciendo un gesto de fastidio cada vez que el timbre le resonaba en el oído.
Después, suspendido en el limbo sin otro estímulo que los lejanos tintineos y parloteos de las conexiones, sacó de la caja el frasco verde de «Excedrina», levantó la tapa blanca y dejó caer al suelo de la cabina el tapón de algodón. Sosteniendo el receptor del teléfono entre el oído y el hombro, sacó tres tabletas blancas y las alineó sobre el estante, junto al cambio que le quedaba. Volvió a tapar el frasco y se lo metió en el bolsillo.
En el otro extremo, tras el primer timbrazo levantaron el teléfono.
—Surf-Sand Resort, ¿en qué podemos servirlo? —preguntó una alegre voz de mujer.
—Quisiera hablar con el gerente, por favor.
—¿Se refiere usted al señor Trent o…?
—Me refiero al señor Ullman.
—Creo que el señor Ullman está ocupado, pero si quiere usted que le…
—Sí, por favor. Dígale que llama Jack Torrance, desde Colorado.
—Un momento, por favor —se oyó que dejaban el receptor.
A Jack volvió a inundarlo el disgusto que sentía por ese presumido barato y tacaño Ullman. Tomó del estante una de las tabletas de «Excedrina», la miró un momento y después se la puso en la boca y empezó a masticarla lentamente, con placer. El sabor lo invadía como el recuerdo, aumentándole la salivación en una mezcla de placer y desdicha. Un gusto seco y amargo, pero inevitable. Tragó, con una mueca. En la época en que bebía, masticar aspirina se le había vuelto un hábito; desde entonces no lo había vuelto a hacer. Pero cuando uno tenía semejante dolor de cabeza, fuera por una resaca o por lo que fuera, entonces parecía que al masticar las pastillas el efecto fuera más rápido. En alguna parte había leído que masticar aspirina podía convertirse en vicio. ¿Dónde lo habría leído?
Frunciendo el ceño, trató de recordarlo, pero en ese momento se oyó la voz de Ullman en la línea.
—¿Torrance? ¿Algún problema?
—Ningún problema —respondió Jack—. La caldera está al pelo y todavía no llegué siquiera a asesinar a mi mujer. Eso lo guardo para después de las fiestas, cuando empiece a aburrirme.
—Muy gracioso. ¿Por qué me llama? Soy un hombre …
—Ocupado, si, ya lo entiendo. Lo llamo por algunas cosas que usted no me contó al hablarme del grande y honorable pasado del «Overlook».
Como la forma en que Horace Derwent se lo vendió a un hato de estafadores de Las Vegas que lo hicieron pasar por tantos testaferros que al final ni el Servicio de Rentas Interiores sabía a quién pertenecía en realidad.
O cómo esperaron el momento adecuado para convertirlo en patio de juego de los figurones de la mafia, y cómo tuvieron que cerrarlo en 1966 cuando a uno de ellos lo dejaron un poco hambre. Junto con sus guardaespaldas, que montaban guardia ante la puerta de la suite presidencial. Gran lugar, la suite presidencial del «Overlook». Wilson, Harding, Roosevelt, Nixon y Vito el Descuartizador, ¿no es eso?
En el otro extremo de la línea se produjo un silencio de sorpresa.
—No veo qué importancia tiene eso para su trabajo, señor Torrance —dijo después Ullman, en voy baja—. Si…
—Aunque lo mejor vino después que tirotearon a Gienelli, ¿no le parece? Otras dos barajaduras rápidas, ahora las ves, ahora no la ves, y de pronto el «Overlook» pasa a ser propiedad de una ciudadana particular, una mujer que se llama Sylvia Hunter… y que casualmente, entre 1942 y 1948 fue Sylvia Hunter Derwent.
—Pasaron los tres minutos —anunció la telefonista—. Avise cuando termine.
—Mi estimado señor Torrance, todo eso es del dominio público, además de ser historia antigua.
—Pues no eran parte de mis conocimientos —le dijo Jack—, y dudo de que sea mucha la gente que lo sabe. Todo, por lo menos. Se recuerda la muerte de Gienelli, tal vez, pero dudo que alguien haya atado cabos con todos los cambios extraños y maravillosos que ha sufrido el «Overlook» desde 1945. Y parece que el premio gordo se lo lleva siempre Derwent o alguien relacionado con el. ¿Qué era lo que regentaba allí Sylvia Hunter durante el 67 y el 68, señor Ullman? Era una casa de putas, ¿no es cierto?
—¡Torrance! —El grito escandalizado atravesó 3200 kilómetros de cable sin perder nada de su espanto.
Sonriente, Jack se metió otra «Excedrina» en la boca y la masticó despacio.
—Lo vendió después que un senador de los Estados Unidos, bastante conocido, murió allí de un ataque cardíaco. Hubo rumores de que lo habían encontrado desnudo, salvo un par de medias negras de nylon, un portaligas y un par de zapatos de tacones altos. Zapatos de charol, en realidad.
—¡Ésa es una mentira repudiable y mal intencionada! —gritó Ullman.
—¿Ah, si? —Jack empezaba a sentirse mejor. El dolor de cabeza se le estaba pasando. Se tomó la tercera «Excedrina» y la masticó, gozando con el sabor amargo y polvoriento de la tableta al deshacérsele en la boca.
—Fue un episodio muy desdichado —aceptó Ullman—. Pero ¿a qué viene esto, Torrance? Si lo que proyecta es escribir algún sucio articulo si esto es una estúpida idea de chantaje, despistada…
—No es nada de eso —lo tranquilizó Jack—. Lo llamé porque me pareció que usted no había jugado limpio conmigo. Y porque…
—¿Que no jugué limpio? —gimió Ullman—. Por Dios, pero ¿creía usted que iba a ponerme a lavar la ropa más sucia del hotel con el vigilante?
Pero, en nombre del cielo, ¿quién se cree usted que es? Y de todas maneras, ¿como pueden afectarlo a usted esas historias? ¿O cree usted que hay fantasmas que se pasean por los pasillos del ala oeste, envueltos en sábanas y gritando «¡Uuuu!»?
—No, no creo que haya fantasmas. Pero usted escarbó bastante en mi historia personal antes de darme el trabajo. Me puso en tela de juicio, cuestionando mi capacidad para ocuparme de su hotel, y me trató como se trata a un niñito a quien el maestro riñe por orinarse en el cuarto ropero.
Me puso usted en una situación incómoda.
—Realmente, no puedo dar crédito a su audacia y a su maldita impertinencia. —Ullman daba la impresión de que estuviera ahogándose—. Me gustaría echarlo, y tal vez lo haga.
—Creo que Al Shockley tendría algo que objetar. Enérgicamente.
—Y yo creo que, en definitiva, usted ha sobreestimado la obligación que siente hacia usted el señor Shockley, señor Torrance.
Durante un momento el dolor de cabeza le volvió en su más palpitante gloria, y Jack cerró un momento los ojos. Como si él mismo estuviera lejos, se oyó preguntar:
—¿Quién es ahora el propietario del «Overlook»? ¿Sigue siendo «Derwent Enterprises»? ¿O usted es un pez demasiado pequeño para saberlo?
—Creo que con esto es bastante, señor Torrance. Usted es un empleado del hotel, lo mismo que un botones o un ayudante de cocina. Y no tengo intención de…
—Está bien, le escribiré a Al —declaró Jack—. Él lo sabrá, después de todo, es del consejo de dirección. Y es posible que le añada una pequeña posdata diciéndole que…
—Derwent no es el propietario.
—¿Qué? No le entendí bien.
—Dije que Derwent no es el propietario. Los accionistas son todos de la costa Este. Su amigo el señor Shockley tiene el mayor paquete de acciones, más del treinta y cinco por ciento. Usted sabrá mejor que yo si está de alguna manera vinculado con Derwent.
—¿Quién más?
—No tengo intención de darle a usted los nombres de los demás accionistas, señor Torrance. Me propongo llamar sobre todo este asunto la atención de…
—Una pregunta más.
—Yo no tengo ninguna obligación con usted.
—La mayor parte de la historia del «Overlook» —la bien condimentada y la otra—, la encontré en un álbum de recortes que estaba en el sótano. Grande, con las tapas de piel blanca, atado con cordones dorados. ¿Tiene usted alguna idea de quién puede ser el dueño?
—Ni la más remota.
—¿Es posible que haya pertenecido a Grady, el vigilante que se mató?
—Señor Torrance. —El tono de Ullman estaba muy por debajo del limite de congelación—, ni siquiera estoy seguro de que el señor Grady supiera leer, y mucho menos de que fuera capaz de descubrir las manzanas podridas con que me está usted haciendo perder el tiempo.
—Es que estoy pensando en escribir un libro sobre el «Overlook» y pensé que si llego a hacerlo, el dueño de ese álbum de recortes se merece un agradecimiento en la página correspondiente.
—Creo que escribir un libro sobre el «Overlook» sería de una necedad suma —declaró Ullman—. Especialmente, un libro escrito desde el punto de vista suyo.
—Su opinión no me sorprende.
A Jack se le había pasado completamente el dolor de cabeza. Había tenido el ataque y nada más. Se sentía mentalmente agudo y sabía que estaba actuando con una precisión milimétrica. Así era como se sentía habitualmente cuando su labor literaria iba muy, muy bien, o cuando se había entonado bebiéndose tres copas. Ésa era otra cosa que había olvidado de la «Excedrina»; no sabía si para otros funcionaba de la misma manera, pero a él masticar tres tabletas era algo que lo «colocaba» instantáneamente.
—Lo que a usted le gustaría —continuó— es una especie de libro guía hecho de encargo, que les pudiera entregar gratuitamente a los huéspedes a medida que van llegando. Algo con un montón de fotos abrillantadas de las montañas a la puesta del sol y a la salida del sol, todo acompañado de un texto tan empalagoso como el merengue. Y también con una parte dedicada a los personajes pintorescos que han parado allí, excluyendo naturalmente a los que son de veras pintorescos, como Gienelli y sus amigos.
—Si supiera que puedo despedirlo a usted y tener un ciento por ciento de seguridad de que yo conservo mi trabajo, en vez de un noventa y cinco por ciento —dijo Ullman en tono entrecortado, estrangulado—, lo despediría ahora mismo, por teléfono. Pero como me queda ese cinco por ciento de incertidumbre, me propongo llamar al señor Shockley en el momento mismo en que usted cuelgue, y espero fervientemente que no tarde.
—Pero en el libro no habrá nada que no sea verdad, fíjese —lo azuzó Jack—. No necesita adornos. (¿Por qué intentas hacerle picar? ¿Quieres que te despidan?).
—No me interesa si en el capítulo quinto se cuentan las orgías del Papa de Roma con el fantasma de la Virgen María —le aseguró Ullman, levantando la voz—. ¡Lo que quiero es que se vaya usted de mi hotel!
—¡El hotel no es suyo! —vociferó Jack y colgó de un golpe.
Después se sentó en el asiento de la cabina, respirando con dificultad un poco asustado (¿un poco?, muy asustado, demonios) preguntándose por qué, en nombre de Dios, había empezado por llamar a Ullman. (Has vuelto a tener un arranque de mal genio, Jack). Si. Si, eso era. No tenía ningún sentido negarlo. Y lo peor de todo era que no tenía la menor idea de la influencia que pudiera tener ese pijotero barato sobre Al… como tampoco la tenía de cuántas serian las idioteces que Al estaría dispuesto a aguantarle en nombre de los viejos tiempos. Si Ullman era tan eficiente como él pretendía, y si le planteaba a Al que uno de los dos tenía que irse, ¿no se vería Al obligado a aceptar el ultimátum? Cerró los ojos y se imaginó diciéndoselo a Wendy. ¿Sabes qué, nena? Me he vuelto a quedar sin trabajo. Y esta vez he tenido que valerme de 3200 kilómetros de cable telefónico para encontrar a quién agredir, pero lo conseguí.
Abrió los ojos y se frotó la boca con el pañuelo. Quería beber algo. Lo necesitaba, diablos. Había un café calle abajo, y sin duda todavía tenía tiempo de beberse una cerveza mientras iba hacia el parque, nada más que una para calmarse…
Se retorció nerviosamente las manos, desesperanzado.
La pregunta volvió a plantearse: ¿por qué había llamado a Ullman? El número del Surf-Sand, en Lauderdale, estaba anotado en una libretita que había en el «Overlook», junto al teléfono y al aparato de radio, junto a los números de fontaneros, carpinteros, vidrieros, electricistas… mil cosas. Poco después de levantarse, Jack lo había anotado en la caja de fósforos, ya entonces alegremente decidido a llamar a Ullman. ¿Con qué fin? Una vez, durante la época en que bebía, Wendy le había echado en cara que, aunque deseaba su propia destrucción, no tenía la fibra moral suficiente para respaldar su deseo de muerte. Por eso urdía modos para que otros lo destruyeran, haciéndose lentamente pedazos, él y su familia. ¿Sería verdad?
¿Tal vez en algún rincón de sí mismo temía que el «Overlook» fuera precisamente lo que necesitaba para dar término a la obra empezada y, en términos más generales, para recoger sus pedazos y volver a unirlos? ¿No estaría jugando en contra de si mismo? Dios mío, no por favor, que no sea así. Por favor.
Cerró los ojos e inmediatamente se dibujó una imagen sobre la oscura pantalla de los párpados: meter la mano en el agujero de las tejas para sacar el alquitranado inservible, el súbito pinchazo como una aguja, su propio grito de dolor y sorpresa en el aire claro e indiferente: Ay, maldita hija de puta…
Después la remplazó la imagen de sí mismo dos años atrás, llegando a casa a las tres de la mañana, borracho, tropezando con una mesa para caer despatarrado al suelo, entre maldiciones, y despertar a Wendy que dormía en el diván. Wendy que encendía la luz, le veía la ropa desgarrada y sucia tras alguna nebulosa pelea en el aparcamiento, algo que él recordaba vagamente como sucedido lloras antes en un bar miserable cerca del límite de Nueva Hampshire, con costras de sangre seca en la nariz, mientras miraba a su mujer, parpadeando estúpidamente bajo la luz como un topo puesto al sol, mientras Wendy decía sombríamente: Hijo de puta, has despertado a Danny. Si tú mismo no te importas, ¿no podemos importarte nosotros un poco? ¡Ay, por qué me molestaría alguna vez en hablarte!
El timbre del teléfono le hizo dar un salto. Levanto rápidamente el receptor, con la ilógica seguridad de que debía ser Ullman, o Al Shockley.
—Diga —ladró.
—Su tiempo extra, señor. Son tres dólares con cincuenta.
—Tendré que ir a buscar cambio. Un momento.
Dejó el teléfono sobre el estante, depositó las últimas seis monedas de veinticinco y después fue a pedirle cambio a la cajera. Hizo la transacción mecánicamente; sus pensamientos giraban en círculo, como una ardilla por el interior de una rueda.
¿Por qué había llamado a Ullman?
¿Por qué éste lo había avergonzado? Antes también lo habían avergonzado, y auténticos maestros… entre los cuales el Gran Maestro era él, naturalmente. ¿Nada más que para fanfarronear ante Ullman y desenmascararlo en su hipocresía? No creía ser tan mezquino. Mentalmente trató de aferrarse al álbum de recortes como una razón válida, pero esa explicación también hacía agua. Las posibilidades de que Ullman supiera quién era el dueño no serían mayores del dos por mil. En la entrevista, Ullman se había referido al sótano como si fuera otro mundo… un mundo sucio y subdesarrollado, para el caso. Si realmente hubiera querido saberlo, tendría que haber llamado a Watson, cuyo número durante el invierno también estaba anotado en la libretita del despacho. Tampoco Watson habría sido una fuente muy fehaciente, pero sí más segura.
Y hablarle de la idea del libro… eso había sido otra estupidez. Una estupidez increíble. Además de que así ponía en peligro su trabajo, también podía estar cerrándose canales de información, una vez que Ullman empezara a llamar a la gente para advertirles que se cuidaran si alguien iba a hacerles preguntas referentes al «Overlook». Bien podía haber hecho sus investigaciones con reserva, enviando por correo las cartas necesarias, cortésmente, incluso tal vez concertando algunas entrevistas para la primavera y después haberse tapado la cara para reírse de la cólera de Ullman cuando el libro se publicara y él ya estuviera a salvo y tranquilo… El Enmascarado vuelve a atacar. En cambio, había hecho esa maldita llamada disparatada, había tenido otro arranque de mal genio, se había enemistado con Ullman y había movilizado todas las inclinaciones de pequeño dictador del director del hotel. ¿Por qué? Si todo eso no era un esfuerzo por conseguir que lo echaran del excelente trabajo que le había conseguido Al, entonces, ¿qué era?
Depositó en la ranura el resto de las monedas y colgó el teléfono.
Realmente, era un disparate del tipo de los que podría haber hecho si hubiera estado borracho. Pero estaba sobrío; total y absolutamente sobrío.
Mientras salía del drugstore se metió otra «Excedrina» en la boca con una mueca y, sin embargo, gozándose con el sabor amargo.
En la acera se encontró con Wendy y Danny.
—Eh, precisamente íbamos a buscarte —lo saludó ella—. Está nevando, ¿has visto?
Jack parpadeó, mirando hacia arriba.
—Pues es verdad.
La nevada era intensa. La calle principal de Sidewinder ya estaba cubierta de un denso polvo blanco con el centro de la calzada oscurecido.
Danny tenía la cabeza levantada hacia el cielo, y con la boca abierta, sacaba la lengua para recibir en ella los copos que iban cayendo blandamente.
—¿Tú crees que con ésta ya empieza? —preguntó Wendy.
Jack se encogió de hombros.
—No lo sé. Yo esperaba que tuviéramos una o dos semanas más de gracia, y tal vez sea así.
Gracia, eso era. (Lo siento, Al. Gracia, misericordia. Misericordia te pido. Una oportunidad más. Lo siento de todo corazón…).
¿Cuántas veces, a lo largo de cuántos años, había pedido él, ya hombre adulto, la misericordia de una oportunidad más? De pronto se sintió tan asqueado de sí mismo, con tantas náuseas, que sintió ganas de gritar.
—¿Qué tal tu dolor de cabeza? —preguntó Wendy, observándole.
Él la rodeó con el brazo, la estrechó.
—Mejor. Venid los dos, vamos a casa, mientras todavía podamos llegar.
Volvieron hacia donde, ladeada junto a la curva, estaba aparcada la furgoneta del hotel. Jack iba en medio, con el brazo izquierdo sobre los hombros de Wendy, y tomando con la mano derecha a Danny. Por primera vez había dicho «a casa» hablando del «Overlook», para bien o para mal.
Mientras se instalaba tras el volante de la furgoneta se le ocurrió que, por más que el «Overlook» lo fascinara, no le gustaba. No estaba seguro de que les hiciera bien, ni a su mujer, ni a su hijo, ni a él mismo. Tal vez fuera por eso por lo que había llamado a Ullman.
Para que lo despidieran cuando todavía estaban a tiempo.
Dio marcha atrás a la furgoneta para sacarla del aparcamiento y tomó el camino que salía del pueblo, hacia las montañas.