19

ANTE LA PUERTA 217

Danny recordaba las palabras de alguien mas que durante la temporada había trabajado en el «Overlook»:

Ella dijo que había visto algo en una de las habitaciones donde… sucedió algo malo. Fue en la habitación 217 y quiero que me prometas que no entrarás allí, Danny… que no te acercarás siquiera…

Era una puerta de lo más corriente, que no se diferenciaba en nada de ninguna de las otras puertas de las dos primeras plantas del hotel. Pintada de color gris oscuro, estaba en la mitad de un corredor perpendicular al pasillo principal de la segunda planta. Los números que había en la puerta no parecían diferentes de los que señalaban los apartamentos en el edificio de Boulder donde ellos habían vivido. Un 2, un 1 y un 7. ¡Vaya cosa! Debajo de los números había un agujerito de cristal, una mirilla. Danny había hecho la prueba con varios de ellos. Desde adentro se tenía una amplia visión del corredor, en ojo de pez. Desde fuera, uno podía forzarse los ojos hasta que se le cayeran sin llegar jamás a ver nada. Que jugarreta sucia.

(¿Por qué estás aquí?).

Después de la caminata por la parte de atrás del «Overlook», cuando él y mamá regresaron, ella le había preparado su almuerzo favorito, un sandwich de queso y salchichón, y una sopa Campbell de judías. Habían comido en la cocina de Dick, mientras conversaban. La radio estaba puesta y transmitía, débilmente y entre descargas, la música de una estación de Estes Park. La cocina era el lugar favorito de Danny en el hotel, y se daba cuenta de que mama y papá debían tener la misma sensación, porque después de haber intentado durante tres días o algo así comer en el comedor, decidieron por tácito acuerdo hacerlo en la cocina; allí disponían las sillas en torno al tablón de cortar carne de Dick Hallorann, que, de todos modos, casi era tan grande como la mesa que ellos tenían en el comedor de Stovington.

El comedor del hotel les había resultado demasiado deprimente, aunque tuviera todas las luces encendidas y sonara la música del magnetófono instalado en la oficina. Así y todo, uno no era más que una de las tres únicas personas sentadas a una mesa rodeada de docenas de mesas todas vacías, todas cubiertas con esos guardapolvos de plástico transparente. Mamá decía que era como cenar en medio de una novela de Horace Walpole, y papá se había reído afirmativamente. Danny no tenía idea de quién sería Horace Walpole, pero en cambio sabía que la comida que mamá preparaba le parecía más sabrosa desde que comían en la cocina. Allí seguía descubriendo pequeños rastros de la personalidad de Dick Hallorann que lo tranquilizaban como un cálido abrazo.

Mamá se había comido medio sandwich, sin tomar sopa. Dijo que papá debía de haber salido a pasear por su cuenta, porque el «Volkswagen» y la furgoneta del hotel estaban en el aparcamiento. Y que ella estaba cansada y, si Danny creía que podía entretenerse solo sin problemas, se recostaría una hora más o menos. Sí, creía que sí, contestó Danny a través de un bocado de salchichón y queso.

—¿Por qué no te vas a la zona infantil? —le sugirió Wendy—. Creí que te gustaría ese lugar, que tiene un cuadrado de arena para que juegues con tus camiones y todo.

Danny estaba tragando, y en la garganta la comida se le convirtió en un terrón seco que no quería pasar.

—Podría ser —respondió mientras empezaba a juguetear con la radio.

—Y esos animales tan bonitos del cerco —continuó Wendy, retirándole el plato vacío—. Tu padre tendrá que ocuparse de recortarlos muy pronto.

—Claro —asintió el chico.

(No son más que cosas malas… una vez tuvieron algo que ver con esos malditos setos recortados para que parezcan animales…).

—Si ves a papá antes que yo, dile que me he ido a echar.

—Sí, mamá.

Wendy dejó los platos sucios en el fregadero y volvió junto a su hijo

—¿Estás contento aquí, Danny?

Con un bigote de leche sobre el labio, el niño la miró cándidamente.

—Sí… sí.

—¿No has tenido más pesadillas?

—No —Tony había venido una vez, una noche cuando ya estaba acostado, llamándolo débilmente por su nombre, desde muy lejos. Danny había apretado fuertemente los párpados hasta que Tony se marchó.

—¿Estás seguro?

—Si, mama.

Wendy pareció conformarse.

—¿Cómo va tu mano?

—Mejor —respondió el chico, abriéndola y cerrándola.

Wendy le sonrió. Después del incidente, Jack había llevado el avispero lleno de avispas congeladas al incinerador que había al fondo del cobertizo de las herramientas y lo había quemado. Desde entonces no habían visto más avispas. Jack había escrito a un abogado de Boulder, incluyendo las fotos de la mano de Danny, y éste lo había llamado hacia dos días dejando a Jack de un humor de perros durante toda la tarde. El abogado dudaba de que se pudiera esperar éxito si se entablaba un proceso contra la compañía fabricante de la bomba insecticida, porque el único testigo de que había seguido las instrucciones impresas en el envase era el propio Jack. Éste le había preguntado si no se podían comprar otras bombas para comprobar si tenían el mismo defecto de fabricación, y el abogado le contestó que sí, pero que, aunque todas las bombas funcionaran mal, los resultados serían muy dudosos. Le contó incluso el caso de una compañía que fabricaba escaleras extensibles y de un hombre que se había roto la columna. Wendy se había condolido junto con Jack, pero en su fuero interno se alegraba de que Danny hubiera salido tan bien librado. Lo mejor era dejar los pleitos para la gente que los entendía, y los Torrance no eran de esa clase. Además, no habían visto más avispas.

—Vete a jugar, doc, y que te diviertas.

Pero no se había divertido. Había vagabundeado sin rumbo por el hotel, mirando dentro de los armarios del servicio y en las habitaciones del portero en busca de algo interesante, sin encontrarlo. Era curiosa su figura, la de un muchachito solo andando sobre una alfombra azul oscuro con un dibujo de líneas negras, retorcidas. De vez en cuando había intentado abrir alguna puerta, pero estaban todas cerradas con llave, naturalmente. La llave maestra estaba colgada en la oficina y él sabía dónde, pero papá le había dicho que no debía tocarla. Ni él quería. ¿O sí?

En definitiva, su vagabundeo no había sido sin rumbo. Una especie de curiosidad morbosa lo había atraído a la habitación 217. Recordó un cuento que le había leído una vez papá, cuando estaba borracho. Eso había pasado mucho tiempo atrás, pero el cuento seguía siendo para él tan vívido como entonces. Y mamá lo había reñido a papá, preguntándole cómo se le ocurría leerle algo tan horrible a un niño de tres años. El cuento se llamaba Barbaazul. Eso también lo recordaba con claridad, porque al principio le había parecido oír que papá decía Papaazul, y en el cuento no había papás azules, ni de ningún color en realidad. El cuento era sobre la mujer de Barbaazul, una señora muy guapa con los cabellos de color de trigo, como mamá. Cuando Barbaazul se casó con ella, vivieron en un castillo grande y siniestro, no muy distinto del «Overlook». Y todos los días Barbaazul se iba a trabajar y todos los días le decía a su guapa esposa que no mirara dentro de cierta habitación, aunque la llave de esa habitación estaba ahí colgada de un gancho, lo mismo que la llave maestra estaba abajo, colgada en la pared del despacho. La habitación cerrada había despertado cada vez más la curiosidad de la mujer de Barbaazul, que intentó espiar por el ojo de la cerradura, lo mismo que Danny había intentado mirar por la mirilla de la habitación 217, con los mismos resultados insatisfactorios. Había incluso una figura en que se la veía arrodillándose y tratando de mirar por debajo de la puerta, pero la rendija no era suficiente. Cuando la puerta se abrió…

El antiguo cuento de hadas describía con amoroso y espeluznante detalle el descubrimiento. La imagen estaba grabada a fuego en la mente de Danny. En la habitación estaban las cabezas cortadas de las siete mujeres anteriores de Barbaazul, cada una sobre su propio pedestal, con los ojos en blanco, la boca torcida, jadeando en un grito silencioso. Del cuello magullado por el golpe de la espada al decapitarlas seguía rezumando sangre que se escurría lentamente por los pedestales.

Aterrorizada, la muchacha se daba la vuelta para huir de la habitación y del castillo, pero en la puerta se encontraba con Barbaazul, inmóvil, echando fuego por los ojos. «Te dije que no entraras en esta habitación —decía Barbaazul mientras desenvainaba la espada—. Pero ¡ay!, tu curiosidad no es menor que la de las otras siete, y aunque te amé más que a todas ellas, tu final será el mismo. ¡Prepárate a morir, desdichada!».

A Danny le parecía vagamente que el cuento tenía un final feliz, pero ese detalle había palidecido hasta hacerse insignificante ante las dos imágenes que lo dominaban todo: la puerta cerrada, acosadora, obsesionante con el secreto que guardaba, y el propio secreto, terrible, repetido más de media docena de veces. La puerta cerrada y tras ella las cabezas, las cabezas cortadas.

Casi furtivamente, su mano se adelantó hasta acariciar el picaporte de la puerta. No tenía idea del tiempo que hacía que estaba allí, hipnotizado ante la puerta gris, cerrada, seductora.

(Y tal vez unas tres veces me pareció que había visto cosas, cosas malas…).

Pero el señor Hallorann —Dick— también había dicho que no creía que esas cosas pudieran hacerle daño. Eran como figuras de un libro que asustaran, nada más. Y tal vez tampoco viera nada. Por otra parte…

Súbitamente, metió la mano izquierda en el bolsillo y la sacó con la llave maestra. Había estado allí todo el tiempo, claro.

La sostuvo por la chapa metálica rectangular donde se leía DESPACHO, impreso a troquel, haciéndola girar con la cadena mientras la veía dar vueltas y más vueltas. Después de unos minutos interrumpió el movimiento y deslizó la llave maestra en la cerradura.

La llave entró sin dificultad alguna, sin tropiezo, como si hubiera estado deseando que la pusieran allí.

(Me pareció que había visto cosas… cosas malas… prométeme que no entrarás allí).

(Lo prometo).

Y una promesa, por supuesto, era algo muy importante. Pero aún así la curiosidad le picaba tan furiosamente como una urticaria en un sitio donde uno no debería rascarse. Pero era una curiosidad terrible, esa que lo obliga a uno a espiar por entre los dedos durante las partes más espantosas de una película de terror. Y lo que hubiera detrás de esa puerta no sería una película.

(No creo que esas cosas puedan hacerte daño, son como las imágenes que le dan miedo en un libro…).

Súbitamente retiró la mano izquierda, sin que él mismo supiera lo que iba a hacer hasta que hubo sacado la llave maestra de la cerradura para volver a hundirla en el bolsillo. Durante un momento más se quedó mirando la puerta, muy abiertos los ojos de un gris azulado, y después giró rápidamente y echó a andar por el corredor en dirección del pasillo principal, que atravesaba en ángulo recto el otro en el que estaba.

Algo lo llevó a detenerse, sin que durante un momento supiera bien que. Después recordó que directamente después de doblar la esquina, en el camino de vuelta a las escaleras, había uno de esos anticuados extintores de incendio enrollado en la pared. Enroscado como una serpiente adormecida.

No eran extintores químicos, decía papá, aunque en la cocina sí había varios de esos. Los otros eran los precursores de los modernos sistemas de aspersión. Las largas mangueras de lona se conectaban directamente con el sistema de cañerías del «Overlook», y con sólo dar la vuelta a una válvula, uno podía convertirse en un cuerpo de bomberos unipersonal. Pero papá decía que los extintores químicos, que echaban espuma o CO2 eran mucho mejores. Las sustancias químicas sofocaban el fuego porque le quitaban el oxígeno que necesitaba para arder, mientras que un chorro de agua a presión podía no hacer otra cosa que extender más las llamas. Papito decía que el señor Ullman debería hacer cambiar esas mangueras anticuadas junto con la anticuada caldera, pero que probablemente no haría ninguna de las dos cosas, porque el señor Ullman era un tacaño. Danny sabía que ése era uno de los peores epítetos a los que solía recurrir su padre. Se lo aplicaba a algunos médicos, dentistas y reparadores de aparatos domésticos y también al director del departamento de inglés de Stovington, que no había aceptado algunos pedidos de compra de libros que le presentaba papá porque decía que con eso se saldrían del presupuesto. «Al diablo con el presupuesto», le había comentado furiosamente a Wendy, mientras Danny, a quien se suponía durmiendo, los escuchaba desde su dormitorio. «Lo que quiere es ahorrarse los últimos quinientos dólares para él, ese TACAÑO».

Danny miró antes de dar la vuelta hacia el pasillo.

Allí estaba el extintor, una manguera plana que se plegaba una docena de veces sobre sí misma, con un tanque rojo colgado de la pared. Encima de él había un hacha en una caja de vidrio, como si fuera una pieza de museo, con palabras pintadas en blanco sobre un fondo rojo: EN CASO DE URGENCIA RÓMPASE EL CRISTAL. Danny sabía leer la palabra URGENCIA, que era también el nombre de uno de sus programas de televisión favoritos, pero de las demás no estaba seguro. De todas maneras, no le gustaba la forma en que estaba usada la palabra, en relación con esa larga manguera plana. URGENCIA quería decir fuego, explosiones, choques de automóviles, hospitales, muertes a veces. Y a él no le gustaba la forma en que esa manguera pendía de la pared, tan flojamente. Cuando estaba solo, siempre pasaba lo más rápido posible junto a esos extintores. Por ninguna razón en particular, simplemente porque se sentía mejor si pasaba rápido. Se sentía más seguro.

Ahora, latiéndole el corazón con fuerza en el pecho, dio la vuelta a la esquina y miró hacia el pasillo que después del extintor llegaba hasta la escalera. Allá abajo estaba mami, durmiendo. Y si papá había vuelto de su paseo, estaría tal vez en la cocina comiéndose un sandwich y leyendo un libro. No tenía más que pasar junto al viejo extintor y bajar por la escalera.

Empezó a andar hacia allí, acercándose cada vez más a la pared opuesta hasta que rozó con el brazo derecho el elegante empapelado sedoso. Faltaban veinte pasos. Quince. Una docena.

Cuando le faltaban diez pasos, súbitamente, la boquilla de bronce se resbaló del rollo sobre el cual había estado apoyada (¿durmiendo?) y cayó con un ruido sordo sobre la alfombra del pasillo. Allí se quedó, con el oscuro agujero apuntado hacia Danny. El chico se detuvo inmediatamente, encogiendo los hombros bajo el súbito aguijonazo del miedo. La sangre le golpeaba, densa, en los oídos y en las sienes. Sentía la boca áspera y amarga, y los puños se le habían cerrado solos. Sin embargo, la boquilla de la manguerra sólo seguía ahí tendida, su boquilla de bronce, resplandeciendo suavemente, una curva de manguera plana que llegaba por el otro extremo al aparato pintado de rojo, asegurado en la pared.

Se había caído, nada más, ¿y qué? No era más que un extintor de incendios, nada más. Era una estupidez pensar que se parecía a una serpiente venenosa de las que había en El mundo animal, y que al oírlo se hubiera despertado. Aunque la textura de la lona diera un poco la impresión de ser algo escamoso. Con pasar por encima de ella y seguir por el pasillo hasta la escalera, con prisa, para tener la seguridad de que no lo siguiera y se le enroscara en los pies…

En inconsciente imitación de su padre, se frotó los labios con la mano izquierda y dio un paso hacia delante. La manguera no se movió. Otro paso.

Nada. ¿Viste qué estúpido eres? Te asústate tú mismo pensando en esa habitación cerrada y en el cuento de Barbaazul, y probablemente hace cinco años que esa manguera estaba a punto de caerse. Eso es todo.

Danny miró fijamente la manguera en el suelo, y pensó en las avispas.

A ocho pasos de distancia, la boquilla de la manguera relucía pacíficamente sobre la alfombra, como si le dijera: No te preocupes. No soy más que una manguera, nada. Y aunque fuera otra cosa, lo que puedo hacerte no es mucho peor que una picadura de abeja. O de avispa. ¿Qué puedo querer hacerle a un simpático muchachito como tú… salvo morderlo, morderlo… morderlo?

Danny dio otro paso, y otro más. Sentía el aliento seco y áspero en la garganta, y estaba ya al borde del pánico. Empezó a desear que la manguera se moviera, porque entonces por fin sabría, estaría seguro. Dio un paso más; a esa distancia, ya podía atacarlo. Pero no te va a atacar, pensó histéricamente. ¿Cómo puede atacarle ni morderte, si no es mas que una manguera?

Tal vez esté llena de avispas.

Su temperatura interna descendió súbitamente a cifras glaciales. Casi hipnotizado, se quedo mirando el agujero negro en medio de la boquilla.

Tal vez estuviera lleno de avispas, de avispas misteriosas, con los oscuros cuerpecillos rebosantes de veneno, tan llenos de veneno otoñal que se les escurría de los aguijones en liquidas gotas transparentes.

Repentinamente comprendió que estaba casi helado de terror; si no obligaba a sus pies a que se movieran ahora, se le quedarían atrapados en la alfombra y allí se quedaría, con los ojos fijos en el agujero negro en el centro de la boquilla de bronce como un pájaro que mira fijamente a una serpiente, se quedaría allí hasta que su papá lo encontrara, y entonces… ¿qué sucedería?

Con un gemido fuerte, se obligó a correr. Cuando llegó junto a la manguera, algún juego de la luz le dio la impresión de que la boquilla se moviera, se levantara como para atacarlo, y saltó lo mas que pudo para pasar por encima; en su pánico, le pareció que las piernas lo elevaban casi hasta el techo, creyó sentir que los pelos rebeldes del remolino de la coronilla rozaban el yeso, aunque mas tarde se daría cuenta de que no pudo ser así.

Cayo del otro lado de la manguera y siguió corriendo, pero entonces la oyó a sus espaldas, acercándose; el susurro rápido y seco de la cabeza de bronce deslizándose rápidamente sobre la alfombra en pos de él era como el de una serpiente de cascabel que, en el campo, avanza entre la hierba. Venía persiguiéndolo, y de pronto le pareció que la escalera estaba muy lejos, que se alejaba un paso por cada paso que él, a la carrera, daba hacia ella.

¡Papa! , intento gritar, pero la garganta cerrada no dejaba pasar ni una palabra. Se encontraba solo. Tras él, el ruido se hacia más fuerte, el murmullo seco de la serpiente al deslizarse rápidamente sobre las fibras de la alfombra. Ya la tenía sobre los talones, enderezando tal vez la cabeza, mientras el veneno se escurría, transparente, por el hocico de bronce.

Danny llegó a la escalera y tuvo que aferrarse con ambos brazos del pasamanos para detener su carrera. Durante un momento pareció que perdería el equilibrio y bajaría los escalones rodando hasta el final.

Volvió a mirar por encima del hombro.

La manguera no se había movido. Seguía tendida lo mismo que antes, todavía una parte colgaba en la pared, la boquilla de bronce en el suelo del pasillo, con la boquilla apuntando desinteresadamente lejos de él. ¿Viste, tonto?, volvió a regañarse. Tú te lo inventaste todo, gato asustado. No fue más que tu imaginación, gato asustado, gato asustado.

Temblorosas las piernas por la reacción, se aferró al pasamanos de la escalera.

(Si no le perseguía).

le dijo su mente y se aferró a la idea y la repitió.

(no te perseguía, no te perseguía, no, no, no). No había por qué tenerle miedo. En realidad, podría volver a colgar bien la manguera donde estaba, si quería. Podía, claro, pero no creía que lo hiciera. Porque ¿si lo hubiera perseguido y se hubiera vuelto atrás cuando se dio cuenta de que no iba a… poder… alcanzarlo?

La manguera seguía sobre la alfombra, casi como si le preguntara si no le gustaría volver a hacer la prueba.

Jadeante, Danny bajó corriendo la escalera.