EN EL CONSULTORIO
En calzoncillos y tendido sobre la cama del consultorio, Danny Torrance resultaba muy pequeño. Estaba mirando al doctor («puedes llamarme Bill»). Edmonds, que en ese momento acercaba a la cama un gran aparato negro con ruedas. Danny giró bien los ojos para verlo mejor.
—No te dejes impresionar, muchacho —le advirtió Bill Edmonds—. Es un electroencefalógrafo, y no hace daño.
—Electro…
—Lo llamamos EEG, para abreviar. Te voy a conectar unos alambrecitos a la cabeza… no, no te los meteré dentro, irán pegados con esparadrapo… y estos lápices que tiene aquí la máquina registrarán tus ondas cerebrales.
—¿Como en El hombre que valía seis millones de dólares?
—Muy parecido. ¿Te gustaría ser como Steve Austin cuando seas mayor?
—No —declinó Danny mientras la enfermera empezaba a asegurarle los electrodos en varios puntos del cráneo que previamente le habían afeitado—. Mi papá dice que algún día se le hará un cortocircuito y que entonces tendrá que pasarlas sumamente mal.
—Bien que lo sé —comentó amablemente el doctor Edmonds—. Yo también las he pasado mal a veces. Un EEG puede decirnos muchísimas cosas, Danny.
—¿Cómo qué?
—Como, por ejemplo, si tienes epilepsia. Es un problema en el que…
—Sí, ya sé lo que es la epilepsia.
—¿De veras?
—Claro. Había un chico en el jardín de infancia donde yo iba en Vermont… fui al jardín de infancia cuando era pequeñito…, que tenía eso. Y no podía usar un tablero de destellos.
—¿Qué era eso, Dan? —el médico hablaba atendiendo al aparato. En la cinta empezaron a dibujarse finas líneas.
—Era algo todo lleno de luces de diferentes colores. Cuando uno lo encendía, había algunos colores que destellaban, pero no todos. Y uno tenía que contar los colores, y si se apretaba el botón necesario se apagaba. Bren no podía usarlo.
—Eso es porque a veces unas luces brillantes que destellan pueden causar un ataque epiléptico.
—¿Quiere usted decir que al usar el tablero de destellos a Brent podría haberle dado un patatús?
Edmonds y la enfermera cambiaron una mirada divertida.
—La forma de decirlo no es muy elegante, pero es exacta, Danny.
—¿Qué?
—Dije que tienes razón, pero que lo correcto es decir «ataque» en vez de «patatús». No es elegante. Y ahora, quédate quietecito como un ratón.
—Bueno.
—Danny, cuando te pasan esas… esas cosas, ¿recuerdas si alguna vez has visto antes destellos de luces brillantes?
—No.
—¿Ni has oído ruidos raros? ¿Un timbre o una melodía como la de un carillón?
—Hum.
—Y algún olor extraño, ¿digamos a naranjas o a serrín? ¿O un olor como de algo podrido?
—No, señor.
—¿Alguna vez sientes ganas de llorar antes de desmayarte? ¿Aunque no estés triste?
—No.
—Estupendo, pues.
—¿Tengo epilepsia, doctor Bill?
—No lo creo, Danny. Quédate quieto. Ya casi terminamos.
El aparato murmuró y rascó durante otros cinco minutos antes de que el doctor Edmonds lo apagara.
—Hemos terminado, muchacho —le dijo alegremente Edmonds—. Deja que Sally te quite esos electrodos, y después ven a la otra habitación; quiero hablar un ratito contigo, ¿eh?
—Bueno.
—Sally, ocúpate de hacerle la prueba de tuberculina antes de que venga.
—Perfectamente.
Edmonds arrancó la larga y ondulada tira de papel que el aparato había expulsado y se fue al cuarto de al lado examinándola.
—Te voy a dar un pinchacito en el brazo —le advirtió la enfermera después que Danny se hubo puesto los pantalones—, para que podamos estar seguros de que no tienes tuberculosis.
—Oh, eso me lo hicieron el año pasado en la escuela —le comunicó Danny sin mucha esperanza.
—Pero de eso hace mucho tiempo, y además ahora tú eres un chico grande, ¿no?
—Supongo que sí —suspiró Danny, y ofreció el brazo para el sacrificio.
Cuando tuvo puestos la zapatos y la camisa, pasó por la puerta corrediza que daba al despacho del doctor Edmonds. El médico estaba sentado en el borde de su escritorio, balanceando pensativamente las piernas.
—Hola, Danny.
—Hola.
—¿Qué tal va esa mano? —señaló la mano izquierda de Danny, ahora vendada.
—Bastante bien.
—Me alegro. Estuve mirando tu EEG y me parece bien. Pero se lo voy a mandar a un amigo mío de Denver, que se gana la vida leyendo esas cosas.
Para asegurarme, sabes.
—Sí, señor.
—Háblame de Tony, Dan.
Danny cambió de posición.
—No es más que un amigo invisible que yo me inventé. Para que me hiciera compañía.
Edmonds se rió y le apoyó ambas manos en los hombros.
—Oye, eso es lo que dicen tu mamá y tu papá. Pero lo que me digas quedará entre nosotros, muchacho. Yo soy tu médico. Dime la verdad, y te prometo que no les diré nada a ellos, salvo que tú me digas que puedo.
Danny lo pensó. Miró a Edmonds y, con un pequeño esfuerzo de concentración, intentó captar sus pensamientos o, por lo menos, el estado de ánimo. De pronto, en su cabeza se formó una imagen extrañamente tranquilizadora: un archivador, cuyas puertas corredizas se cerraban una tras otra, trabándose con un pequeño clic. Escrito en las etiquetas en el centro de cada puerta se leía: A-C, SECRETO; D-G, SECRETO, y así sucesivamente. El chico se sintió un poco más tranquilo.
—No sé quién es Tony —admitió cautelosamente.
—¿Tiene tu edad?
—No, tiene once años, por lo menos. Creo que hasta es posible que sea mayor. Nunca lo he visto bien de cerca. Tal vez ya tenga edad para conducir un coche.
—Entonces, ¿no lo ves más que de cierta distancia?
—Sí, señor.
—¿Y siempre viene antes de que tú pierdas el conocimiento?
—Bueno, no es que pierda el conocimiento. Más bien es como si me fuera con él, y él me muestra cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Bueno… —durante un momento, Danny dudó; después le contó a Edmonds lo del baúl con todos los escritos de papá, y cómo, después de todo, los mozos no lo habían perdido en el viaje de Vermont a Colorado.
Durante todo el tiempo había estado allí, bajo la escalera.
—¿Y tu papá lo encontró donde Tony dijo que estaría?
—Oh, sí señor. Sólo que Tony no me lo dijo, me lo mostró.
—Comprendo. Danny, ¿qué te mostró Tony anoche, cuando te encerraste en el baño?
—No recuerdo —respondió demasiado rápidamente Danny.
—¿Estás seguro?
—Sí, señor.
—Hace un momento dije que tú cerraste la puerta del baño, pero no era así, ¿verdad? Tony cerró la puerta.
—No, señor. Tony no podía cerrar la puerta, porque él no es real. Pero quería que yo lo hiciera, y lo hice. La cerré con pestillo.
—¿Tony te muestra siempre dónde están las cosas perdidas?
—No, señor. A veces me muestra cosas que van a suceder.
—¿De veras?
—Seguro. Como la vez que me mostró el parque de diversiones y de animales salvajes de Great Barrington. Tony me dijo que papá me llevaría allí para mi cumpleaños, y lo hizo.
—¿Qué más te muestra?
El chico frunció el ceño.
—Letreros. Siempre me está mostrando letreros viejos y tontos. Y yo casi nunca puedo leerlos.
—¿Por qué crees que Tony hace eso, Danny?
—No lo sé —la cara de Danny se iluminó—. Pero papá y mamá me están enseñando a leer, y yo me esfuerzo mucho.
—Para poder leer los letreros de Tony.
—Bueno, en realidad quiero aprender. Pero también es por eso, claro.
—¿A ti te gusta Tony?
Sin decir nada, Danny se quedó mirando el suelo embaldosado.
—¿Danny?
—Es difícil decirlo —respondió por fin—. Solía gustarme. Yo solía esperar que viniera todos los días, porque siempre me mostraba cosas buenas, especialmente desde que mamá y papá ya no piensan más en el DIVORCIO —la mirada del doctor Edmonds se hizo más atenta, sin que Danny lo advirtiera. Miraba con obstinación el suelo, concentrado en expresarse—. Pero ahora, cada vez que viene me muestra cosas malas. Cosas horribles, como anoche en el cuarto de baño. Las cosas que me muestra me pican, como me picaron esas avispas. Sólo que lo que me muestra Tony me pica aquí —se apoyó gravemente un dedo en la sien; un chiquillo que inconscientemente parodiaba un suicidio.
—¿Qué cosas, Danny?
—¡No me acuerdo! —gritó el chico, torturado—. ¡Si pudiera se lo diría! Es como si no pudiera recordarlas porque son tan malas que no quiero recordarlas. Lo único que puedo recordar cuando me despierto es REDRUM.
—Redrum… Red drum… Red rum… ¿Tambor rojo o ron rojo?
—Ron.
—¿Y eso qué es, Danny?
—No lo sé.
—¿Danny?
—¿Sí, señor?
—¿Puedes hacer que Tony venga ahora?
—No sé. No siempre viene. Ni siquiera sé si yo quiero que siga viniendo.
—Inténtalo, Danny que yo estaré contigo.
Danny lo miró con incertidumbre, y Edmonds le hizo un gesto afirmativo, alentándolo.
El chico dejó escapar un largo suspiro y asintió.
—Pero no sé si resultará. Nunca lo he hecho con nadie que me esté mirando. Y de todas maneras, Tony no siempre viene.
—Si no viene, no viene —lo tranquilizó Edmonds—. Sólo quiero que lo intentes.
—Bueno.
Danny bajó la vista hacia los mocasines de Edmonds, que se balanceaban lentamente, y se orientó mentalmente hacia fuera, hacia mamá y papá, que estaban ahí, por alguna parte… del otro lado de esa pared donde había un cuadro. En la sala de espera donde habían estado los tres.
Sentados uno junto a otro, pero sin hablar. Hojeando revistas. Preocupados.
Por él.
Se concentró más, frunciendo el ceño, procurando captar el sentimiento de lo que pensaba su mamá. Siempre le resultaba más difícil cuando no estaban en la misma habitación que él. Después empezó a verlo.
Mami estaba pensando en una hermana… una hermana de ella que había muerto. Y mami pensaba que era eso principalmente lo que la había convertido a ella en una (¿perra?) mujer triste y envejecida. Porque su hermana había muerto. De pequeña, la había (atropellado un coche por dios no podrá soportar de nuevo una cosa así como la de aileen pero y si realmente está enfermo cáncer meningitis leucemia un tumor cerebral como el hijo de john gunter o una distrofia muscular oh dios todos los días hay chicos de su edad que tienen leucemia tratamientos con radio quimioterapia son cosas que no podríamos pagar pero claro que no lo pueden dejar a uno que se muera así en la calle y no de todos modo él está bien está bien en realidad no tendrías que estar pensando)
(Danny…).
(en aileen y).
(Danny…).
(ese coche).
(Danny…).
Pero Tony no estaba. Sólo su voz. Y mientras la voz se desvanecía, Danny la siguió hacia la oscuridad, a tropezones, cayéndose por un mágico agujero abierto entre los mocasines oscilantes del doctor Bill, pasó junto a un fuerte ruido de golpes, después una bañera en la que flotaba algo horrible pasó lentamente por la oscuridad, pasó un sonido que parecía el carillón de una iglesia, pasó un reloj bajo una campana de cristal.
Después de una única luz, festoneada de telarañas, perforó débilmente las tinieblas. El tenue resplandor dejaba ver un suelo de piedra, de aspecto húmedo, desagradable. Por alguna parte, no muy lejos, se oía un ruido continuo, una especie de rugido mecánico, pero amortiguado, algo que no daba miedo. Soporífero. Era eso lo que quedaría olvidado, pensó Danny con onírica sorpresa.
A medida que los ojos se le acostumbraban al resplandor alcanzó a ver a Tony delante de él, apenas una silueta. Tony estaba mirando algo y Danny se esforzó por ver lo que era.
(Tu papá. ¿Ves a tu papá?).
Claro que lo veía. ¿Cómo podía haber dejado de verle, aunque fuera con la débil luz del sótano? Papá estaba de rodillas en el suelo, iluminando con una linterna una serie de cajas de cartón y viejos cajones de madera. Las cajas de cartón también estaban viejas y mohosas; algunas se habían despanzurrado y los papeles que tenían dentro se desparramaban por el suelo. Periódicos, libros, papeles impresos que parecían facturas. Su papá los estaba examinando con gran interés. Y después papá levantó los ojos y enfocó la linterna en otra dirección. El rayo de luz señaló otro libro, uno grande, blanco, atado con un cordón dorado. La tapa parecía de cuero blanco. Era un libro de recortes. De pronto, Danny tuvo necesidad de llamar a su padre, de decirle que dejara en paz ese libro, que hay libros que no se deben abrir. Pero papá ya se encaminaba hacia él.
El rugido mecánico, que ahora Danny reconoció como el de la caldera del «Overlook», que su papá comprobaba tres o cuatro veces por día, había cobrado un amenazador ritmo de marcha. Empezó a sonar como… como un latido. Y el olor de humedad y de moho, de papel podrido también se estaba convirtiendo en otra cosa… en el penetrante aroma de enebro de la Cosa Mala. Algo que rodeaba a su padre como si fuera un pavor mientras Jack tendía la mano hacia el libro… y lo cogía.
Tony estaba por ahí, en la oscuridad
(este lugar inhumano hace monstruos humanos. Este lugar inhumano) repitiendo una y otra vez las mismas palabras incomprensibles (hace monstruos humanos).
De nuevo caer por la oscuridad, acompañado ahora por el sordo trueno palpitante que ya no era la caldera sino el ruido sibilante de un mazo de roque golpeando paredes revestidas de papel sedoso, arrancándoles bocanadas de polvo de yeso. Acurrucado, impotente, en la sinuosa selva azul y negra de la alfombra.
(Sal de una vez).
(Este lugar inhumano).
(¡y ven a tomar tu medicina!).
(hace monstruos humanos).
Con un jadeo que le resonó en toda la cabeza, Danny se arrancó de la oscuridad. Primero trató de escapar de las manos que lo sujetaban, creyendo que ese algo oscuro que había en el «Overlook» del mundo de Tony se las había arreglado de alguna manera para seguirlo al mundo de las cosas reales… pero era el doctor Edmonds que le decía:
—Está bien, Danny, está bien. Todo está perfectamente.
Danny reconoció al médico; después comprendió que estaba en su despacho. Empezó a temblar, incontrolablemente. Edmonds lo abrazó:
—Dijiste algo de monstruos, Danny —le preguntó cuando la reacción empezó a disminuir—. ¿Qué era?
—Este lugar inhumano —respondió el chico con voz gutural—. Tony me dijo… este lugar inhumano… hace… hace… —movió la cabeza—. No puedo acordarme.
—¡Inténtalo!
—No puedo.
—¿Vino Tony?
—Sí.
—¿Qué fue lo que te mostró?
—Algo oscuro. Palpitante. No recuerdo.
—¿Dónde estabais?
—¡Déjeme en paz! ¡No recuerdo! ¡Déjeme en paz! —el chico empezó a sollozar desesperadamente, de frustración y de miedo. Todo había desaparecido, disuelto en una masa pegajosa como un manojo de papeles húmedos, un recuerdo ilegible.
Edmonds fue hacia el refrigerador de agua y le alcanzó un vaso de papel. Danny se lo bebió y el médico le ofreció otro.
—¿Estás mejor?
—Sí.
—Danny, no quiero importunarte… fastidiarte con esto, quiero decir, pero ¿no recuerdas nada de antes que viniera Tony?
—Mi mamá —articuló lentamente el chico—. Está preocupada por mí.
—Como todas las madres, muchacho.
—No… es que ella tenía una hermana que murió cuando era pequeña.
Aileen. Y mamá pensaba que a Aileen la atropelló un coche y que eso la dejó a ella preocupada por mí. No recuerdo nada más.
Edmonds lo miraba atentamente.
—¿Ahora mismo estaba ella pensando eso? ¿Ahí fuera, en la sala de espera?
—Sí, señor.
—Danny, ¿cómo puedes saber eso?
—No lo sé —su voz era un hilo—. Tal vez sea el esplendor.
—¿El qué?
Danny sacudió con mucha lentitud la cabeza.
—Estoy horriblemente cansado. ¿No puedo ir a ver a mamá y a papá?
No quiero contestar más preguntas. Estoy cansado y me duele el estómago.
—¿Tienes ganas de vomitar?
—No, señor. Sólo quiero ver a mamá y papá.
—Está bien, Dan. Ve un momento a verlos y después diles que vengan —el doctor Edmonds se levantó—. Quiero hablar un momento con ellos. ¿De acuerdo?
—Sí, señor.
—Ahí fuera tienes libros para mirar. A ti te gustan los libros, ¿no?
—Sí, señor —respondió obedientemente Danny.
—Eres un buen chico, Danny.
Danny se despidió con una leve sonrisa.
—No encuentro que haya ningún problema con él, físicamente —explicó el doctor Edmonds al matrimonio Torrance.
Mentalmente, es inteligente y un poco demasiado imaginativo. A veces sucede que los chicos tienen que crecer dentro de su imaginación como dentro de un par de zapatos demasiado grandes. La imaginación de Danny es, todavía, en cierto modo, demasiado grande paca él. ¿Nunca le hicieron el test de CI?
—Yo no creo en esas cosas —declaró Jack—. No son más que una camisa de fuerza para las esperanzas de los padres y de los maestros.
—Es posible —asintió el doctor Edmonds—. Pero si le hicieran el test, creo que se encontrarían con que se aparta mucho de las cifras normales para su grupo de edad. Para un niño que no tiene todavía seis años, su capacidad verbal es sorprendente.
—Nosotros jamás le hablamos como a un bebé —dijo Jack con cierto orgullo.
—Dudo de que alguna vez lo hayan necesitado para hacerse entender —Edmonds hizo una pausa, jugueteando con un lápiz—. Mientras yo estaba con él, se puso en trance. A petición mía. Exactamente como ustedes lo describieron anoche en el baño. Todos los músculos se le relajaron, con el cuerpo caído hacia delante y los ojos en blanco. La autohipnosis clásica de los libros de texto. Me quedé atónito, y sigo estándolo.
Los Torrance se alertaron inmediatamente.
—¿Qué sucedió? —preguntó tensamente Wendy y Edmonds les relató en detalle el trance de Danny, la frase que había mascullado y de la cual Edmonds no había entendido más que las palabras «monstruos», «oscuridad» «latido». Las lágrimas posteriores, la acritud casi histérica, el dolor de estómago.
—Tony otra vez —comentó Jack.
—¿Qué significa eso? ¿Tiene usted alguna idea? —quiso saber Wendy.
—Algunas, pero tal vez no les gusten a ustedes.
—Adelante, de todas maneras —decidió Jack.
—Por lo que Danny me dijo, su «amigo invisible» era verdaderamente un amigo hasta que se mudaron aquí desde Nueva Inglaterra. A partir de la mudanza, Tony se ha convertido en una figura amenazadora. Los contactos placenteros se han convertido en pesadillas, que para él son mucho más aterradoras porque no puede recordar exactamente a qué se refieren. Eso es bastante común. Todos recordamos con más claridad los sueños agradables que los que nos asustan. Parece que en algún rincón entre lo consciente y lo subconsciente hubiera un amortiguador y que allí viviera un puritano de mil demonios, un censor que sólo deja pasar muy poco. Y frecuentemente, lo que deja pasar no es más que simbólico. Todo esto es Freud supersimplificado, pero describe bastante bien lo que sabemos de la interacción de la mente consigo misma.
—¿Cree usted que la mudanza haya trastornado tanto a Danny? —preguntó Wendy.
—Es posible, si se produjo en circunstancias traumáticas —precisó Edmonds—. ¿Sucedió así?
Wendy y Jack intercambiaron una mirada.
—Yo era profesor en una escuela preparatoria —explicó lentamente Jack— y me quedé sin trabajo.
—Ya veo —asintió Edmonds. Volvió a dejar sobre el escritorio el lápiz con que había estado jugando—. Hay otras cosas, me temo, que pueden ser dolorosas para ustedes. Aparentemente, el niño cree que en algún momento ustedes dos pensaron seriamente en divorciarse. Lo dijo de modo casual, pero sólo porque cree que ustedes no consideran ya esa posibilidad.
A Jack se le abrió la boca, y Wendy dio un respingo como si la hubieran abofeteado. Su rostro quedó sin una gota de sangre.
—¡Pero si jamás hablamos de eso! —exclamó—. No sólo frente a él, ¡ni siquiera entre nosotros!
—Creo que es mejor que usted lo sepa todo, doctor —dijo Jack—. Poco después del nacimiento de Danny, yo caí en el alcoholismo. Durante toda mi época de universitario había tenido un problema con la bebida; se suavizó un poco después, de haber conocido a Wendy y empeoró más que nunca después del nacimiento de Danny, en la época en que escribir, la actividad que yo considero mi verdadero trabajo, se me hacía realmente muy difícil. Cuando Danny tenía tres años y medio, me derramó una lata de cerveza sobre los papeles con que yo estaba trabajando… o con que estaba perdiendo el tiempo, en todo caso, y… bueno… a la mierda —se le quebró la voz, pero los ojos, secos, no rehuyeron la mirada del médico—. Qué tremenda bestialidad parece al decirlo. Cuando lo levanté para darle unos azotes, le rompí un brazo. Tres meses después dejé de beber, y no he vuelto a hacerlo desde entonces.
—Ya veo —asintió Edmonds, con tono neutral—. Naturalmente, yo vi que había habido una fractura. Soldó muy bien —se apartó de la mesa y cruzó las piernas—. Si me permiten la franqueza, es evidente que desde entonces no ha sufrido ningún maltrato. Aparte las picaduras, no se le encuentran más que los cardenales y rasguños que tiene cualquier chico.
—Claro que no —asintió acaloradamente Wendy—. Jack no tuvo intención…
—No, Wendy —la interrumpió él—. Sí que tuve intención. Creo que muy dentro de mí yo tenía la intención de hacerle eso. O algo peor —volvió a mirar a Edmonds—. ¿Sabe una cosa, doctor? Ésta es la primera vez que entre nosotros se pronuncia la palabra divorcio. Y alcoholismo. Y malos tratos a un niño. Las tres en cinco minutos.
—Es posible que eso esté en la raíz del problema —dijo Edmonds—. Yo no soy psiquiatra, pero si ustedes quieren que Danny vea a un psiquiatra infantil, puedo recomendarles uno muy bueno que trabaja en el Centro Médico de Boulder. Sin embargo, estoy bastante seguro de mi diagnóstico.
Danny es un chico inteligente, imaginativo y sensible. No creo que los problemas matrimoniales de ustedes lo hayan perturbado tanto como creen.
Los niños pequeños son grandes conformistas. No entienden lo que es la vergüenza, ni la necesidad de ocultar las cosas.
Jack se miraba las manos. Wendy le tomó una y se la apretó.
—Pero el niño sentía que había cosas que andaban mal. Entre ellas, desde su punto de vista, lo principal no era el brazo roto, sino el vínculo roto, o en peligro de romperse, entre ustedes dos. Él mencionó el divorcio, pero no el brazo roto. Cuando mi enfermera se lo mencionó, se limitó a encogerse de hombros. Para él no era una cosa importante. «Eso pasó hace mucho tiempo», creo que fue lo que dijo.
—Qué criatura —masculló Jack, con las mandíbulas fuertemente contraídas, los músculos de las mejillas destacados por la tensión—. No nos lo merecemos.
—De todas maneras lo tienen —resumió secamente Edmonds—. Y sea como fuere, él de cuando en cuando se retrae en su mundo de fantasía. En eso no hay nada excepcional; es lo que hacen muchos chicos. Yo recuerdo que a la edad de Danny, también tenía un amigo invisible, un gallo parlante que se llamaba Chug-Chug. Claro que yo era el único que lo veía. Como yo tenía dos hermanos mayores que muchas veces no me hacían caso, Chug-Chug me venía muy bien en esas situaciones. Y seguramente ustedes dos entienden por qué el amigo invisible de Danny se llama Tony, y no Mike o Hal o Dutch.
—Sí —contestó Wendy.
—¿Se lo han señalado alguna vez?
—No —respondió Jack—. ¿Deberíamos hacerlo?
—¿Por qué preocuparse? Déjenlo que él se dé cuenta en su momento, usando su propia lógica. Fíjense ustedes que las fantasías de Danny son considerablemente más profundas que las que acompañan de ordinario al síndrome del amigo invisible, pero la necesidad que él sentía de Tony también era más intensa. Tony venía y le mostraba cosas agradables. A veces, sorprendentes, pero siempre cosas buenas. Una vez Tony le mostró dónde estaba el baúl que se le había perdido a papá… bajo las escaleras. Otra vez le mostró que para su cumpleaños, mamá y papá iban a llevarlo a un parque de diversiones…
—¡Al Great Barrington! —exclamó Wendy—. Pero ¿cómo podía saber esas cosas? Son espeluznantes las cosas con que sale a veces. Casi como si…
—Tuviera clarividencia —completó Edmonds, sonriente.
—Nació envuelto en las membranas —evocó débilmente Wendy.
La sonrisa de Edmonds se convirtió en una franca carcajada. Jack y Wendy se miraron y sonrieron también, atónitos al ver lo fácil que era. Esos «aciertos misteriosos» que solía tener Danny eran otra de las cosas de las cuales no habían hablado mucho.
—Ahora falta que me digan que es capaz de levitar —agregó Edmonds, todavía sonriendo—. No, no, me temo que no. No es nada extrasensorial, sino nuestra vieja conocida la sensibilidad humana, que en el caso de Danny es excepcionalmente aguda. Señor Torrance, él supo que su baúl estaba debajo de la escalera porque era el único lugar donde usted no había mirado. Un proceso de eliminación tan simple que le daría risa a Ellery Queen. Tarde o temprano, a usted mismo se le habría ocurrido.
»Y en cuanto al parque de diversiones de Great Barrington, ¿de quién partió la idea? ¿De ustedes o de él?
—De él, por supuesto —respondió Wendy—. Durante toda la mañana lo habían anunciado en los programas para niños, y él estaba loco por ir.
Pero la cosa es, doctor, que nosotros no teníamos dinero para llevarlo, y se lo habíamos dicho.
—Entonces, una revista para hombres que me había comprado un cuento en 1971 me envió un cheque por cincuenta dólares —explicó Jack—. Querían reproducir el cuento en un anuario, o algo así. Entonces, decidimos gastarlo en Danny.
Edmonds se encogió de hombros.
—Un deseo que se cumple por una feliz coincidencia.
—Demonios, parece que está usted en lo cierto —admitió Jack.
—Y el propio Danny me dijo que muchas veces Tony le mostraba cosas que después no ocurrían. Visiones basadas en un fallo perceptivo, simplemente. Danny hace subconscientemente lo que los supuestos «místicos» y «videntes» hacen bien a conciencia y con todo cinismo. Me parece admirable. Si la vida no lo obliga a retraer las antenas, creo que será un hombre estupendo.
Wendy hizo un gesto afirmativo, porque naturalmente ella pensaba que Danny sería un hombre estupendo; pero la explicación del médico le sonaba a blablablá. Sabía más a margarina que a mantequilla. Edmonds no había vivido con ellos. No había estado presente cuando Danny encontraba botones perdidos, le decía a Wendy que tal vez la guía de TV estuviera debajo de la cama, que le parecía mejor llevar los chanclos a la escuela aunque hubiera sol… y ese día volvían a casa caminando bajo una lluvia impresionante, protegidos por el paraguas de Wendy. Edmonds no podía saber de qué manera tan extraña se anticipaba Danny a los deseos de ambos. Si excepcionalmente, una tarde, Wendy decidía prepararse una taza de té, en la cocina se encontraba una taza preparada con un saquito de té dentro. Cuando pensaba que tenía que devolver los libros a la biblioteca, se los encontraba todos pulcramente apilados sobre la mesa del vestíbulo, coronada la pila por su tarjeta de lectora. O a Jack se le ocurría lavar el «Volkswagen» y se encontraba a Danny ya afuera, escuchando su radio de galena mientras esperaba, sentado al borde de la acera, para verlo trabajar.
En voz alta, se limitó a preguntar:
—Entonces, ¿por qué ahora tiene pesadillas? ¿Por qué Tony le dijo que echara el pestillo a la puerta del baño?
—Creo que es porque Tony ha sobrevivido a su utilidad —explicó Edmonds—. Nació en un momento (Tony, no Danny) en que usted y su marido se esforzaban por mantener unida la pareja. Su marido bebía demasiado. Estuvo el incidente del brazo roto. Y el silencio amenazador entre ustedes dos.
Silencio amenazador, sí, esas palabras eran las que decían la verdad.
Las comidas tensas y ceremoniosas en que no se decían otra cosa que por favor pásame la mantequilla o Danny, cómete todas las zanahorias o si me disculpas, por favor. Las noches en que Jack desaparecía y ella se tendía con los ojos secos en el diván mientras Danny miraba la TV. Las mañanas en que ella y Jack daban vueltas uno en derredor del otro como dos gatos enojados con un ratón tembloroso y asustado en el medio. Todo eso sonaba a verdad; (Dios mío, ¿es que alguna vez dejan de doler las viejas cicatrices?) horrible, horriblemente verdad.
—Pero las cosas han cambiado —resumió Edmonds—. Ustedes saben que entre los niños, las conductas esquizoides son algo bastante común. Y se las acepta, porque en todos nosotros los adultos rige el acuerdo tácito de que los niños son lunáticos. Tienen amigos invisibles. Cuando están deprimidos pueden ir a esconderse en el armario, para aislarse del mundo.
Asignan el valor de talismán a una manta, a un osito o a un tigre de trapo.
Se chupan el pulgar. Cuando un adulto ve cosas inexistentes, lo consideramos listo para que lo metan en un cuarto de paredes acolchadas.
Cuando un niño dice que vio un duende en el dormitorio o un vampiro del otro lado de la ventana, nos limitamos a sonreír con indulgencia. Tenemos una frase que nos sirve de explicación para todos los fenómenos de ese tipo en los niños.
—Ya se le pasará —apuntó Jack.
—Exactamente —parpadeó Edmonds—. Sí. Pues bien, yo sospecho que Danny estaba en excelente situación para desarrollar una psicosis con todas las de la ley. Una vida familiar desdichada, mucha imaginación, el amigo invisible que para él era tan real que casi se hizo real para ustedes. En vez de «pasársele esa esquizofrenia infantil», Danny podría haberse pasado a ella.
—¿Y terminar siendo autista? —preguntó Wendy. Algo había leído sobre el autismo, y la palabra misma la asustaba; le sonaba a un terrible silencio blanco.
—Posible, pero no necesariamente. Podría haberse limitado a entrar algún día en el mundo de Tony y no haber regresado nunca a lo que él llama «las cosas reales».
—Dios —suspiró Jack.
—Pero ahora, la situación básica ha cambiado drásticamente. El señor Torrance ya no bebe. Están ustedes en un lugar nuevo, donde las condiciones obligan a los tres a estrechar más que nunca la unidad familiar; bastante más estrecha que la mía, ya que mi mujer y mis hijos no me ven más de dos o tres horas por día. En mi opinión, está en una perfecta situación curativa. Y pienso que el hecho mismo de que sea capaz de establecer una diferenciación tan nítida entre el mundo de Tony y las «cosas reales» habla muy en favor de la salud mental de Danny. Él dice que ustedes dos ya no piensan en divorciarse. ¿Tiene razón, como creo?
—Sí —respondió Wendy, y Jack le apretó con fuerza la mano.
Ella le devolvió el apretón.
Edmonds hizo un gesto de asentimiento.
—Entonces ya no necesita a Tony. Danny lo está expulsando de su sistema. Tony ya no le trae visiones placenteras, sino pesadillas hostiles que lo asustan demasiado para que pueda recordarlas, salvo fragmentariamente.
Danny interiorizó a Tony durante una situación vital difícil, por no decir desesperada, y ahora Tony se resiste a irse. Pero se está yendo. Su hijo es un poco como un drogadicto que está dejando el hábito.
Se levantó, y los Torrance también se pusieron de pie.
—Como ya les dije, yo no soy psiquiatra. Si las pesadillas continúan todavía para la primavera, cuando termine usted su trabajo en el «Overlook», señor Torrance, yo les insistiría en que lo llevaran a ver al especialista de Boulder.
—Así lo haré.
—Muy bien, vamos a decirle que se puede ir a casa —propuso Edmonds.
—Quiero darle las gracias —dijo penosamente Jack—. Me siento mejor respecto de todo este asunto de lo que me había sentido en mucho tiempo.
—Yo también —agregó Wendy.
Ya en la puerta, Edmonds se detuvo a mirarla.
—Señora Torrance, ¿tuvo o tiene usted una hermana, de nombre Aileen?
Wendy lo miró sorprendida.
—Sí, la tuve. La mataron cerca de casa, en Somersworth, de New Hampshire, cuando ella tenía seis años y yo diez. Bajó corriendo a la calle, tras una pelota, y la atropelló un camión.
—¿Danny lo sabe?
—No sé. Creo que no.
—Él dice que usted estuvo pensando en ella mientras estaba en la sala de espera.
—Es así —dijo Wendy, lentamente—. Por primera vez en… Oh, no sé en cuánto tiempo.
—La palabra «redrum», ¿significa algo para alguno de ustedes?
Wendy sacudió la cabeza, pero Jack, contestó:
—Anoche, antes de dormirse, mencionó esa palabra. Tambor rojo.
—No, ron —rectificó Edmonds—. En eso fue muy categórico. Rum, como en la bebida. La bebida alcohólica.
—Ah. Pues encaja, ¿no? —balbuceó Jack, y sacó el pañuelo del bolsillo de atrás para pasárselo por los labios.
—«El esplendor», ¿es una frase que signifique algo para alguno de ustedes?
Esa vez, los dos negaron con la cabeza.
—Supongo que no importa —Edmonds abrió la puerta que daba a la sala de espera—. ¿Hay alguien aquí que se llame Danny Torrance y que quiera irse a su casa?
—¡Hola, papá! ¡Hola, mamá! —el chico se levantó de junto a la mesa baja donde había estado hojeando un libro mientras leía trabajosamente en voz alta las palabras que conocía.
Corrió hacia Jack, que lo levantó en el aire mientras Wendy le desordenaba el pelo.
Edmonds lo miró con aire de complicidad.
—Si tu mamá y tu papá no te gustan, puedes quedarte con el viejo doctor Bill.
—¡No, señor! —dijo Danny con resolución. Con un aspecto radiante de felicidad, pasó un brazo alrededor del cuello de Jack, el otro en torno del de Wendy.
—Perfecto —aceptó Edmonds, sonriendo, y miró a Wendy—. Llámeme si tienen algún problema.
—Sí.
—Pero no creo que lo haya —concluyó Edmonds, sonriendo.