16

DANNY

Del otro lado del vestíbulo, en el dormitorio, Wendy podía oír cómo la máquina de escribir que Jack había llevado desde la mesa cobraba vida durante treinta segundos, enmudecía durante uno o dos minutos y después volvía a tabletear brevemente. Era como escuchar las ráfagas de ametralladora disparadas desde un fortín. Un ruido que era música para sus oídos, ya que Jack no había escrito con tanta constancia desde el segundo año de su matrimonio, cuando escribió el cuento que le compró el Esquire.

Además, decía que para fin de año la obra estaría terminada, bien o mal, y podría dedicarse a algo nuevo. Decía que no le importaba el eco que despertara La escuela cuando Phyllis la promoviera, que no le importaría si se hundía sin dejar rastros, y Wendy se lo creía. El hecho de que él estuviera escribiendo la llenaba de esperanzas, no porque esperara mucho de la obra, sino porque tenía la impresión de que su marido estuviera cerrando lentamente una puerta enorme que daba a una habitación llena de monstruos. Ya hacía mucho tiempo que Jack apoyaba el hombro contra esa puerta, pero por fin parecía que estaba cerrándola.

Cada tecla que oprimía la cerraba un poco más.

—Mira, Dick, mira.

Danny estaba inclinado sobre el primero de los cinco libros de lectura usados que Jack había encontrado hurgando despiadadamente en las múltiples librerías de libros viejos de Boulder. Con ellos Danny podría alcanzar el nivel de lectura de segundo grado, aunque Wendy le había dicho a Jack que el programa le parecía demasiado ambicioso. Claro que su hijo era inteligente, y ellos bien lo sabían, pero sería un error exigirle demasiado.

Jack estaba de acuerdo. No era cuestión de exigirle, pero si el chico avanzaba con rapidez, estarían preparados. Y ahora Wendy se preguntaba si Jack no había tenido razón en eso también.

Danny, preparado durante cuatro años en jardín de infancia, avanzaba con una rapidez que casi daba miedo, y eso a Wendy le preocupaba. El chico se inmovilizaba sobre sus viejos libros, olvidando sobre el estante el planeador y la radio de galena, como si su vida dependiera de aprender a leer. Bajo el resplandor hogareño de la lámpara de pie flexible que le habían puesto en su habitación, la carita del niño se veía más tensa y más pálida de lo que Wendy hubiera querido verla. Lo estaba tomando todo muy en serio: el libro de lectura y los deberes que le preparaba su padre para las tardes. Dibujo de una manzana y de un melocotón. La palabra manzana escrito debajo, con las grandes y pulcras letras de imprenta de Jack. Trazar un círculo en torno del dibujo correcto, el que concordaba con la palabra. Y su hijo que miraba fijamente la palabra y las imágenes, moviendo los labios, articulando, esforzándose, sudando. Y con su enorme lápiz rojo aferrado en el puñito derecho, ya sabía escribir casi tres docenas de palabras.

Con un dedo, seguía lentamente las palabras de su libro de lectura.

Sobre ellas había una figura que Wendy recordaba de sus tiempos de escuela primaria, diecinueve años atrás. Un niño riente, de rizado pelo castaño. Una nena de vestido corto, con tirabuzones rubios, que tenía en la mano una comba. Un perro que corría haciendo cabriolas tras una gran pelota de goma roja. La trinidad del primer grado: Dick, Jane y Jip.

—Mira a Jim correr —leyó lentamente Danny—. Corre Jip, corre, corre, corre —hizo una pausa y el dedito se detuvo en una línea—. Mira la… —se inclinó más, hasta casi tocar la página con la nariz—. Mira la…

—Tan cerca no, doc, que te harás daño a la vista —le advirtió Wendy en voz baja—. Es…

—¡No me lo digas! —el chico se enderezó bruscamente. Hablaba con voz alarmada—. ¡No me lo digas, mami que yo lo sacaré!

—Está bien, tesoro. Pero no es tan importante; de veras que no.

Sin prestarle atención, Danny volvió a inclinarse sobre el libro, con una expresión en la cara que se parecía demasiado a la que se encuentra en un alumno universitario a punto de rendir su último examen. A Wendy la cosa le gustaba cada vez menos.

—Mira la… La pe… ele, o, ¿Mira la…? La pelo… ¡Pelota! —súbitamente triunfante. Orgulloso. Con un orgullo en la voz que asustó a su madre—. ¡Mira la pelota!

—Muy bien —dijo Wendy—. Pero me parece que por esta noche es bastante, tesoro.

—Un par de páginas más, mamá, por favor.

—No, doc —con firmeza, Wendy cerró el libro encuadernado en rojo—. Es hora de acostarse.

—¿Por favor?

—No me fastidies con eso, Danny. Mami está cansada.

—Está bien —asintió el chico, sin dejar de mirar nostálgicamente el libro.

—Ve a darle un beso a tu padre, y después a lavarte. Y no te olvides de cepillarte los dientes.

—No.

Salió desganadamente, un muchachito que usaba aún pantalón de pijama con pies, y una holgada camiseta de franela que tenía delante un gran balón de fútbol y escrito en la espalda PATRIOTAS DE NUEVA INGLATERRA.

La máquina de escribir se detuvo, y Wendy oyó el afectuoso beso de Danny.

—Noches, papá.

—Buenas noches, doc. ¿Qué tal vas?

—Muy bien, creo. Pero mami me hizo dejarlo.

—Mami tenía razón. Son más de las ocho y media. ¿Te vas a lavar?

—Sí.

—Bien. Ya te están creciendo patatas en las orejas. Y cebollas, y zanahorias, y nabos y…

La risita de Danny, debilitándose, después interrumpida por el clic de la puerta del cuarto de baño. Danny era delicado con su higiene personal, en tanto que ella y Jack eran bastante descuidados de la intimidad en ese aspecto. Otro signo (y se multiplicaban continuamente) de que había otro ser humano en la casa, no una simple copia de uno de ellos, ni una combinación de los dos. Eso la entristecía un poco. Algún día su hijo sería un extraño para ella, y Wendy sería una extraña para él… aunque no tanto como había llegado a serlo para ella su propia madre. Oh, Dios, que nunca nos pase eso. Que aunque crezca siga queriendo a su madre.

La máquina de escribir empezó otra vez sus ráfagas irregulares.

Todavía sentada en la silla, junto a la mesa escritorio de Danny, Wendy dejó que sus ojos vagaran por la habitación de su hijo. El ala del planeador estaba hábilmente arreglada. El escritorio atestado de libros de estampas, libros para colorear, viejas revistas de historietas con las tapas medio arrancadas, lápices al pastel y mil cosas. El «Volkswagen» para armar estaba cuidadosamente instalado encima de todas esas cosas de importancia secundaria, todavía con la envoltura intacta. No para el fin de semana, para mañana a la noche, o pasado mañana a más tardar, él y su padre estarían armándolo, si Danny seguía avanzando a ese ritmo. En las paredes, aseguradas con chinchetas, estaban las imágenes de los personajes de sus cuentos preferidos, que no tardarían en ser remplazadas por retratos de estrellas de cine y fotografías de músicos de rock que fumaban marihuana, pensó Wendy. De la inocencia a la experiencia. La naturaleza humana, nena.

Entiéndelo. Pero aunque lo entendiera, le daba pena. El año próximo su hijo iría a la escuela y la mitad de él, más tal vez, dejaría de pertenecerle; sería de sus amigos. Durante un tiempo, cuando parecía que las cosas iban bien en Stovington, ella y Jack habían intentado tener otro, pero ahora Wendy había vuelto a la píldora. Todo era demasiado incierto, y sabe Dios dónde estarían dentro de nueve meses.

Sus ojos cayeron sobre el avispero.

Tenía el lugar de honor en el dormitorio de Danny; sobre un gran plato de plástico puesto sobre la mesa que había junto a la cama. A Wendy no le gustaba, aunque estuviera vacío. Se preguntó con incertidumbre si no podría tener microbios y pensó en preguntárselo a Jack, pero se imaginó que él se reiría de ella. De todas maneras, mañana se lo preguntaría al médico, si podía hablar con él mientras Jack estuviera fuera. No le gustaba la idea de que ese objeto, construido con mascaduras y saliva de esos bichos desagradables, estuviera a pocos centímetros de la cabecera de su hijo.

En el baño seguía corriendo el agua y Wendy se levantó y fue hacia el dormitorio principal para asegurarse de que todo estaba en orden. Jack ni levantó la vista; se hallaba perdido en el mundo que estaba creando, con los ojos fijos en la máquina de escribir, un cigarrillo con filtro sujeto entre los dientes.

Wendy dio un golpecito en la puerta del cuarto de baño.

—¿Estás bien, doc? ¿No te has dormido?

No hubo respuesta.

—¿Danny?

Silencio.

Wendy probó la puerta: estaba cerrada con pestillo.

—¿Danny? —ahora estaba preocupada. El hecho de que no se oyera ningún ruido más que el del agua al correr la inquietaba—. ¿Danny? Abre la puerta, tesoro.

Silencio.

—¡Danny!

—Por Dios, Wendy, no puedo pensar si te vas a pasar toda la noche golpeando esa puerta.

—¡Es que Danny se ha encerrado en el baño y no me contesta!

Jack salió de detrás de la mesa, con aire fastidiado, y golpeó la puerta, con fuerza, una sola vez.

—Abre, Danny, y déjate de juegos.

Silencio.

Jack golpeó con más fuerza.

—Déjate de hacer el tonto, doc, que es hora de acostarse. Si no abres, cobrarás.

Está perdiendo la paciencia, pensó Wendy, y se asustó más. Desde aquella noche, hacía dos años, Jack no había tocado a Danny con enojo, pero en ese momento parecía bastante alterado como para hacerlo.

—Danny, tesoro… —empezó ella.

Silencio. Sólo el ruido del agua que corría.

—Danny, si me obligas a romper el pestillo, te aseguro que esta noche dormirás boca abajo —advirtió Jack.

Nada.

—Rómpelo —pidió Wendy, y de repente se le hizo difícil hablar—. Rápido.

Él levantó un pie y golpeó con fuerza la puerta, a la derecha del picaporte. El pestillo no era gran cosa; cedió inmediatamente y la puerta se abrió, golpeó contra la pared de azulejos y rebotó.

¡Danny! —gritó Wendy.

El agua corría con toda su fuerza en el lavabo. En la repisa, al lado, un tubo de dentífrico destapado. Danny estaba sentado en el borde de la bañera, del otro lado del cuarto de baño, con el cepillo de dientes colgando de la mano izquierda y la boca llena de espuma de la pasta dentífrica. Como si estuviera en trance, tenía los ojos clavados en el espejo del botiquín que pendía sobre el lavabo. La expresión de su rostro era de horror de drogado, y lo primero que Wendy pensó fue que tenía alguna especie de ataque epiléptico, que tal vez se hubiera tragado la lengua.

¡Danny!

El niño no le contestó. No emitía más que ruidos guturales.

Wendy sintió que la apartaban con tal fuerza que fue a estrellarse contra el toallero, y vio que Jack se arrodillaba frente al niño.

—Danny —le dijo—. ¡Danny, Danny! —repitió, haciendo chasquear los dedos ante los ojos inexpresivos del chico.

—Sí, claro —balbuceó Danny—. Es un torneo. Mazazo. Nurrr…

—Danny…

—¡Roque! —exclamó Danny, con voz súbitamente profunda, viril casi—. Roque. Mazazo. El mazo de roque… tiene dos lados. Gaaaa

—Oh Jack por Dios ¿qué es lo que le pasa?

Jack aferró al niño por los codos y lo sacudió con fuerza. La cabeza de Danny cayó flojamente hacia atrás y después hacia delante, como un globo sujeto a una varilla.

—Roque. Mazazo. Redrum.

Jack volvió a sacudirlo y repentinamente los ojos del chico se despejaron. El cepillo de dientes se le cayó de la mano al suelo embaldosado con un débil ruido.

—¿Qué? —preguntó Danny, mirando a su alrededor. Vio a su padre de rodillas ante él, a Wendy apoyada contra la pared—. ¿Qué? —volvió a preguntar, cada vez más alarmado—. ¿Q-q-qué es lo que pa-pa…?

¡Déjate de tartamudear! —vociferó súbitamente Jack, en su cara. El chico dio un grito de sorpresa y su cuerpo se puso tenso, como intentando alejarse de su padre; después estalló en lágrimas. Dolido, Jack lo atrajo hacia sí.

—Oh, cariño, lo siento. Lo siento, doc, por favor. No llores. Lo siento.

No pasa nada.

El agua corría incesantemente en el lavabo, y Wendy tuvo la sensación de encontrarse de pronto metida en una tremenda pesadilla en la que el tiempo se ovillaba hacia atrás, hacia atrás, hasta llegar al momento en que su marido borracho le había roto el brazo a su hijo y después había lloriqueado casi esas mismas palabras.

(Oh, cariño. Lo siento. Lo siento, doc. Por favor, lo siento mucho). Corrió hacia ellos, de alguna manera arrancó a Danny de los brazos de Jack (vio en la cara de él la mirada de colérico reproche, pero la archivó para pensar en eso más tarde) y lo levantó. Con el niño en brazos volvió al dormitorio pequeño, los brazos de Danny en torno de su cuello, Jack siguiéndolos a ambos.

Wendy se sentó en la cama de Danny y empezó a mecerlo, mientras intentaba calmarlo repitiéndole una y otra vez palabras sin sentido. Cuando miró a Jack, no pudo leer en sus ojos más que preocupación. Él la miró con aire interrogante, levantando las cejas, y Wendy sacudió débilmente la cabeza.

—Danny —siguió canturreando—. Danny, Danny, Danny. No pasa nada, doc. Nada.

Finalmente el niño se calmó; apenas si temblaba ya en sus brazos. Y sin embargo, con el que habló primero fue con Jack, que estaba ahora sentado junto a ellos en la cama, y Wendy sintió la antigua, débil punzada (A él primero como siempre a él primero) de los celos. Jack le había gritado y ella lo había consolado. Pero era a su padre a quien Danny le decía:

—Discúlpame si fui malo.

—No tienes de qué disculparte, doc —Jack le revolvió el pelo—. Pero ¿qué demonios pasó allí dentro?

Lentamente, aturdido, Danny sacudió la cabeza.

—No… no lo sé. ¿Por qué me dijiste que me dejara de tartamudear, papá? Si yo no tartamudeo.

—Claro que no —le dijo afectuosamente Jack, pero Wendy sintió que un dedo de hielo le tocaba el corazón. De pronto, Jack parecía asustado, como si hubiera visto algo que podría haber sido un fantasma.

—Algo con el cronómetro… —masculló Danny.

¿Qué? —Jack se había inclinado hacia delante, y Danny se encogió en brazos de su madre.

—¡Jack, lo estás asustando! —le reprochó Wendy en voz alta, con tono acusador. De pronto, se le ocurrió que los tres estaban asustados… pero ¿de qué?

—No sé, no sé —decía en ese momento Danny a su padre—. ¿Qué… qué fue lo que dije, papá?

—Nada —farfulló Jack. Sacó el pañuelo del bolsillo de atrás y se lo pasó por la boca. Durante un momento, Wendy volvió a tener esa vertiginosa sensación de que el tiempo andaba hacia atrás. Era un gesto que ella recordaba bien de su época de alcohólico.

—¿Por qué cerraste la puerta con pestillo, Danny? —le preguntó con suavidad—. ¿Por qué hiciste eso?

—Tony… Tony me dijo que lo hiciera.

Por encima de la cabeza del chico, sus padres se miraron.

—¿Tony no te dijo por qué, hijo? —preguntó Jack, en voz baja.

—Estaba lavándome los dientes y pensando en el libro de lectura… pensando mucho —explicó Danny—. Y… y entonces vi a Tony en el espejo. Me dijo que tenía que volver a mostrarme.

—¿Quieres decir que estaba detrás de ti? —le preguntó Wendy.

—No, estaba en el espejo —destacó Danny categóricamente—. Muy adentro. Y después entré yo en el espejo. Lo único que recuerdo después es que papito me sacudía y que yo pensé que había vuelto a portarme mal.

Jack se estremeció como si hubiera recibido un golpe.

—No, doc —susurró.

—¿Tony te dijo que echaras el pestillo a la puerta? —preguntó Wendy, acariciándole el pelo.

—Sí.

—¿Y qué quería mostrarte?

Danny se puso tenso en sus brazos, como si todos los músculos del cuerpo se le hubieran convertido en algo así como las cuerdas de un piano.

—No recuerdo —dijo, confuso—. No recuerdo. No me lo preguntéis.

No… ¡no recuerdo nada!

—Shh —lo silenció Wendy, alarmada, y empezó nuevamente a mecerlo—. No importa que no recuerdes, hijo. No importa nada.

Finalmente, Danny empezó de nuevo a relajarse.

—¿Quieres que me quede un ratito contigo? ¿Que te lea un cuento?

—No. Que me dejes la luz de noche, nada más —miró con timidez a su padre—. ¿Quieres tú quedarte, papá? ¿Un minuto?

—Seguro, doc.

Wendy suspiró.

—Te espero en el cuarto de estar, Jack.

—De acuerdo.

Wendy se levantó y se quedó mirando cómo Danny se metía bajo las mantas. Le pareció muy pequeño.

—¿Seguro que estás bien, Danny?

—Seguro. Pero enciéndeme el Snoopy, ma.

—Claro.

Wendy encendió la lamparilla de noche, que mostraba a Snoopy profundamente dormido sobre el techo de su caseta. Danny nunca había querido tener una luz nocturna hasta que se mudaron al «Overlook», pero entonces la había pedido específicamente. Wendy apagó la luz del techo y se volvió a mirarlos a ambos, el pequeño círculo pálido que era la carita de Danny, y el rostro de Jack inclinado sobre él. Titubeó un momento (y después entré yo en el espejo) antes de salir silenciosamente.

—¿Tienes sueño? —preguntó Jack, mientras le apartaba a Danny el pelo de la frente.

—Sí.

—¿Quieres un poco de agua?

—No…

Durante cinco minutos reinó el silencio. Danny seguía inmóvil bajo la mano de su padre. Pensando que el niño se había dormido, Jack estaba a punto de levantarse para salir silenciosamente cuando su hijo murmuró desde el borde del sueño:

—Roque.

Jack se dio la vuelta, helado hasta los huesos.

—¿Danny…?

—Tú nunca le harías daño a mamá, ¿verdad?

—No.

—¿Ni a mí?

—No.

Silencio de nuevo, desovillándose.

—Papá.

—¿Qué?

—Vino Tony y me estuvo hablando del roque.

—¿De veras, doc? ¿Y qué te dijo?

—No me acuerdo mucho, salvo que me dijo que era por turnos, como el béisbol. ¿No es gracioso?

—Sí —a Jack, el corazón le golpeaba sordamente en el pecho. ¿Cómo era posible que el chico supiera una cosa así? El roque se jugaba por turnos, no como el béisbol, sino como el cricket.

—¿Papá? —Danny ya hablaba casi dormido.

—¿Qué?

—¿Qué es redrum?

¿Red drum? ¿Un tambor rojo[3]? Podría ser algo que un indio lleva a la guerra.

Silencio.

—¿Oye, doc?

Danny ya estaba dormido, lenta y regular la respiración. Durante un momento Jack se quedó mirándolo, y una oleada de cariño lo invadió como una marea. ¿Por qué le había gritado de semejante manera? Si era perfectamente normal que el niño tartamudeara un poco. Acababa de salir de un aturdimiento o una extraña especie de trance, y el tartamudeo era totalmente normal en esas circunstancias. Perfectamente. Y además, no había dicho cronómetro, qué va. Habría sido alguna otra cosa, sin sentido, incomprensible.

¿Cómo había sabido que el roque se juega por turnos? ¿Se lo habría dicho alguien… Ullman, Hallorann?

Se miró las manos, que la tensión contraía apretadamente en puños (dios qué bien me vendría un trago) al punto de que las uñas se le hincaban en las palmas como pequeños hierros candentes. Lentamente, se obligó a abrirlas.

—Te quiero, Danny, bien lo sabe Dios —susurró.

Salió de la habitación, pensando que de nuevo había tenido un arranque de mal genio. Poca cosa, pero lo suficiente para sentirse mal, y asustado. Con una copa se le borraría esa sensación, claro que sí. Se le borraría eso (Algo referente al cronómetro) y todo lo demás. No había error en esas palabras. Ninguno. Cada una había sonado tan clara como una campana. Se detuvo en el pasillo, mirando hacia atrás, y automáticamente se pasó el pañuelo por los labios.

Sus formas sólo eran siluetas oscuras destacadas por el resplandor de la lámpara de noche. Sin llevar encima más que las bragas, Wendy se acercó a la cama para volver a arroparlo; el chico se había destapado. Jack, de pie en la puerta, la observó mientras ella le tocaba la frente con la muñeca.

—¿Tiene fiebre?

—No —Wendy besó la mejilla de su hijo.

—Gracias a Dios que pediste hora —murmuró Jack cuando ella volvió a la puerta—. ¿Tú crees que ese tipo será bueno?

—Fue lo que me dijeron en el mercado. Es todo lo que sé.

—Si algo anda mal, Wendy, os enviaré a los dos a casa de tu madre.

—No.

—Ya sé cómo te sientes —reconoció Jack, rodeándola con el brazo.

—Cuando se trata de ella, tú no tienes la menor idea de cómo me siento.

—Wendy, es que no hay otro lugar donde pueda mandaros, y tú lo sabes.

—Si tú vinieras…

—Sin este trabajo estamos listos —enunció simplemente Jack—. Ya lo sabes.

La otra silueta asintió con un gesto lento. Sí, lo sabía.

—Cuando tuve la entrevista con Ullman, me pareció que simplemente estaba exagerando, pero ya no estoy tan seguro. Tal vez, realmente no debería haber intentado esto con vosotros dos. A sesenta y cinco kilómetros del lugar más próximo.

—Yo te quiero, y Danny te quiere más aún, si cabe —dijo ella—. Le habrías destrozado el corazón, Jack. Y se lo destrozarás, si nos apartas de ti.

—No lo plantees de esa manera.

—Si el médico dice que algo anda mal, buscaré trabajo en Sidewinder —dijo Wendy—. Y si no encuentro nada allí, Danny y yo nos iremos a Boulder. Pero no puedo ir a casa de mi madre, Jack. De ninguna manera. No me lo pidas, porque no puedo.

—Sí, creo que te entiendo. Ánimo, que tal vez no sea nada.

—Tal vez.

—¿La hora es para los dos?

—Sí.

—Dejemos abierta la puerta del dormitorio, Wendy.

—Sí, claro. Pero creo que ahora dormirá.

Sin embargo, no fue así.

Buuum… buum… buumbuumBUUMBUUM…

Él escapaba de los ruidos retumbantes, resonantes, a través de retorcidos, laberínticos corredores, mientras sus pies desnudos susurraban sobre la suavidad de una selva azul y negra. Cada vez que oía el estruendo del mazo de roque al estrellarse contra la pared, en algún sitio tras él, quería gritar. Pero no. No debía. Un grito le delataría y entonces (entonces REDRUM). (Ven aquí a tomar tu medicina, llorón de mierda). Y podía oír acercarse al dueño de esa voz, acercarse en busca de él, avanzando por el vestíbulo como un tigre en una extraña selva azul y negra.

Devorador de hombres.

(¡A ver si sales, tú, hijito de perra!).

Si pudiera llegar a las escaleras para bajar, si pudiera salir del tercer piso, estaría a salvo. Incluso en el ascensor. Si pudiera recordar lo que había olvidado. Pero estaba oscuro y en su terror había perdido el sentido de la orientación. Había escapado por un corredor y después por otro, con el corazón en la boca como un bloque de hielo ardiente, temiendo en cada vuelta que daba encontrarse frente a frente con el tigre humano que erraba por los pasillos.

Ahora los golpes se oían a espaldas de él, los gritos. El silbido que hacía la cabeza del mazo al cortar el aire (roque… mazazo… roque… mazazo… REDRUM) antes de estrellarse contra la pared. El susurro suave de los pies sobre la alfombra selvática. El sabor del pánico en la boca, como un jugo amargo. (Tú recordarás lo que fue olvidado…) ¿lo recordaría? Y ¿qué era?

Al doblar otra esquina, a la carrera, vio con un horror insidioso y sin resquicios que estaba en un callejón sin salida. Desde todos lados, las puertas cerradas lo miraban hoscamente. El ala oeste. Estaba en el ala oeste y afuera oía los gemidos y lamentos de la tormenta, como si se le ahogaran en la oscura garganta llena de nieve.

Retrocedió contra la pared, llorando de terror, el corazón palpitante como el de un conejito caído en una trampa. Al apoyar la espalda contra el sedoso papel de color azul claro en su dibujo de líneas onduladas, las piernas se le aflojaron y su cuerpo se desplomó sobre la alfombra, abiertas las manos sobre la jungla de enredaderas y lianas entretejidas, el aliento silbándole trabajosamente al entrar y salir de la garganta.

Cada vez más fuerte. Más fuerte.

En los pasillos había un tigre, que ahora estaba a punto de doblar hacia donde él estaba, sin dejar de vociferar en su cólera enloquecida, lunática, impaciente, esgrimiendo el mazo de roque, porque era un tigre, andaba en dos piernas y era…

Se despertó haciendo una inspiración súbita, profunda, enderezándose rígidamente en la cama, con los ojos muy abiertos clavados en la oscuridad, ambas manos cruzadas sobre la cara.

Tenía algo sobre la mano. Algo que se movía.

Avispas. Tres avispas.

En ese momento le picaron, todas al mismo tiempo, y entonces todas las imágenes se desintegraron y cayeron sobre él como una oscura inundación, y empezó a dar alaridos en la oscuridad, siempre con las avispas en la mano izquierda, picándolo y volviéndolo a picar.

Las luces se encendieron y ahí estaba papá en calzoncillos, con los ojos brillantes. Y tras él mami, asustada y con cara de sueño.

¡Quítamelas de encima! —vociferó Danny.

—Oh Dios mío —susurró Jack, que vio los insectos.

—Jack, ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa?

Él no le contestó. Corrió hacia la cama, se apoderó de la almohada y con ella empezó a golpear la mano izquierda de Danny. Una vez, y otra, y otra. Wendy vio cómo los insectos se elevaban torpemente en el aire, zumbando.

—¡Coge una revista y mátalas! —vociferó Jack por encima del hombro.

—¿Avispas? —balbuceó Wendy, y durante un momento el hecho la dejó fría. Después, se hicieron las conexiones mentales y al conocimiento se sumó la emoción—. ¡Avispas! ¡Oh, Jack, pero tú dijiste…!

¡Cállate y mátalas de una vez, carajo! —rugió él—. ¡Haz lo que te digo!

Uno de los insectos se había posado sobre la mesa de Danny. Wendy tomó de encima de la mesa un libro para colorear y le asestó un golpe.

Quedó una mancha de color marrón, viscosa.

—Hay otra en la cortina —señaló Jack, mientras salía corriendo del cuarto con Danny en brazos.

Lo llevó al dormitorio de ellos y lo depositó en la cama, del lado de Wendy.

—Quédate aquí, Danny. No vuelvas mientras yo no te llame.

¿Entendido?

Con el rostro hinchado y surcado de lágrimas, doc asintió.

—Chico valiente.

Jack atravesó corriendo él vestíbulo, hacia las escaleras. A sus espaldas oyó dos golpes más asestados con el libro y después un grito de dolor de su mujer. Sin detenerse, siguió bajando los escalones de dos en dos hasta llegar al vestíbulo de abajo, a oscuras. Atravesó el despacho de Ullman, entró en la cocina, sin sentir casi el golpe que se dio en la pierna contra la mesa de roble del gerente. Encendió la luz principal de la cocina y corrió hacia el fregadero.

Allí estaban los platos de la cena, amontonados en el escurridor, donde Wendy los había dejado para que se secaran, después de fregados. Jack cogió la gran ensaladera de vidrio que coronaba la pila. Un plato cayó al suelo y se hizo pedazos. Sin prestarle atención, giró sobre sus talones y volvió a atravesar a la carrera el despacho y a subir las escaleras.

Wendy estaba de pie a la puerta del cuarto de Danny, respirando con dificultad, pálida como un mantel de hilo. Los ojos le brillaban, vidriosos e inexpresivos, y tenía el pelo húmedo, pegado al cuello.

—Las maté a todas —articuló—, pero una me picó. Oh, Jack, tú dijiste que estaban todas muertas.

Wendy empezó a llorar.

Sin contestarle, Jack pasó junto a ella con la ensaladera y se acercó al avispero colocado junto a la cama de Danny. Todo en calma. Nada se movía allí, del lado de afuera, por lo menos. Cubrió el avispero con la ensaladera.

—Ven, vamos.

Los dos volvieron a su dormitorio.

—¿Dónde te ha picado?

—Me… En la muñeca.

—A ver.

Wendy se la mostró. Sobre el brazalete de líneas que separan la muñeca y la palma se veía un agujerito en circular, en torno al cual la carne empezaba a hincharse.

—¿Tú eres alérgica a las picaduras? —preguntó Jack—. Trata de recordarlo, porque en ese caso también podría serlo Danny. Las muy malditas lo han picado cinco o seis veces.

—No —respondió Wendy, con más calma—. Yo… las odio, nada más.

Las odio.

Danny estaba sentado a los pies de la cama, sosteniéndose la mano izquierda, y mirándolos. Sus ojos asustados miraron con aire de reproche a Jack.

—Papito, tú dijiste que las habías matado a todas. La mano… me duele mucho.

—Déjame ver, doc… no, no te la voy a tocar. Te haría doler más. Sólo levántala.

El chico levantó la mano y Wendy gritó:

—Oh, Danny… ¡tu pobre mano!

Al día siguiente, el médico llegaría a contar once picaduras. En ese momento, lo que se veía era un espolvoreo de agujeritos, como si la palma y los dedos hubieran sido cubiertos de pimienta roja. Y una gran hinchazón.

La mano había empezado a tener el aspecto de uno de esos dibujos animados en los que el conejo Bugs o el pato Donald se dan un martillazo en los dedos.

—Wendy, ve a buscar ese spray que tenemos en el baño —pidió Jack.

Entretanto, él se sentó en la cama, junto a Danny, y le rodeó los hombros con un brazo.

—Después de ponerte eso en la mano, te voy a sacar algunas fotos con la «Polaroid», doc. Y después, esta noche dormirás con nosotros, ¿te parece?

—Sí —aceptó Danny—. Pero ¿por qué me vas a tomar las fotos?

—De la mano, porque con ellas es muy posible que podamos demandar a esa gente.

Wendy regresó con un aparato que parecía un extintor de incendios en miniatura.

—Esto no te dolerá, tesoro —le explicó mientras lo destapaba rápidamente.

El chico tendió la mano y la madre se la cubrió con el líquido hasta dejarla brillante. Danny dejó escapar un largo suspiro, tembloroso.

—¿Te arde?

—No, me sienta bien.

—Ahora éstas. Mastícalas —Wendy le dio cinco aspirinas para niños, con sabor a naranja. Danny se las fue metiendo una a una en la boca.

—¿No es demasiada aspirina? —preguntó Jack.

—Son demasiadas picaduras —le recordó Wendy encolerizada—. Vete y deshazte de ese avispero, Jack Torrance, ahora mismo.

—Un momento.

Fue hacia la cómoda en busca de la cámara «Polaroid» que había guardado en el cajón de arriba. Buscando más, encontró los cuboflashes.

—Jack, ¿qué estás haciendo? —la voz de Wendy sonó un poco histérica.

—Va a tomarme fotos de la mano —explicó con seriedad Danny—, para que podamos demandar a cierta gente. ¿No es así, papi?

—Exacto —respondió Jack en tono sombrío, mientras colocaba el flash en la cámara—. Tiende la mano, hijo. Calculo unos cinco mil dólares por picadura.

—¿De qué estáis hablando? —casi gritó Wendy.

—Te lo diré. Seguí las instrucciones de la maldita bomba insecticida, y vamos a demandarlos. El aparato estaba estropeado, no puede ser de otra manera. Si no, ¿cómo se explica esto?

—Ah —suspiró Wendy.

Jack tomó cuatro fotografías y le fue entregando los negativos a Wendy para que controlara el tiempo de revelado con el pequeño reloj que llevaba colgado al cuello. Danny, fascinado por la idea de que las picaduras que tenía en la mano pudieran valer miles y miles de dólares, empezó a perder el miedo y a mostrarse más interesado. La mano le latía sordamente y le dolía un poco la cabeza.

Cuando Jack dejó a un lado la cámara y extendió las copias sobre la cómoda para que se secaran, Wendy le preguntó:

—¿No tendríamos que llevarlo esta noche al médico?

—Si no le duele mucho, no —respondió su marido—. Si una persona tiene una fuerte alergia al veneno de las avispas, la reacción se produce dentro de los treinta segundos.

—¿La reacción? ¿A qué te…?

—A un coma. O convulsiones.

—Oh. Ay, Dios mío —Wendy se cogió los codos con ambas manos, abrazándose, pálida y temblorosa.

—¿Cómo te sientes, hijo? ¿Crees que podrás dormir?

Danny los miró, parpadeando. La pesadilla se había convertido para él en un trasfondo sordo, informe, pero seguía estando asustado.

—Si puedo dormir con vosotros…

—Claro —le aseguró Wendy—. Ay, tesoro, lo siento tanto…

—No importa, mamá.

De nuevo Wendy empezó a llorar, y Jack le apoyó las manos en los hombros.

—Wendy, te juro que seguí las instrucciones.

—Pero ¿lo destruirás por la mañana? ¿Por favor?

—Claro que sí.

Los tres se metieron juntos en la cama, y Jack estaba a punto de apagar las luces cuando se detuvo y, en cambio, volvió a apartar las mantas.

—Tomaré una foto del avispero también.

—Ven en seguida.

—Lo haré.

Volvió a la cómoda para recoger la cámara y el último cuboflash y, mirando a Danny, levantó la mano con el pulgar y el índice unidos, formando un círculo. El chico le sonrió y repitió el gesto con la mano sana.

Todo un hombrecito, pensó Jack mientras iba hacia el cuarto de su hijo. Todo eso y algo más.

La luz del techo aún estaba encendida. Jack fue hacia las literas superpuestas y al mirar la mesita que había junto a ellas se le puso carne de gallina.

Sintió que los pelos de la nuca le picaban y se le erizaban.

A través de la transparencia del vidrio de la ensaladera apenas si alcanzaba a distinguir el avispero. El interior de la campana de vidrio hervía de avispas. Era difícil decir cuántas. Cincuenta por lo menos… tal vez cien.

Mientras el corazón le latía lentamente en el pecho, tomó las fotografías y después dejó la cámara, en espera de que se revelaran. Se secó los labios con la palma de la mano. Una idea le daba vueltas incesantemente en la cabeza, con ecos de (Tuviste un arranque de mal genio. Tuvistes un arranque de mal genio. Tuviste un arranque de mal genio) un miedo casi supersticioso. Habían vuelto. Él las había matado, pero ellas habían vuelto.

Mentalmente, se oía vociferar en la cara de su hijo asustado y lloroso:

¡Déjate de tartamudear!

Volvió a secarse los labios.

Fue hasta la mesa de trabajo de Danny, revisó los cajones y en uno de ellos halló un gran rompecabezas que se armaba sobre un tablero de madera. Llevó el tablero a la mesita y, cuidadosamente, deslizó sobre él el avispero cubierto por la ensaladera. Dentro de su prisión, las avispas zumbaban coléricas. Jack apoyó firme la mano sobre la ensaladera para que no se resbalara y salió al vestíbulo.

—¿Vienes a acostarte, Jack? —lo llamó Wendy.

—¿Vienes, papá?

—Tengo que bajar un minuto —respondió Jack, procurando que su voz sonara despreocupada.

¿Cómo había sucedido? ¿Cómo, en el nombre de Dios?

Indudablemente, la bomba no había fallado. Él había visto el denso humo blanco que empezaba a brotar de ella al tirar de la anilla. Y cuando volvió a subir, dos horas más tarde, del agujero en lo alto del nido había caído una lluvia de insectos muertos.

Entonces, ¿cómo? ¿Por regeneración espontánea?

Qué locura. Tonterías del siglo XVII. Los insectos no se regeneran. Y aun si de los huevos de avispas pudieran resultar insectos adultos en un lapso de doce horas, no estaban en la estación de desove de la reina; eso era por abril o mayo. En el otoño era cuando se morían.

Como una contradicción viviente, las avispas zumbaban furiosamente bajo la ensaladera.

Jack bajó con ellas las escaleras y atravesó la cocina. En el fondo había una puerta que daba afuera. El frío viento nocturno castigó su cuerpo casi desnudo y los pies se le entumecieron casi instantáneamente contra el frío cemento de la plataforma sobre la cual estaba parado, la plataforma que durante la temporada de funcionamiento del hotel servía para descargar las entregas de leche. Dejó cuidadosamente en el suelo el tablero y la ensaladera, y al enderezarse miró el termómetro clavado al lado de la puerta. El mercurio señalaba cuatro grados bajo cero. Para la mañana, el frío las habría matado. Jack entró y cerró firmemente la puerta. Después de pensarlo un momento, le echó llave además.

Volvió a cruzar la cocina y apagó las luces. Durante un momento se quedó inmóvil en la oscuridad, pensando, necesitando un trago. De pronto, el hotel le parecía lleno de un millar de ruidos furtivos: crujidos, gruñidos, y el insidioso olfatear del viento bajo los aleros, donde tal vez se escondían más avisperos, a modo de frutos mortíferos.

Habían regresado.

De pronto, Jack se encontró con que el «Overlook» ya no le gustaba tanto, como si no fueran las avispas las que habían picado a su hijo —avispas que habían sobrevivido milagrosamente al ataque de la bomba insecticida—, sino el hotel mismo.

Lo último que se le ocurrió antes de volver a subir a reunirse con su mujer y su hijo (en lo sucesivo controlarás tu genio. Pase lo que pase) fue una idea firme, sólida, segura.

Mientras iba hacia ellos por el vestíbulo, volvió a secarse los labios con el dorso de la mano.