EN LO ALTO DEL TEJADO
—¡Ay, maldita hija de puta!
El grito fue a la vez de sorpresa y de dolor, mientras Jack Torrance se sacudía la mano derecha contra la tela azul de la camisa de trabajo, aplastando la gran avispa que acababa de picarle. Después se apresuraba gateando cuanto podía por el tejado, mirando por encima del hombro para ver si las hermanas y hermanos de la avispa no se le venían encima para atacarlo, desde el panal que acababa de descubrir. En ese caso, la cosa podía ponerse fea; el avispero estaba entre Jack y la escalera de mano, y la trampilla que le habría permitido bajar al desván estaba cerrada por dentro. Y desde el tejado hasta la franja de cemento que se extendía entre el hotel y el césped había más de veinte metros. Por encima del avispero, el aire seguía sereno y calmo.
Disgustado, Jack silbó entre dientes, se sentó a horcajadas en el caballete del tejado y se observó el índice de la mano derecha, que ya se le estaba hinchando; pensó que tendría que bajar hasta la escalera esquivando el avispero, para ir a ponerse un poco de hielo.
Estaban a 20 de octubre. Wendy y Danny habían ido hasta Sidewinder en la camioneta del hotel (una vieja «Dodge» que parecía una matraca, pero que, así y todo, era más segura que el «Volkswagen», que ya parecía estar en las últimas) a buscar leche y a hacer algunas compras para Navidad. En realidad era pronto para esas compras, pero nadie podía saber cuándo quedarían aislados por la nieve. Ya había habido algunas pequeñas nevadas, y en algunos lugares el camino que bajaba desde el «Overlook» estaba helado y resbaladizo.
Hasta entonces, el otoño había sido de una belleza casi sobrenatural.
En las tres semanas que llevaban allí, los días hermosos se sucedían uno a otro. Desde los ceros grados de la mañana transparente y seca, a la tarde, la temperatura subía a quince, lo ideal para andar haciendo reparaciones en la suave pendiente occidental del tejado del «Overlook». Jack no había hecho misterio, al hablar con Wendy, de que ya hacía cuatro días que podría tener terminado el trabajo, pero no se sentía realmente urgido a hacerlo. Desde allí arriba la vista era espectacular; le ganaba incluso al panorama desde la suite presidencial. Y lo que era más importante, el trabajo como tal le hacía bien. Cuando estaba en el tejado, Jack sentía que iban cicatrizando en él las heridas de los tres últimos años. En el tejado se sentía en paz. Esos tres años empezaron a aparecérsele como una pesadilla turbulenta.
Las tejas de madera estaban muy podridas, algunas arrancadas completamente por las tormentas del invierno anterior. Jack las había retirado todas, gritando «¡Bomba va!» antes de dejarlas deslizar hacia abajo, no fuera a ser que Danny anduviera por allí y lo golpearan. Cuando la avispa le picó, Jack estaba arrancando las tejas estropeadas.
Lo irónico del asunto era que él mismo se lo había advertido cada vez que se subía al tejado: cuidado con los avisperos. Y por las dudas había comprado esa bomba insecticida. Pero esa mañana, el silencio y la paz habían sido tan completos que su vigilancia había aflojado. Había vuelto a meterse en el mundo de la obra que estaba creando, lentamente, a luchar mentalmente con la escena en que pensaba trabajar esa noche. La obra iba muy bien y, aunque Wendy no hubiera hecho muchos comentarios, él sabía que estaba satisfecha. Jack se había quedado atascado en la escena decisiva entre Denker, el director de escuela sádico, y Gary Benson —su joven héroe—, y así se había pasado los seis tristes últimos meses en Stovington, esos meses en que su avidez de bebida era tal que apenas si podía concentrarse en sus clases, y menos aún en sus ambiciones literarias personales.
Pero en las últimas doce noches, sentado frente a la «Underwood» que había tomado en préstamo de la oficina de abajo, el bloqueo había desaparecido bajo sus dedos en forma tan mágica como el algodón de azúcar se deshace en los labios. Casi sin esfuerzo alguno había logrado una penetración intuitiva del personaje de Denker que siempre le había faltado, y en función de ella volvió a escribir la mayor parte del segundo acto, centrándolo en torno de la nueva escena. Y el movimiento del tercer acto, que era lo que estaba rumiando mentalmente cuando la avispa puso término a sus cavilaciones, se le hacía cada vez más claro. Pensó que en un par de semanas podría tenerlo bosquejado, y entonces para Año Nuevo tendría ya pasada en limpio toda la condenada obra.
Jack tenía su agente en Nueva York, una testaruda pelirroja de nombre Phyllis Sandler, que fumaba «Tareytons», bebía «Jim Beam» en vasos de papel y pensaba que el sol de la literatura se levantaba y volvía a ponerse con Sean O'Casey. Era ella quien había colocado tres cuentos de Jack, entre ellos el del Esquire. En una carta, Jack le había hablado de la obra, que se llamaba La escuela y en la que se planteaba el conflicto básico entre Denker, un bien dotado estudiante que al fracasar se convertía en el director —no menos embrutecedor que bruto— de una escuela preparatoria de principios de siglo en Nueva Inglaterra, y Gary Benson, el estudiante a quien Denker ve como una nueva versión, más joven, de sí mismo. Phyllis le había escrito expresándole su interés y aconsejándole enfáticamente que antes de sentarse a escribir leyera a O'Casey. Ese mismo año, meses atrás, había vuelto a escribirle preguntándole qué demonios pasaba con la obra. Jack le había contestado sardónicamente que La escuela había quedado indefinidamente —infinitamente, tal vez— suspendida entre la pluma y el papel, «en ese interesante Gobi espiritual que denominamos bloqueo del escritor». Ahora, parecía que por fin Phyllis podría contar con la obra. Que fuera buena o no, o que alguna vez se representara, ya era otra cosa. Y eso tampoco le interesaba demasiado a Jack. En cierto modo, sentía que la obra misma, lo más importante, era el bloqueo, un símbolo colosal de los años malos pasados en la escuela preparatoria de Stovington, del matrimonio que había estado a punto de hacer naufragar, del monstruoso ataque a su hijo, del incidente en el aparcamiento con George Hatfield… un incidente que ya no podía seguir considerando como una nueva llamarada de mal genio, súbita y destructiva. Ahora, Jack pensaba que parte de su problema con la bebida era fruto de un deseo inconsciente de verse libre de Stovington, y de la seguridad de que estaba ahogando todo lo que pudiera haber en él de creativo. Había dejado de beber, pero la necesidad de liberación seguía siendo la misma. Por eso le ocurrió lo de George Hatfield. Ahora, lo único que quedaba de esos días era la obra a medio escribir, sobre la mesa que había en el dormitorio compartido por Wendy, y cuando la hubiera terminado y se la hubiera enviado a Phyllis, a ese cubículo que era su agencia literaria en Nueva York, él podría ocuparse de otras cosas. No de una novela; no se sentía en condiciones de meterse en un nuevo pantano del que le costara otros tres años salir. Pero más cuentos sí; tal vez un libro de cuentos.
Moviéndose con cautela volvió a bajar a gatas la pendiente del tejado, hasta más allá de la línea donde terminaban las tejas nuevas, verdes, y empezaba la parte del tejado que acababa de preparar para arreglarla. Se acercó al borde yendo por la izquierda del avispero que había descubierto y se le acercó con desconfianza, pronto a retroceder y bajar rápidamente por la escalera si las cosas se ponían feas.
Se inclinó sobre la parte donde había quitado el revestimiento alquitranado y miró hacia dentro.
Ahí estaba el avispero, en el espacio que quedaba entre el revestimiento alquitranado viejo y la segunda cubierta de planchas de madera. Y era enorme. Parecía una gran bolsa de papel grisáceo, que en el medio podía medir unos sesenta centímetros. La forma no era perfecta, porque el espacio entre el revestimiento y las tablas era demasiado estrecho, pero así y todo los bichos habían hecho un trabajo bastante respetable, pensó Jack. La superficie del avispero estaba cubierta de insectos que zumbaban en un lento y continuo movimiento. Y eran de las avispas grandes y malas, no las más pequeñas, con pintas amarillas, que son también más tranquilas. La baja temperatura las tenía atontadas y estúpidas, pero Jack, conocedor de las avispas desde su niñez, se dio por afortunado de que no lo hubieran picado más que una vez. Pensó que si Ullman hubiera hecho hacer ese trabajo en pleno verano, el obrero a quien le hubiera tocado levantar esa parte del tejado se habría llevado una sorpresa de mil demonios. Ya lo creo que sí. Cuando una docena de avispas de esa clase se le vienen a uno encima todas juntas y empiezan a picarlo en la cara, los brazos y las manos, y hasta en las piernas a través de los pantalones, entonces es muy fácil olvidar que se está a veinte metros de altura y se salte del tejado mientras intenta librarse de ellas. Y todo por esas cositas que apenas si tendrán el largo de la punta de un lápiz.
En alguna parte, en algún suplemento dominical o en un artículo de revista, Jack había leído que el siete por ciento de los accidentes automovilísticos queda sin explicar. No hay fallos mecánicos ni exceso de velocidad, ni alcohol ni mal tiempo. Simplemente un coche que se estrella en alguna parte desierta del camino, y el único ocupante, el conductor, muere, incapaz de explicar qué le sucedió. El artículo incluía una entrevista a un agente de Policía que pensaba que muchos de esos choques inexplicables se debían a la presencia de insectos en el coche. Avispas, una abeja, tal vez una araña o una polilla. El conductor se asusta y trata de aplastar el insecto o de bajar una ventanilla para dejarlo salir.
Tal vez el insecto lo pica; o simplemente, el conductor pierde el control. De cualquiera de las dos maneras… ¡bang!, y se acabó. Y el insecto, por lo general ileso, se va zumbando alegremente de entre el montón de restos humeantes, en busca de más tiernos pastos. El agente pensaba que al hacer la autopsia de esas víctimas, los forenses debían investigar la presencia de veneno de insectos, recordaba Jack.
Ahora, al mirar hacia el avispero, le pareció que podía ser un símbolo tanto de la época que había atravesado (y que había obligado a atravesar a los seres queridos) como de un futuro mejor. ¿De qué otra manera se podían explicar las cosas que le habían sucedido? Porque Jack aún sentía que a todas sus desdichadas experiencias en Stovington había que verlas como algo en lo que Jack Torrance había desempeñado un papel pasivo. Él no había hecho nada; a él le habían hecho cosas. En la Facultad de Stovington había conocido mucha gente —entre ellos dos del departamento de inglés—, que bebían en exceso. Estaba Zack Tunney, que tenía la costumbre de llevarse un barrilito de cerveza a su casa los sábados por la tarde, dejarlo toda la noche en el patio, bajo un montón de nieve y después tragárselo casi todo mientras el domingo contemplaba partidos de fútbol y películas viejas en la TV. Sin embargo, durante la semana, Zack era tan sobrio como un juez, y un cóctel liviano con el almuerzo era cosa rara.
Él y Al Shockley habían sido alcohólicos, que se buscaban uno a otro como dos parias que todavía conservaran el instinto social suficiente para preferir ahogarse juntos, y no cada uno por su lado. Y en un mar todo de arena sin nada de sal. Eso es lo que ocurrió. Mientras miraba las avispas, parsimoniosamente ocupadas en su trabajo instintivo antes de que el invierno llegara para matarlas a todas salvo a la reina, protegida por la hibernación, Jack se sintió capaz de ir más lejos. Él seguía siendo un alcohólico, y lo sería siempre; tal vez lo hubiera sido ya desde la clase nocturna de Sophomore en la escuela secundaria, en que bebió la primera copa. Era algo que no tenía nada que ver con la fuerza de voluntad, ni con que beber fuera moral o inmoral, ni con la debilidad o fuerza de su carácter.
Dentro de él había un interruptor roto, o un cortacircuitos que no funcionaba, y Jack se había visto empujado contra su voluntad pendiente abajo, primero lentamente y después a una velocidad cada vez mayor a medida que la presión de Stovington sobre él iba acentuándose. Un gran tobogán aceitado, debajo del cual lo esperaban una bicicleta sin dueño, hecha pedazos, y un hijo con el brazo roto. Jack Torrance había sido un juguete pasivo. Y lo mismo sucedía con su mal genio. Se había pasado la vida tratando de controlarlo, sin éxito. Recordaba que a los siete años una vecina le había dado unos azotes porque lo encontró jugando con cerillas, y él había salido corriendo a tirar una piedra contra un coche que pasaba. Su padre lo había visto y bajó hecho una furia sobre el pequeño Jack, hasta dejarle el trasero enrojecido… y un ojo negro. Cuando su padre volvió a entrar en casa, refunfuñando, para ver la televisión, Jack se ensañó a patadas con un perro que encontró en la calle. En la escuela primaria había tenido una veintena de peleas, y más aún en la secundaria; el resultado fueron dos suspensiones e incontables castigos, a pesar de sus buenas notas.
En parte, el rugby le había servido como válvula de escape, aunque Jack recordaba perfectamente que casi no había habido partido, ni momento de un partido, que él no hubiera jugado como si cada maniobra de sus oponentes fuera una ofensa personal. Había sido un jugador excelente durante toda su vida universitaria, y sabía perfectamente bien que tenía que agradecérselo… o echarle la culpa a su mal genio. Jack no había disfrutado con el rugby; cada partido era una lucha de enconos.
Y sin embargo, mientras todo eso pasaba, Jack no se había sentido hijo de perra; no se había sentido vil. Se había considerado siempre como Jack Torrance un verdadero buen tipo, que simplemente tendría que aprender a dominar su mal genio antes de que algún día lo pusiera en dificultades. De la misma manera, tendría que aprender a manejar su condición de bebedor. Pero su alcoholismo había sido indudablemente tan emocional como físico, aunque los dos aspectos estuvieran con toda seguridad vinculados muy dentro de él, en profundidades en las que uno prefiere no meterse. Pero no le importaba mucho que las causas, las raíces, estuvieran interrelacionadas o no, ni que fueran sociales o psicológicas o fisiológicas. A lo que él tenía que hacer frente era a los resultados: a los azotes, las palizas de su viejo, las suspensiones, el intento de explicar cómo era que volvía a casa con la ropa rota después de alguna pendencia en la escuela, y más adelante las resacas, la lenta disolución de su matrimonio, esa rueda de bicicleta solitaria, con los radios que apuntaban al cielo, el brazo roto de Danny. Y el asunto de George Hatfield, por supuesto.
Tuvo la sensación de que, sin darse cuenta, había metido la mano en el Gran Avispero de la Vida. Como imagen, era hedionda. Como retrato en miniatura de la realidad, le pareció bastante útil. En pleno verano, había metido la mano a través del revestimiento podrido de papel alquitranado, y la mano —y el brazo entero— se le habían consumido en un fuego sagrado, justiciero, que destruía el pensamiento consciente y dejaba fuera de lugar la idea de comportamiento civilizado. ¿Acaso se podía esperar que no se condujera como un ser humano pensante cuando le atravesaban la mano con agujas calentadas al rojo? ¿Se le podía pedir que viviera en el amor de sus seres queridos cuando la nube se elevaba, oscura y furibunda, del agujero abierto en la trama de las cosas (esa trama que a uno le parecía tan inocente) para arrojarse sobre uno como una flecha? ¿Se podía hacer responsable de sus acciones a alguien que corría como un loco por la pendiente de un tejado, a veinte metros de altura, sin saber por dónde iba, sin recordar que sus pies vacilantes y con pánico, podían precipitarlo en un abrir y cerrar de ojos hacia la muerte, por encima de los desagües para la lluvia, llevándolo a estrellarse contra el suelo de cemento que esperaba veinte metros más abajo? Jack pensaba que no. Cuando sin saberlo uno metía la mano en el avispero, no era porque hubiera hecho un pacto con el diablo para deshacerse de su ser civilizado y de todas sus trampas… el amor, el respeto, el honor. Era simplemente algo que le sucedía. Pasivamente, sin haber tenido ni voz ni voto, uno dejaba de ser un ente mental para convertirse en un ente de terminaciones nerviosas; en cinco segundos, el hombre de formación universitaria se transformaba en un mono vociferante.
Después pensó en George Hatfield.
Alto y desgreñadamente rubio, George había sido un muchacho de una belleza casi insolente. Con sus ajustados tejanos descoloridos y la camiseta de Stovington arremangada descuidadamente por encima de los codos, dejando ver los antebrazos bronceados, había traído a la mente de Jack el recuerdo de un Robert Redford joven, y estaba seguro de que a George no le costaba mucho marcar tantos, como diez años atrás no le había costado al joven jugador de rugby que se llamaba Jack Torrance. Podía afirmar con toda sinceridad que no se había sentido celoso de George, ni envidioso de su porte; es más, casi inconscientemente había empezado a verlo como la personificación del héroe de su obra, Gary Benson; el contraste perfecto para ese oscuro, gris y envejecido Denker, que tanto había llegado a odiar a Gary. Pero él, Jack Torrance, jamás se había sentido así hacia George. Y de haberle sucedido, se habría dado cuenta; de eso estaba completamente seguro.
George había pasado como a la deriva por sus clases de Stovington. En su condición de astro del rugby y el béisbol, no le exigían demasiado en sus programas académicos, y el muchacho se había conformado con notas de segundo o tercer orden en Historia o en Botánica. En el campo de juego era un esforzado luchador, pero en el aula, como estudiante, se mostraba indiferente y desdeñoso. Era un tipo de estudiante que Jack conocía, más de su propia época de estudiante secundario y universitario que por su experiencia docente, de segunda mano. George Hatfield era un personaje cambiante. En el aula podía ser una figura tranquila que pasaba inadvertida, pero cuando se le aplicaba la serie adecuada de estímulos competitivos (como los electrodos en las sienes del monstruo de Frankenstein, pensaba malignamente Jack) podía convertirse en una ciega fuerza arrolladora.
En enero, George y una docena más se habían presentado a las pruebas para integrar el grupo de controversia. Había sido completamente franco con Jack. Su padre era abogado de una corporación y quería que el hijo siguiera sus huellas. George, que no se sentía ardientemente llamado a hacer nada en especial, estaba dispuesto. Sus notas no eran las mejores, pero después de todo apenas si estaba en la escuela preparatoria, y tiempo había de sobra. Si llegaba el caso, su padre sabía de qué hilos tirar, y la capacidad atlética del propio George le abriría otras puertas. Pero Brian Hatfield pensaba que su hijo debía integrar el grupo de controversia. Le serviría de práctica, y eso era algo que en los exámenes de ingreso a las facultades de derecho siempre se tenía en cuenta. De modo que George entró en el grupo de controversia, pero a fines de marzo Jack lo separó del equipo.
Los debates entre diversos grupos de fines del invierno habían despertado el espíritu de competencia de George, que se preparaba a fondo para las controversias ordenando sus argumentos en pro o en contra de lo que fuera. Poco importaba que el tema fuera la legalización de la marihuana, la restauración de la pena de muerte o la actitud de los países productores de petróleo. George entraba en la discusión con excesivo apasionamiento para que, con toda sinceridad, le importara el punto de vista que defendía, rasgo éste poco frecuente y valioso, incluso en controversistas de experiencia, como bien sabía Jack. El alma de un auténtico aventurero no difería mucho de la de un auténtico discutidor; a los dos les interesaba apasionadamente el juego como tal. Hasta ahí, todo iba bien.
Pero George Hatfield tartamudeaba.
No era una deficiencia que se hubiera puesto siquiera de manifiesto en el aula, donde George se mantenía siempre tranquilo y dueño de sí, hubiera estudiado o no, y menos todavía en los campos deportivos de Stovington, donde la conversación no era una virtud y a veces llegaban incluso a echar a un jugador de la cancha por exceso de discusión.
Pero cuando George se metía apasionadamente en una controversia, le aparecía el tartamudeo. Cuanto más ansioso se ponía, peor iba la cosa. Y cuando tenía la sensación de estar a punto de demoler a su oponente, parecía que se interpusiera una especie de fiebre intelectual entre los centros del habla y la boca, que lo dejaba helado hasta el toque de campana. Resultaba penoso observarlo.
—E-e-entonces pienso que ha-ha-hay que decir que en el ca-ca-ca-caso que cita el señor Dor-dor-dorsky pierden vi-vi-vi-gencia ante las com-com-com-compro-baciones efectuadas en-en-en…
Sonaba la chicharra y George giraba sobre sí mismo para mirar furiosamente a Jack, sentado junto a ella. En esos momentos la cara se le ponía roja y con una mano arrugaba espasmódicamente las notas que había preparado.
Jack había insistido en conservar a George en el grupo mucho después de haber dado de baja a otros alumnos incapaces, en la esperanza de que George reaccionara. Recordaba una tarde, a última hora, más o menos una semana antes de que se decidiera, de mala gana, a darle el golpe de gracia.
George se había quedado después que los otros se fueron, para enfrentarse coléricamente con Jack.
—U-u-usted adelantó el cronómetro.
Jack levantó la cabeza de los papeles que estaba guardando en su cartera.
—George, ¿de qué estás hablando?
—Yo no lle-lle-llegué a tener los cinco mi-mi-minutos. Usted lo adelantó. Yo estaba mirando el re-re-reloj.
—Es posible que la hora del reloj y la del cronómetro sean un poco diferentes, George, pero yo no lo toqué para nada. Palabra de boy scout.
—¡Sí que lo hi-hi-hizo!
La actitud beligerante, propia de quien defiende sus derechos, de George, había encendido la chispa del enojo del propio Jack. Hacía dos meses —dos demasiado largos meses— que estaba en seco, y se sentía hecho pedazos. Hizo un último esfuerzo por dominarse.
—Te aseguro que no, George. Es tu tartamudeo. ¿No tienes idea de qué es lo que lo provoca? En clase no te sucede.
—¡Yo no-no-no tartamu-mum-mudeo!
—Baja la voz.
—¡U-u-usted quiere e-e-e-echarme! ¡No quie-quiere que yo es-es-esté en su maldito g-g-grupo!
—Baja la voz, te dije. Hablemos sensatamente de esto.
—¡A-a-a a la mierda con e-e-eso!
—George, si puedes dominar tu tartamudeo, yo estaré encantado de que sigas con nosotros. Vienes bien preparado para todas las prácticas y eres rápido para las réplicas, lo que quiere decir que no es fácil que te tomen por sorpresa. Pero todo eso no significa mucho si no puedes dominar ese…
—¡Yo nu-nu-nunca tartamudeo! —la voz era un grito—. ¡Es u-u-usted! Si fuera o-o-o-otro el que dirige el grupo de-de-de discusión, yo podría…
El enojo de Jack subió una línea más.
—George, si no puedes dominar eso jamás serás un buen abogado, en la especialidad que sea. El derecho no es como el rugby. Con dos horas de práctica por noche no lo arreglarás. ¿Es que piensas encabezar una reunión de directorio diciendo: «Pues bi-bi-bien ca-ca-caballeros, ahora va-vamos…»?
De pronto se ruborizó, no de cólera: de vergüenza ante su propia crueldad. No era un hombre el que estaba frente a él; era un chico de diecisiete años que enfrentaba el primer fracaso importante de su vida y tal vez, de la única manera que podía, estaba pidiéndole que lo ayudara a encontrar una manera de superarlo.
Con una última mirada de furia, George volvió a enfrentarlo; los labios le temblaban y se le fruncían en el esfuerzo por pronunciar las palabras:
—¡U-u-u-usted lo adelantó! U-u-usted me o-o-odia porque sa-sa-be… s-sabe…
Con un grito inarticulado, George huyó del aula, cerrando la puerta con un golpe tal que el vidrio armado se estremeció en el marco. Jack se quedó inmóvil, sintiendo, más que oyendo, los ecos de los elegantes mocasines de Gucci por los pasillos vacíos. Presa todavía de su cólera y de la vergüenza de haberse burlado del tartamudeo de George, lo primero que sintió fue una especie de euforia enfermiza: por primera vez en su vida, George Hatfield había querido algo que no podía conseguir. Por primera vez, andaba mal algo que no se podía arreglar con todo el dinero de su padre. A los centros del habla no se les puede sobornar. No se le pueden ofrecer a la lengua cincuenta dólares más por semana y una gratificación para Navidad si accede a dejar de atascarse como una aguja en un disco rayado. Después, la euforia fue simplemente ahogada por la vergüenza y se sintió como se había sentido después de romperle el brazo a Danny.
Dios santo, yo no soy un hijo de puta. Por favor.
Esa alegría enfermiza ante la derrota de George era más típica de Denker, el personaje de la obra, que de Jack Torrance, el autor.
Usted me odia porque sabe…
¿Qué era lo que sabía?
¿Qué podía ser lo que él supiera de George Hatfield y que le llevara a odiarlo? ¿Que tenía todo su futuro por delante? ¿Que se parecía un poquito a Robert Redford, y que todas las conversaciones entre las chicas se detenían cuando él hacía un doble salto mortal hacia atrás desde el trampolín de la piscina? ¿Que jugaba al rugby y al béisbol con una gracia natural e innata?
Eso es ridículo. Totalmente absurdo. Jack no envidiaba nada de George Hatfield. A decir verdad, ese lamentable tartamudeo lo hacía sentirse peor a él que al propio George, porque realmente el chico habría sido un controversista excelente. Y si Jack hubiera adelantado el cronómetro —lo que, desde luego, no había hecho—, habría sido porque tanto él como los demás miembros del grupo se sentían incómodos y angustiados ante el esfuerzo de George, como le sucede a uno cuando un actor se olvida parte de su parlamento. Si hubiera adelantado el cronómetro, habría sido simplemente para… para abreviar el sufrimiento de George.
Pero no lo había adelantado; de eso estaba seguro.
Una semana más tarde lo separó del grupo, y esa vez con absoluto dominio de sí. Los gritos, las amenazas, corrieron por cuenta de George. Una semana después de eso, Jack fue al aparcamiento, durante la hora de práctica, en busca de una pila de libros que se había dejado en el maletero del «Volkswagen», y se encontró con George, con una rodilla apoyada en el suelo, el largo pelo rubio cubriéndole la cara, un cuchillo de caza en una mano, haciendo tiras el neumático delantero del «Volkswagen». Los dos neumáticos de atrás ya estaban cortados, y el cochecito se apoyaba tristemente sobre ellos como un perrito cansado.
Jack vio todo rojo, y era muy poco lo que recordaba de lo que siguió.
Recordaba un ronco gruñido que, aparentemente, había salido de su propia garganta: «Está bien, George. Si lo que quieres es eso, entonces ven aquí a tomar tu medicina».
Recordaba que George había levantado los ojos, sorprendido y asustado. «Señor Torrance…», había dicho, como si quisiera explicar que todo no era más que un error, que cuando él llegó los neumáticos ya estaban desinflados y que lo único que él hacía era limpiar el polvo de las tiras con la punta de su cuchillo de caza, que llevaba encima casualmente y que…
Jack se le había ido encima con los puños levantados, y sonriendo, le parecía. Pero de eso no estaba seguro.
Lo último que recordaba era a George, levantando el cuchillo mientras le decía: «Será mejor que no se acerque más…».
Y después, recordaba a la señorita Strong, la maestra de francés, que le sujetó los brazos, gritando:
—¡Basta, Jack! ¡Basta, que va usted a matarlo!
Jack miró en torno de sí, parpadeando estúpidamente. Ahí estaba el cuchillo de caza, brillando inofensivo sobre el asfalto del aparcamiento, a cuatro metros de distancia. Estaba su «Volkswagen», pobre trasto vapuleado, veterano de tantos ebrios paseos nocturnos, descansando sobre tres neumáticos desinflados. Vio que tenía una abolladura nueva en el guardabarros delantero, a la derecha, y que en medio de la abolladura había algo que parecía pintura roja, o sangre. Durante un momento se quedó perplejo, pensando (cristo, Al, lo atropellamos después de todo) en aquella otra noche. Después sus ojos se enfocaron en George, tendido sobre el asfalto, parpadeando aturdido. El grupo de controversia había salido a ver qué pasaba y estaban todos amontonados en la puerta, mirando fijamente a George, que tenía sangre en la cara, de un magullón que no parecía grave. Pero también le salía sangre de un oído, y eso podía significar una conmoción. Cuando George intentó levantarse, Jack se soltó de las manos de la señorita Strong para ir hacia él. George se encogió. Jack le apoyó ambas manos en el pecho y lo obligó a tenderse.
—Quédate quieto —le dijo—. No trates de moverte.
Se volvió a la señorita Strong, que los miraba horrorizada a ambos.
—Por favor, vaya a buscar al médico de la escuela —le pidió. La muchacha se dio la vuelta y salió corriendo. Entonces Jack miró a los integrantes del grupo, los miró en los ojos, de nuevo dueño de sí, recuperado el dominio de sí. Y cuando Jack era dueño de sí, no había mejor tipo que él en todo el Estado de Vermont. Y ellos lo sabían, seguro.
—Ahora podéis iros a casa —les dijo con calma—. Volveremos a reunimos mañana.
Pero para el fin de semana siguiente, seis del grupo se habían marchado aunque, claro, ya no importaba mucho porque para el fin de semana a él le habían informado que lo echaban de la escuela.
Sin embargo, se las había arreglado de algún modo para mantenerse lejos de la botella, y eso alguna importancia tenía, se imaginaba.
Y él no odiaba a George Hatfield, de eso estaba seguro. No era que él hubiese actuado; habían actuado sobre él.
Usted me odia porque sabe…
Pero él no sabía nada. Nada. Podía jurarlo ante el Trono de Dios Padre Todopoderoso, lo mismo que podía jurar que no había adelantado el cronómetro más de un minuto. Y no por odio, por lástima.
Dos avispas se paseaban, atontadas, por el tejado, junto al agujero del papel alquitranado.
Se quedó observándolas hasta que extendieron las alas, tan sorprendentemente eficientes pese a ser un absurdo aerodinámico, y se perdieron en el sol de octubre, tal vez en busca de alguien más a quien picar.
Dios había decidido que era bueno darles aguijones y sobre alguien tenían que usarlos, pensó Jack.
¿Cuánto tiempo había estado ahí sentado, mirando ese agujero que ocultaba una desagradable sorpresa, atizando antiguas brasas? Miró su reloj. Casi media hora.
Se deslizó hasta el borde del tejado, bajó una pierna y tanteó con el pie hasta encontrar el peldaño más alto de la escalera, debajo del alero. Iría al cobertizo de las herramientas a buscar la bomba insecticida que había dejado en un estante alto, fuera del alcance de Danny. Y cuando volviera con la bomba, entonces serían las avispas las sorprendidas. Ellas podían picarlo, pero también él las podía picar. Estaba sinceramente convencido. En dos horas más, el avispero no sería más que una bola de papel que Danny podía guardar en su habitación, si quería, lo mismo que de niño Jack había tenido uno que conservó siempre un remoto olor a gasolina y a humo de leña.
Podría ponerlo junto a la cabecera de su cama: no habría ningún peligro.
—Estoy mejorando.
Aunque no había tenido intención de decirlo en voz alta, el sonido de su propia voz, confiada en el silencio de la tarde, lo tranquilizó. Claro que estaba mejorando. Era posible pasar de una situación pasiva a una activa, hacerse dueño de aquello que había estado a punto de llevarlo a la locura y tomarlo como un premio, como algo que no pasaba de tener un interés académico. Y si había un lugar donde podría lograrlo, era seguramente el lugar donde ahora estaba.
Descendió la escalera para ir en busca de la bomba insecticida. Ya se las pagarían. Se las pagarían por haberlo picado.