LA ENTRADA PRINCIPAL
La familia Torrance se quedó inmóvil en la larga terraza del frente del «Overlook Hotel» como si estuviera posando para un retrato de familia: Danny en el medio, enfundado en su chaquetón con cremallera del año pasado, que ya le quedaba pequeño y empezaba a rompérsele en los codos, Wendy tras él apoyándole una mano en el hombro y Jack a la izquierda de su hijo, con la mano posada en la cabeza del niño.
El señor Ullman estaba un paso detrás de ellos, envuelto ya en un elegante abrigo de piel marrón. El sol ya estaba totalmente tras las montañas bordeándolas con un resplandor de áureo fuego que alargaba y teñía de color púrpura las sombras de todas las cosas. Los tres únicos vehículos que quedaban en el aparcamiento eran la furgoneta del hotel, el «Lincoln Continental» de Ullman y el vapuleado «Volkswagen» de los Torrance.
—Entonces, tiene usted las llaves —dijo Ullman a Jack—, y está bien al tanto del funcionamiento del horno y de la caldera.
Jack hizo un gesto afirmativo; incluso sentía cierta compasión por Ullman. Todo había terminado por esa temporada, el paquete estaba pulcramente embalado hasta el 12 de mayo próximo, ni un día antes ni uno después, y Ullman (que era el responsable de todo eso y que al hablar del hotel lo hacía con un tono de enamoramiento inconfundible) no podía menos que asegurarse de que no quedaran cabos sueltos.
—Sí, creo que estoy bien al tanto de todo —le aseguró.
—Bueno. Yo me mantendré en contacto —durante un momento se demoró todavía, como si esperara que el viento le diera una mano y lo llevara hasta su coche—. Está bien —suspiró—. Que pasen bien el invierno, señor Torrance… señora. Y tú también, Danny.
—Gracias, señor —le respondió Danny—. Espero que usted también.
—Lo dudo —repitió Ullman, y su tono era de tristeza—. Ese lugar en Florida es un basurero, a decir verdad. Muy engorroso. Mi verdadero trabajo es el del «Overlook». Cuídemelo usted bien, señor Torrance.
—Espero que cuando vuelva usted para la primavera seguirá aquí —bromeó Jack, y una idea pasó como un relámpago por la mente de Danny (¿y nosotros estaremos?) y desapareció.
—Pues claro. Claro que sí.
Ullman dejó vagar la mirada hacia la zona infantil, tras la cual el seto de animales se sacudía con el viento. Después recuperó su aire comercial, para el último saludo.
—Adiós, pues.
Rápidamente y con presunción se encaminó hacia su coche, ridículamente grande para un hombre tan pequeño, y se metió dentro. El motor del «Lincoln» ronroneó y las luces de cola destellaron mientras el coche salía del aparcamiento. Cuando empezó a alejarse, Jack alcanzó a leer la señal puesta frente al lugar: RESERVADO PARA EL SEÑOR ULLMAN, DIRECTOR.
—Bueno —suspiró Jack.
Siguieron con los ojos al coche hasta que se perdió de vista por la ladera del este. Cuando desapareció, los tres se miraron durante un momento en silencio, asustados casi. Estaban solos. Las hojas de los álamos giraban locamente y formaban montoncitos al azar sobre el verdor del césped pulcramente recortado y cuidado para los ojos de huéspedes inexistentes. No había nadie más que ellos tres para ver las hojas otoñales que danzaban sobre él. Jack tuvo la extraña sensación de que se encogía, como si su fuerza vital hubiera quedado reducida a una débil chispa, mientras el hotel y el parque que lo rodeaba hubieran crecido de pronto al doble de tamaño, convirtiéndose al mismo tiempo en algo siniestro que los dejaba a ellos reducidos a enanos con su hosco poder inanimado.
—¡Cómo estás, doc! —dijo Wendy—. Tienes las narices, que parecen una manguera. Entremos.
Y entraron, y cerraron firmemente la puerta tras ellos para no dejar entrar el incesante gemido del viento.