RECORRIDO SOLEMNE
—¿De qué hablabais, tesoro? —le preguntó Wendy mientras volvían a entrar.
—Oh… de nada.
—Pues para ser de nada, habéis hablado bastante.
El niño se encogió de hombros y en el gesto Wendy vio al padre; el propio Jack no podría haberlo hecho mejor. Ya no conseguiría sacarle nada más a Danny. Sintió una fuerte exasperación mezclada con un amor más intenso aún: el amor era desamparado, la exasperación venía de la sensación de que deliberadamente la excluían. Con ellos dos, a veces Wendy se sentía como una extraña, un actor de tercer orden que por accidente se encuentra en el escenario mientras se desarrolla la acción principal. Bueno, pues este invierno sí que no podrían excluirla, sus dos varones exasperantes; estarían demasiado juntos para poder hacerlo. De pronto, se dio cuenta de que sentía celos de la intimidad entre su marido y su hijo, y se sintió avergonzada. Eso se parecía demasiado a lo que debía de haber sentido su propia madre… demasiado para que estuviera cómoda.
El vestíbulo estaba ya vacío, salvo la presencia de Ullman y del empleado principal del mostrador, que hacían el recuento del efectivo en la caja registradora, y de un par de doncellas que se habían puesto ya pantalones y suéteres abrigados y que, de pie ante la puerta del frente, miraban hacia afuera, con el equipaje amontonado en torno de ellas.
También Watson, el de mantenimiento, andaba por ahí, y al ver que Wendy lo miraba le hizo un guiño… decididamente lascivo. Presurosamente, Wendy apartó los ojos. Con aspecto de ensoñación y arrobamiento, Jack estaba junto a la ventana que había al salir del restaurante, mirando el paisaje.
Aparentemente, ya habían terminado con la caja registradora, porque Ullman la cerró con un gesto autoritario, puso sus iniciales en la cinta y la guardó en un pequeño estuche con cremallera. Wendy aplaudió silenciosamente al empleado del escritorio, que parecía muy aliviado. Y Ullman parecía la clase de tipo que podía sacar cualquier falta de dinero del pellejo del empleado principal… sin siquiera verter una gota de sangre. A Wendy no le preocupaba mucho Ullman ni sus modales solícitos y ostentosos. Era como todos los jefes que ella había tenido en su vida, hombres o mujeres. Con los huéspedes se mostraría dulce como la sacarina, y un tirano despreciable cuando estaba entre bambalinas, con el personal.
Pero ahora la escuela había terminado y en el rostro del empleado se leía, con letras mayúsculas, el placer. Vacaciones para todos… salvo para ella y Jack, y Danny.
—Señor Torrance —llamó perentoriamente Ullman—, ¿quiere venir aquí, por favor?
Jack se le acercó, mientras con un gesto de la cabeza indicaba a Wendy y a Danny que se acercaran también.
El empleado, que había desaparecido un momento, volvió a salir con un abrigo puesto.
—Que lo pase usted bien, señor Ullman.
—Lo dudo —replicó Ullman con aire distante—. El 12 de mayo, Braddock. Ni un día antes, ni uno después.
—Sí, señor.
Braddock dio la vuelta al mostrador con la expresión sobria y digna que correspondía a su puesto, pero cuando daba la espalda a Ullman, se le vio sonreír como un niño. Habló brevemente con las dos muchachas que todavía esperaban el coche en la puerta y después salió, seguido por un breve estallido de risas ahogadas.
Wendy empezó a notar el silencio del lugar, que se había abatido sobre el hotel como una densa manta que amortiguara todo, salvo el débil latido del viento crepuscular, afuera. Desde donde estaba, Wendy podía ver a través del despacho interior, que ahora estaba pulcro hasta parecer esterilizado, con sus dos escritorios desnudos y los dos archivadores de cajones grises.
Más allá se distinguía la impecable cocina de Hallorann, las enormes puertas dobles, sostenidas por cuñas de goma, se mantenían abiertas.
—Pensé dedicar unos minutos extra a mostrarle a usted todo el Hotel —anunció Ullman, y Wendy pensó que en su voz era siempre tan perceptible la H mayúscula. Imposible no oírla—. Estoy seguro de que su marido llegará a conocer perfectamente todos los vericuetos del «Overlook», señora Torrance, o indudablemente usted y su hijo se mantendrán de preferencia en el nivel del vestíbulo y de la primera planta, donde están sus habitaciones.
—Sí, sin duda —murmuró formalmente Wendy, y Jack le echó una mirada de advertencia.
—Es un lugar hermoso —comentó alegremente Ullman—, y a mí me encanta mostrarlo.
Vaya si te encanta, pensó Wendy.
—Subamos a la tercera planta y desde allí iremos bajando. —Ullman hablaba con verdadero entusiasmo.
—Si le hacemos perder tiempo… —empezó a decir Jack.
—Nada de eso —le aseguró Ullman—. La tienda está cerrada. Tout fini, por esta temporada por lo menos. Y pienso pasar la noche en el «Boulder…» en el «Boulderado», por cierto. Es el único hotel decente que hay a este lado de Denver… a no ser el propio «Overlook», claro. Por aquí.
Juntos entraron en el ascensor, que estaba lujosamente decorado en cobre y bronce, pero se hundió visiblemente antes de que Ullman cerrara la puerta. Danny demostró cierta inquietud, y Ullman le miró sonriendo. Sin mucho éxito, el chico intentó sonreírle a su vez.
—No te preocupes, jovencito, que es seguro como una casa —lo tranquilizó Ullman.
—También lo era el Titanic —señaló Jack, mirando el globo de cristal tallado que pendía del techo del ascensor. Wendy se mordió la mejilla por dentro para contener una sonrisa.
A Ullman no le divirtió la observación. De un golpe, cerró la puerta interior.
—El Titanic no hizo más que un viaje, señor Torrance, y este ascensor ha hecho miles desde que lo instalaron, en 1926.
—Eso me tranquiliza —declaró Jack, y revolvió el pelo de Danny—. El avión no se nos va a estrellar, doc.
Ullman movió la palanca y durante un momento no hubo nada más que un estremecimiento bajo los pies de todos, acompañado por el torturado gemido del motor. Wendy tuvo una visión de los cuatro, atrapados entre dos pisos como moscas en una botella, para que los encontraran en la primavera… un poco incompletos… como a los del grupo Donner…
(¡Basta ya!).
El ascensor empezó a subir, al principio con vibraciones, golpes y estremecimientos desde abajo. Después el movimiento se suavizó. En el tercer piso, Ullman lo detuvo bruscamente, corrió la puerta corrediza y abrió la exterior. La caja del ascensor seguía estando unos quince centímetros por debajo del nivel del suelo. Danny se quedó mirando la diferencia de altura entre el vestíbulo de la tercera planta y el piso del ascensor como si acabara de darse cuenta de que el Universo no era tan cuerdo como le habían contado. Ullman carraspeó y elevó un poco el ascensor, volvió a detenerlo con una sacudida (todavía con cinco centímetros de desnivel) y todos salieron. Liberado del peso, el aparato subió de un salto casi al nivel del suelo, lo que a Wendy no le resultó nada tranquilizador. Fuera o no fuera seguro como una casa, decidió que ella subiría o bajaría por las escaleras. Y por nada del mundo dejaría que subieran los tres juntos en un artefacto tan inseguro.
—¿Qué estás mirando, doc? —preguntó humorísticamente Jack—. ¿Es que has visto alguna mancha?
—Claro que no —respondió Ullman, cortante—. Si hace dos días que se lavaron todas las alfombras.
Wendy, a su vez, estaba mirando la alfombra que recubría el pasillo.
Bonita, pero decididamente no la que ella eligiría para su casa, si algún día llegara a tenerla. De fibra azul oscuro, el dibujo era un entretejido que representaba una selva surrealista, llena de lianas, enredaderas y árboles decorados por pájaros exóticos. Era difícil decir de qué aves se trataba, porque el dibujo estaba hecho en negro, para delinear sólo las siluetas.
—¿Te gusta la alfombra? —preguntó a su hijo.
—Sí, mamá —contestó el chico con voz descolorida.
Recorrieron el pasillo, bastante espacioso. Las paredes estaban empapeladas con un material sedoso de color azul pálido, para que armonizara con la alfombra. Cada tres metros y a una altura de algo más de dos había lámparas eléctricas que imitaban las farolas de gas de Londres, con las bombillas enmascaradas tras un nebuloso cristal de color crema atravesado por un enrejado de hierro.
—Esto me gusta mucho —declaró Wendy. Ullman le sonrió, encantado.
—El señor Derwent las hizo instalar en todo el hotel después de la guerra… de la segunda, quiero decir. En realidad, la mayor parte de la decoración de la tercera planta, aunque no toda, fue idea suya. Ésta es la habitación 300, la suite presidencial.
Hizo girar la llave en la cerradura de las dobles puertas de caoba y las abrió de par en par. La vista del cuarto de estar hacia el Oeste los dejó a todos boquiabiertos, como era probablemente la intención de Ullman.
—¿Estupenda la vista, no? —les sonrió.
—Vaya si lo es —asintió Jack.
La ventana abarcaba casi el largo de la sala de estar. Al otro lado, el sol parecía detenido directamente entre dos picos de sierra y arrojaba una luz dorada sobre las laderas de roca y el espolvoreo de nieve que cubría las altas cumbres. Las nubes que decoraban ese paisaje de tarjeta postal estaban también teñidas de oro, y un rayo de sol destellaba oscuramente entre los abetos que llegaban a la línea del límite de navegación.
Jack y Wendy estaban tan absortos en lo que veían que no miraron a Danny; el chico no estaba fascinado por la ventana, sino por el papel pintado a rayas rojas y blancas que había hacia la izquierda, donde se abría una puerta que daba a un dormitorio interior. Y su suspiro de asombro, que se había mezclado con el de sus padres, no tenía nada que ver con la belleza. El papel estaba manchado con grandes salpicaduras de sangre seca, mezclada con trocitos minúsculos de tejido de un blanco grisáceo. Danny sintió malestar. Era como un cuadro enloquecido pintado con sangre, un aguafuerte surrealista del rostro de un hombre, contraído por el terror y el sufrimiento, abierta la boca y la mitad de la cabeza pulverizada. (Así que si llegaras a ver algo… limítate a mirar hacia otro lado y cuando vuelvas a fijarte, la cosa habrá desaparecido. ¿Me entiendes?). Deliberadamente, miró por la ventana, con cuidado de no mostrar expresión alguna, y cuando la mano de mamá se cerró sobre la suya respondió a la presión, poniendo cuidado en no estrecharla con fuerza ni transmitir ningún tipo de señal.
El director le estaba diciendo a su papá algo de que no se olvidara de cerrar los postigos de esa ventana tan grande, para que un viento fuerte no pudiera abrirla. Jack asentía con la cabeza. Cautelosamente, Danny volvió a mirar la pared. Las manchas de sangre seca no estaban. Los copos de color blanco grisáceo que la salpicaban también habían desaparecido.
Ullman les indicaba que salieran. Mamá le preguntó si las montañas le parecían bonitas, y Danny dijo que sí, aunque en realidad no le importaban nada las montañas. Mientras Ullman cerraba la puerta al salir, Danny volvió a mirar por encima del hombro. La mancha de sangre había vuelto, sólo que ahora estaba fresca, y corría. Ullman seguía con sus comentarios sobre los hombres famosos que se habían alojado en esa habitación. Danny descubrió que se había mordido el labio con tanta fuerza que se había hecho sangre, sin sentirlo siquiera. Mientras seguían andando por el corredor, se quedó un poco atrás para enjugarse la sangre con el dorso de la mano, mientras pensaba en (sangre). (El señor Hallorann, ¿habría visto sangre o algo peor?). (No creo que esas cosas puedan hacerte daño). Por detrás de sus labios crecía un grito, pero Danny no lo dejó salir. Su papá y su mamá no podían ver esas cosas; nunca habían podido. Se quedaría callado. Su papá y su mamá se querían, y eso era algo real. Las otras cosas eran sólo como figuras en un libro. Algunas figuras daban miedo, pero no podrían hacerte daño. No podrían… hacerte… daño.
El señor Ullman les mostró algunas otras habitaciones de la tercera planta, conduciéndolos por corredores que se retorcían y revolvían como un laberinto. Aquí estaban todos acaramelados, dijo el señor Ullman, pero Danny no veía caramelos por ninguna parte. Ullman les mostró las habitaciones donde había vivido una vez una señora que se llamaba Marilyn Monroe, mientras estaba casada con un hombre llamado Arthur Miller (Danny comprendió vagamente que Marilyn y Arthur se habían Divorciado no mucho después de haber estado en el «Hotel Overlook»).
—¿Mamá?
—¿Qué, tesoro?
—Si estaban casados, ¿por qué usaban apellidos diferentes? Papá y tú tenéis el mismo apellido.
—Sí, pero nosotros no somos famosos, Danny —explicó Jack—. Las mujeres famosas conservan su apellido después de casarse, porque es lo que les da de comer.
—Les da de comer —repitió Danny, de lo más confundido.
—Lo que quiere decir papá es que a la gente solía gustarle ir al cine a ver a Marilyn Monroe, pero tal vez no le habría gustado ir a ver a Marilyn Miller —explicó Wendy.
—Pero ¿por qué no? Si seguiría siendo la misma señora. ¿Acaso la gente no lo sabía?
—Sí, pero… —Wendy miró a Jack en busca de auxilio.
—En esta habitación se alojó una vez Truman Capote —interrumpió Ullman, impaciente mientras abría la puerta—. Eso fue en mi época. Un hombre tremendamente simpático. De modales europeos.
En ninguna de esas habitaciones había nada notable (salvo que no se veían por ninguna parte los acaramelados de que hablaba el señor Ullman), nada que a Danny le diera miedo. En realidad, en la tercera planta sólo hubo otra cosa que le preocupó, sin que el chico pudiera explicarse por qué. Era el extintor de incendios que colgaba de la pared, antes de doblar la esquina para volver al ascensor, que seguía abierto como una boca con la dentadura de oro, esperándolos.
Era un extintor anticuado, de manguera plana que se plegaba una docena de veces sobre sí misma, con un extremo asegurado a una gran válvula roja y el otro terminado en una boquilla de bronce. Los dobleces de la manguera estaban asegurados con una pieza articulada de acero, pintado de rojo. Si se producía un incendio, uno levantaba la pieza de acero, apartándola con un empujón brusco, y podía usar la manguera. Danny, que era rápido para comprender cómo funcionaban las cosas, se dio cuenta en seguida. Ya a los dos años y medio lo habían encontrado abriendo el portón de seguridad que había instalado su padre en lo alto de las escaleras de la casa de Stovington. Se había fijado cómo funcionaba la cerradura. Su papá dijo que eso era un DON. Y ese DON, algunos lo tenían y otros no.
Ese extintor era algo más viejo que otros que había visto —el del jardín de infancia, por ejemplo—, pero tampoco demasiado raro. Sin embargo, le produjo una débil inquietud el hecho de verlo ahí enroscado sobre el papel de color azul claro, como una serpiente dormida. Y se alegró de dejar de verlo cuando doblaron la esquina.
—Claro que hay que cerrar los postigos de todas las ventanas —dijo el señor Ullman en el momento en que volvían a entrar en el ascensor, que de nuevo se hundió inquietantemente bajo sus pies—, pero la que me preocupa especialmente es la de la suite presidencial. Cuando se instaló, hace treinta años, esa ventana costó cuatrocientos veinte dólares, y reponerla hoy costaría ocho veces esa suma.
—La cerraré —le aseguró Jack.
Bajaron a la segunda planta, donde había más habitaciones y un corredor con más vueltas y revueltas si cabía. La luz que entraba por las ventanas había empezado ya a amortiguarse apreciablemente a medida que el sol bajaba detrás de las montañas. El señor Ullman les mostró un par de habitaciones y nada más. Pasó sin detenerse frente a la 217, la que Dick Hallorann había mencionado, con prevención, a Danny. Con fascinación enfermiza, el chico miró el número en la chapa de la puerta.
Después bajaron a la primera planta. Ahí, el señor Ullman no les mostró ninguna habitación mientras no hubieron llegado casi hasta la escalera, cubierta por una espesa alfombra, que volvía a descender hacia el vestíbulo.
—He aquí las habitaciones de ustedes —les dijo—. Espero que les parezcan adecuadas.
Cuando entraron, Danny estaba preparado para cualquier cosa que pudiera haber allí. No había nada.
Wendy Torrance se sentía inundada por el alivio. Con su fría elegancia, la suite presidencial la había hecho sentirse fuera de lugar y torpe.
Estaba muy bien visitar algún edificio histórico, restaurado, con una placa en el dormitorio donde se anunciaba que allí había dormido Abraham Lincoln o Franklin D. Roosevelt; pero era muy distinto imaginarse, junto con su marido, tendidos bajo hectáreas de sábanas de hilo, y tal vez haciéndose el amor en el mismo lugar donde habían estado los hombres más grandes del mundo (en todo caso, los más poderosos, rectificó Wendy). En cambio, ese apartamento era más sencillo, más hogareño, casi seductor. Wendy pensó que pasar una temporada en ese lugar no le resultaría muy difícil.
—Es muy agradable —al decírselo a Ullman, ella misma sintió el agradecimiento en su voz.
Ullman hizo un gesto de asentimiento.
—Sencillo, pero cómodo. Durante la temporada, aquí se alojan el cocinero y su mujer, o bien el cocinero y el aprendiz de cocina.
—¿Aquí vivía el señor Hallorann? —interrumpió Danny.
—Exactamente —con un gesto de condescendencia, el señor Ullman inclinó la cabeza hacia él—. Él y el señor Nevers —se volvió de nuevo a Jack y Wendy—: Éste es el saloncito de estar.
Había sillas y sillones que parecían cómodos, sin ser caros, una mesita para el café que en sus tiempos había sido cara, pero a la que le faltaba ahora un gran trozo de madera de un lado, dos estanterías atestadas de condensaciones de libros del Reader's Digest y de novelas detectivescas de la década del 40, según advirtió Wendy, divertida, y un anónimo televisor de hotel que parecía mucho menos elegante que los que habían visto en las habitaciones.
—No hay cocina, claro —explicó Ullman—, pero sí un montacargas. Este aparato está directamente encima de la cocina —corrió hacia un lado un panel del revestimiento y dejó a la vista una gran bandeja rectangular. Le dio un empujoncito y la bandeja desapareció, seguida por un tramo de cuerda.
—¡Es un pasadizo secreto! —dijo excitado Danny a su madre, olvidándose momentáneamente de todos sus miedos ante esa embriagadora novedad que le ofrecían—. ¡Lo mismo que en aquella película del gordo y el flaco con los fantasmas!
El señor Ullman frunció el ceño, pero Wendy sonrió con indulgencia mientras el chico corría hacia el montaplatos para mirar hacia abajo por el hueco.
—Por aquí, por favor.
Abrió la puerta que había al extremo opuesto del saloncito de estar y que daba a un dormitorio, espacioso y ventilado, dispuesto con camas gemelas. Wendy miró a su marido, sonrió, se encogió de hombros.
—No es problema —le aseguró Jack—. Las juntaremos.
El señor Ullman lo miró por encima del hombro, auténticamente intrigado.
—¿Decía usted?
—Es por las camas —explicó alegremente Jack—. Pero podemos juntarlas.
—Ah, claro —balbuceó Ullman, momentáneamente confundido. Después su expresión se aclaró, pero el rubor empezó a invadirle la cara—. Como ustedes quieran.
Volvió a llevarles al cuarto de estar, desde el cual una segunda puerta conducía al segundo dormitorio, equipado éste con literas. En un rincón rezongaba el radiador, y la alfombra era un abominable diseño de salvias y cactos, pero Wendy vio que Danny se había enamorado ya de ella. Las paredes de la habitación, más pequeña, estaban revestidas de pino verdadero.
—¿Te parece que puedes arreglártelas aquí, doc? —preguntó Jack.
—Seguro que puedo. Y pienso dormir en la litera de arriba. ¿De acuerdo?
—Si tú quieres…
—Y la alfombra también me gusta. Señor Ullman, ¿por qué no tienen ustedes todas las alfombras como ésta?
Durante un momento, la cara de Ullman dio la impresión de que hubiera mordido un limón. Después sonrió y palmeó la cabeza de Danny.
—Éste será tu dominio —le dijo—, aunque el cuarto de baño se comunica con el dormitorio principal. El apartamento no es grande, pero naturalmente, podrán ustedes moverse por todo el resto del hotel. Según me dice el señor Watson, la chimenea hogar del vestíbulo funciona bien; además, si alguna vez desean hacerlo, están ustedes en libertad de comer en el salón comedor. —Al decirlo, su voz tomó el tono de alguien que hace un gran favor.
—Perfecto —asintió Jack.
—¿Bajamos ahora? —preguntó el señor Ullman.
—Cómo no —accedió Wendy.
Bajaron en el ascensor y esa vez se encontraron con el vestíbulo completamente desierto, a no ser por Watson, recostado contra la puerta principal, con una chaqueta de cuero crudo y un palillo entre los labios.
—Pues yo pensaba que ya estaría usted a kilómetros de aquí —le dijo el señor Ullman, con voz más bien glacial.
—Me quedé un momento para recordarle al señor Torrance lo de la caldera —respondió Watson, enderezándose—. Si se acuerda de no quitarle el ojo de encima, amigo, andará estupenda. Bájele la presión un par de veces por día, porque se sube.
Se sube, pensó Danny, y las palabras despertaron ecos en un largo y silencioso corredor mental, uno de esos corredores revestidos de espejos, que la gente rara vez mira.
—Lo recordaré —dijo su papá.
—Todo irá perfecto —le aseguró Watson, mientras le tendía la mano.
Jack se la estrechó, y Watson se volvió hacia Wendy y la saludó con una inclinación de cabeza.
—Señora…
—Encantada —respondió Wendy, y se extrañó de que no le sonara absurdo. Ella venía de Nueva Inglaterra, donde se había pasado la vida, y tenía la impresión de que unas breves frases intercambiadas con ese Watson, con su mata de pelo revuelto, hubieran sido una síntesis de todo lo que se supone que es el Oeste. Ya no le importaba el guiño obsceno de un rato antes.
—Mi joven señor Torrance —saludó con gravedad Watson, ofreciendo la mano. Danny, que hacía ya casi un año que estaba bien al tanto de lo que significaba dar la mano, tendió con gesto vivaz la suya y tuvo la impresión de que se la tragaran—. Tú cuídalos bien a los dos, Dan.
—Sí, señor.
Watson soltó la mano del chico y se enderezó para mirar a Ullman.
—Supongo que será hasta el año próximo —dijo mientras le tendía la mano.
Ullman se la rozó con un gesto exangüe. El anillo del meñique reflejó las luces eléctricas del vestíbulo en una especie de guiño amenazador.
—El 12 de mayo, Watson —le recordó—. Ni un día antes, ni uno después.
—Sí, señor —asintió Watson, y Jack pudo casi leer lo que estaba escrito en su mente: … tú, jodido marica.
—Que pase bien el invierno, señor Ullman.
—Oh, lo dudo —respondió, distante, el aludido.
Watson abrió una de las dos puertas principales; el viento gimió con más fuerza y empezó a sacudirle el cuello de la chaqueta.
—Y ustedes, amigos, a cuidarse —fue lo ultimo que dijo.
—Sí, señor, nos cuidaremos —contestó Danny.
Watson, cuyo no tan remoto antepasado había sido propietario del lugar, se fue humildemente, cerrando la puerta a sus espaldas, amortiguando el viento. Lo siguieron con la vista mientras bajaba ruidosamente los amplios escalones de la terraza con sus botas negras usadísimas, de vaquero. Atravesó el camino para coches rumbo al aparcamiento destinado al personal. Quebradizas, las hojas amarillas de los álamos se arremolinaron en torno a sus tacones mientras se dirigía hacia su furgoneta «International Harvester». Cuando la puso en marcha, del enmohecido tubo de escape brotó un chorro de humo azul. El ensalmo del silencio se instaló sobre ellos mientras Watson daba marcha atrás al vehículo y salía después del aparcamiento. La camioneta desapareció por la cima de la colina y volvió a verse, ya más pequeña, por el camino principal, rodando hacia el Oeste.
Durante un momento, Danny se sintió más solo de lo que jamás se había sentido en su vida.