11

EL ESPLENDOR

Al lado de la puerta, del lado de afuera, había cuatro maletas. Tres de ellas eran enormes, viejas y vapuleadas, hechas de un material que imitaba piel de cocodrilo. La última era un gran bolso con cremallera, de descolorida tela escocesa.

—Creo que tú podrías coger ése, ¿no podrás? —le preguntó Hallorann, que con una mano levantó dos de las maletas grandes y se puso la tercera bajo el otro brazo.

—Seguro —asintió Danny. Lo levantó con ambas manos y bajó tras el cocinero los escalones de la terraza, procurando virilmente no quejarse ni dejar que se le notara cuánto le pesaba.

Desde su llegada se había levantado un viento otoñal, frío y cortante, que silbaba a través del aparcamiento, obligando a Danny a entornar los ojos mientras avanzaba sosteniendo ante sí el bolso con cremallera, que iba golpeándole las rodillas. Algunas errabundas hojas de álamo crujían y giraban sobre el asfalto, ahora casi desierto, y durante un momento le trajeron a Danny el recuerdo de aquella noche de la semana pasada, cuando se había despertado de su pesadilla y había oído —o por lo menos le había parecido que oía— a Tony, que le decía que no fuera.

Hallorann dejó las maletas en el suelo, junto al maletero de un «Plymouth Fury» de color ocre.

—No es un gran coche —le confió a Danny—; lo tengo alquilado. Si vieras mi «Bessie», ése sí que vale la pena. Un «Cadillac 1950», y si vieras cómo corre. Una maravilla. Pero lo dejo en Florida, porque es demasiado viejo para andar trepando por todas estas montañas. ¿Necesitas ayuda con eso?

—No, señor —afirmó Danny, y tras haber conseguido dar los últimos diez o doce pasos con su carga, sin quejarse, la dejó en el suelo con un gran suspiro de alivio.

—Bien muchacho —comentó Hallorann, y sacó del bolsillo de su americana de sarga azul un gran llavero para abrir la tapa del maletero. Mientras acomodaba dentro las maletas, siguió hablando—: Tú sí que esplendes, hijito. Más que nadie que haya conocido yo en mi vida. Y para enero cumpliré sesenta años.

—¿Cómo?

—Que tú tienes un don —explicó Hallorann, volviéndose hacia él—. Lo que yo siempre he llamado el esplendor, que es como lo llamaba también mi abuela. Ella lo tenía. Cuando yo era un niño no mayor que tú, solíamos sentarnos en la cocina y tener largas charlas sin abrir para nada la boca.

—¿De veras?

Hallorann sonrió al ver la expresión boquiabierta, ávida casi del chico, y le dijo:

—Ven a sentarte conmigo en el coche unos minutos. Quiero hablar contigo —de un golpe, cerró la tapa del maletero.

Desde el vestíbulo del «Overlook», Wendy Torrance vio cómo su hijo subía al lugar del acompañante del coche de Hallorann, mientras el corpulento cocinero negro se deslizaba tras el volante. Atravesada por un cruel aguijonazo de miedo, abrió la boca para decirle a Jack que lo de llevarse a su hijo a Florida no había sido una broma de Hallorann, que el cocinero estaba a punto de secuestrarlo. Pero no, estaban ahí sentados, nada más. Wendy apenas si alcanzaba a distinguir la cabecita de su hijo, vuelta atentamente hacia la voluminosa cabeza de Hallorann. Incluso desde esa distancia, la cabecita estaba en una actitud que Wendy reconoció: la que su hijo tenía cuando por la TV daban algo que lo fascinaba especialmente, o cuando él y su padre jugaban algún juego de ingenio. Jack, que seguía aún buscando a Ullman, no se había dado cuenta. Wendy se quedó en silencio, sin dejar de observar con nerviosidad al coche de Hallorann, preguntándose de qué podían estar hablando para que Danny tuviera inclinada de ese modo la cabeza.

En el coche, Hallorann le preguntaba:

—¿Conque te sentías un poco solo, pensando que tú eras el único?

Danny, que además de solo también se había sentido asustado, afirmó con la cabeza.

—¿Soy yo el único que usted conoce? —le preguntó.

Riendo, Hallorann sacudió la cabeza.

—No, pequeño, no. Pero tú eres el que mas esplende.

—¿Hay muchos, entonces?

—No —respondió Hallorann—, pero algunos hay. Hay mucha gente que tiene un poquito de esplendor, aunque ni siquiera lo sepa. Son los que siempre se aparecen con flores cuando su mujer está triste, los que responden bien a las preguntas en la escuela sin haber estudiado, los que se dan cuenta de cómo se siente la gente con sólo entrar en una habitación. De esos, yo me he encontrado con unos cincuenta o sesenta. Pero no había más de una docena que supieran que esplendían, mi abuela entre ellos.

—Uuuh —se admiró Danny, pensativo—. ¿Conoce usted a la señora Brant? —preguntó después.

—¿Ésa? —preguntó a su vez Hallorann, desdeñoso—. Ésa no esplende.

No hace más que devolver platos a la cocina, dos o tres veces por noche.

—Ya sé que no esplende —asintió con seriedad Danny—. Pero ¿conoce usted al hombre de uniforme gris que acerca los coches?

—¿A Mike? Claro que conozco a Mike. ¿Qué pasa con él?

—Señor Hallorann, ¿por qué querría la señora Brant los pantalones de Mike?

—¿De qué estás hablando, muchacho?

—Bueno, mientras ella lo miraba, estaba pensando que le gustaría meterse en sus pantalones, y yo me pregunté por qué…

No pudo seguir. Hallorann había echado hacia atrás la cabeza y de su pecho manaba una risa densa y profunda que llenó el coche como un retumbo de cañones, con tal fuerza que el asiento se sacudía. Danny sonreía, intrigado, hasta que finalmente la tormenta fue cediendo. Como si fuera una bandera blanca de rendición, Hallorann sacó del bolsillo un gran pañuelo de seda blanca y se enjugó los ojos llorosos.

—Muchacho —le dijo, respirando todavía con dificultad—, tú sí que vas a saber todo lo que se puede saber de la condición humana antes de llegar a los diez años. No sé si envidiarte o no.

—Pero la señora Brant…

—No te preocupes por ella. Ni le preguntes a tu mamá tampoco, porque no harías más que ponerla en un aprieto, ¿me entiendes?

—Sí, señor —asintió Danny. Lo entendía perfectamente. Otras veces había puesto ya a su madre en aprietos de esa clase.

—Lo único que tú necesitas saber es que la tal señora Brant no es más que una vieja sucia llena de picazones —miró a Danny con aire intrigado—. ¿Puedes golpear muy fuerte, doc?

—¿Cómo?

—Échame un soplo; piensa en mí. Quiero saber si tienes tanto como a mí me parece.

—¿Qué quieres que piense?

—Cualquier cosa, pero piénsalo con fuerza.

—De acuerdo —asintió Danny. Lo pensó durante un momento y después se concentró en enviarlo fuera, hacia Hallorann. Jamás había hecho hasta entonces una cosa semejante, y en el último momento algo instintivo se movilizó en él para suavizar en parte la fuerza bruta de lo que enviaba, porque no quería hacer daño al señor Hallorann. Así y todo el pensamiento salió de él como una flecha, con una fuerza que el chico jamás se habría imaginado, como una pelota con efecto.

(Huy, espero no haberle hecho daño).

Y lo que pensó fue:

(¡!HOLA, DICK¡!).

Hallorann se encogió y se echó atrás en el asiento. Sus dientes entrechocaron con un ruido áspero, y una gota de sangre le apareció en el labio inferior. Involuntariamente, las manos que tenía laxas sobre las piernas subieron a apretarse contra el pecho y volvieron a bajar. Durante un momento, sin poder controlarse conscientemente, parpadeó azorado; Danny se asustó.

—¿Señor Hallorann? ¿Dick? ¿Estás bien?

—No sé —respondió Hallorann, con una risa incierta—. Realmente, no sé. Dios mío, muchacho, si eres una pistola.

—Lo siento —se disculpó Danny, más alarmado aún—. ¿Voy a buscar a papá?

—No, ya se me pasa. Estoy bien, Danny. Quédate aquí. Me siento un poco alterado, nada más.

—Pero no lo hice tan fuerte como podía —confesó Danny—. En el último momento, me asusté.

—Pues parece que tuve suerte… si no, se me estarían saliendo los sesos por las orejas —sonrió al ver la alarma pintada en el rostro del chico—. Pero no me hiciste daño. Ahora, dime qué sentiste tú.

—Como si hubiera tirado una pelota de béisbol con efecto —fue la respuesta.

—¿Así que te gusta el béisbol? —preguntó Hallorann, enjugándose las sienes con cuidado.

—A papá y a mí nos gusta mucho —respondió Danny—. Cuando jugaron el mundial, vi por TV a los Red Sox contra Cincinatti. Entonces, yo era mucho más pequeño, y papá era… —el rostro de Danny se nubló.

—¿Era qué, Dan?

—Me olvidé —declaró el chico y empezó a llevarse la mano a la boca para chuparse el pulgar, pero era un recurso de bebé. La mano volvió a su regazo.

—¿Tú puedes saber en qué están pensando tu mamá y tu papá, Danny? —Hallorann lo observaba atentamente.

—La mayoría de las veces, si quiero. Pero generalmente no lo intento.

—¿Por qué no?

—Bueno… —el niño hizo una pausa turbado—. Sería como espiar dentro del dormitorio para mirarlos mientras están haciendo eso que sirve para hacer bebes. ¿Sabe usted a qué me refiero?

—Alguna vez lo he sabido —respondió con seriedad Hallorann.

—Y a ellos no les gustaría. Tampoco les gustaría que les espiara lo que piensan. Sería algo sucio.

—Entiendo.

—Pero sí sé cómo se sienten —continuó Danny—. Eso no puedo evitarlo. También sé cómo se siente usted. Le hice daño, y lo siento.

—No es más que un dolor de cabeza. Algunas resacas son peores.

¿Puedes leer a otras personas, Danny?

—Todavía no sé leer nada —explicó Danny—, salvo unas pocas palabras. Pero este invierno, papá me enseñará. Mi papá enseñaba a leer y a escribir en una escuela grande. A escribir sobre todo, pero también puede enseñar a leer.

—A lo que yo me refiero es a si puedes decir lo que alguien está pensando.

Danny caviló un momento.

—Puedo si es fuerte —respondió finalmente—. Como pasó con la señora Brant y los pantalones. O como la vez que mamá y yo habíamos ido a unos grandes almacenes para comprarme zapatos, y había un muchacho grande mirando las radios y estaba pensando en llevarse una, pero sin comprarla. ¿Y si me atrapan?, pensaba después, y volvía a pensar que realmente, la deseaba tanto. Y vuelta a pensar si lo atrapaban. Ya se sentía mal de tanto pensarlo, y me estaba haciendo sentir mal a mí. Como mamá estaba hablando con el hombre que vendía los zapatos, yo me acerqué a él y le dije: «Oye, no te lleves esa radio. Vete». Se asustó muchísimo, y se fue a toda prisa.

Hallorann lo miraba con una ancha sonrisa.

—Apuesto a que sí. ¿Qué más puedes hacer, Danny? ¿Son solamente ideas y sentimientos, o hay algo más?

Cautelosamente:

—Para ti, ¿hay más?

—A veces —admitió Hallorann—. No siempre. A veces… a veces hay sueños. ¿Tú también sueñas, Danny?

—A veces sueño cuando estoy despierto —contestó Danny—. Cuando viene Tony… —El dedo pulgar pugnaba por metérsele en la boca. Jamás había hablado de Tonny con nadie, salvo con sus padres.

—¿Quién es Tonny?

Súbitamente Danny se vio agotado por uno de esos relámpagos de entendimiento que tanto lo asustaban. Era como un atisbo de conocimiento en el interior de un mecanismo incomprensible, que tanto podía ser seguro como mortalmente peligroso. Danny era demasiado pequeño para distinguir entre ambos, demasiado pequeño para entender.

—¿Qué pasa? —exclamó—. Me preguntas todo esto porque estás preocupado, ¿no es cierto? ¿Por qué te preocupas por mí? ¿Por qué te preocupas por nosotros?

Hallorann puso sus grandes manos sobre los hombros del niño y dijo:

—No importa. Quizá no sea nada, pero si me equivoco… Verás, lo que tienes en la cabeza es algo muy grande, Danny. Supongo que tendrás que crecer mucho antes de poder manejarlo. Eso te exigirá valor.

—¡Pero hay cosas que no entiendo! —exclamó Danny—. ¡Que entiendo… pero no! La gente… siente cosas, y yo también las siento, ¡pero no sé qué es lo que siento! —Con aire desdichado, se miró las manos—. Ojalá supiera leer. A veces Tony me muestra señales y no sé leer casi ninguna.

—¿Quién es Tony? —insistió Hallorann.

—Mamá y papá lo llaman «mi compañero de juegos invisible» —respondió Danny, recitando cuidadosamente las palabras—. Pero es real, de veras. Por lo menos, es lo que yo creo. A veces, cuando me esfuerzo por entender las cosas, él viene y me dice: «Danny, quiero enseñarte algo». Y es como si me desmayara. Sólo que… hay sueños, como tú dijiste. —Mientras miraba a Hallorann, tragó saliva. Antes eran bonitos, pero ahora… no recuerdo cómo se llaman esos sueños que lo asustan a uno y lo hacen llorar.

—¿Pesadillas?

—Sí, esos es. Pesadillas.

—¿En tus pesadillas aparece este lugar? ¿Aparece el Overlook? Danny volvió a mirarse el dedo pulgar.

—Sí —susurró, y después añadió, mirando de frente a Hallorann—:

¡Pero a mi papá no puedo decírselo, ni a usted tampoco! Él necesita este trabajo porque es el único que pudo conseguirle el tío Al, y además tiene que terminar su obra porque si no empezará de nuevo a hacer «algo malo», y yo Ya sé que es… es emborracharse. ¡Antes solía estar borracho, y eso sí que era algo malo! —Se interrumpió, al borde del llanto.

—Vamos, vamos —lo tranquilizó Hallorann mientras atraía su cara contra la sarga áspera de su americana, que olía débilmente a naftalina—. Está bien, hijo. Y si este dedo quiere estar en la boca, déjalo que se dé el gusto.

Lo animó, pero su expresión era de inquietud.

—Verás, Danny, lo que tú tienes yo lo llamo esplendor, es lo que la Biblia llama tener visiones y algunos hombres de ciencia precognición. He leído sobre este tema, hijo. Lo he estudiado. Todas esas palabras significan ver el futuro. ¿Entiendes lo que significa?

Sin apartar la cara de la chaqueta de Hallorann, Danny hizo un gesto de asentimiento.

—Recuerdo el esplendor más intenso que he tenido… No será fácil que lo olvide. Fue en 1955 y yo todavía estaba en el ejército, con destino en Alemania Occidental. Faltaba una hora para la cena y yo estaba de pie ante el fregadero, riñiendo a uno de los pinches porque pelaba mal las patatas.

«Dame, que te mostraré cómo se hace», le dije. Él me dio la patata y el pelador y de pronto la cocina entera desapareció. Así, como lo oyes… ¿Dices que ese chico se te aparece antes… de que tengas sueños?

Danny asintió con la cabeza. Hallorann le pasó un brazo por los hombros y agregó:

—Para mí, es como oler a naranja. Esa tarde había estado sintiéndolo sin darle importancia, porque estaban en el menú de esa noche, y teníamos treinta cajones de naranjas de Valencia. En aquella maldita cocina todo el mundo olía a naranjas.

»Por un momento, fue como si me hubiera desmayado. Después oí una explosión y vi llamas. Había gente que gritaba, y sirenas. Y oí ese ruido, ese silbido que sólo puede hacer el vapor. Después me pareció que me acercaba un poco más a… lo que fuera, y vi un vagón de ferrocarril que había saltado de las vías y estaba tendido de costado, y sobre él leí FERROCARRIL DE GEORGIA Y CAROLINA DEL SUR, y supe que mi hermano Carl iba en ese tren y que había muerto. Después todo desapareció y me vi frente a ese pinche, estúpido y asustado, que seguía con la patata y el pelador en la mano. «¿Se siente bien, sargento?», me preguntó, y yo le dije: «no, mi hermano acaba de morir en Georgia». Y cuando por fin mi madre me llamó desde larga distancia, me contó cómo había sido.

»Pero mira, muchacho, yo ya sabía cómo había sido.

Lentamente movió la cabeza como para apartar el recuerdo y miró al chico que lo contemplaba con los ojos muy abiertos.

—Pero lo que tú tienes que recordar, hijo mío, es esto: Que esas cosas no siempre resultan verdad. Recuerdo que hace cuatro años tuve un trabajo de cocinero en un campamento de muchachos en Maine, sobre el lago Long.

Pues cuando estaba ante la puerta de embarque del aeropuerto Logan, en Boston, esperando mi vuelo, empecé a sentir olor a naranjas. Por primera vez, en unos cinco años, creo. Entonces me pregunté qué demonios pasaba y me fui al cuarto de baño y me encerré en uno de los lavabos para estar tranquilo. No me desmayé, pero empecé a tener la sensación cada vez más fuerte de que mi avión iba a estrellarse. Después desapareció la sensación y se fue el olor a naranjas, y supe que la cosa había terminado. Me volví al mostrador de la «Delta Airlines» y cambié mi vuelo por otro, para tres horas después. ¿Y sabes lo que sucedió?

—¿Qué? —susurró Danny.

¡Nada! —respondió Hallorann y soltó la risa, aliviado al ver que el niño también se reía un poco—. ¡Absolutamente nada! El otro avión aterrizó a su hora y sin el menor inconveniente. Así que ya ves… a veces esos sentimientos no llegan a nada.

—Ah —se enteró Danny.

—O si no, está lo de las carreras. Yo voy mucho a las carreras, y por lo general me va muy bien. Cuando van hacia la salida, me pongo junto a la barandilla y a veces siento un pequeño esplendor por algún caballo.

Generalmente esas sensaciones me son muy útiles, y siempre me digo que algún día voy a acertar las tres carreras de la apuesta triple, y que con eso ganaré lo bastante para jubilarme antes. Pero todavía no me ha pasado, y en cambio, muchas veces he vuelto a casa a pie desde el hipódromo en vez de hacerlo en taxi y con la billetera llena. Nadie esplende todo el tiempo, como no sea tal vez Dios allá en el cielo.

—Sí, señor —asintió Danny pensando en la vez, casi un año atrás, que Tony le había mostrado un bebé dormido en su cuna, en la casa que tenían en Strovington. Danny se había emocionado mucho y había esperado, porque sabía que esas cosas llevan tiempo, pero el bebé no había llegado.

—Ahora, escúchame —continuó Hallorann, mientras tomaba en las suyas las manos de Danny—. Yo he tenido aquí varios sueños malos, y algunas malas sensaciones. Llevo dos temporadas trabajando aquí y tal vez una docena de veces tuve… bueno, pesadillas. Y tal vez una docena de veces me pareció que veía cosas. No, no te diré qué, porque no son para un muchachito como tú. Cosas malas, simplemente. Una vez fue algo que tenía que ver con esos malditos setos recortados de manera que parezcan animales. Otra vez hubo una doncella, que se llamaba Delores Vickery, y que tenía cierto esplendor, aunque no creo que ella lo supiera. El señor Ullman la despidió… ¿sabes lo que quiere decir eso, doc?

—Sí, señor —asintió candorosamente Danny—, porque a mi papá lo despidieron de su trabajo como profesor, y creo que por eso estamos en Colorado.

—Bueno, pues Ullman la despidió porque ella dijo que había visto algo en una de las habitaciones, donde… bueno, donde había sucedido algo malo. Fue en la habitación 217, y quiero que me prometas que no entrarás allí, Danny, en todo el invierno. Ni te acerques siquiera.

—Está bien —accedió Danny—. ¿Y esa señora… la doncella…, te pidió a ti que fueras a ver?

—Sí, me lo pidió, y allí había algo malo. Pero… no creo que fuera una cosa mala que pudiera dañar a nadie, Danny, eso es lo que intento decir. A veces la gente que esplende puede ver cosas que van a suceder, y creo que a veces pueden ver cosas que ya han sucedido. Pero son simplemente como las figuras de un libro. ¿Viste alguna vez en un libro una figura que te asustara, Danny?

—Sí —respondió el chico, pensando en el cuento de Barbaazul y en la figura en que la nueva esposa de Barbaazul abre la puerta y ve todas las cabezas.

—Pero sabías que no podía hacerte daño, ¿no es eso?

—Ssiií… —Danny no lo decía muy convencido.

—Bueno, pues así son las cosas en este hotel. No sé por qué, pero parece que de todas las cosas malas que sucedieron alguna vez aquí, de todas ellas quedan como pedacitos que andan todavía dando vueltas por ahí como recortes de uñas o desperdicios que alguien poco limpio hubiera barrido debajo de una silla. No sé por qué tiene que suceder precisamente aquí, me imagino que en casi todos los hoteles del mundo pasan cosas malas, y yo he trabajado en muchos sin tener problemas. Sólo aquí. Pero Danny, no creo que esas cosas puedan hacerle daño a nadie —subrayó cada palabra de las que iba diciendo con una leve sacudida de los hombros del chico—. De manera que si vieras algo, en un pasillo o en una habitación o afuera, junto a los setos… limítate a mirar hacia otro lado, y cuando vuelvas a fijarte, la cosa habrá desaparecido. ¿Entiendes?

—Sí —Danny se sentía mucho mejor, más calmado. Se puso de rodillas para besar la mejilla de Hallorann, y lo estrechó en un gran abrazo, que el cocinero le devolvió.

—¿Tus padres no esplenden, verdad? —le preguntó después.

—No, creo que no.

—Yo hice una prueba con ellos, como la hice contigo —dijo Hallorann—, y tu mamá se sobresaltó un poquitín. Sabes, yo creo que todas las madres esplenden un poco, por lo menos hasta que los chicos son capaces de cuidarse solos. Tu papá…

Durante un momento, Hallorann se interrumpió. También había tanteado al padre del niño y, simplemente, no sabía. No era como verse frente a alguien que tuviera esplendor o que decididamente no lo tuviera.

Hurgar en el padre de Danny había sido… raro, como si Jack Torrance tuviera algo —algo— que ocultaba. O algo que mantenía tan profundamente sumergido dentro de sí mismo que era imposible de alcanzar.

—No creo que él esplenda para nada —concluyó Hallorann—. Así que por ellos no te preocupes. Cuídate tú, y nada más. No creo que haya aquí nada que pueda dañarte, conque mantén la calma, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

¡Danny! ¡Eh, doc!

Danny levantó la vista.

—Es mamá, que me llama. Tengo que irme.

—Ya lo sé —asintió Hallorann—. Que lo pases bien aquí, Danny. Lo mejor posible.

—Claro. Gracias, señor Hallorann. Me siento mucho mejor.

Sonriente, un pensamiento afloró en su mente:

(Dick, para mis amigos).

(Sí, Dick, claro).

Sus ojos se encontraron, y Hallorann le hizo un guiño.

Danny se deslizó por el asiento del coche hasta abrir la portezuela del acompañante. Mientras se bajaba, Hallorann volvió a hablar.

—¿Danny?

—¿Qué?

—Si hay algún problema… llámame. Con un grito bien fuerte, como el de hace unos minutos. Aunque yo esté en Florida, es posible que te oiga. Y si te oigo, vendré corriendo.

—De acuerdo —repitió Danny, y sonrió.

—Cuídate, muchachote.

—Me cuidaré.

De un golpe, el chico cerró la puerta y atravesó a la carrera el aparcamiento. En la terraza, Wendy lo esperaba con los codos apretados contra el cuerpo para protegerse del viento helado. Mientras Hallorann los observaba, su sonrisa se desvaneció.

No creo que aquí haya nada que pueda hacerte daño.

No creo.

Pero ¿y si se equivocaba? Desde que vio aquello en la bañera de la habitación 217, Hallorann había sabido que ésa sería su última temporada en el «Overlook». Eso había sido peor que cualquier figura en cualquier libro, y desde aquí el niño que corría hacia su madre parecía tan pequeño… No creo… Sus ojos se desviaron hacia los animales del jardín ornamental.

Bruscamente, puso el coche en marcha, hizo los cambios y se alejó, tratando de no mirar atrás. No pudo, naturalmente, y naturalmente, la terraza estaba vacía. Madre e hijo habían vuelto a entrar. Era como si el «Overlook» se los hubiera tragado.