HALLORANN
El cocinero no respondía para nada a la imagen que tenía Wendy del personaje típico de la cocina de un gran hotel. Para empezar, a un personaje de esos se le llamaba chef y no era nada tan vulgar como un cocinero; cocinar era lo que hacía Wendy en su casa cuando metía todas las sobras en una fuente de horno y les agregaba tallarines. Además, el genio culinario de un lugar como el «Overlook», que se anunciaba en la sección de hoteles de temporada del New York Sunday Times, debía ser menudo y regordete y tener cara de galletita, amén de usar un delgado bigote cómo dibujado a lápiz, en el estilo de los astros de comedias musicales de la década del 40, tener ojos oscuros, acento francés y una personalidad aborrecible.
Hallorann tenía los ojos oscuros, pero eso era todo. Era un negro alto, con un discreto peinado afro que empezaba a matizarse de blanco. Hablaba con suave acento sureño, riéndose mucho y mostrando unos dientes demasiado blancos y parejos para que parecieran naturales. También el padre de Wendy tenía dentadura postiza, y a veces le hacía reír mostrándosela en una gran sonrisa mientras cenaban… siempre que su madre estuviera en ese momento en la cocina o hablando por teléfono, recordó Wendy.
Danny había levantado los ojos hacia ese gigante vestido de sarga azul, sonriendo ante la facilidad con que Hallorann lo levantó y se lo sentó en el brazo, diciéndole:
—Tú no irás a quedarte aquí todo el invierno.
—Sí, señor —afirmó Danny con una sonrisita tímida.
—No, señor. Vas a bajar conmigo a St. Pete y te enseñaré a cocinar, y todas las tardes nos iremos a la playa a buscar cangrejos. ¿De acuerdo?
Danny se rió, encantado, y sacudió la cabeza diciendo que no.
Hallorann lo dejó en el suelo.
—Si piensas cambiar de opinión —le dijo inclinándose hacia él, con seriedad—, vale más que lo hagas pronto. Dentro de media hora estaré en mi coche. Dos horas y media después estaré delante de la puerta 32, vestíbulo B del aeropuerto internacional de Stapleton, en Denver, Colorado.
Tres horas después de eso estaré alquilando un coche en el aeropuerto de Miami, para irme a St. Pete, donde hay sol, ponerme el bañador y reírme a reventar de todos los que estén atrapados en la nieve. ¿Comprendes, hijito?
—Sí, señor —respondió el chico, sonriendo.
—Pues parece que tienen ustedes un muchacho estupendo —comentó Hallorann, volviéndose a Jack y Wendy.
—Creemos que lo es —afirmó Jack, tendiéndole la mano, que Hallorann estrechó—. Soy Jack Torrance. Mi esposa, Winnifred. A Danny ya lo conoce usted.
—Y bien que me alegro. Señora, ¿cómo la llaman, Winnie o Fredie?
—Me llaman Wendy —contestó ella sonriendo.
—Muy bien, es más bonito que los otros, creo yo. Venga usted por aquí. EI señor Ullman quiere que le enseñe a usted el lugar, y vaya si se lo enseñaré —sacudió la cabeza antes de agregar por lo bajo—: Y vaya si me alegraré de dejar de verlo a él.
Hallorann los condujo por la cocina más inmensa que Wendy había visto en su vida. Reluciente de limpieza, cada superficie estaba encerada y pulida como un espejo. Y era más que grande; era sobrecogedora. Siguió a Hallorann mientras Jack, completamente fuera de su elemento, se demoraba un poco con Danny. Junto a un fregadero de cuatro pilas corría una larga percha de la que pendían utensilios cortantes que iban desde cuchillos de trinchar hasta cuchillas de carnicero con dos mangos. La tabla de picar era tan grande como la mesa que ellos tenían en la cocina de su apartamento de Boulder. Una variedad increíble de ollas y cacerolas de acero inoxidable cubrían una pared entera, del suelo al techo.
—Creo que cada vez que entre aquí tendré que ir dejando un reguero de miguitas de pan —suspiró Wendy.
—No se deje impresionar —le aconsejó Hallorann—. Por grande que sea, no deja de ser una cocina. La mayoría de estas cosas no tendrá que tocarlas siquiera. Lo único que le pido es que me la mantenga limpia. Ésta es la cocina que yo usaría si fuera usted. Aunque hay tres en total, ésta es la más pequeña.
La más pequeña, pensó Wendy, desanimada, mientras la miraba.
Tenía doce quemadores, dos hornos comunes y uno de asador rotatorio, una plancha sobre la cual se podían mantener salsas a fuego lento o tostar almendras y avellanas, una parrilla y un calientaplatos, además de un millón de termostatos y botones.
—Todas de gas —explicó Hallorann—. ¿Ha cocinado con gas antes, Wendy?
—Sí…
—A mí me encanta el gas —dijo el cocinero y encendió uno de los quemadores. La llama azul cobró vida y él la bajó con delicadeza hasta dejarla reducida a un tenue resplandor—. Me gusta ver con qué llama estoy cocinando. ¿Ve usted dónde están las llaves de todos los quemadores?
—Sí.
—Y las que corresponden al horno están todas enarcadas. Yo, personalmente, prefiero el horno del medio porque me parece que es el que calienta más parejo, pero usted puede usar el que le guste más… o los tres, para el caso.
—Prepararé una cena de televisión en cada uno —dijo Wendy, con una débil risita. Hallorann pareció muy divertido.
—Sigamos, si usted quiere. Junto al fregadero le he dejado una lista de todos los comestibles que hay. ¿La ve?
—¡Aquí está, mamá! —anunció Danny, que se acercaba con un par de hojas de papel escritas por ambos lados con letra menuda.
—Buen chico —aprobó Hallorann, recibiéndole los pápeles mientras le desordenaba el pelo—. ¿Estás seguro de que no quieres venirte conmigo a Florida, chiquillo? ¿Y aprender a cocinar los mejores camarones a la criolla de este mundo?
Danny se cubrió la boca con las manos para ocultar una risita y se refugió junto a su padre.
—Pues supongo que ustedes tres tendrán aquí comida para un año —calculó Hallorann—. Tenemos despensa refrigerada, cámara frigorífica, verduras enlatadas de todas clases, y dos neveras. Venga usted, que se lo muestro.
Durante los diez minutos siguientes Hallorann abrió cajones y puertas que les dejaban ver comida en cantidades tales como Wendy jamás había visto. Las provisiones de comida la dejaron atónita, pero sin tranquilizarla tanto como la propia Wendy había pensado: seguía acordándose del grupo Donner, no por el canibalismo (ya que con tanta comida pasaría sin duda mucho tiempo antes de que se vieran reducidos a raciones tan magras como ellos mismos), sino con la idea, cada vez más clara, de que la situación podía ser realmente grave: una vez que la nieve los cercara, salir de allí no sería cuestión de un paseo de una hora hasta Sidewinder, sino toda una operación militar. Estarían ahí solos en ese enorme hotel desierto, comiendo la comida que les habían dejado, como niños en un cuento de hadas, mientras escuchaban el viento, silbando en los aleros cubiertos de nieve. En Vermont, cuando Danny se rompió el brazo (cuando Jack le rompió el brazo). Wendy llamó a la asistencia médica de urgencia, al número que tenía anotado en una tarjetita atada al teléfono, y en no más de diez minutos llegaron. Y en esa tarjetita había otros números. En cinco minutos se podía tener en casa un agente de la Policía, y los bomberos en menos tiempo todavía, pues el parque de bomberos estaba a menos de 500 metros de donde ellos vivían. Había a quién llamar si se cortaba la luz, a quién llamar si se estropeaba la ducha, a quién llamar si se averiaba la TV. Pero ¿qué les pasaría allí si Danny tenía uno de esos desmayos y se ahogaba con la lengua?
(¡oh Dios qué idea!).
¿Y si el hotel se incendiaba? ¿Si Jack se caía por el pozo del ascensor y se fracturaba el cráneo? ¿Si…?
(¡si lo pasamos estupendamente aquí, termina de una vez, Winnifred!). Hallorann les mostró la cámara frigorífica, donde el aliento les salía en nubecitas, como los globos de las historietas. Allí ya parecía haber llegado el invierno.
Hamburguesas en grandes bolsas de plástico, cinco kilos por bolsa, una docena de bolsas. Cuarenta pollos enteros colgados de una hilera de ganchos en las paredes revestidas de madera. Una docena de jamones enteros, en lata, apilados uno encima de otro como fichas. Debajo de los pollos, diez costillares de vaca, diez de cerdo y una enorme pierna de cordero.
—¿Te gusta el cordero, doc? —le preguntó Hallorann con una sonrisa de complicidad.
—Me encanta —contestó inmediatamente Danny, que jamás lo había comido.
—Estaba seguro. No hay nada como un buen par de tajadas de cordero cuando hace frío, acompañadas con un poco de jalea de menta también. El cordero es bueno para el estómago; es una carne sin pleitos.
—¿Cómo sabía usted que lo llamábamos doc? —preguntó desde atrás Jack, con curiosidad.
—¿Decía usted? —Hallorann se dio la vuelta para mirarlo.
—Que a Danny a veces lo llamamos «doc», como en las películas de dibujos de Bugs Bunny.
—Es que tiene cierto aire de doctor, ¿no le parece? —miró a Danny arrugando la nariz y frunció los labios—. Eeeh, ¿qué pasa, doc? —le preguntó.
Danny soltó una risita y en ese momento Hallorann le dijo algo (¿Seguro que no quieres venirte a Florida, doc?) con mucha claridad. El chico lo oyó palabra por palabra. Miró a Hallorann, sorprendido y un poco asustado. El negro le guiñó solemnemente un ojo y siguió prestando atención a las provisiones.
Wendy apartó los ojos de la ancha espalda del cocinero para mirar a su hijo. Tenía una sensación extrañísima, como si entre los dos hubiera pasado algo que ella no había terminado de entender.
—Tiene usted aquí doce cajas de salchichas y doce de tocino —le explicó Hallorann—. Y también hay cerdo salado. En este cajón, diez kilos de mantequilla.
—¿Mantequilla de verdad? —preguntó Jack.
—De primera.
—No creo haber comido mantequilla auténtica desde que era niño, cuando vivía en Nueva Hampshire.
—Bueno, pues aquí la comerá hasta que la margarina le parezca una delicia —le aseguró Hallorann, riendo—. Y en este cajón está el pan, treinta hogazas de pan blanco, veinte de integral. En el «Overlook» tratamos de mantener el equilibrio racial, imagínese. Claro que con cincuenta hogazas no se arreglarán, pero tienen para varias horneadas y en cualquier momento, fresco es mejor que congelado.
—Y aquí tienen el pescado —continuó—. Alimento para el cerebro, ¿no es así, doc?
—¿Es así, mamá?
—Si el señor Hallorann lo dice, tesoro… —sonrió su madre.
—El pescado no me gusta —declaró Danny, frunciendo la nariz.
—Pues te equivocas de medio a medio. Lo que pasa es que tú no le has gustado jamás a ningún pescado. Pero a los que hay aquí les gustarás.
Hay dos kilos y medio de trucha, cinco de rodaballo, quince latas de atún…
—Ah, sí, el atún me gusta.
—… y dos kilos y medio del lenguado más sabroso que jamás haya nadado por los mares. Muchacho, cuando llegue la primavera verás cómo piensas que el viejo… —hizo chasquear los dedos como si se hubiera olvidado de algo—. ¿Cómo me llamo yo? Acaba de olvidárseme.
—Señor Hallorann —le sonrió Danny—. Y para los amigos, Dick.
—¡Exactamente! Y como tú eres un amigo, para ti soy Dick.
Mientras el cocinero los guiaba hacia un rincón, Jack y Wendy se miraron, intrigados, procurando recordar si Hallorann les había dicho su nombre de pila.
—Y aquí he puesto esto en especial —anunció Hallorann—. Espero que lo disfruten ustedes.
—Oh, pero realmente, no debería… —balbuceo Wendy, conmovida.
Era un pavo de unos diez kilos, atado con una ancha cinta roja con un gran lazo.
—No podía ser que no tuvieran un pavo para el día de Acción de Gracias —dijo con seriedad Hallorann—. Y creo que por ahí debe de haber un capón para Navidad. Ya lo encontrará usted. Y salgamos de aquí antes de que nos pesquemos todos una pulmonía. ¿De acuerdo, doc?
—¡De acuerdo!
En la despensa refrigerada los esperaban más maravillas. Cien paquetes de leche en polvo (aunque Hallorann le aconsejo a Wendy que mientras fuera posible comprara leche fresca para el niño en Sidewinder), cinco bolsas de azúcar de seis kilos cada una, un gran frasco de melaza negra, cereales, frascos llenos de arroz y fideos de diversas clases; filas y más filas de latas de frutas en almíbar y ensalada de frutas; un cajón de manzanas que impregnaban todo el local con su aroma otoñal, uvas pasas, ciruelas y albaricoques («Si quieres ser feliz, tienes que ser ordenado», dictaminó Hallorann y lanzó una carcajada hacia el cielo raso de la despensa, donde un anticuado artefacto de luz colgaba de una cadena de hierro); un profundo arcón lleno de patatas y cajones mas pequeños con tomates, cebollas, nabos, calabazas y coles.
—Palabra que —empezó a decir Wendy mientras salían, pero, atónita al ver tanta comida fresca después de manejarse con un presupuesto de treinta dólares semanales para alimentación, no supo como continuar.
—Como estoy un poquito atrasado —se disculpó Hallorann, mirando su reloj—, dejaré que vean ustedes lo que hay en los armarios y las neveras cuando se instalen. Tienen quesos, leche condensada, natural y dulce, levadura, polvos de hornear, pasteles para el desayuno, varios racimos de bananas a los que todavía les falta madurar…
—Basta —lo detuvo Wendy, soltando la risa—. Ni siquiera podré acordarme de todo. Es estupendo. Y le prometo dejar todo limpio.
—Es lo único que le pido —Hallorann se volvió a Jack—. ¿Le encargó el señor Ullman que se ocupara de cazar las ratas de su campanario?
—Me dijo que podía haber algunas en el desván, y el señor Watson cree que también puede haberlas en el sótano. Allí abajo debe de haber un par de toneladas de papel, pero yo no vi que estuviera desmenuzado como cuando lo usan para hacer sus nidos.
—Ese Watson —se condolió burlonamente Hallorann—, ¿no es el hombre más malhablado que haya usted visto en su vida?
—Es todo un personaje —convino Jack. El hombre más malhablado que él hubiera visto en su vida era su padre.
—En cierto modo, es una lástima —comentó Hallorann mientras volvía a conducirlos a través de las amplias puertas de vaivén que separaban la despensa del comedor del «Overlook»—. En esa familia hubo dinero, hace mucho tiempo. Fue el abuelo o el bisabuelo de Watson, no lo recuerdo bien, el que construyó este lugar.
—Eso me dijeron —asintió Jack.
—¿Y qué sucedió? —quiso saber Wendy.
—Pues que no pudieron hacerlo marchar —respondió Hallorann—. Watson les contará toda la historia… dos veces por día, si lo dejan hablar. El viejo se dejó sorber los sesos por el lugar, se dejó atrapar por él, me imagino. Tenía dos hijos varones y uno de ellos se mató en un accidente de equitación, aquí, mientras todavía el hotel estaba en construcción; eso debió de ser en 1908 o 1909. Después la mujer del viejo murió de gripe y no quedaron más que él y el hijo menor… que terminaron siendo vigilantes en el mismo hotel que el viejo había construido.
—Sí que es una pena —se compadeció Wendy.
—¿Y qué fue de él? ¿Del viejo? —preguntó Jack.
—Por equivocación metió el dedo en un enchufe y ahí se quedó —explicó Hallorann—. Y a partir de comienzos de la década de los 30, antes de la Depresión, el lugar quedó cerrado durante diez años.
—Sea como fuere, Jack —continuó—, le agradecería que usted y su esposa vigilen también si hay ratas en la cocina. Pero si las ven, pongan ratoneras, no veneno.
Jack abrió mucho los ojos.
—Claro. ¿A quién va a ocurrírsele poner veneno para ratas en la cocina?
Hallorann soltó una risa desdeñosa.
—¿A quién? Al señor Ullman. Fue su brillante idea del otoño pasado.
Y yo se lo advertí, le dije: «¿Qué le parece si para mayo del año próximo nos reunimos todos aquí, señor Ullman, y yo sirvo la tradicional cena de inauguración de temporada (que casualmente es salmón con una salsa deliciosa), y todo el mundo se pone malo y cuando viene el médico le pregunta a usted por qué puso veneno para ratas en la comida de ochenta de los fulanos más ricos de Norteamérica?».
Jack se rió a carcajadas, echando atrás la cabeza.
—¿Y qué le dijo Ullman?
Hallorann se metió la lengua en la mejilla, como si algo le molestara entre los dientes.
—Me dijo: «Consiga unas ratoneras, Hallorann».
Esta vez se rieron todos, incluso Danny que no estaba del todo seguro dónde estaba la gracia del chiste, salvo que tenía algo que ver con el señor Ullman que, en definitiva, no lo sabía todo.
Juntos, los cuatro atravesaron el comedor, ahora vacío y silencioso, con su fabulosa vista de los picos cubiertos de nieve hacia el lado oeste. Los manteles blancos de hilo habían sido cubiertos con otros de plástico transparente. La alfombra, enrollada, estaba vertical en un rincón como un centinela que montara guardia.
Del otro lado del amplio salón se abría un par de amplias puertas de vaivén sobre las cuales se leía, escrito en anticuadas letras doradas: SALÓN COLORADO.
Hallorann siguió la mirada de Jack y le advirtió:
—Si le gusta a usted la bebida, espero que se haya traído sus provisiones. Aquí no hay ni gota. Como anoche fue la fiesta del personal, doncellas y botones andaban por ahí con un buen dolor de cabeza; yo entre ellos.
—Yo no bebo —declaró lacónicamente Jack, y todos volvieron al vestíbulo.
Durante la media hora que habían pasado en la cocina, el lugar se había despejado mucho. El largo salón principal empezaba a asumir el aspecto silencioso y abandonado que sin duda, suponía Jack, no tardaría en hacérseles familiar. Las sillas de respaldo alto estaban vacías. Las monjas antes sentadas junto al hogar ya no estaban, y hasta el fuego se había reducido a un lecho de carbones tibiamente resplandecientes.
Wendy echó un vistazo al aparcamiento y vio que casi todos los coches, salvo una docena escasa, habían desaparecido.
Wendy se encontró deseando que pudieran volver a subirse en el «Volkswagen» para regresar a Boulder… o a donde fuera.
Jack andaba buscando a Ullman, pero no estaba en el vestíbulo.
Se les acercó una chica joven, con el pelo de color rubio ceniza recogido en la nuca.
—Tu equipaje está fuera en la terraza, Dick.
—Gracias, Sally —Hallorann le dio un beso superficial en la frente—. Que pases bien el invierno. He oído que te casas.
Mientras la muchacha se alejaba, contoneándose y moviendo graciosamente el trasero, Hallorann se volvió a los Torrance.
—Tendré que darme prisa para alcanzar ese avión. Les deseo que les vaya muy bien, y estoy seguro de que así será.
—Gracias, ha sido usted muy amable —reconoció Jack.
—Yo le cuidaré mucho la cocina —volvió a prometerle Wendy—. Que se divierta en Florida.
—Como siempre —le aseguró Hallorann, que apoyó las manos en las rodillas y se inclinó para hablar con Danny—. Tu última oportunidad, muchachito. ¿Quieres venir a Florida?
—Creo que no —contestó Danny, sonriendo.
—De acuerdo. ¿Quieres echarme una mano para llevar mis maletas hasta el coche?
—Si mamá dice que puedo…
—Sí, puedes —accedió Wendy—, pero tendrás que abotonarte la americana —se inclinó para hacerlo, pero ya Hallorann se le había adelantado, y los largos dedos morenos se movían con rápida destreza.
—En seguida lo mandaré de vuelta —prometió.
—Perfecto —asintió Wendy, y los acompañó hasta la puerta. Jack seguía buscando a Ullman. Los últimos huéspedes del «Overlook» liquidaban sus cuentas en el mostrador.