LIQUIDACIÓN DE CUENTAS
Ullman los esperaba al otro lado de las amplias y anticuadas puertas de entrada. Le estrechó la mano a Jack y saludó a Wendy con un glacial movimiento de cabeza, observando quizá la forma en que se dieron la vuelta las cabezas cuando ella atravesó el vestíbulo con el pelo rubio suelto sobre los hombros del sencillo vestido azul marino. El dobladillo de la falda se detenía púdicamente tres centímetros por encima de la rodilla, pero no era necesario ver más para saber que Wendy tenía buenas piernas.
Ullman solamente se mostró cálido con Danny, pero eso era algo a lo que Wendy ya estaba acostumbrada. Danny parecía ser un niño para la gente que comparte en general los sentimientos de W. C. Fields hacia los niños. Ullman se inclinó un poco, desde la cintura, para ofrecer la mano a Danny. El chico se la estrechó, formalmente, sin sonreír.
—Mi hijo Danny —lo presentó Jack—. Y mi esposa, Winnifred.
—Encantado de conocerlos a ambos —saludó Ullman—. ¿Qué edad tiene, Danny?
—Cinco, señor.
—Señor, vaya —observó Ullman con una sonrisa, y miró a Jack—. Qué bien educado.
—Claro que sí —se enorgulleció el padre.
—Señora Torrance —Ullman le hizo la misma leve reverencia y por un momento Wendy pensó, divertida, que le besaría la mano, se la ofreció a medias y efectivamente él se la tomó, pero se limitó a retenerla un instante entre las suyas. Tenía manos pequeñas, secas y tersas, y Wendy sospechó que se las empolvaba.
El vestíbulo bullía de actividad. Casi no quedaba una de las anticuadas sillas de respaldo alto que no estuviera ocupada. Los botones entraban y salían cargados de maletas y frente al mostrador había una cola dominada por una enorme caja registradora de bronce, sobre la cual las calcomanías de Bankamericard y Master Charge parecían estrepitosos anacronismos.
A la derecha de ellos, en dirección de una alta puerta doble que continuamente se abría y se cerraba, había una antigua chimenea en la que en ese momento ardían unos leños de abedul. En un sofá, colocado demasiado cerca del propio fuego, estaban sentadas tres monjas, que conversaban entre sí, sonrientes, con sus bolsos de viaje puestos a un lado, en espera de que la cola para pagar disminuyera un poco. Mientras Wendy las miraba, estallaron en un acorde de risas infantiles y cristalinas. Wendy sintió que una sonrisa se le dibujaba en los labios: ninguna de ellas podía tener menos de sesenta años.
Como fondo se oía el murmullo constante de las conversaciones, el ¡ding! amortiguado de la campanilla plateada junto a la caja registradora cuando uno de los dos empleados de servicio la hacía sonar, las llamadas levemente impacientes: «¡El primero, por favor!». A Wendy le trajo recuerdos, intensos y cálidos, de su luna de miel en Nueva York con Jack, en el «Beekman Tower». Por primera vez, se dejó creer que estaban a punto de empezar lo que los tres necesitaban: unas vacaciones juntos, lejos del mundo, una especie de luna de miel familiar. Sonrió afectuosamente a Danny, que sin disimulo alguno miraba a todas partes con los ojos desorbitados. Otro coche, gris como el traje de un banquero, se había detenido frente al hotel.
—El último día de la temporada —decía Ullman—. Hoy cerramos.
Siempre es una locura. Yo lo esperaba más bien hacia las tres, señor Torrance.
—Es que quise darle tiempo al coche para recuperarse de un colapso nervioso si lo tenía —explicó Jack—, pero no pasó nada.
—Qué suerte —asintió Ullman—. Me gustaría llevarlos a los tres a recorrer el lugar, un poco más tarde, y naturalmente, Dick Hallorann quiere enseñar a la señora Torrance la cocina, pero me temo…
Uno de los empleados se acercó presuroso y casi tirándose de los pelos.
—Disculpe, señor Ullman…
—Sí, ¿qué pasa?
—Es la señora Brant —explicó el hombre, incómodo—. Se niega a pagar su cuenta si no es con la tarjeta del «American Express». Le dije que al final de la temporada del año pasado dejamos de aceptar «American Express», pero no quiere… —sus ojos fueron hacia la familia Torrance, después volvieron a Ullman. Se encogió de hombros.
—Yo me ocuparé de eso.
—Gracias, señor Ullman —el empleado volvió hacia el mostrador, donde una denodada mujer, envuelta en un largo abrigo de pieles y que lucía algo así como un boa negro de plumas, protestaba en voz alta.
—Yo vengo al «Overlook» desde 1955 —contaba al empleado, que se encogía de hombros con una sonrisa—. Y seguí viniendo después de que mi segundo marido murió de un ataque en esa fatigosa cancha de roque… bien le había dicho yo que había demasiado sol ese día… y nunca, pero nunca, le digo, pagué con otra cosa que no fuera con mi tarjeta de crédito del «American Express». ¡Llame a la Policía si quiere! ¡Hágame llevar por ellos! Lo mismo seguiré negándome a pagar con nada que no sea mi tarjeta dé crédito del «American Express». Y le repito…
—Discúlpenme ustedes —pidió el señor Ullman.
Lo siguieron con la vista mientras atravesaba el vestíbulo, tocaba con un gesto deferente el codo de la señora Brant y abría ambas manos, con una inclinación de cabeza, en el momento en que ella apuntó sus baterías sobre él. La escuchó con atención, volvió a hacer un gesto afirmativo y le dijo algo a su vez. Con una sonrisa de triunfo, la señora Brant sé volvió al infeliz empleado del mostrador y le dijo:
—¡Gracias a Dios que en este hotel hay un empleado que no se ha convertido en un ser completamente rutinario!
Después aceptó que Ullman, que apenas si llegaba al macizo hombro de su abrigo de pieles, la tomara del brazo para conducirla, presumiblemente a su despacho privado.
—¡Uuuuh! —exclamó Wendy, sonriendo—. Este figurín se gana el sueldo.
—Pero esa señora no le gustaba —precisó inmediatamente Danny—. El señor hizo como que le gustaba, pero nada más.
—De eso estoy seguro, doc —Jack, lo miró con una sonrisa—. Pero la adulación es lo que engrasa las ruedas del mundo.
—¿Qué es adulación?
—Adulación —le explico Wendy— es cuando tu papá dice que le gustan los pantalones amarillos que acabo de comprarme, aunque no sea cierto, o cuando dice que no me hace falta rebajar dos o tres kilos.
—Ah. ¿Es mentir por gusto?
—Algo parecido.
El niño había estado mirándola con atención.
—Qué guapa eres, mamá —dijo después, y frunció el ceño, confundido, cuando sus padres cambiaron una mirada y después estallaron en risas.
—Ullman no se molestó en halagarme mucho a mí —comentó Jack—. Venid, vamos a la ventana, que no me siento cómodo aquí, en medio de la gente, con esta chaqueta de dril. Sinceramente, no creí que hubiera mucha gente aquí, el día que cierran la temporada, pero parece que me equivoqué.
—Estás muy guapo —le dijo Wendy, y los dos volvieron a reírse; Wendy se cubrió la boca con una mano. Danny seguía sin entender, pero sentía que estaba bien. Sus padres se amaban. Danny pensó que ese lugar traía a su madre el recuerdo de otro (el Beakman) donde ella había sido feliz; Deseaba poder estar tan contento como ella, y no dejaba de decirse y volverse a decir que las cosas que Tony le mostraba no siempre se realizaban. Andaría con cuidado, atento a algo que se llamaba Redrum. Pero no diría nada, a no ser que fuera absolutamente necesario. Porque sus padres se sentían felices, se habían estado riendo, y no había en ellos malos pensamientos.
—Mira qué vista —señaló Jack.
—Oh, es estupenda. ¡Fíjate, Danny!
Pero a Danny no le parecía especialmente estupenda. A él no le gustaban las alturas: se mareaba. Más allá de la terraza cubierta que corría todo a lo largo del hotel, un césped cuidadosamente manicurado (con un putting green a la derecha) descendía suavemente hacia la piscina rectangular y alargada. En un pequeño trípode al extremo de la piscina, un cartel anunciaba CERRADO; cerrado era un letrero que Danny podía leer solo, lo mismo que Stop, Salida, Pizza y algunos otros.
Más allá de la piscina, una senda de grava serpenteaba entre un bosquecillo de pinos, abetos y álamos de corta edad, y allí había una señal que Danny no conocía: ROQUE. Debajo de las letras se veía una flecha.
—¿Qué es R-O-Q-U-É, papá?
—Un juego —contestó Jack—. Se parece un poco al croquet, sólo que se juega en una cancha de grava en vez de césped, y tiene los lados como una gran mesa de billar. Es un juego muy viejo, Danny, y a veces aquí se hacen torneos.
—¿Se juega con un mazo de croquet?
—Algo así —asintió Jack—. Pero con el mango un poco más corto, y la cabeza tiene un lado de goma dura y otro de madera.
(¡A ver si sales mocoso de mierda!).
—Se pronuncia roké. Si quieres —seguía diciendo su papá—, algún día te enseñaré a jugar.
—No sé —respondió Danny con una vocecita descolorida que hizo que sus padres intercambiaran por encima de él una mirada de desconcierto—. No creo que me guste.
—Bueno, doc, pues si no te gusta, con no jugar ya está. ¿De acuerdo?
—Seguro.
—¿Te gustan los animales? —le preguntó Wendy—. Ven a ver el jardín ornamental.
Al otro lado de la senda que conducía a la cancha de roque había setos verdes recortados para darles forma de diversos animales. Danny, con su vista de lince, alcanzaba a distinguir un conejo, un perro, un caballo, una vaca y otros tres, más grandes, que parecían leones retozando.
—Fueron esos animales los qué hicieron pensar al tío Al que yo podía servir para el trabajo —les contó Jack—. Él se acordaba de que mientras estaba en la Universidad yo trabajaba a veces para unos arquitectos paisajistas, que tenían una sección dedicada al cuidado de céspedes, arbustos y cercas ornamentales. Yo solía podar y mantener el jardín ornamental de una señora.
Wendy se puso la mano sobre la boca para disimular una risita.
—Sí, por lo menos una vez por semana solía podarle el jardín —reiteró Jack, mirándola.
—Vete, mosca —dijo Wendy, y volvió a reírse.
—¿Eran lindos los arbustos que tenía, papito? —preguntó Danny, y sus padres sofocaron al mismo tiempo grandes estallidos de risa. Wendy se rió tanto que las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas, y tuvo que abrir el bolso para sacar un pañuelo de papel.
—No eran animales, Danny —explicó Jack cuando pudo contenerse—. Eran figuras de naipes. Picas, corazones, tréboles y diamantes. Pero fíjate que los cercos crecen…
(Van subiendo, había dicho Watson… pero no, no los cercos, la caldera. Tiene que vigilarla todo el tiempo, porque si no, usted y su familia irán a parar a la Luna).
Su mujer y su hijo lo miraban, intrigados. A Jack se le había borrado la sonrisa de la cara.
—¿Papá? —le pregunto Danny.
Él parpadeó, como si regresara desde muy lejos.
—Crecen, Danny, y pierden la forma. Por eso tendré que echarle una recortada una o dos veces por semana, hasta que haga tanto frío que dejen de crecer hasta la primavera.
—Y también una zona infantil —señaló Wendy—. Vaya suerte.
La zona infantil estaba más allá del jardín ornamental: dos toboganes, una gran serie de columpios con media docena de asientos colocados a diferentes alturas, unas barras para trepar, un túnel hecho de tubos de cemento, un cuadrado de arena y una casa de juguete, que era una réplica exacta del «Overlook».
—¿Te gusta, Danny? —le preguntó su madre.
—Claro que sí —contestó el chico, con la esperanza de parecer más entusiasmado de lo que estaba—; Es bonito.
Pasando la zona infantil había una disimulada cerca de seguridad hecha de enrejado, más allá el amplio camino pavimentado que llevaba hasta el hotel, y después de todo eso el valle mismo, que se perdía, pendiente abajo, en la brillante bruma azul de la tarde. Danny no conocía la palabra aislamiento, pero si alguien se la hubiera explicado la habría entendido inmediatamente. Allá abajo, tendido al sol como una larga serpiente negra que hubiera decidido echarse una siestecita, estaba el camino que regresaba, atravesando por el paso de Sidewinder hasta llegar a Boulder. Estaría cerrado durante todo el invierno. Danny sintió que le faltaba él aire al pensarlo, y casi dio un salto cuando papá le apoyó una mano en el hombro.
—Tan pronto como pueda te conseguiré algo de beber, doc. En este momento están muy ocupados allí dentro.
—Sí, papá.
La señora Brant salió del despacho privado con aire de desagraviada; Momentos después dos de los botones, que entre ambos apenas si podían con ocho maletas, la siguieron, lo mejor que les fue posible, en su retirada triunfal. Desde la ventana, Danny miraba cómo un hombre de uniforme gris, tocado con una gorra que parecía la de un capitán del ejército, acercaba a la puerta el largo coche plateado de la señora Brant, se bajaba, la saludaba tocándose la gorra y se precipitaba a abrir el maletero.
Y en uno de esos destellos que le sucedían a veces, el chico captó un pensamiento completo de ella, que flotó por encima de la confusa mezcla balbuceante de emociones y colores que le llegaban por lo común donde había mucha gente.
(me gustaría meterme en sus pantalones).
Mientras seguía mirando cómo los botones acomodaban las maletas, Danny frunció el entrecejo. La mujer miraba de manera penetrante al hombre de gris, que supervisaba la operación. ¿Por qué querría ella meterse en sus pantalones? ¿Tendría frío, aunque llevara puesto ese abrigo largo de pieles? Y si tenía tanto frío, ¿por qué no se había puesto ella pantalones? Su mamá usaba pantalones casi todo el invierno.
El hombre de uniforme gris cerró el maletero y se acercó a ella para ayudarla a subir al coche. Danny se fijó muy bien a ver si ella le decía algo sobre los pantalones, pero se limitó a sonreírle y darle un billete de un dólar; la propina. Un momento después, la señora Brant arrancaba con su gran automóvil plateado.
El chico pensó en preguntarle a su madre por qué la señora Brant podía querer los pantalones del hombre que le había acercado el coche, pero decidió que no. A veces, las preguntas podían meterle a uno en un montón de líos. Ya le había sucedido antes.
De modo que, en vez de preguntar, se metió entre su padre y su madre, en el pequeño sofá que los tres compartían, y se quedó mirando la gente que hacía cola ante el mostrador. Se alegraba de ver que su papá y su mamá fueran felices y se amaran, pero él no podía dejar de sentirse un poco preocupado. No lo podía evitar.