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VISTA PANORÁMICA DEL «OVERLOOK»

Mamá estaba preocupada.

Tenía miedo de que el «Volkswagen» no pudiera subir, y bajar todas esas montañas y de que se quedaran parados a un costado de la carretera, donde alguien pudiera chocar con ellos. Danny estaba más optimista; y si papá pensaba que el coche haría ese último viaje, entonces probablemente lo haría.

—Ya estamos llegando —dijo Jack.

—Gracias a Dios —suspiró Wendy, apartándose el pelo de las sienes.

Iba sentada en el asiento de la derecha, con un libro de Victoria Holt en edición de bolsillo abierto sobre la falda, pero boca abajo. Se había puesto el vestido azul, el que a Danny le parecía el más bonito de todos.

Tenía cuello de marinero y hacía que su madre pareciera muy joven, casi como una jovencita aún en la escuela secundaria. Papá le ponía continuamente una mano sobre la pierna, y continuamente ella sé reía y se la retiraba, diciendo Vete, mosca.

Danny estaba impresionado con las montañas. Un día, papá los había llevado a las que había cerca de Boulder, esas que llamaban los Flatirons, pero éstas eran mucho más grandes, y sobre las más altas se podía ver como un espolvoreo de nieve, y papá decía que por lo general allí había nieve durante todo el año.

Y estaban de veras en la montañas, no cerca de ellas. Alrededor de ellos se alzaban enormes murallas de roca, tan altas que apenas si se podía ver dónde terminaban, aunque asomara uno la cabeza por la ventanilla.

Cuando salieron de Boulder, la temperatura era de unos veinticinco grados.

Ahora, apenas pasado el mediodía, el aire era frío y seco como en Vermont allá por noviembre, y Papito había puesto en marcha la calefacción… aunque en realidad no funcionaba muy bien. Habían pasado junto a varias señales que prevenían sobre DESMORONAMIENTOS DE ROCAS (mamá se las había ido leyendo al pasar), y aunque Danny había esperado ansiosamente ver caer alguna roca, no había pasado nada. Todavía no, por lo menos.

Hacía media hora que, al pasar ante otra señal, papá había dicho que ésa era muy importante. Decía ENTRADA AL PASO DE SIDEWINDER y papá explicó que hasta allí llegaban, durante el invierno, las máquinas quitanieves. Después, el camino ya era demasiado empinado. En invierno el camino quedaba cerrado desde el pueblecito de Sidewinder, el que acababan de atravesar antes de encontrar esa señal, hasta Buckland, en Utah.

En ese momento pasaban junto a otra señal.

—¿Y ésa qué es, mamá?

—Ésa dice VEHÍCULOS MÁS LENTOS POR EL CARRIL DE LA DERECHA.

Como nosotros.

—El coche resistirá —afirmó Danny.

—Dios quiera —mamá cruzó los dedos al decirlo. Danny le miró las sandalias abiertas, y vio que había cruzado también los dedos de los pies. Le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa, pero Danny sabía que seguía preocupada.

El camino subía y subía en una serie de lentas curvas en S, y Jack puso la palanca de directa a tercera, y después a segunda. Él coche gemía y protestaba, y los ojos de Wendy se detuvieron sobre la aguja del cuentakilómetros, que fue bajando de 65 a 50, y después a 35, donde se quedó de mala gana.

—La bomba de la gasolina… —empezó a decir tímidamente.

—La bomba de la gasolina aguantará cinco kilómetros más —la interrumpió Jack, cortante.

La muralla rocosa caía a pico a la derecha, dejando ver un valle abrupto que parecía seguir descendiendo eternamente, con su verde revestimiento de oscuros pinos de las Montañas Rocosas. Los árboles descendían por grises despeñaderos de roca que formaban precipicios de cientos de metros antes de adoptar pendientes más suaves. Wendy divisó una cascada que se vertía sobre uno de ellos; el sol de las primeras horas de la tarde destellaba en el agua como un áureo pez atrapado en una red azul.

Esas montañas eran hermosas, pero despiadadas. Wendy no creía que perdonaran errores, y un inquietante presentimiento le cerró la garganta.

Más al Oeste en Sierra Nevada, se quedó aislado por la nieve el grupo Donner, y tuvieron que recurrir al canibalismo para sobrevivir. No, las montañas no perdonaban muchos errores.

Dándole un tirón a la palanca, con una sacudida, Jack pasó a primera y laboriosamente siguieron trepando, mientras el motor rezongaba.

—Fíjate que no creo que haya visto cinco coches desde que pasamos por Sidewinder —observó Wendy—. Y uno de ellos era el del hotel.

Jack asintió con la cabeza.

—Va directamente al aeropuerto de Stapleton, en Denver. Dice Watson que más arriba del hotel ya hay partes heladas, y para mañana se esperan más nevadas en las cumbres. Cualquiera que tenga que atravesar las montañas ahora quiere estar en una de las rutas principales, por si acaso. Es de desear que ese maldito Ullman esté allá arriba; es lo que espero.

—¿Estás seguro de que la despensa está bien provista? —preguntó Wendy, que seguía pensando en el grupo Donner.

—Eso me dijo Ullman; quería que tú le pasaras revista, junto con Hallorann. Hallorann es el cocinero.

—Ah —murmuró Wendy, mirando al cuentakilómetros, que ahora apenas marcaba dieciséis kilómetros por hora.

—Ahí está la cumbre —anunció Jack señalando unos trescientos metros hacia delante—. Hay una indicación de lugar pintoresco, y desde allí se puede ver el «Overlook». Voy a aprovechar para salir del camino, para que el motor descanse un poco —por encima del hombro miró a Danny, que iba sentado sobre un montón de mantas—. ¿Qué te parece, doc? Tal vez veamos algún ciervo, o un caribú.

—Seguro que sí, papá.

Esforzadamente, el «Volkswagen» seguía subiendo. El cuentakilómetros cayó a una cifra de ocho kilómetros por hora, y empezaba a dar saltos cuando Jack salió del camino

(¿Qué es esa señal, mamá? LUGAR PINTORESCO, leyó obedientemente Wendy) pisó el freno y dejó que el «Volkswagen» pasará a punto muerto.

—Vamos —dijo Jack, mientras se bajaba del coche.

Juntos avanzaron hacia la barandilla de protección.

—Ahí está —señaló Jack. En ese momento eran las once.

Para Wendy, fue el descubrimiento de que una frase hecha podía ser verdad: quedarse sin aliento. Durante un momento, realmente no pudo respirar; lo que veía le había cortado la respiración. Estaban de pie casi en la cima de un pico. Frente a ellos, imposible saber a qué distancia, se elevaba hacia el cielo una montaña más alta aún, cuyo pico escarpado se veía apenas como una silueta aureolada por el sol, que iniciaba ya su descenso. Por debajo de ellos se extendía todo el fondo del valle, y las pendientes que acababan de trepar en el sufrido «Volkswagen» eran a tal punto vertiginosas que Wendy sintió que si miraba demasiado tiempo hacia abajo le daría náuseas y terminaría por vomitar. En el aire transparente parecía que la imaginación se llenara de vida, escapara de las riendas de la razón, y mirar era no poder dejar de verse cayendo y cayendo y cayendo, mientras cielo y montañas cambiaban lentamente de lugar en un girar lento, mientras el grito le salía a uno de la boca como un globo ocioso, mientras el pelo y las faldas flotaban al viento…

Con un estremecimiento, apartó la mirada del precipicio para seguir la dirección del dedo de Jack. Pudo ver el camino que trepaba por el costado de esa aguja gótica, girando sobre sí mismo sin perder la dirección hacia el Noroeste, trepando siempre pero en un ángulo menos escarpado. Más arriba, engastados aparentemente en la pendiente misma, vio cómo los pinos hoscamente aferrados a la roca se abrían para dejar lugar a un amplio rectángulo de césped verde en medio del cual, dominando todo el panorama, se levantaba el hotel. El «Overlook». Al verlo, Wendy volvió a encontrar el aliento y la voz.

—¡Oh, Jack, qué maravilla!

—Sí, realmente —asintió él—. Ullman dice que es el que tiene el sitio más bonito de Norteamérica. No es que yo le dé mucho crédito, pero pienso que tal vez sea… ¡Danny! ¡Danny!, ¿te sientes bien?

Wendy se dio la vuelta para mirarlo, y el súbito miedo por él borró todo lo demás, por estupendo que fuera. Se lanzó hacia su hijo, que se aferraba a la barandilla sin dejar de mirar hacia el hotel, con la cara de color gris pálido y en los ojos la mirada vacía de alguien que está a punto de desmayarse.

Wendy se arrodilló junto a él y, tranquilizadora, le apoyó ambas manos en los hombros.

—Danny, ¿qué…?

Jack ya estaba junto a ella.

—¿Estás bien, doc? —le dio una pequeña sacudida y los ojos del niño se despejaron.

—Sí, papá. Perfectamente.

—¿Qué pasó, Danny? —quiso saber Wendy—. ¿Te mareaste, tesoro?

—No, estaba… pensando. Lo siento, no quise asustaros —miró a sus padres, arrodillados frente a él, con una sonrisita desconcertada—. Tal vez fuera el sol. Me dio el sol en los ojos.

—Te llevaremos al hotel y te daré un vaso de agua —ofreció papá.

—De acuerdo.

En el pequeño automóvil, que trepaba con más seguridad ahora que la pendiente se había hecho más suave, el chico siguió mirando hacia fuera por entre sus padres, mientras el camino iba desovillándose, permitiéndose de vez en cuando echar algún vistazo hacia el «Overlook Hotel», con su imponente serie de ventanas que miraban hacia el Oeste y que reflejaban en ese momento la luz del sol. Era el lugar que él había visto en medio de la ventisca, el lugar oscuro y retumbante donde alguna imagen aborreciblemente familiar lo buscaba a lo largo de oscuros corredores que tenían una jungla por alfombras. El lugar contra el cual lo había prevenido Tony. Era allí. Estaba allí. Fuera lo que fuese Redrum, estaba allí.