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EN OTRO DORMITORIO

Danny se despertó. Los golpes seguían retumbándole en los oídos, y la voz, ebria y salvajemente acariciante, gritaba con aspereza: ¡Ven aquí a tomar tu medicina! ¡Ya te encontraré! ¡Ya te encontraré!

Pero ahora los golpes no eran más que los de su corazón palpitante, y la única voz en la noche era el alarido lejano de la sirena de un coche de la Policía.

Inmóvil, se quedó en la cama, mirando las sombras de las hojas movidas por el viento que se proyectaban en el techo del dormitorio, entretejiéndose sinuosamente, dibujando formas que parecían las de las lianas y enredaderas en una selva, como los diseños entretejidos en la trama de una espesa alfombra. Tenía puesto su pijama, pero entre el pijama y su cuerpo se había interpuesto ajustadamente una camiseta de transpiración.

—¿Tony? —susurró—. ¿Estás ahí?

No hubo respuesta.

Se bajó de la cama y silenciosamente se deslizo hacia la ventana. Miró hacia afuera, hacia Arapahoe Street: la calle estaba desierta y silenciosa. Eran las dos de la mañana. Ahí fuera no había nada, a no ser las aceras vacías, por donde se paseaban las hojas caídas; coches aparcados y el largo cuello de la farola de la esquina, frente a la gasolinera de Cliff Brice. Con la caperuza en que terminaba y esa inmovilidad alerta, la farola parecía un monstruo de alguna serie espacial.

Miró hacia ambos lados de la calle, esforzándose por ver la esbelta forma de Tony haciéndole señas, pero allí no había nadie.

El viento suspiraba entre los árboles, y las hojas caídas crujían por las aceras desiertas y sobre las capotas de los coches aparcados, con un débil ruido lamentable; el niño pensó que tal vez, en Boulder, él fuera el único lo bastante despierto como para oírlo. El único ser humano, en todo caso. No había manera de saber qué más podía andar suelto en la noche, deslizándose ávidamente entre las sombras, vigilando, bebiéndose el viento.

¡Te encontraré! ¡Te encontraré!

—¿Tony? —volvió a susurrar, aunque sin mucha esperanza.

Sólo el viento volvió a decir algo, en rachas más fuertes ésta vez, desparramando hojas por todo el tejadillo, bajo su ventana. Algunas cayeron en el canalón de desagüe y allí se quedaron lánguidamente, como bailarinas cansadas.

Danny… Danny …

Lo sobresaltó el sonido de la voz familiar y asomó el cuello por la ventana, apoyando las manecitas en el alféizar. Parecía como si, con el sonido de la voz de Tony, la noche entera hubiera cobrado una vida silenciosa y secreta, que susurraba incluso cuando el viento volvía a acallarse y las hojas se quedaban inmóviles y las sombras habían dejado de oscilar. Le pareció que veía una sombra más oscura, de pie en la parada del autobús, en la manzana siguiente, pero era difícil determinar si era una cosa real o una ilusión óptica.

No vayas, Danny…

Después vino una nueva racha de viento que le hizo entornar los ojos, y la sombra que había en la parada del autobús desapareció, si es que en realidad había estado allí. Se quedó junto a la ventana durante (¿un minuto?, ¿una hora?) un rato más, pero sin ver nada. Finalmente volvió a meterse en la cama y se cubrió bien con las mantas y se quedó mirando cómo las sombras que arrojaba sobre el cielo raso esa luz lejana se convertían en una jungla sinuosa llena de plantas carnívoras que no querían otra cosa que enredarse en torno a él, estrujarlo hasta quitarle la vida y arrastrarlo hacia abajo, hacia una negrura donde destellaba, en rojo, una sola palabra, siniestra: REDRUM.