5

LA CABINA TELEFÓNICA

Jack aparcó el «Volkswagen» frente al «Rexall», en el centro comercial y dejó que el motor se parara. Volvió a pensar si no tendría que decidirse a cambiar de una vez la bomba de la gasolina y volvió a considerar que no podían permitirse ese gasto. Si el coche aguantaba hasta noviembre, podría jubilarse con todos los honores. Para noviembre, allá en las montañas, la nieve ya estaría más alta que el techo del cacharro… y tal vez más alta que tres cacharros de esos apilados uno encima del otro.

—Quiero que te quedes en el coche, doc. Te traeré una barra de caramelo.

—¿Por qué no puedo ir?

—Tengo que hacer una llamada telefónica y es un asunto privado.

—¿Por eso no la hiciste desde casa?

—Por eso.

Wendy había insistido en que tuvieran teléfono, a pesar de lo ajustado de sus recursos. Con un niño pequeño, había dicho (y especialmente con un chico como Danny, que a veces tenía pérdidas de conocimiento), no podían permitirse carecer de teléfono. De modo que Jack había hecho frente a los treinta dólares de gastos de instalación —lo que ya era bastante grave— y a un depósito de noventa dólares de fianza, que era realmente doloroso. Y hasta ese momento, a no ser por dos llamadas equivocadas, el teléfono había estado mudo.

—¿Puedes traerme uno de fruta, papá?

—Claro. Pero quédate quieto y no juegues con la palanca de cambios, ¿eh?

—Bueno. Miraré los mapas.

—Eso.

Mientras Jack salía, Danny abrió la guantera y sacó los cinco ajados mapas de carreteras: Colorado, Nebraska, Utah, Wyoming, Nuevo México. Le encantaban los mapas de carreteras, le gustaba seguir con el dedo el recorrido de las rutas. Por lo que a él se refería, tener mapas nuevos era lo mejor de haberse mudado al Oeste.

Jack fue al mostrador del drugstore, compró la barrita de caramelo para Danny, un periódico y un ejemplar de Selecciones para Escritores del mes de octubre. Pagó a la chica con un billete de cinco dólares y le pidió que le diera el cambio en monedas de veinticinco. Con ellas en la mano se dirigió hacia la cabina telefónica colocada junto a la máquina de hacer llaves y se metió dentro. Desde allí, a través de tres cristales, podía ver a su hijo dentro del «Volkswagen». La cabeza del niño se inclinaba con seriedad sobre los mapas. Jack sintió una oleada de amor casi desesperado por su hijo. La emoción se tradujo en su rostro en una hosquedad pétrea.

Pensaba que en realidad tendría que haber hecho desde su casa la ineludible llamada de agradecimiento a Al; desde luego, no iba a decirle nada que Wendy pudiera objetar. Era su orgullo el que se lo vedaba. Por entonces, casi siempre prestaba oídos a lo que decía su orgullo, porque aparte de su mujer y su hijo, seiscientos dólares en su cuenta bancaria y un exhausto «Volkswagen» de 1968, era lo único que le quedaba. Lo único que le pertenecía. Hasta la cuenta bancaria era conjunta. Un año atrás era profesor de inglés en una de las mejores escuelas preparatorias de Nueva Inglaterra. Allí había tenido amigos —aunque no exactamente los mismos que antes de dejar la bebida—, algunas diversiones y también colegas que admiraban su soltura en el aula, y el hecho de que fuera escritor en su vida privada. Seis meses antes, las cosas iban bien. De pronto, incluso les quedó el dinero suficiente, al final de cada quincena, para hacer unos pequeños ahorros. En la época en que bebía no le quedaba jamás un centavo, por más que Al Shockley le ayudara muchas veces. Él y Wendy habían empezado, cautelosamente, a hablar de una casa y de dar una entrada, para dentro de un año o cosa así. Una granja, en el campo, aunque hicieran falta unos seis u ocho años para renovarla por completo, qué demonios, eran jóvenes, tenían tiempo.

Y entonces había tenido un arranque de mal genio.

George Hatfield.

El aroma de la esperanza se había convertido en el olor a cuero viejo del despacho de Crommert, donde todo parecía una escena tomada de su propia obra: las viejas imágenes de los antiguos directores de Stovington en las paredes, los grabados en acero de la facultad tal como era en 1879, cuando la construyeron, y en 1895, cuando el dinero de Vanderbilt les permitió construir la casa de campo que todavía se levantaba al extremo oeste del campo de fútbol, inmensa y chata, revestida de hiedra. La hiedra de abril susurraba del otro lado de la estrecha ventana de Crommert, y del radiador brotaba la voz soñolienta del vapor de agua. Pero no es un decorado, había pensado él. Era real. Era su vida. ¿Cómo podía haberla jodido de semejante manera?

—Es una situación grave, Jack. Tremendamente grave. La Junta me ha pedido que le transmita a usted su decisión.

La Junta quería la renuncia de Jack, él la presentó. En circunstancias diferentes, para junio lo habrían confirmado en la cátedra.

Lo que había seguido a esa entrevista en el despacho de Crommert había sido la noche más oscura y terrible de su vida. El deseo, la necesidad de emborracharse jamás habían sido tan fuertes. Le temblaban las manos. Se le caían las cosas. Una y otra vez descargó su irritación en Wendy y en Danny.

Su humor era una especie de animal salvaje sujeto con una traílla a punto de romperse. Aterrorizado ante la posibilidad de hacerles daño, se había ido de casa. Había ido a parar frente a un bar, y si no entró fue porque sabía que, si lo hacía, Wendy lo dejaría por fin y se llevaría consigo a Danny. Y cuando ellos se fueran, todo se habría acabado para él.

En vez de entrar en el bar, donde oscuras sombras inmóviles saboreaban las aguas del olvido, se había ido a la casa de Al Shockley. El resultado de la votación de la Junta había sido 6-1. Ese uno había sido Al.

Marcó el número de la telefonista, y la voz le dijo que por un dólar ochenta y cinco podían ponerlo durante tres minutos en contacto con Al, a tres mil doscientos kilómetros de distancia. Qué relativo es el tiempo, nena, pensó mientras metía en la ranura ocho monedas de veinticinco centavos. Débilmente, alcanzaba a oír los zumbidos y chillidos electrónicos de la conexión que se establecía hacia el Este.

Al era hijo de Arthur Longley Shockley, barón del acero, de quien —como único hijo— había heredado una fortuna, además de una gran variedad de inversiones y de cargos en diversos consejos y juntas. Una de ellas era el de la Junta de Directores de la Academia preparatoria de Stovington, la institución favorita del viejo. Tanto Arthur como Albert Shockley eran graduados; y Al vivía en Barre, lo bastante cerca para interesarse personalmente por los asuntos de la Universidad. Durante varios años, Al había sido el entrenador de tenis de Stovington.

Jack y Al se habían hecho amigos de una manera completamente natural e impremeditada: en las muchas reuniones de la Facultad a las que asistían juntos, ellos eran siempre los dos concurrentes más borrachos.

Shockley estaba separado de su mujer y, en cuanto a Jack, su matrimonio iba lentamente cuesta abajo, aunque siguiera amando a Wendy y le hubiera prometido con sinceridad (y con frecuencia) que se corregiría, por ella y por el pequeño Danny.

De muchas fiestas de la Facultad, los dos salían a recorrer los bares hasta que cerraban, para después detenerse en alguna tienda que estuviera abierta a comprarse un cajón de cerveza que se bebían en el coche, aparcados al final de algún camino solitario. Había mañanas en que, al entrar tambaleándose en la casa que alquilaban, mientras la aurora se insinuaba ya en el cielo, Jack se encontraba a Wendy y al bebé dormidos sobre el diván, Danny siempre del lado de adentro, con un puñito cerrado bajo la mandíbula de Wendy. Cuando los miraba, el odio y el asco de sí mismo le subían en una amarga oleada a la garganta, cubriendo incluso el gusto de la cerveza y de los cigarrillos y de los martinis… los marcianos, como los llamaba Al. Eran las ocasiones en que, meditada y cuerdamente, sus pensamientos se volvían hacia el revólver, la soga o la navaja de afeitar.

Si la curda se producía por la noche, como sucedía muchas veces, Jack dormía tres horas, se levantaba, se vestía, se tomaba cuatro Excedrinas y, todavía borracho, se iba a dar su clase de las nueve, sobre poesía norteamericana. Buenos días, chicos, hoy el genio de los ojos enrojecidos os va a contar cómo perdió Longfellow a su mujer en el gran incendio.

Él nunca había creído que fuera un alcohólico, pensó Jack mientras oía sonar el teléfono de Al. ¡La de clases a las que habría faltado, o las que había dado sin afeitarse, apestando todavía a los marcianos de la noche anterior!

No por mí, que yo puedo dejarlo en cualquier momento. ¡La de noches que él y Wendy habrían pasado en camas separadas! Pero oye, si estoy perfectamente. Los parachoques abollados. Claro que estoy en condiciones de conducir. Las lágrimas que ella vertía en el cuarto de baño. Las miradas cautelosas de los colegas cuando en una fiesta se servía aunque sólo fuera vino. El ir comprendiendo, lentamente, que todo el mundo hablaba de él. Y la conciencia de que su «Underwood» no producía más que bolas de papel arrugado en su mayor parte en blanco, que iban a parar al cesto de los papeles. En Stovington había sido una pequeña luminaria, un escritor norteamericano en gradual florecimiento, quizá, y sin duda un hombre con condiciones para enseñar ese gran misterio de la creación literaria. Había publicado dos docenas de cuentos. Estaba trabajando en una obra de teatro y pensaba que en alguna trastienda mental debía estar incubándose una novela. Pero ahora no producía nada y su enseñanza era un desastre.

Finalmente, la cosa terminó una noche, poco menos que un mes después que Jack le rompiera el brazo a su hijo. Eso, era la impresión que él tenía, había puesto término a su matrimonio. Lo único que faltaba era que Wendy se decidiera… estaba seguro de que si su madre no hubiera sido la zorra que era, Wendy habría tomado el autobús de vuelta a New Hampshire en cuanto Danny hubiera estado en condiciones de viajar. Todo había acabado.

Era poco más de medianoche. Jack y Al entraban en Barre por la carretera 31, Al sentado al volante de su «Jaguar», tomando sin precaución alguna de las curvas, pasándose a veces de la doble línea amarilla. Los dos iban muy borrachos; esa noche los marcianos habían aterrizado en gran número. Tomaron la última curva antes del puente a más de 110. En el camino había una bicicleta de niño, y hubo un chillido doloroso y agudo de la goma arrancada de los neumáticos del «Jag». Jack recordaba haber visto la cara de Al suspendida sobre el volante como una luna blanca y redonda.

Después, el ruido de metal que se aplasta al chocar con la bicicleta aún a sesenta y cinco, el vuelo de ésta como un pájaro doblado y retorcido, el manillar que golpea el parabrisas y vuelve a salir por el aire, dejando ante los ojos desorbitados de Jack la telaraña astillada del cristal de seguridad. Un momento después, el golpe final, espantoso, al estrellarse en el camino a espaldas de ellos. Y algo que los sacudía desde abajo mientras los neumáticos lo aplastaban. El «Jag» patinó de costado, con Al aún aferrado al volante, y desde muy lejos Jack se oyó decir:

—Por Dios, Al, le hemos pasado por encima. Lo he sentido.

En el oído, el teléfono seguía sonando. Vamos, Al. Contesta. Así puedo terminar con esto.

—Un par de llamadas más, señorita, si no tiene inconveniente.

—Sí, señor —dijo obedientemente la voz.

¡Vamos, Al!

Al había atravesado el puente para ir hasta el teléfono público más cercano, desde donde llamó a un amigo soltero para decirle que se ganaría cincuenta dólares si le buscaba en su garaje los neumáticos para la nieve del «Jaguar» y se los llevaba al puente de la carretera 31, en las afueras de Barre. Veinte minutos después apareció el amigo, en tejanos y chaqueta de pijama.

—¿Habéis matado a alguien? —preguntó después de haber recorrido la escena con la vista.

Al ya estaba levantando con el gato la parte trasera del coche, mientras Jack aflojaba los bulones.

—Providencialmente, no —respondió Al.

—De todas maneras, creo que yo me vuelvo. Me pagarás mañana.

—De acuerdo —respondió Al, sin levantar la vista.

Los dos habían cambiado las ruedas sin incidente alguno, y juntos habían regresado a la casa de Al Shockley. Al guardó el «Jag» en el garaje y paró el motor. En la silenciosa oscuridad, declaró:

—Para mí, se acabó el trago, Jacky. Se terminó. Hoy he matado mi último marciano.

Y ahora, mientras sudaba dentro de la cabina telefónica, a Jack se le ocurrió que jamás había dudado de la capacidad de Al para llevar a la práctica su decisión. Él había vuelto a su casa conduciendo el «Volkswagen», con la radio encendida, mientras algún conjunto salmodiaba repetidamente, como un ensalmo en la hora que procede al amanecer: Hazlo de todos modos… necesitas hacerlo… hazlo de todos modos… necesitas… Por más fuerte que lo pusiera, seguía oyendo el alarido de los neumáticos, el choque. Cuando parpadeaba, al cerrar los ojos veía la rueda aplastada con los radios rotos que apuntaban al cielo.

Cuando entró, Wendy estaba dormida en el diván. Miró en el cuarto de Danny y lo vio de espaldas en su cunita, profundamente dormido, con el bracito todavía escayolado. Bajo el pálido resplandor que le llegaba de la luz de la calle alcanzaba a ver sobre la blancura de la escayola las líneas oscuras donde todos los médicos y las enfermeras del departamento de pediatría habían firmado.

Fue un accidente. Se cayó por las escaleras, (mentiroso inmundo).

Fue un accidente. Tuve un arranque de mal genio.

(borracho de mierda basura cuando Dios se sonó las narices lo que salió fuiste tú).

Escuche eh venga por favor, no fue más que un accidente…

Pero la última súplica fue anegada por la imagen de esa linterna que oscilaba mientras ellos buscaban entre las malezas secas de fines de noviembre el cuerpo despatarrado que con toda razón debería haber estado allí, esperando a la Policía. No importaba que condujera Al. Otras noches era él.

Acomodó mejor las mantas para cubrir a Danny, fue al dormitorio y sacó del estante más alto del armario la «Llama» del 38 que guardaba en una caja de zapatos. Durante casi una hora estuvo sentado en la cama, mirándola, fascinado por su resplandor mortal.

Amanecía cuando volvió a ponerla en la caja y guardó ésta en el armario.

Luego llamó a Bruckner, el jefe del departamento para decirle que le suspendiera las clases porque estaba con gripe. Bruckner había accedido, pero no con tan buena disposición como de costumbre. El último año, Jack Torrance había estado demasiado propenso a las gripes.

Wendy le preparó café y huevos revueltos, y desayunaron en silencio.

El único ruido venía del patio de atrás, donde Danny hacía correr jubilosamente sus camiones por el cuadrado de arena, con su mano sana.

Mientras lavaba los platos, de espaldas a él, Wendy le dijo:

—Jack, he estado pensando.

—¿Sí? —con manos temblorosas, encendió un cigarrillo. Cosa rara, esa mañana no tenía resaca. Solamente los temblores. Parpadeó; en la oscuridad instantánea la bicicleta voló contra el parabrisas, astillando el cristal. Los neumáticos chillaron. La linterna oscilaba.

—Quiero hablar contigo de… de lo que sea mejor para mí y para Danny. Para ti también, quizá. No lo sé. Tal vez deberíamos haber hablado antes de eso.

—¿Quieres hacerme un favor? —preguntó él, con los ojos fijos en la trémula brasa del cigarrillo—. ¿Quieres hacerme un favor?

—¿Qué? —La voz de Wendy era inexpresiva, neutra. Él habló mirándole la espalda.

—Que lo hablemos dentro de una semana, si quieres todavía.

Ella se dio la vuelta para mirarlo, con las manos bordadas de espuma, pálido y desilusionado el bonito rostro.

—Jack, contigo las promesas no resultan. Simplemente, sigues con…

Al mirarlo en los ojos se detuvo, fascinada, súbitamente insegura.

—Dentro de una semana —volvió a pedir él. Su voz había perdido totalmente la fuerza y se convirtió en un susurro—. Por favor. No te prometo nada. Si entonces todavía quieres hablar, hablaremos. De lo que quieras.

A través de la cocina soleada, los dos se miraron durante largo rato, y cuando Wendy volvió a los platos sin decir nada más, Jack empezó a temblar.

Dios santo, qué falta le hacía un trago. Nada más que una gotita para ver las cosas en la perspectiva debida…

—Danny ha soñado que tenías un accidente con el coche —dijo bruscamente Wendy—. Tiene sueños raros, a veces. Me lo ha dicho esta mañana, mientras lo vestía. ¿Ha sido así, Jack? ¿Has tenido un accidente?

—No.

Hacia el mediodía, la ansiedad de beber se le había convertido en una fiebre. Se fue a casa de Al.

—¿Estás en seco? —le preguntó su amigo antes de hacerlo pasar.

Tenía un aspecto espantoso.

—Como un hueso. Pareces Lon Channey en El fantasma de la Ópera.

—Entra.

Se pasaron la tarde jugando a los naipes, sin beber.

Pasó una semana. Él y Wendy no hablaron mucho, pero Jack sabía que ella lo observaba, incrédula, mientras él bebía café negro e infinitas botellas de «Coca-Cola». Una noche se bebió un cajón entero de seis «cocas» y después corrió al cuarto de baño a vomitarlas. El nivel de las botellas de alcohol del mueble-bar no bajaba. Después de las clases, Jack se iba a casa de Al Shockley —a quien Wendy odiaba más de lo que había odiado a nadie en su vida— y, cuando regresaba, su mujer juraba que su aliento olía a whisky o a gin, pero él conversaba con lucidez con ella antes de cenar, bebía café, jugaba con Danny después de la cena mientras compartía con él una «coca», le leía algo antes de acostarlo y después se sentaba a corregir composiciones bebiendo interminables tazas de café negro; Wendy tendría que admitir que se había equivocado.

Pasaron semanas, y las palabras sin pronunciar fueron retrocediendo cada vez más de los labios de Wendy. Jack percibía el retroceso, pero sabía que nunca sería una desaparición completa. Las cosas empezaron a mejorar un poco. Después vino lo de George Hatfield. Había vuelto a tener un arranque de mal genio, y esta vez completamente sobrio.

—Señor, el abonado sigue sin…

—¿Sí? —preguntó la voz de Al, sin aliento.

—Hablen —dijo de mala gana la telefonista.

—Al, soy Jack Torrance.

—¡Jackie! —dijo con auténtico placer—. ¿Cómo estás?

—Bien. Te llamaba para darte las gracias. Me dieron él trabajo. Está perfecto. Si no termino esa maldita obra encerrado allá por la nieve todo el invierno, jamás podré.

—La terminarás.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó Jack, vacilante.

—En seco. ¿Y tú?

—Como un hueso.

—¿Lo echas mucho de menos?

—Día a día.

Al soltó la risa.

—Qué bien conozco esa escena. Pero lo que no sé es cómo hiciste para seguir en seco después del asunto de Hatfield, Jack. Eso ya fue el colmo.

—Es que realmente, yo ya había fastidiado bastante las cosas. —Jack lo dijo con voz tranquila.

—Ah, demonios. Para la primavera habrá reunión de la Junta, y Effinger ya anda diciendo que tal vez la decisión fue demasiado apresurada.

Y si tu obra llega a concretarse…

—Sí. Escucha, Al, mi chico está esperándome en el coche, y me parece que está empezando a inquietarse…

—Seguro, te entiendo. Que paséis un buen invierno allá, Jack. Me alegro de haberte sido útil.

—Gracias de nuevo, Al. —Al cortar la comunicación, cerró los ojos en la cabina sofocante y de nuevo vio la bicicleta aplastada, la linterna oscilante. Al día siguiente había aparecido una nota en el periódico, en realidad un texto no mayor que para relleno, pero sin mencionar al dueño de la bicicleta. El porqué de su presencia a la intemperie, en plena noche, sería siempre un misterio para ellos, y tal vez así tuviera que ser.

Volvió al coche, llevando a Danny su caramelo, pegajoso por el calor.

—¿Papá?

—¿Qué?

Danny titubeó, mientras miraba el rostro abstraído de su padre.

—Cuando estaba esperando que regresaras de ese hotel, tuve un mal sueño. ¿Recuerdas, cuando me quedé dormido?

—Sí.

Pero no servía. Mentalmente, papá estaba en alguna otra parte, no con él. Pensando de nuevo en Algo Malo.

(soñé que me hacías daño, papá).

—¿Qué era el sueño, hijo?

—Nada —respondió Danny, mientras salían del aparcamiento, y volvió a guardar los mapas en la guantera.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Jack miró rápidamente a su hijo, con fugaz inquietud, y después siguió pensando en la obra.