WATSON
Tuvo usted un arranque de mal genio, había dicho Ullman.
—Bueno, pues aquí está el horno —dijo Watson mientras encendía una luz en la oscura habitación que olía a humedad. Era un hombre musculoso, de pelo alborotado, camisa blanca y pantalones verde oscuro.
Abrió una puertecilla enrejada que había en la panza del horno y él y Jack se inclinaron para mirar dentro.
—Ésta es la luz piloto.
Un incesante chorro azul blancuzco se elevaba con un silbido; fuerza destructiva canalizada, pensó Jack, pero la palabra clave era destructiva, no canalizada: si metía uno la mano ahí dentro, en tres segundos o menos la tendría asada.
Un arranque de mal genio.
(Danny, ¿estás bien?).
El horno, indudablemente el más grande y el más viejo que Jack había visto en su vida, llenaba todo el recinto.
—El piloto tiene un seguro —le explicó Watson—. Este pequeño automático que hay aquí mide el calor. Si baja de cierto punto, el automático acciona un timbre que suena en sus habitaciones. Las calderas están al otro lado de la pared. Ahora se las enseñaré.
De un golpe cerró la puertecilla enrejada y, por detrás del férreo bulto del horno, condujo a Jack hacia otra puerta. El hierro irradiaba hacia ellos un calor abrumador y, sin saber por qué, Jack pensó en algún enorme gato que dormitara. Watson hizo tintinear las llaves, mientras silbaba.
Un arranque de…
(Cuando volvió a entrar en su despacho y vio a Danny allí, de pie, vestido sólo con unas bragas y una sonrisa, una roja y lenta nube de rabia le había eclipsado la razón. En el fondo de su alma pensó que todo había ocurrido lentamente, pero de hecho debió ocurrir en menos de un minuto.
Esa presunta lentitud debía ser la misma que induce a pensar que son lentos algunos sueños. Las pesadillas. Parecía como si, en el rato que estuvo fuera, todas las puertas y los cajones de su despacho hubieran sido saqueados. Y el armario, los estantes, la biblioteca de puertas corredizas. Todos los cajones de la mesa aparecían abiertos. Su manuscrito, la comedia en tres actos sobre la que venía trabajando lentamente, basada en una novela corta escrita siete años atrás, antes de graduarse, estaba desparramada por todo el suelo. Jack estaba bebiéndose una cerveza mientras corregía el segundo acto, cuando Wendy le dijo que lo llamaban por teléfono, y Danny le había volcado sobre las páginas la lata de cerveza. Para ver la espuma, probablemente. Para ver la espuma, para ver la espuma: las palabras se repetían y se repetían en su mente como un acorde que alguien tocara mal en un piano desafinado, cerrando el circuito de su rabia. Lentamente avanzó hacia su hijo de tres años que lo miraba con sonrisa complacida, encantado con lo que acababa de hacer, con pleno éxito, en el despacho de papá; Danny empezó a decir algo y en ese momento le aferró la mano y se la dobló para hacerle soltar la goma de borrar y el lápiz portaminas que tenía en ella. Danny había dado un gritito… no… no… a decir verdad, fue un chillido. ¡Qué difícil era recordarlo todo a través de la bruma de cólera, el golpe seco y desafinado de ese único acorde! Wendy preguntando desde alguna parte qué pasaba…
Con voz debilitada, amortiguada por la bruma interna. Eso era cuestión entre ellos dos. Jack había hecho girar a Danny para darle unos azotes mientras los gruesos dedos del adulto se hundían en la delicada carne del pequeño antebrazo, apretando hasta cerrar el puño. El chasquido del hueso al romperse no había sido muy fuerte, no; bueno sí, había sido muy fuerte, ENORME, pero fuerte no. Como ruido, apenas lo suficiente para abrirse paso como una flecha a través de la bruma roja; pero en vez de dejar entrar la luz del sol, ese ruido había dejado paso a las nubes oscuras del remordimiento y la vergüenza, del terror, de la angustiosa convulsión del espíritu. Un ruido preciso, que dejaba de un lado el pasado y todo el futuro del otro, un sonido como el que hace un lápiz cuando se quiebra, o una astilla para el fuego, cuando uno la rompe contra la rodilla. Hubo un momento de espantoso silencio en el otro lado, tal vez por respeto hacia el futuro que comenzaba, hacia todo el resto de su vida. Ver cómo el rostro de Danny se vaciaba de color hasta ponerse como el papel, verle los ojos, grandes, agrandándose más aún, poniéndose vidriosos, y estar seguro de que se desplomaría muerto en el charco de cerveza y de papeles; y su propia voz, débil y ebria, farfullando, procurando hacer que todo retrocediera, buscando una manera de esquivar ese ruido no demasiado fuerte de hueso que se quiebra y de volver al pasado, como si hubiera un statu quo en la casa, preguntando: Danny, ¿estás bien? El alarido de Danny por respuesta y después Wendy, aterrada, boquiabierta al acercárseles y ver ese ángulo tan raro que formaba el antebrazo de Danny con el codo; en el mundo de las familias normales no había brazos que articularan así. El grito de ella al abalanzársele para tomarlo en brazos y el balbuceo insensato: Oh Dios, Danny, oh Dios querido, oh santo Dios, tu pobre bracito; y él parado, aturdido, estúpido, tratando de comprender cómo podía haber sucedido una cosa así. Siguió allí parado y sus ojos se encontraron con los de su mujer y en ellos vio que Wendy lo odiaba.
En ese momento no se le ocurrió lo que podía significar prácticamente ese odio; sólo más adelante cayó en la cuenta de que esa noche ella podría haberle abandonado, haberse ido a un motel, haber presentado una demanda de divorcio a la mañana siguiente; o haber llamado a la Policía. Lo único que vio fue que su mujer lo odiaba y eso le hizo sentirse abrumado, completamente solo. Horriblemente mal. Es lo que se sentía al acercársele a uno la muerte. Después, Wendy corrió hacia el teléfono para marcar el número del hospital, con el vociferante hijo común sostenido en el nido del brazo, sin que él se moviera; se quedó parado, en medio de su despacho en ruinas, oliendo a cerveza y pensando…).
Tuvo un arranque de mal genio.
Ásperamente, se pasó la mano sobre los labios y siguió a Watson al cuarto de calderas. Allí había humedad, pero no era solamente la humedad lo que le cubrió de un sudor enfermizo y pegajoso la frente, el vientre, las piernas. Era el recuerdo, esa cosa total capaz de hacer que aquella noche de hacía dos años pareciera un momento, hacía dos horas. No había distancia en el tiempo. Volvieron la vergüenza y la repulsión, la sensación de no valer nada, esa sensación que le empujaba a tomar un trago, lo cual era motivo de una desesperación aún más negra. ¿Habría alguna vez una hora, no digamos una semana ni un día siquiera, nada de eso, una simple hora de vigilia en que la ansiedad de beber no lo tomara así, por sorpresa?
—La caldera —anunció Watson. Se sacó del bolsillo de atrás del pantalón un pañuelo azul y rojo, se sonó las narices con un bocinazo y volvió a hacer desaparecer el pañuelo, no sin mirarlo brevemente para ver si encontraba algo interesante.
La caldera se erguía sobre cuatro bloques de cemento; era un largo depósito cilíndrico de metal, recubierto de cobre y remendado en muchas partes. Se extendía bajo una confusión de cañerías y conductos que zigzagueaban hacia arriba hasta perderse en el techo del sótano, alto y decorado de telarañas. A la derecha de Jack, dos grandes tubos de calefacción atravesaban la pared que los separaba del horno colocado en la habitación contigua.
—Aquí está el manómetro —Watson le dio un golpecito—. Mide en libras por pulgada cuadrada. Me imagino que eso ya lo sabe. Ahora lo tengo en cien, y por la noche las habitaciones están un poco más frías, pero no hay muchos clientes que se quejen, qué demonios. De todas maneras, en setiembre se enloquecen por venir. Aparte, esta nena está vieja. Tiene más remiendos que un mono conseguido en la seguridad social —de nuevo asomó el pañuelo. Bocina. Mirada. Desaparición.
—Me pesqué un maldito resfriado —le confió Watson—, como me pasa siempre en setiembre. Primero aquí abajo con esta vieja puta, después afuera cortando el césped o rastrillando esa cancha de roque. Primero enfriamiento, después resfriado, solía decir mi anciana madre, que Dios bendiga. Murió hace seis años, de cáncer. Cuando lo agarra a uno el cáncer, más vale que vaya haciendo testamento.
»Necesitará mantener la presión en no más de cincuenta o sesenta. El señor Ullman dice de calentar un día el ala oeste, al siguiente el ala central, un día después el ala este. ¿No está chiflado? Qué odio le tengo a ese cabrón. Ladrando todo el día lo mismo que uno de esos perritos que le muerden a uno en el tobillo y después se ponen a correr por ahí meando toda la alfombra. Si los sesos fueran pólvora, no le alcanzarían para volarse la nariz. Es una lástima, las cosas que hay que ver cuando uno tiene un arma.
»Fíjese aquí. Este registro se abre y se cierra con estas anillas. Yo lo tengo todo marcado. Todas las cañerías que tienen etiquetas azules van a las habitaciones del ala este. Las de etiqueta roja van al medio, las amarillas al ala oeste. Cuando vaya a calentar el ala oeste tiene que acordarse que es la parte del hotel que sufre realmente el clima. Cuando sopla viento, esos cuartos se ponen peor que una mujer frígida con un cubo de hielo ya sabe dónde. Cuando sopla el viento del oeste ya puede llevar la presión a ochenta. Es lo que haría yo, en todo caso.
—Los termostatos de arriba… —empezó a decir Jack, pero el otro sacudió vehementemente la cabeza. El pelo, esponjoso, le ondulaba sobre el cráneo.
—No están conectados. No están ahí más que de adorno. Alguna de la gente que viene de California no está conforme si no tiene calor suficiente para cultivar palmeras en los jodidos dormitorios. Todo el calor viene de aquí abajo. Pero tiene que vigilar la presión. ¿Ve cómo va subiendo?
Dio un golpecito sobre el dial principal, que de cien libras por pulgada cuadrada había pasado a marcar ciento dos durante el soliloquio de Watson.
Jack sintió que un escalofrío le recorría rápidamente la espalda y tuvo una premonición funesta. Después Watson dio una vuelta al regulador de presión, para hacer bajar la caldera. Se produjo un silbido y la aguja cayó bruscamente a noventa y uno. Watson cerró la válvula y el silbido se extinguió, como de mala gana.
—Ya ve que se sube —continuó Watson—. Pero dígaselo a ese gordo de Ullman, con cara de pájaro carpintero, y lo único que hará será sacar sus libros y pasarse tres horas demostrándole que hasta 1982 no se puede comprar otra. Le aseguro a usted que el día menos pensado todo esto va a volar hasta el cielo, y espero que ese gordo cabrón esté aquí para montar en el cohete. Dios, ojalá pudiera ser yo tan caritativo como era mi madre. Ella sí que era capaz de ver algo bueno en todos. Lo que es yo, soy tan bueno como una serpiente con sarna. Qué demonios, uno no puede ir en contra de su naturaleza.
»Bueno, tiene que acordarse de bajar aquí dos veces por día y otra vez, por la noche antes de meterse en la piltra. Tiene que comprobar la presión. Porque si se olvida, irá subiendo y subiendo y lo más probable es que usted y toda su familia se despierten en la maldita Luna. Con que la baje un poquito ya no tendrá problemas.
—¿Cuál es el límite?
—Bueno, está regulada para dos cincuenta, pero mucho antes de llegar a tanto habrá volado. No me haría usted bajar y estarme junto a ella si esa aguja estuviera marcando ciento ochenta.
—¿No tiene interruptor automático?
—No, qué va a tener. Cuando construyeron esto no se exigían esas cosas. Ahora el gobierno se mete en todo, ¿no? El FBI le abre las cartas, la CIA le llena la casa de malditos micrófonos… y mire lo que le pasó al Nixon.
¿No fue un espectáculo penoso?
»Pero con que baje usted regularmente a vigilar la presión, andará estupendo. Y acuérdese de alternar los conductos esos como él quiere. No quiere que ninguna de las habitaciones esté a mucho más de diez grados, a no ser que tengamos un invierno asombrosamente suave. Y el apartamento de ustedes lo puedan mantener a la temperatura que quieran.
—Y de las cañerías, ¿qué hay?
—Sí, a eso iba. Es por aquí, pasando este arco.
Entraron en una habitación rectangular que daba la impresión de tener kilómetros de largo. Watson tiró de un cordón y una sola bombilla de 60 vatios arrojó un resplandor enfermizo y vacilante sobre el lugar donde se hallaban. Hacia delante estaba el fondo del pozo del ascensor, con sus cables cubiertos de grasa que se deslizaban sobre poleas de seis metros de diámetro y su enorme motor todo engrasado y sucio. Por todas partes había periódicos, en paquetes, sueltos, en cajas. En otras cajas se leía Registros o Facturas o Recibos. Todo lo invadía un color amarillento y fangoso. Algunas de las cajas se caían a pedazos, derramando por el suelo hojas amarillentas que debían tener más de veinte años. Jack miraba a su alrededor, fascinado.
En esas cajas podridas podía estar enterrada toda la historia del «Overlook».
—Ese ascensor es endemoniado para mantenerlo en funcionamiento —dijo Watson, señalándolo con el pulgar—. Y sé que Ullman le está pagando unas cuantas cenas elegantes al inspector de ascensores para no tener que arreglar esa porquería. Y aquí tiene la instalación central de fontanería.
Frente a ellos se elevaban cinco grandes cañerías, cada una de ellas con un revestimiento aislante y sujeta por bandas de acero, que subían hasta perderse de vista entre las sombras.
Watson señaló un estante lleno de telarañas que había junto al pozo de ventilación. Sobre él había un montón de trapos grasientos y una carpeta archivadora de hojas separables.
—Ahí tiene usted todos los planos de fontanería —explicó—. No creo que tenga ningún problema de filtraciones, porque nunca las hubo, pero a veces las cañerías se congelan. La única manera de evitarlo es dejar correr un poco los grifos durante la noche, pero en este jodido palacio hay más de cuatrocientos grifos. El gordo maricón ese de arriba iría chillando todo el camino hasta Denver cuando viera el recibo del agua. ¿No tengo razón?
—Yo diría que es un análisis notablemente agudo.
Watson lo contempló con admiración.
—Oiga, usted sí que es hombre de estudios, ¿sabe? Habla como un libro. Yo admiro a la gente así, siempre que no sean de esos tipos mariposas, como son muchos. ¿Sabe usted quién tuvo la culpa de todos esos líos de las universidades, hace unos años? Los «homosexuales», ellos fueron. Como están frustrados, tienen que soltarse. Salirse del molde, eso dicen. Bendita mierda, no sé adónde irá a parar el mundo.
»Bueno, y si se le congela lo más probable es que sea aquí en este pozo, que no tiene calefacción, fíjese. Si le sucede, tiene esto —buscó dentro de un cajón de naranjas roto hasta encontrar un pequeño soplete de gas.
»Cuando se encuentre el tapón de hielo, quite el aislante y aplíquele directamente el calor. ¿Entendió?
—Sí. Pero ¿y si se hiela una de las cañerías que no están dentro del pozo de ventilación?
—Eso no sucederá si usted trabaja bien y mantiene el lugar caliente. Y de todas maneras, a las otras cañerías no puede llegar usted. No se preocupe por eso, que no tendrá problemas. Vaya lugar de muerte éste de aquí abajo.
Lleno de telarañas. Me da escalofríos, créame.
—Me contó Ullman que el primer vigilante de invierno mató a su familia y se suicidó luego.
—Ajá, el tipo aquel Grady. Mal bicho, lo supe desde que lo vi, siempre con esa sonrisa de zorrillo. Fue cuando empezaron todo de nuevo aquí, y ese jodido gordo de Ullman habría contratado al estrangulador de Boston si le aceptaba el salario mínimo. Los encontró un guardabosque del parque nacional; el teléfono estaba cortado. Estaban todos en el ala oeste, en la tercera planta, convertidos en bloques de hielo. Una pena las niñitas; seis y ocho años, tenían. Preciosas como capullos. ¡Y qué infernal revoltijo! Y el Ullman, que durante la temporada baja administra algún hotelucho de Florida, tomó un avión a Denver y alquiló un trineo para que le trajera desde Sidewinder porque los caminos estaban cerrados… un trineo, ¿no es increíble? Y por poco se hernió tratando de impedir que saliera en los periódicos. Lo consiguió bastante bien, tengo que admitirlo. Salió una nota en el Denver Post, y claro, el «bituario» en ese diariucho que tienen en Estes Park, pero nada más. Bastante bien, considerando la reputación que ha alcanzado este lugar. Yo esperaba que algún reportero empezara a escarbar de nuevo todo y pusiera a Grady como excusa para remover los escándalos.
—¿Qué escándalos?
Watson se encogió de hombros.
—Todos los grandes hoteles tienen escándalos —respondió—. Lo mismo que cualquier gran hotel tiene fantasmas. ¿Por qué? Demonios, la gente viene y va. A veces alguno estira la pata en su habitación, un ataque al corazón, un derrame o algo así. Los hoteles son lugares supersticiosos. No hay planta trece ni habitación trece, ni se pone un espejo del lado de adentro de la puerta por donde se entra, cosas así. Mire, en el mes de julio último perdimos una fulana. Ullman tuvo que ocuparse del asunto, y puede apostar la cabeza a que se ocupó. Por algo le pagan veintidós mil por temporada, y por más que me disguste el tipo, reconozco que se los gana.
Parece que hubiera gente que viene aquí nada más que para vomitar y que contrataran a un tipo como Ullman para limpiar los vómitos. Pues ahí viene esta mujer, que debía tener sus malditos sesenta años… ¡mi edad!, y con el pelo teñido más rojo que la luz de una casa de putas, las tetas caídas hasta el ombligo, porque sostén no llevaba, unas venas varicosas en todas las piernas que parecían un par de mapas de carreteras, ¡y las joyas que tenía en el pescuezo y los brazos y le colgaban de las orejas! Y venía con ese chico que no podía tener más de diecisiete, con el pelo largo hasta el culo y el pantalón que le marcaba todo como si lo rellenara con las páginas de chistes.
Y se pasan aquí una semana o unos diez días, no sé, y todas las noches la misma historia. En el salón Colorado de cinco a siete, ella tragando ponches como si mañana fueran a declararlos fuera de la ley, y él con una botellita de «Olympia», haciéndola durar. Y ella haciendo chistes y diciendo todas esas cosas ingeniosas, y cada vez que decía una él hacía una mueca como un jodido mono, como si le hubieran atado hilos a los extremos de la boca. Sólo que después de unos días ya se notaba que cada vez le costaba más sonreír, y sabe Dios lo que tendría que pensar para conseguir que le funcionara el arma a la hora de acostarse. Bueno, y después se iban a cenar, él caminando y ella tambaleándose, borracha como un pato, imagínese, y él pellizcando a las camareras y haciéndoles sonrisitas mientras ella no miraba. Créame que hasta hicimos apuestas a ver cuánto duraría.
Watson se encogió de hombros.
—Entonces, una noche, alrededor de las diez, él baja diciendo que su «mujer» está «indispuesta», es decir que ha vuelto a desmayarse como todas las noches que estuvo aquí, y que va a buscarle algún remedio para el estómago. Y se va en el «Porsche» en que habían llegado y ésa fue la última vez que se le vio el pelo. A la mañana siguiente ella baja y trata de mantener el tipo, pero cada vez se va poniendo más y más pálida hasta que el señor Ullman le pregunta, así, muy diplomático, si no querría notificar a la poli del Estado, por las dudas de si él hubiera tenido un accidente o cualquier cosa. Y ella se le viene encima como una gata. No, no, no, si él es un conductor estupendo, ella no está preocupada, no pasa nada, él volverá para la cena y cosas así. De modo que esa tarde, sobre las tres, ella se va al «Colorado» y no cena nada. A las diez y media se va a su cuarto y ésa fue la última vez que la vimos viva.
—¿Qué sucedió?
—El juez del Condado dijo que se había tomado como treinta píldoras para dormir encima de todo el alcohol. Al día siguiente apareció el marido, todo un gran abogado de Nueva York, y lo paseó al viejo Ullman por todos los corredores del infierno. Que lo demandaré por esto y lo procesaré por lo otro y cuando acabe con usted no va a poder encontrar ni siquiera un par de calzoncillos limpios y cosas por el estilo. Pero Ullman no es tonto, el muy mamón. Al final logró calmarlo. Me imagino que le preguntó al figurón qué le parecería que su mujer apareciera en todos los periódicos de Nueva York: Esposa de Prominente Blablablá neoyorquino aparece muerta con la panza llena de somníferos. Después de haber estado jugando al escondite con un chico que podía haber sido su nieto.
»La Policía encontró el «Porsche» en la parte de atrás de ese bar que está abierto toda la noche en Lyonos, y Ullman tiró de algunos hilos para conseguir que se lo devolvieran al abogado. Después, entre los dos lo presionaron al viejo Archer Houghton, que es el juez del Condado, y consiguieron que cambiara el fallo por el de muerte accidental. Ataque al corazón. Y ahora el viejo Archer conduce un «Chrysler». Yo no se lo critico.
Un hombre tiene que aprovechar lo que encuentra, especialmente cuando ya van pasando los años.
Apareció el pañuelo. Bocina. Mirada. Desaparición.
—Y entonces, ¿qué pasa? Como una semana después esa estúpida de camarera, Delores Vickery me llama, da un grito infernal mientras está haciendo el cuarto donde pararon esos dos y se cae desmayada. Cuando vuelve en sí dice que ha visto a la muerta en el cuarto de baño, tendida en la bañera, desnuda. «Con la cara de color púrpura y toda hinchada —cuenta— y me sonrió». Así que Ullman la despidió pagándole dos semanas y le dijo que se esfumara. Yo calculo que en este hotel deben haberse muerto unas cuarenta o cincuenta personas desde que mi abuelo empezó el negocio en 1910.
Clavó en Jack una mirada de astucia.
—¿Y sabe cómo murieron la mayoría? De ataques al corazón o a la cabeza, mientras se divertían con la dama que estaba con ellos. Esos son los que más vienen a estos lugares, tipos viejos que quieren echar la última cana al aire. Se vienen a las montañas para hacer como si tuvieran otra vez veinte años. Pero a veces les falla algo, y no todos los tipos que dirigieron este lugar eran tan buenos como Ullman para escabullirse de los periódicos. Así que el «Overlook» tiene su reputación, vaya si la tiene. Apostaría a que el jodido «Biltmore» de Nueva York también la tiene, si uno sabe a quién hay que preguntarle.
—Y fantasmas, ¿no hay?
—Señor Torrance, yo he trabajado aquí toda mi vida. Cuando era un crío de la edad de su hijo en esa foto que usted me enseñó, ya jugaba aquí, y todavía no he visto un fantasma. Venga conmigo al fondo, que le enseñaré el depósito de herramientas.
—De acuerdo.
Mientras Watson se estiraba para apagar la luz, Jack comentó:
—Vaya cantidad de papeles que hay aquí abajo.
—No lo dirá usted en broma. Parece que se hubieran juntado durante mil años. Periódicos y recibos viejos y facturas y cuentas y sabe Dios qué más.
Mi padre solía hacer una buena limpieza del lugar cuando teníamos el antiguo horno de leña, pero ahora la cosa se nos ha ido de las manos. Algún año de estos tomaré algún chico que los lleve a Sidewinder para quemarlos… si Ullman quiere correr con el gasto. Me imagino que lo hará, si grito «ratas» en voz bastante alta.
—Entonces, ¿hay ratas?
—Bueno… supongo que algunas. Ya tengo las ratoneras y el veneno que el señor Ullman quiere hacerle poner a usted en el desván y aquí abajo.
Tenga cuidado con su hijo, señor Torrance, no querrá que le pase nada.
—Seguro, tiene usted razón —viniendo de Watson, el consejo no resultaba hiriente.
Al llegar a la escalera se detuvieron un momento mientras Watson volvía a sonarse las narices.
—Allí encontrará todas las herramientas que necesite, y algunas innecesarias también me imagino. Y está el asunto de las tejas. ¿Le habló Ullman de eso?
—Sí, quiere que le cambie parte de las tejas del ala oeste.
—Ese gordo presumido querrá que le haga usted tanto trabajo gratis como pueda, y en la primavera andará llorando por ahí, porque el trabajo no está hecho como es debido. Ya se lo dije una vez en su propia cara, le dije que…
Las palabras de Watson fueron desvaneciéndose en un zumbido a medida que subían las escaleras. Jack Torrance echó una mirada por encima del hombro a la impenetrable oscuridad que olía a vejez y a moho y pensó que si algún lugar había que debiera tener fantasmas, era ese. Pensó en Grady, enclaustrado por la nieve lenta e implacable, enloqueciendo lentamente hasta terminar cometiendo aquella atrocidad. ¿Habrían gritado?, se preguntó. Pobre Grady, sentir que aquello estaba más cerca de él cada día, saber finalmente que para él la primavera no llegaría jamás. No debería haber estado allí. No debería haber tenido ese arranque de mal genio.
Mientras atravesaba la puerta, siguiendo a Watson, las palabras resonaron dentro de él como el doblar de una campana, acompañadas por un ruido seco… como el de un lápiz que se quiebra. Dios santo, qué bien le vendría un trago. O mil.