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BOULDER

Al mirar por la ventana de la cocina lo vio sentado en el borde de la acera, sin jugar con los camiones ni el vagón, ni siquiera con el planeador de madera de balsa que tanto le había divertido durante toda la semana anterior, desde que Jack se lo llevó. Simplemente estaba ahí sentado, esperando que apareciera el descolorido «Volkswagen», con los codos apoyados en las piernas para sostenerse el mentón con ambas manos: un chiquillo de cinco años que esperaba a su padre.

De pronto Wendy se sintió mal, casi a punto de llorar.

Colgó el paño de la barra que había junto al fregadero y bajó la escalera mientras se abotonaba los dos botones superiores de la bata. ¡Jack y su orgullo! Eh, no, Al no necesito un adelanto. Voy tirando por ahora. Las paredes del pasillo estaban llenas de rayaduras, de marcas de tiza y de lápices, de pintura. La escalera, empinada, llena de astillas. El edificio entero olía a rancio, y ¿qué lugar era ese para Danny, después de la pulcra casita de ladrillos de Stovington? Los que vivían encima, en el tercero, no estaban casados y, por más que a Wendy eso no le preocupara, la inquietaban en cambio las peleas, constantes, rencorosas. Le daban miedo. El hombre se llamaba Tom, y cuando los bares cerraban y ellos regresaban a casa, empezaban las peleas en serio… en comparación, el resto de la semana se les iba en preliminares. Las «peleas nocturnas de los viernes» como las llamaba Jack; pero no eran ninguna broma. La mujer, que se llamaba Elaine, terminaba siempre entre lágrimas, repitiendo una y otra vez: «No, Tom. Por favor, no. Por favor, no». Y él le gritaba. Una vez habían llegado incluso a despertar a Danny, que dormía como una piedra. A la mañana siguiente, Jack se había encontrado con Tom al salir y había estado un rato hablando con él en la acera. Tom empezó a fanfarronear, Jack le dijo algo más, en voz demasiado baja para que Wendy lo oyera, y el otro se limitó a sacudir hoscamente la cabeza y se marchó. Había sido la semana pasada y durante unos días las cosas fueron mejor, pero desde el fin de semana habían vuelto otra vez a la normalidad… mejor dicho, a la anormalidad. Y eso era malo para el niño.

La sensación de congoja volvió a inundarla, pero ya había llegado a la acera y la dominó. Alisándose el vestido, se sentó junto a su hijo en el bordillo de la acera.

—¿Qué pasa, doc[1]?

El chiquillo le sonrió, pero superficialmente.

—Hola, ma.

Tenía el planeador entre los pies, calzados con playeras, y Wendy advirtió que una de las alas estaba rajada.

—¿Quieres que vea si puedo arreglártelo, cariño?

Danny había vuelto a quedarse con los ojos fijos en la calle.

—No, papá me lo arreglará.

—Es probable que papá no vuelva hasta la hora de la cena, doc. Estos recorridos de montaña son muy largos.

—¿Tú crees que se romperá el cacharro?

—No, eso no.

Pero el niño le había dado un nuevo motivo de preocupación. Gracias, Danny. Era lo que me hacía falta.

—Papá dijo que era posible —le informó Danny con tono realista, casi aburrido—. Dijo que la bomba de la gasolina se iba a la mierda.

—No digas eso, Danny.

—¿Bomba de la gasolina? —lo preguntó con auténtica sorpresa.

Wendy suspiró.

—No, «se iba a la mierda». No digas eso.

—¿Por qué?

—Es vulgar.

—¿Qué es vulgar, ma?

—Es como cuando te hurgas la nariz en la mesa o vas a hacer pis y no cierras la puerta del baño. O decir cosas como «se iba a la mierda». Mierda es una palabra vulgar. La gente educada no la dice.

—Papá la dice. Mientras miraba el motor del coche dijo: «Cristo, la bomba de la gasolina se va a la mierda». ¿Papá no es gente educada?

¿Cómo te metes en estas cosas, Winnifred? ¿Las practicas?

—Claro que sí, pero además es una persona mayor, y tiene mucho cuidado de no decir cosas así en presencia de personas que no las entenderían.

—¿Cómo el tío, Al, quieres decir?

—Sí, exactamente.

—Y cuando yo sea mayor, ¿puedo decirlo?

—Me imagino que sí, aunque a mí no me guste.

—¿A qué edad?

—¿Qué te parece a los veinte, doc?

—Es mucho tiempo para esperar.

—Sí, creo que sí, pero inténtalo.

—Bueno.

El niño volvió a quedarse mirando la calle. Sus músculos se contrajeron un poco, como si fuera a levantarse, pero el coche que venía era mucho más nuevo y de un rojo más brillante. Volvió a descansar. Wendy pensaba en lo difícil que debía de haber sido para él la mudanza a Colorado. Aunque el niño no hubiera dicho una palabra, a ella le preocupaba el tiempo que pasaba solo. En Vermont, tres de los colegas de Jack en la facultad tenían niños de la edad aproximada de Danny —y además, estaban las clases—, pero en este barrio el chico no tenía con quién jugar. La mayoría de los apartamentos estaban ocupados por estudiantes universitarios, y de los pocos matrimonios que vivían en Arapahoe Street, eran muy escasos los que tenían hijos. Wendy había visto tal vez una docena que estarían ya en la escuela secundaría o al término de la primaria, tres bebés y nada más.

—Mami, ¿por qué se quedó sin trabajo papá?

Arrancada bruscamente de su ensueño, Wendy buscó desesperadamente una respuesta. Ella y Jack se habían planteado distintas maneras de hacer frente a esa pregunta de Danny, que iban desde la evasión hasta la verdad pura y simple, sin adornos. Pero el pequeño jamás había hecho la pregunta. Y se la hacía ahora, justamente cuando ella estaba deprimida y menos preparada que nunca para recibirla. El niño la miraba, leyendo tal vez la confusión en su rostro y formándose sus propias ideas sobre el asunto. Pensó que, para los niños, los motivos y las acciones de los adultos deben parecer tan enormes y amenazadores como los animales peligrosos que se vislumbran entre las sombras de un bosque, en la oscuridad. Y que deben sentirse llevados y traídos como marionetas, sin tener más que muy vagas nociones del por qué. La idea la llevó otra vez peligrosamente al borde de las lágrimas, y mientras luchaba contra ellas, se inclinó a recoger el planeador y empezó a darle vueltas entre las manos.

—Papá dirigía el grupo de controversia, Danny. ¿Te acuerdas de eso?

—Claro —respondió el niño—. «Discutir es disputar, pero por gusto», ¿era eso?

—Eso mismo.

Con los ojos fijos en la marca («SPEEDOGLIDE») y en las calcomanías azules de las alas, sin dejar de dar vueltas y más vueltas al planeador, Wendy se encontró contándole a su hijo la verdad exacta.

—En el grupo había un muchacho que se llamaba George Hatfield, a quien papá tuvo que excluir, porque no era tan bueno como los demás.

George dijo que papá lo había excluido porque le tenía antipatía, no porque él no sirviera. Y después hizo algo muy feo. Creo que eso tú lo sabes.

—¿Fue él quien nos pinchó los neumáticos del coche?

—Sí, eso es. Fue después de clase, y papá lo pilló haciéndolo —Wendy volvió a vacilar, pero ya no era cuestión de evasiones; la alternativa se reducía a decir la verdad o mentir—. Papá… a veces hace cosas que lamenta después. No piensa como debería. No es que le suceda muy a menudo, pero a veces sí.

—¿Hizo daño a George Hatfield como la vez que yo le desparramé todos sus papeles?

A veces…

(Danny con un brazo escayolado).

…hace cosas que lamenta después.

Wendy parpadeó furiosamente para hacer retroceder las lágrimas.

—Algo así, cariño. Papá golpeó a George para que dejara de pincharle los neumáticos, y éste le dio un golpe en la cabeza. Entonces las personas que dirigen la escuela decidieron que George no podía seguir siendo alumno y que papá no podía seguir siendo profesor —ya sin palabras, se detuvo, aterrorizada, en espera del diluvio de preguntas.

—Ah —murmuró Danny, y volvió a quedarse mirando la calle.

Aparentemente, el tema se había agotado. Ojalá ella pudiera darlo tan fácilmente por terminado.

Se levantó.

—Voy arriba a preparar una taza de té, cariño. ¿Quieres un par de galletas y un vaso de leche?

—Prefiero esperar a papá.

—No creo que llegue a casa mucho antes de las cinco.

—Tal vez venga temprano.

—Tal vez —coincidió Wendy—. Tal vez sí.

Se alejaba ya por la acera cuando el niño la llamó.

—¿Mami?

—¿Qué hay, Danny?

—¿Tú quieres que nos vayamos a vivir a ese hotel todo el invierno?

Y ahora, ¿cuál de las cinco mil respuestas darle? ¿La que había sentido ayer, o anoche, o esta mañana? Todas eran diferentes, abarcaban todo el espectro, desde el rosado más feliz a un negro mortal.

—Si eso es lo que papá quiere, yo estoy de acuerdo —hizo una pausa—. ¿Y tú?

—Supongo que sí —contestó finalmente el niño—. Aunque no hay mucha gente con quien jugar allí.

—Echas de menos a tus amigos, ¿no es eso?

—A veces echo de menos a Scott y a Andy. Y casi a ninguno más.

Wendy volvió junto a su hijo para besarlo, y le alborotó el pelo rubio que empezaba a perder la sedosidad de la infancia. Era un muchachito muy solemne, y en ocasiones Wendy se preguntaba cómo se las arreglaba para sobrevivir teniéndolos a ella y a Jack como padres. ¡Con tantas esperanzas como habían empezado, para verse reducidos a ese sórdido edificio de apartamentos en una ciudad que no conocían! La imagen de Danny escayolado volvió a alzarse ante ella. En el Servicio de colocaciones de Dios, alguien se había equivocado, y a veces Wendy temía que fuera un error que jamás se podría rectificar y que tendría que pagar el más inocente de todos.

Abrazó fuertemente al niño y le dijo:

—Cuida de no bajarte a la calle, doc.

—Sí, mami.

Wendy volvió a subir, entró en la cocina y puso a calentar el agua para el té. Dejó un par de galletas en un plato, por si Danny decidía subir mientras ella estaba recostada. Con el gran tazón de cerámica frente a ella, se sentó a la mesa y volvió a mirar al niño por la ventana; seguía sentado al borde de la acera, con sus tejanos y la camisa de color verde oscuro de la escuela, demasiado grande para él. El planeador estaba caído a su lado. Las lágrimas que le habían amenazado durante todo el día la invadieron súbitamente y Wendy, envuelta en el vapor rizado y fragante de la tetera, estalló en llanto. Llanto de dolor y pérdida por el pasado, de terror ante el futuro.