Al final no fui a ver las solicitudes. Tenía muchos motivos para no hacerlo, pero el definitivo fue la convicción de que era mejor que todos empezáramos de cero en el momento de las presentaciones. Además, si mi padre había analizado a cada una de las candidatas con el máximo detalle, ya no me apetecía tanto hacerlo a mí.
Mantuve una distancia cómoda entre la Selección y mi vida… hasta que la Selección se presentó a mi puerta.
El viernes por la mañana iba caminando por la tercera planta y oí las risas de dos chicas en la escalera, en el segundo piso. Una voz alegre dijo:
—¿Puedes creerte que estemos aquí?
Y ambas volvieron a estallar en una risita nerviosa.
Solté una maldición en voz alta y me metí en la primera habitación que encontré, porque me habían insistido una y otra vez en que debía conocer a todas las chicas a la vez, el sábado. Nadie me había dicho por qué era tan importante, pero supuse que tenía algo que ver con el maquillaje y la preparación. Si una Cinco llegaba a palacio sin preparativos previos, bueno…, no creía que tuviera demasiadas posibilidades. A lo mejor era para que todo fuera más justo. Salí discretamente de la habitación en la que me había metido y volví a la mía, intentando olvidar aquel incidente.
Pero entonces, por segunda vez, mientras me dirigía al despacho de mi padre a dejar algo, oí la voz de una chica a la que no conocía, lo cual me provocó una ansiedad que me atravesó el cuerpo. Volví a mi habitación y me puse a limpiar todos los objetivos de mis cámaras meticulosamente y a reorganizar mi equipo. Me busqué entretenimiento hasta la noche, cuando sabía que todas las chicas estarían en sus habitaciones y ya podría moverme libremente.
Era uno de aquellos rasgos que solían alterar tanto a mi padre. Él decía que le ponía nervioso que me moviera tanto. Pero no podía evitarlo: pensaba mejor caminando.
El palacio estaba tranquilo. De no haberlo sabido, no habría podido adivinar que teníamos tanta compañía. Quizá las cosas no fueran tan diferentes si yo no estuviera pensando constantemente en el cambio que suponía.
Mientras recorría el pasillo, me asaltaron todas las dudas que me acechaban. ¿Y si resultaba que no me enamoraba de ninguna de aquellas chicas? ¿Y si ninguna de ellas se enamoraba de mí? ¿Y si mi alma gemela había quedado descartada en favor de alguna chica de su provincia más valiosa para la corona?
Me senté en lo alto de las escaleras y hundí la cabeza entre las manos. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo podría encontrar a alguien a quien amar, que me quisiera, que contara con la aprobación de mis padres y con el favor del pueblo? Eso por no mencionar que fuera lista, atractiva y con talento, alguien que pudiera presentarles a todos los presidentes y embajadores con los que nos fuéramos encontrando.
Decidí olvidar todo aquello y pensar en lo positivo. ¿Y si me lo pasaba estupendamente conociendo a todas aquellas señoritas? ¿Y si todas eran encantadoras, divertidas y guapas? ¿Y si la chica que más me gustara conseguía aplacar a mi padre más de lo que ninguno de los dos nos imaginábamos? ¿Y si mi media naranja se encontraba ahora mismo en palacio, tendida en su cama, esperando conocerme?
Quizás…, quizás aquello acabara siendo todo lo que había soñado, antes de que se volviera demasiado real. Era mi oportunidad para encontrar pareja. Durante mucho tiempo, Daphne había sido la única persona en la que podía confiar; prácticamente nadie podía entender aquel tipo de vida. Pero ahora podía dar la bienvenida a mi mundo a otra persona, y sería mejor que todo lo que había tenido hasta entonces porque… sería mía.
Y yo sería suyo. Seríamos el uno para el otro. Ella sería lo que mi madre era para mi padre: una referencia cómoda, una fuente de calma y seguridad. Y yo podría ser su guía, su protector.
Me puse en pie y empecé a bajar, más seguro de mí mismo. Solo tenía que mantener la mente en eso. Recordar que la Selección tenía que reportarme justo eso: esperanza.
Cuando llegué a la planta baja, en realidad ya tenía una sonrisa en el rostro. No es que estuviera precisamente relajado, pero sí decidido.
—… salir —dijo alguien de forma entrecortada, con una voz frágil que resonaba en el pasillo.
¿Qué estaba pasando?
—Señorita, tiene que volver a su habitación ahora mismo.
Eché un vistazo desde la distancia y a la luz de la luna pude distinguir a un guardia que cerraba el paso a una chica —¡una chica!— que quería salir. Estaba oscuro, así que no le vi bien la cara, pero tenía una brillante melena pelirroja, como hecha de miel, rosas y luz del sol.
—Por favor —insistió ella, cada vez más agitada y temblorosa.
Me acerqué, intentando decidir qué hacer.
El guardia dijo algo que no entendí. Seguí adelante, para enterarme de qué estaba pasando.
—Yo… no puedo respirar —dijo ella, cayendo entre los brazos del guardia, que soltó el bastón para agarrarla. Parecía algo molesto.
—¡Soltadla! —ordené cuando llegué a su altura. Al cuerno las normas. No podía dejar que aquella chica se hiciera daño.
—Se ha desplomado, alteza —explicó el guardia—. Quería salir.
Sabía que los guardias solo intentaban protegernos a todos, pero… ¿qué podía hacer?
—Abrid las puertas —ordené.
—Pero…, alteza…
Me lo quedé mirando muy serio.
—Abrid las puertas y dejadla salir. ¡Ya!
—Enseguida, alteza.
El primer guardia se puso a abrir la cerradura, y yo me quedé mirando a la chica, que se agitaba ligeramente en los brazos del otro guardia, intentando ponerse de pie. Al abrirse la doble puerta, una ráfaga de aquel aire cálido y dulce de Ángeles nos envolvió. En cuanto lo sintió en sus brazos desnudos, la chica se puso en pie.
Me dirigí a la puerta y me quedé mirando cómo avanzaba por el jardín, tambaleándose, con los pies descalzos haciendo un ruido sordo sobre la suave grava. Era la primera vez que veía a una chica en bata, y, aunque en aquel preciso momento no hubiera podido decir que aquella jovencita era un modelo de elegancia, resultaba curiosamente atractiva.
Me di cuenta de que los guardias también estaban mirándola, y eso me molestó.
—Vuelvan a sus puestos —dije en voz baja. Ellos se aclararon la garganta y se volvieron a situar de cara al vestíbulo—. Quédense aquí a menos que los llame —ordené, y me dirigí al jardín.
Me costaba verla, pero la oía. Respiraba con dificultad, y casi daba la impresión de estar llorando. Esperaba que no fuera así. Por fin vi que caía sobre la hierba, con los brazos y la cabeza apoyados en un banco de piedra.
No pareció darse cuenta de que me acercaba, así que me quedé allí de pie un momento, esperando que levantara la vista. Al cabo de un rato empecé a sentirme algo incómodo. Me imaginé que al menos querría darme las gracias, así que me dirigí a ella.
—¿Estás bien, querida?
—Yo no soy tu «querida» —me contestó, airada, mientras se apartaba el cabello para mirarme. Aún estaba oculta entre las sombras, pero su pelo brillaba a la luz de la luna que se abría paso entre las nubes.
En cualquier caso, le viera o no el rostro, capté perfectamente la intención de sus palabras. ¿Dónde estaba la gratitud?
—¿Qué he hecho para ofenderte? ¿No te he dado todo lo que has pedido?
Ella no respondió. Apartó la mirada y volvió a echarse a llorar. ¿Por qué las mujeres tenían aquella propensión al llanto? No quería ser maleducado, pero tenía que preguntárselo.
—Deja de llorar, querida. ¿Quieres?
—¡No me llames eso! No me quieres más de lo que puedes querer a las otras treinta y cuatro extrañas que tienes aquí, encerradas en tu jaula.
Sonreí. Una de mis muchas preocupaciones era que aquellas chicas estuvieran pendientes constantemente de presentar su mejor imagen, intentando impresionarme. Temía tener que pasarme semanas para intentar conocer a alguien, convencerme de que era la persona ideal y luego descubrir, tras la boda, que se convertía en una persona diferente que me resultara insoportable.
Y ahí tenía a una a quien no le importaba quién fuera yo. ¡Me estaba regañando!
La rodeé, yendo hacia el otro lado y pensando en lo que había dicho. Me pregunté si mi costumbre de caminar arriba y abajo la molestaría. Si era así, ¿me lo diría?
—Ese planteamiento es injusto. Todas sois importantes para mí. Se trata sencillamente de dirimir a cuál podré llegar a querer más.
—¿De verdad has dicho «dirimir»? —dijo ella, incrédula.
—Me temo que sí. Perdóname. Es producto de mi educación.
Ella murmuró algo ininteligible.
—¿Disculpa?
—¡Es ridículo! —gritó.
Desde luego, tenía carácter. Mi padre no debía de saber mucho sobre esta chica en particular. Desde luego, ninguna con tal carácter habría entrado en la Selección de haberlo sabido él. Tenía suerte de que hubiera sido yo quien hubiera acudido en su ayuda, y no él, o ya la habría enviado de vuelta a casa.
—¿Qué es lo que es ridículo? —pregunté, aunque estaba seguro de que se refería a aquella escena. Nunca había experimentado algo así.
—¡Este concurso! ¡Todo este asunto! ¿Es que nunca has querido a nadie? ¿Así es como quieres escoger esposa? ¿De verdad eres tan superficial?
Aquello me dolió. ¿Superficial? Fui a sentarme en el banco, para que fuera más fácil hablar. Quería que aquella chica, quienquiera que fuera, comprendiera de dónde venía yo, cómo se veían las cosas desde mi perspectiva. Intenté no distraerme ante la vista de su cintura, su cadera y su pierna, incluso de su pie descalzo.
—Entiendo que quizá pueda parecerlo, que todo esto pueda parecer poco más que un entretenimiento barato —dije, asintiendo—. Pero en el mundo en el que vivo estoy muy limitado. No tengo ocasión de conocer a muchas mujeres. Las que conozco son hijas de diplomáticos, y generalmente tenemos muy poco de lo que hablar. Y eso, si es que hablamos el mismo idioma.
Sonreí, pensando en los momentos incómodos que había vivido, en aquellas largas cenas en silencio sentado junto a jovencitas a las que se suponía que tenía que entretener, pero sin poder hacerlo porque los traductores estaban muy ocupados hablando de política. Me quedé mirando a aquella chica, esperando que se riera conmigo de aquello. Pero cuando vi aquellos labios tensos que se negaban a sonreír, me aclaré la garganta y seguí adelante.
—En esas circunstancias —añadí, moviendo las manos nerviosamente—, no he tenido ocasión de enamorarme. —Daba la impresión de que ella no recordaba que en realidad no se me había permitido hacerlo hasta entonces—. ¿Tú sí?
—Sí —dijo ella, y parecía que aquello era, a la vez, motivo de orgullo y de tristeza.
—Entonces has tenido bastante suerte.
Me quedé mirando la hierba un momento. Seguí hablando; no quería que mi embarazosa falta de experiencia fuera el tema de conversación.
—Mi madre y mi padre se casaron así y son bastante felices. Yo también espero hallar la felicidad. Encontrar a una mujer que toda Illéa pueda querer, alguien que pueda ser mi compañera y que me acompañe cuando reciba a los líderes de otros países. Alguien que se haga amiga de mis amigos y que se convierta en mi confidente. Estoy listo para encontrar a mi futura esposa.
Hasta yo notaba la desesperación, la esperanza y el anhelo en mi voz. Las dudas volvieron a aparecer. ¿Y si no había nadie entre todas aquellas chicas que pudiera enamorarse de mí?
No, me dije. Aquello saldría bien.
Volví a mirar a aquella chica de aspecto desesperado.
—¿De verdad que te parece que esto es una jaula?
—Sí —dijo ella, tomando aire. Y, un segundo más tarde, añadió—: Alteza.
Me reí.
—La verdad es que yo me he sentido enjaulado más de una vez. Pero tienes que admitir que es una jaula muy bonita.
—Para ti —replicó ella, escéptica—. Llena tu bonita jaula con otros treinta y cuatro hombres, todos luchando por lo mismo y verás lo bonita que es entonces.
—¿De verdad ha habido peleas por mí? ¿No sabéis todas que soy yo el que escoge? —No sabía si sentirme halagado o preocupado, pero aquello era interesante. A lo mejor si alguna de esas chicas me deseaba de verdad, yo acabaría queriéndola también a ella.
—En realidad no es eso. Se disputan dos cosas —precisó ella—. Unas luchan por ti; otras luchan por la corona. Y todas creen saber qué decir y qué hacer para desequilibrar la balanza.
—Ah, sí. El hombre o la corona. Me temo que hay gente que no distingue una cosa de la otra —le contesté, meneando la cabeza, y fijé la vista en la hierba.
—Buena suerte con eso —dijo ella, divertida.
Pero aquello no tenía nada de cómico. Se confirmaba otro de mis grandes miedos. Una vez más, mi curiosidad me hizo preguntar, aunque estaba seguro de que me mentiría.
—¿Y tú por qué luchas?
—En realidad, yo estoy aquí por error.
—¿Por error? —¿Cómo podía ser? Si se había inscrito y había resultado elegida, y si había venido por propia voluntad…
—Sí. Algo así. Bueno, es una larga historia —dijo. Tendría que enterarme más adelante—. Y ahora… estoy aquí. Y no voy a luchar. Mi plan es disfrutar de la comida hasta que me des la patada.
No pude evitarlo: me dio la risa. Aquella chica era la antítesis de todo lo que había esperado. ¿Aguardaba a que le diera la patada? ¿Había venido por la comida? Para mi sorpresa, aquello empezaba a gustarme. Quizá todo sería tan sencillo como decía mamá, y con el tiempo llegaría a conocer a las candidatas, como había llegado a conocer a Daphne.
—¿Tú qué eres? —le pregunté. No podía ser más que una Cinco o una Cuatro, si tanta ilusión le hacía la comida.
—¿Perdón? —preguntó ella, que no entendió mi pregunta.
Yo no quería resultar ofensivo, así que empecé por arriba:
—¿Una Dos? ¿Una Tres?
—Una Cinco.
Ah, así que aquella era una de las Cincos. Sabía que a mi padre no le haría demasiada ilusión que intimara con ella, pero, al fin y al cabo, había sido él quien la había dejado entrar.
—Ah, ya. Bueno, en ese caso la comida quizá pudiera ser una buena motivación para quedarse. —Solté una risita—. Lo siento, no veo bien tu broche con la oscuridad.
Ella agitó levemente la cabeza. Si me preguntaba por qué no sabía ya su nombre, no sabía qué sonaría mejor: si una mentira (que había tenido demasiado trabajo como para memorizar todos los nombres) o la verdad (que estaba tan nervioso con todo aquel asunto que lo había dejado todo para el último momento).
Entonces me di cuenta de que el último momento ya había llegado.
—Me llamo America.
—Bueno, me parece perfecto —dije, con una risa. Solo por el nombre, me resultaba increíble que hubiera superado la criba. Aquel era el nombre de un antiguo país, un territorio terco y viciado que habíamos conseguido reconvertir en un Estado fuerte. A lo mejor mi padre la había admitido por eso: para demostrar que no le tenía miedo ni le preocupaba nuestro pasado, aunque los rebeldes se aferraran a él con tanto ahínco. A mí aquella palabra me daba la impresión de que tenía algo de musical—. America, querida, espero que encuentres algo en esta jaula por lo que valga la pena pelear. Después de esto, no me imagino cómo será verte luchar por algo que quieras de verdad.
Me levanté del banco y me arrodillé a su lado, cogiéndole la mano. Ella se quedó fijándose en nuestros dedos en lugar de mirarme a los ojos, cosa que agradecí. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de lo impresionado que estaba al verla bien por fin. Las nubes se apartaron en el momento justo, dejando que la luna iluminara su rostro. Se levantó conmigo, sin ningún temor a mostrarse como era, y estaba preciosa.
Bajo sus gruesas pestañas había unos ojos azules como el hielo que contrastaban con el fuego de su pelo. Tenía las mejillas suaves y ligeramente coloradas de haber llorado. Y sus labios, suaves y rosados, se entreabrieron mientras examinaba nuestras manos.
Sentí un cosquilleo extraño en el pecho, como la luz de una chimenea o la calidez del sol de la tarde. Duró un momento, y el corazón se me aceleró al mismo tiempo.
Me regañé mentalmente. Qué típico, quedarse prendado de la primera chica con la que había tenido ocasión de intimar. Era una locura, demasiado rápido como para que fuera verdad, y aquello puso fin a aquella sensación que tenía en el pecho. En cualquier caso, no quería perderla. El tiempo ya diría si a la larga valía la pena o no. Estaba claro que a America tendría que ganármela, y aquello llevaría su tiempo. Pero empezaría en aquel mismo momento.
—Si eso te hace feliz, puedo decirle al servicio que te gusta el jardín. Así podrás salir por las noches sin tener que ir de la mano del guardia. Aunque yo preferiría que tuvieras uno cerca. —No quería preocuparla hablándole de los frecuentes ataques que sufríamos. Mientras tuviera a un guardia cerca, estaría bien.
—Yo no… No quiero nada de ti —me respondió, apartándose y bajando la mirada al césped.
—Como desees —dije, algo decepcionado. ¿Qué había hecho yo que fuera tan horrible como para que se me quitara de encima? A lo mejor aquella chica era irreductible—. ¿Volverás a entrar pronto?
—Sí —murmuró.
—Pues te dejo, que querrás estar sola. Habrá un guardia junto a la puerta, esperándote. —Quería que se tomara su tiempo, pero tenía miedo de que alguna de las chicas pudiera salir lastimada por cualquier ataque inesperado, aunque fuera esta a la que le parecía desagradar tanto.
—Gracias…, esto…, alteza. —En su voz noté un rastro de vulnerabilidad, y caí en la cuenta de que quizá no se tratara de mí. A lo mejor simplemente estaba sobrepasada por todo lo que le estaba pasando. ¿Cómo podía culparla por eso? Decidí arriesgarme al rechazo una vez más.
—America, querida… ¿Me harás un favor? —dije, cogiéndole la mano de nuevo.
Ella me miró, escéptica. Aquellos ojos tenían algo; era como si estuviera buscando la verdad en los míos, decidida a encontrarla a toda costa.
—Quizá.
Su tono me dio esperanzas, y sonreí.
—No menciones esto a las otras. En teoría se supone que no tengo que conoceros hasta mañana, y no quiero que nadie se moleste. —Solté una risita sin querer, y al momento deseé no haberlo hecho. A veces se me escapaba la risa en los peores momentos—. Aunque no creo que la bronca que me has soltado se pueda considerar una cita romántica, ¿no?
Esta vez fue ella quien sonrió.
—¡Desde luego! —Hizo una pausa y respiró hondo—. No lo diré.
—Gracias. —Debería haberme conformado con aquella sonrisa, debería haberme ido sin más. Pero algo en mí, quizás el que me hubieran educado siempre para la lucha, para salir victorioso de cualquier situación, me decía que diera un paso más. Le cogí la mano, me la llevé a los labios y la besé—. Buenas noches.
Me fui de allí antes de que tuviera tiempo de reñirme o de que yo hiciera alguna tontería más.
Me habría gustado darme la vuelta y ver su expresión, pero si hubiera detectado el mínimo rechazo, no lo habría soportado. Si mi padre hubiera podido leerme la mente en aquel momento, estaría más que disgustado. A aquellas alturas, después de todo, yo tendría que ser más duro.
Cuando llegué a las puertas, me giré hacia los guardias.
—Necesita un momento. Si no ha entrado dentro de media hora, aprémienla amablemente para que lo haga. —Los miré a los ojos, asegurándome de que les había quedado claro—. Sería menester que no mencionaran esto a nadie. ¿Entendido?
Asintieron.
Me dirigí a la escalera principal. Mientras me alejaba, oí que uno le susurraba al otro:
—¿Qué es eso de «menester»?
Levanté la vista al cielo y seguí camino de las escaleras. Cuando llegué a la tercera planta, entré en mi habitación prácticamente a la carrera. Tenía un enorme balcón que daba a los jardines. No quería salir y que viera que la miraba, pero sí que me acerqué a la ventana y aparté la cortina.
Permaneció allí otros diez minutos, aparentemente más tranquila. Yo me quedé mirando cómo se limpiaba la cara, se sacudía la bata y volvía a entrar. Tuve la tentación de salir al pasillo de la segunda planta para que pudiéramos volver a encontrarnos «por casualidad». Pero me lo pensé mejor. Esa noche estaba disgustada, fuera de sus casillas. Si quería disponer de la más mínima oportunidad, tendría que esperar al día siguiente.
El día siguiente…, con otras treinta y cuatro chicas delante. Desde luego era un idiota por esperar tanto. Me dirigí a mi escritorio y saqué el montón de dossieres sobre las chicas, y me puse a estudiar sus fotos. No sabía de quién había sido la idea de poner los nombres detrás, pero no me ayudaba nada. Cogí una pluma y copié los nombres en la parte de delante. Hannah, Anna… ¿Cómo iba a distinguirlas? Jenna, Janelle, y Camille… ¿En serio? Aquello iba a ser un desastre. Tenía que familiarizarme con ellas. Y luego ir leyendo los broches con sus nombres hasta aprenderlos.
Porque podía hacerlo. Y podía hacerlo bien. Debía demostrar por fin que era capaz de coger la iniciativa, de tomar decisiones. ¿Cómo, si no, iba a confiar la gente en mí cuando fuera rey? ¿Y cómo iba a confiar en mí el rey?
Me centré en las más destacadas. Celeste… Recordaba el nombre. Uno de mis asesores había mencionado que era modelo y me había enseñado una foto suya en bañador publicada en una revista de papel satinado. Es probable que fuera la más sexy de las candidatas, y desde luego eso no iba a ser un inconveniente. Me llamó la atención una tal Lyssa, pero no positivamente. A menos que tuviera una personalidad arrolladora, no tenía ninguna posibilidad. A lo mejor era un poco superficial, pero… ¿tan malo era que lo tuviera claro? Ah, Elise. Por el aspecto exótico de sus ojos, debía de ser la chica que tenía familia en Nueva Asia. Aquel era su único atractivo.
America.
Me quedé mirando su fotografía. Tenía una sonrisa absolutamente radiante.
¿Qué era lo que la hacía sonreír con aquella ilusión? ¿Sería yo? ¿Se le habría pasado lo que fuera que sentía por mí? No parecía muy contenta de haberme conocido, pero… al final me había dedicado una sonrisa.
Al día siguiente tendría que empezar de cero con ella. No estaba seguro de lo que buscaba, pero en gran parte era lo que veía en aquella fotografía. Quizá fuera su carácter decidido o su sinceridad, o tal vez la suave piel del dorso de su mano, o su perfume… Pero lo que sí sabía, con meridiana claridad, era que deseaba gustarle.
¿Cómo iba a conseguirlo?