Barber me albergó en su apartamento el resto de la primavera. Se negó a permitir que contribuyera a pagar el alquiler, pero como mis fondos estaban otra vez casi a cero, me busqué un trabajo inmediatamente. Dormía en el sofá del cuarto de estar, me levantaba a las seis y media todas las mañanas y me pasaba el día subiendo y bajando muebles para un amigo que tenía una pequeña empresa de mudanzas. Detestaba ese trabajo, pero era lo suficientemente agotador como para entorpecer mi mente, por lo menos al principio. Más adelante, cuando mi cuerpo se acostumbró a la rutina, descubrí que no podía dormirme si no me emborrachaba hasta caer en redondo. Barber y yo nos quedábamos hablando hasta medianoche y luego yo me encontraba solo en el cuarto de estar, enfrentado a la elección de mirar al techo hasta la madrugada o emborracharme. Generalmente necesitaba una botella entera de vino antes de poder cerrar los ojos.
Barber no pudo tratarme mejor, ni ser más considerado y comprensivo, pero yo me encontraba en un estado tan lamentable que apenas me enteraba de que él estaba allí. Kitty era la única persona que era real para mí y su ausencia era tan tangible, tan insoportablemente insistente, que no podía pensar en otra cosa. Cada noche comenzaba con el mismo dolor en mi cuerpo, la misma palpitante, asfixiante necesidad de que ella me tocara de nuevo y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que me pasaba, notaba el ataque por debajo de la piel, como si los tejidos que me mantenían entero estuvieran a punto de estallar. Esto era la privación en su forma más repentina y absoluta. El cuerpo de Kitty era parte de mi cuerpo y, no teniéndolo a mi lado, ya no me sentía yo. Me sentía mutilado.
Después del dolor, las imágenes empezaban a desfilar por mi cabeza. Veía las manos de Kitty tendiéndose hacia mí para tocarme, veía su espalda y sus hombros desnudos, la curva de sus nalgas, su vientre liso plegándose cuando ella se sentaba en el borde de la cama para ponerse los leotardos. Me era imposible hacer que estas imágenes se desvanecieran, y no bien se presentaban, una engendraba otra, reviviendo los menores, los más íntimos detalles de nuestra vida en común. No podía recordar nuestra felicidad sin sentir dolor y, sin embargo, insistía en provocar ese dolor, indiferente al daño que me hacía. Cada noche me decía que debía coger el teléfono y llamarla y cada noche resistía la tentación, recurriendo a todo el odio que sentía hacia mí mismo para no hacerlo. Después de dos semanas de torturarme de este modo, empecé a tener la sensación de que me había prendido fuego.
Barber estaba preocupado. Sabía que había sucedido algo espantoso, pero ni Kitty ni yo queríamos decirle qué era. Al principio se atribuyó el papel de mediador entre nosotros, hablaba con uno y luego iba a informar al otro de la conversación, pero a pesar de todas sus idas y venidas no consiguió nada. Siempre que trataba de arrancarnos el secreto, los dos le dábamos la misma respuesta: No puedo decírtelo; pregúntaselo al otro. A Barber nunca le cupo duda de que Kitty y yo seguíamos queriéndonos y el hecho de que nos negáramos a hacer nada le desconcertaba y le frustraba. Kitty quiere que vuelvas, me decía, pero no cree que lo hagas. No puedo volver, le contestaba yo. No hay nada que desee más, pero no puede ser. Como último recurso, Barber llegó incluso a invitarnos a cenar en un restaurante al mismo tiempo (sin decirnos que el otro iría también), pero su plan fracasó cuando Kitty me vio entrar en el restaurante. Si hubiese vuelto la esquina sólo dos segundos después, la estrategia podría haber dado resultado, pero pudo evitar la trampa y, en lugar de reunirse con nosotros, dio media vuelta y se marchó a casa. Cuando Barber le preguntó a la mañana siguiente por qué no había ido, ella le contestó que no quería trucos.
—Es M. S. quien tiene que dar el primer paso —dijo—. Yo hice algo que le rompió el corazón, y no le culparía si no quisiera volver a verme nunca más. Él sabe que no lo hice a propósito, pero eso no significa que tenga que perdonarme.
Después de eso, Barber se retiró. Cesó de llevar mensajes y dejó que las cosas siguieran su triste curso. Las últimas palabras que Kitty le dijo eran típicas del valor y la generosidad que siempre encontré en ella y durante meses, incluso años, no pude pensar en esas palabras sin sentirme avergonzado. Si alguien había sufrido, era Kitty, y sin embargo era ella quien cargaba con la responsabilidad de lo que había sucedido. Si yo hubiera poseído una mínima parte de su bondad, habría corrido inmediatamente a su encuentro, me habría postrado ante ella y le habría pedido que me perdonara. Pero no hice nada. Los días pasaban y yo seguía siendo incapaz de actuar. Como un animal herido, me enrosqué dentro de mi dolor y me negué a ceder. Tal vez estaba aún allí, pero ya no se podía contar con mi presencia.
Barber había fracasado en su papel de cupido, pero continuó haciendo todo lo que podía por salvarme. Trató de que volviera a escribir, habló conmigo de libros, me convenció para que fuera con él al cine, a restaurantes y bares, a conferencias y conciertos. Nada de esto me sirvió de mucho, pero yo no estaba tan mal como para no valorar el intento. Se esforzó tanto por ayudarme que, inevitablemente, empecé a preguntarme por qué se molestaba tanto por mí. Estaba trabajando intensamente en su libro sobre Thomas Harriot, inclinado sobre su máquina de escribir durante seis o siete horas seguidas, pero en el momento en que yo entraba en casa, siempre estaba dispuesto a dejarlo todo, como si mi compañía le interesara más que su trabajo. Esto me desconcertaba, porque yo sabía que en aquella época mi compañía era realmente ingrata y no entendía que nadie pudiera disfrutar de ella. Por falta de otras ideas, empecé a pensar que era homosexual, que tal vez mi presencia le excitaba demasiado y le impedía concentrarse en otra cosa. Era una deducción lógica, pero sin fundamento, un palo de ciego. No me hizo ninguna insinuación y, por su forma de mirar a las mujeres por la calle, yo me daba cuenta de que sus deseos se limitaban al sexo opuesto. ¿Cuál era la explicación, entonces? Quizá la soledad, pensé, soledad pura y simple. No tenía ningún otro amigo en Nueva York y, hasta que apareciera alguien, estaba dispuesto a aceptarme tal cual era.
Una noche de finales de junio fuimos a tomar unas cervezas a la White Horse Tavern. Hacía una noche calurosa y húmeda y cuando nos sentamos a una mesa de la parte del fondo (la misma en la que Zimmer y yo nos habíamos sentado tantas veces en el otoño de 1969), por la cara de Barber empezaron a correr chorros de sudor. Mientras se secaba con un enorme pañuelo a cuadros, se bebió la segunda cerveza de un trago o dos y luego, de pronto, dio un puñetazo en la mesa.
—Hace demasiado calor en esta ciudad —declaró—. Pasa uno veinticinco años alejado de ella y se olvida de lo que son los veranos aquí.
—Espera a que lleguen julio y agosto —dije—. Ya verás lo que es bueno.
—Ya he visto suficiente. Si me quedo aquí mucho más tiempo, tendré que empezar a salir envuelto en toallas. La ciudad entera es como un baño turco.
—Siempre podrías tomarte unas vacaciones. Mucha gente se marcha durante los meses de calor. Podrías ir a la montaña, a la playa, a donde quieras.
—Sólo hay un sitio adonde me interesa ir. Supongo que sabes cuál es.
—Pero ¿qué pasa con tu libro? Creí que querías terminarlo antes.
—Sí. Pero ahora he cambiado de opinión.
—No puede ser sólo por el calor.
—No, necesito un descanso. Y si a eso vamos, tú también lo necesitas.
—Estoy bien, Sol, de veras.
—Un cambio de ambiente te sentaría bien. Ya no hay nada que te retenga aquí, y cuanto más tiempo te quedes, peor te pondrás. No estoy ciego, ¿sabes?
—Ya lo superaré. La situación empezará a mejorar pronto.
—Yo no apostaría por ello. Estás empantanado, M. S., te estás reconcomiendo. La única cura es escapar.
—No puedo dejar mi trabajo.
—¿Por qué no?
—Para empezar, porque necesito el dinero. Además, Stan cuenta conmigo. No sería justo dejarle colgado por las buenas.
—Avísale de que te vas dentro de dos semanas. Encontrará a otro.
—¿Así sin más?
—Sí, así, sin más. Ya sé que eres un muchacho muy fuerte, pero, la verdad, no te veo trabajando como cargador de muebles toda tu vida.
—No pensaba dedicarme a ello como profesión. No es más que lo que podríamos llamar una situación temporal.
—Bueno, pues yo te ofrezco otra situación temporal. Puedes convertirte en mi ayudante, mi explorador, mi hombre de confianza. El trato incluye alojamiento y manutención, provisiones gratis y una pequeña cantidad para gastos. Si estas condiciones no te satisfacen, estoy dispuesto a negociar. ¿Qué dices a eso?
—Estamos en verano. Si el clima de Nueva York te parece malo, en el desierto es aún peor. Nos asaríamos si fuéramos allí ahora.
—Tampoco es el Sahara. Nos compraremos un coche con aire acondicionado y viajaremos cómodamente.
—¿Viajar adónde? No tenemos la menor idea de por dónde empezar.
—Por supuesto que sí. No digo que encontremos lo que buscamos, pero sabemos cuál es la zona. El sudeste de Utah, comenzando desde el pueblo de Bluff. No perdemos nada por intentarlo.
Seguimos discutiendo varias horas más y poco a poco Barber venció mi resistencia. A cada argumento que yo le daba, respondía con un contraargumento; por cada razón negativa que yo aducía, él ofrecía dos o tres positivas. No sé cómo lo consiguió, pero al final casi me alegré de haberme rendido. Puede que fuera la absoluta infructuosidad de la empresa lo que me decidió. Si hubiese pensado que existía la menor posibilidad de encontrar la cueva, dudo que hubiese ido, pero la idea de una búsqueda inútil, de emprender un viaje condenado al fracaso, me atraía en aquel momento. Buscaríamos, pero no encontraríamos. Sólo importaría el viaje en sí y al final no nos quedaría nada más que la futilidad de nuestra ambición. Ésta era una metáfora con la que podía vivir, era el salto en el vacío con el que siempre había soñado. Le dije a Barber que podía contar conmigo y sellamos el trato con un apretón de manos.
Perfeccionamos el plan a lo largo de las dos semanas siguientes. En lugar de ir directamente, decidimos empezar dando un rodeo sentimental; nos detendríamos primero en Chicago y luego nos dirigiríamos al norte para ir a Minnesota antes de tomar el camino a Utah. Esto nos desviaría unos mil quinientos kilómetros, pero ninguno de los dos consideraba que la cosa constituyera un problema. No teníamos prisa por llegar a nuestro destino, y cuando le dije a Barber que deseaba visitar el cementerio donde estaban enterrados mi madre y mi tío, él no puso ninguna objeción. Puesto que íbamos a estar en Chicago, dijo, ¿por qué no desviarnos un poco más y subir hasta Northfield para pasar allí un par de días? Tenía que resolver allí unos asuntillos y de paso podría enseñarme la colección de cuadros y dibujos de su padre que guardaba en la buhardilla de su casa. No me molesté en decirle que en el pasado había rehuido ver esos cuadros. En el espíritu de la expedición en la que estábamos a punto de embarcarnos, dije que sí a todo.
Tres días después, Barber le compró a un tipo de Queens un coche con aire acondicionado. Era un Pontiac Bonneville rojo de 1965 con sólo setenta mil kilómetros en el cuentakilómetros. Se enamoró de él porque era ostentoso y rápido y no regateó mucho a la hora de pagar.
—¿Qué te parece? —me preguntaba sin cesar mientras lo examinábamos—. ¿A que es como un carro romano?
Había que cambiar el silenciador y los neumáticos y arreglar el carburador, y la parte de atrás estaba abollada, pero Barber estaba decidido y consideré que no tenía sentido tratar de disuadirle. A pesar de sus defectos, el coche era una maquinita vigorosa, como dijo Barber, y supuse que nos serviría como cualquier otro. Fuimos a dar una vuelta para probarlo y, mientras recorríamos las calles de Flushing, Barber me dio una conferencia sobre la rebelión de Pontiac contra lord Amherst. No debemos olvidar, dijo entusiásticamente, que este coche lleva el nombre de un gran jefe indio. Esto añadirá una nueva dimensión a nuestro viaje. Conduciendo este coche hacia el Oeste, rendiremos homenaje a los muertos, conmemorando a los valientes guerreros que se alzaron en defensa de la tierra que les habían arrebatado.
Compramos guías y mapas, gafas de sol, mochilas, cantimploras, prismáticos, sacos de dormir y una tienda de campaña. Después de trabajar semana y media más en la empresa de mudanzas de mi amigo Stan, pude dejarle con la conciencia tranquila cuando un primo suyo llegó a la ciudad para pasar el verano y aceptó ocupar mi puesto. Barber y yo salimos para nuestra última cena en Nueva York (sandwiches de rosbif en Stage Deli) y volvimos al apartamento a las nueve, con la intención de acostarnos a una hora razonable para poder salir temprano a la mañana siguiente. Estábamos a principios de julio de 1971. Yo tenía veinticuatro años y me parecía que mi vida había entrado en un callejón sin salida. Mientras estaba tumbado en el sofá en la oscuridad, oí que Barber iba de puntillas a la cocina y llamaba a Kitty por teléfono. No pude entender todo lo que decía, pero al parecer le hablaba de nuestro viaje.
—Nada es seguro —susurró—, pero puede que le haga bien. Quizá esté dispuesto a volver a verte cuando regresemos.
No me resultó difícil adivinar a quién se refería. Una vez que Barber volvió a su cuarto, encendí la luz y abrí otra botella de vino, pero el alcohol ya no parecía hacerme efecto. Cuando Barber vino a despertarme a las seis de la mañana, no creo que hubiese dormido más de veinte o treinta minutos.
A las siete menos cuarto ya estábamos en ruta. Barber conducía y yo iba en el asiento de la muerte, bebiendo café solo de un termo. Durante las primeras dos horas estuve medio inconsciente, pero cuando empezamos a atravesar los campos de Pennsylvania, fui emergiendo lentamente de mi sopor. Desde allí hasta que llegamos a Chicago, hablamos sin interrupción, turnándonos al volante mientras pasábamos por el oeste de Pennsylvania, Ohio e Indiana. Si no recuerdo casi nada de lo que dijimos, es probable que sea porque íbamos pasando de un tema a otro a la misma velocidad que el paisaje iba desapareciendo detrás de nosotros. Recuerdo que hablamos un rato de coches y de cómo había cambiado la vida en Estados Unidos; hablamos de Effing; hablamos de la torre de Tesla en Long Island. Todavía oigo a Barber carraspear, en el momento en que dejábamos atrás Ohio y entrábamos en Indiana, preparándose para soltar un largo discurso sobre el espíritu de Tecumseh, pero, por más que lo intento, no logro traer a mi memoria una sola frase del mismo. Más tarde, cuando empezó a ponerse el sol, pasamos más de una hora enumerando nuestras preferencias en todos los terrenos que se nos ocurrían: nuestras novelas favoritas, nuestras comidas favoritas, nuestros jugadores favoritos. Creo que debimos de llegar a más de cien categorías, un índice completo de gustos personales. Yo dije Roberto Clemente, Barber dijo Al Kaline. Yo dije Don Quijote, él dijo Tom Jones. A los dos nos gustaba más Schubert que Schumann, pero Barber tenía una debilidad por Brahms que yo no compartía. En cambio, a él Couperin le parecía aburrido, mientras que yo no me cansaba nunca de Les Barricades Mystérieuses. Él dijo Tolstoi, yo dije Dostoievski. El dijo Casa desolada, yo dije Nuestro común amigo. De todas las frutas conocidas por el hombre, estuvimos de acuerdo en que el limón era la que mejor olía.
Dormimos en un motel en las afueras de Chicago. Después de desayunar, condujimos al azar hasta que encontramos una floristería, donde compré dos ramos idénticos para mi madre y para el tío Victor. Barber estaba extrañamente silencioso en el coche, pero lo atribuí al cansancio del día anterior y no comenté nada al respecto. Nos costó trabajo encontrar el cementerio de Westlawn (un par de giros equivocados, un largo rodeo que nos llevó en dirección contraria), y cuando cruzamos la puerta de la verja, eran casi las once. Tardamos veinte minutos más en encontrar las tumbas, y cuando bajamos del coche, con un calor abrasador, recuerdo que ninguno de los dos dijo una palabra. Una cuadrilla de cuatro hombres acababa de cavar una tumba varias parcelas más allá de la de mi madre y mi tío y nos quedamos en silencio junto al coche un minuto o dos, viendo cómo los enterradores echaban las palas en la trasera de su camioneta verde y se alejaban. Su presencia era una intrusión, y Barber y yo entendimos tácitamente que teníamos que esperar a que desaparecieran; que no podíamos hacer lo que habíamos ido a hacer a menos que estuviéramos solos.
Después, todo sucedió muy deprisa. Cruzamos la carretera, y cuando vi los nombres de mi tío y mi madre en las pequeñas lápidas de piedra, me encontré de repente luchando por contener las lágrimas. No había esperado una reacción tan violenta, pero al pensar que estaban realmente allí, bajo mis pies, me puse a temblar incontroladamente. Creo que pasaron varios minutos, pero es sólo una suposición. No veo más que una mancha borrosa, unos cuantos gestos aislados en la niebla de la memoria. Recuerdo que puse una piedra encima de cada lápida, y de vez en cuando me veo a gatas, arrancando furiosamente las malas hierbas que crecían entre el césped enmarañado que cubría las tumbas. Sin embargo, cuando busco a Barber no soy capaz de situarle en la escena. Esto me indica que estaba demasiado trastornado para fijarme en él, que en el intervalo de esos minutos me olvidé de que estaba allí. La historia había empezado sin mí, por así decirlo, y cuando intervine en ella, la acción ya estaba muy avanzada, todo se había disparado.
No sé cómo, estaba nuevamente de pie junto a Barber. Estábamos uno al lado del otro delante de la tumba de mi madre, y cuando volví la cabeza hacia él, vi que las lágrimas corrían por sus mejillas. Barber sollozaba, y al oír los ahogados y desesperados sonidos que salían de su garganta, me di cuenta de que hacía rato que los oía. Creo que en ese momento dije algo: ¿Qué te pasa? o ¿Por qué lloras? No recuerdo las palabras exactas. Pero, en cualquier caso, Barber no me oyó. Siguió mirando fijamente la tumba de mi madre, llorando bajo el inmenso cielo azul como si fuera el único hombre que quedara en el mundo.
—Emily… —dijo al fin—. Mi querida, mi pequeña Emily… Mira cómo has acabado… Si no hubieses huido… Si me hubieses dejado amarte… Mi dulce, mi adorada, mi pequeña Emily… Qué desperdicio, qué terrible desperdicio…
Las palabras salían de su boca atropelladas, espasmódicas, una riada de dolor que se deshacía en fragmentos no bien tocaba el aire. Le escuché como si la tierra se hubiese puesto a hablarme, como si oyera hablar a los muertos desde dentro de sus tumbas. Barber había amado a mi madre. A partir de este único hecho incontestable, todo empezó a moverse, a tambalearse, a hacerse pedazos; el mundo entero comenzó a alterarse ante mis ojos. Él no me lo dijo abiertamente, pero de pronto lo supe. Supe quién era yo, de pronto lo supe todo.
Durante los primeros momentos no sentí nada más que ira, una oleada de demoníaca náusea y asco.
—¿De qué estás hablando? —le dije, y como él seguía sin mirarme, le empujé con las dos manos, sacudiendo su enorme brazo derecho con un fuerte y agresivo golpe—. ¿De qué estás hablando? —repetí—. Di algo, maldito saco de grasa, di algo o te parto la boca.
Entonces Barber se volvió hacia mí, pero lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza de atrás a delante, como tratando de decirme lo inútil que sería explicar nada.
—Dios santo, Marco, ¿por qué tuviste que traerme aquí? —dijo al fin—. ¿No sabías lo que sucedería?
—¡Saber! —le grité—. ¿Cómo iba a saberlo? Nunca dijiste nada, mentiroso. Me engañaste y ahora quieres que te compadezca. Pero ¿y yo? ¿Y yo, asqueroso hipopótamo?
Di rienda suelta a mi furia, gritando a pleno pulmón bajo el calor estival. Después de unos momentos, Barber empezó a retroceder, huyó de mi ataque tambaleándose, como si no pudiera soportarlo más. Seguía llorando y llevaba la cara oculta entre las manos mientras andaba. Ciego a todo lo que le rodeaba, se alejó dando traspiés entre las hileras de tumbas como un animal herido, aullando y sollozando mientras yo continuaba insultándole a gritos. El sol estaba ya en lo alto del cielo y todo el cementerio se estremecía con un extraño y palpitante resplandor, como si la luz se hubiese vuelto demasiado fuerte para ser real. Vi que Barber daba unos cuantos pasos más y luego, al llegar al borde de una tumba recién abierta, empezó a perder el equilibrio. Debió de tropezar con una piedra o con un desnivel del terreno y de repente se le doblaron las piernas. Fue todo tan rápido…
Levantó los brazos, agitándolos desesperadamente como si fueran alas, pero no le dio tiempo de enderezarse. En un instante pasó de estar allí a desaparecer dentro de la tumba. Antes de que pudiera echar a correr hacia él, oí que su cuerpo aterrizaba en el fondo con un fuerte ruido sordo.
Al final hizo falta una grúa para sacarle de allí. Cuando miré al fondo del hoyo no supe si estaba vivo o muerto, y como no había nada a que agarrarse en las paredes, me pareció demasiado peligroso arriesgarme a descender. Estaba tumbado de espaldas, con los ojos cerrados, absolutamente inmóvil. Pensé que podría caerme encima de él si trataba de bajar, así que me dirigí apresuradamente en el coche a las oficinas y le pedí al empleado que llamara por teléfono para pedir ayuda. A los diez minutos llegó una brigada de emergencia, pero pronto se encontraron con el mismo dilema que me había frustrado a mí. Después de algunas vacilaciones, nos cogimos todos de las manos y logramos bajar a un enfermero hasta el fondo. Éste anunció que Barber estaba vivo, pero por lo demás las noticias no eran buenas. Conmoción cerebral, nos dijo, tal vez incluso fractura de cráneo. Luego, tras una breve pausa, añadió:
—Es posible que también tenga rota la columna. Tendremos que tener muchísimo cuidado al sacarle de aquí.
Eran las seis de la tarde cuando al fin entraban a Barber en la sala de urgencias del Hospital del Condado de Cook. Seguía inconsciente y durante los siguientes cuatro días no dio señales de volver en sí. Los médicos le operaron la espalda, le pusieron en tracción y me dijeron que rezase. No salí del hospital en cuarenta y ocho horas, pero cuando se hizo evidente que la cosa iba para largo utilicé la American Express de Barber para tomar una habitación en un motel cercano, el Eden Rock. Era un lugar siniestro, con las paredes verdes manchadas y una cama llena de bultos, pero sólo iba allí a dormir. Una vez que Barber salió del coma, yo pasaba dieciocho o diecinueve horas diarias en el hospital y en los dos meses siguientes ése fue todo mi mundo. No hice otra cosa que estar sentado junto a él hasta que murió.
Durante el primer mes no parecía en absoluto que las cosas fueran a terminar tan mal. Encorsetado en un enorme molde de escayola suspendido en unas poleas, Barber colgaba en el aire como desafiando las leyes de la gravedad. Estaba inmovilizado hasta tal punto que ni siquiera podía volver la cabeza y no se alimentaba más que por medio de tubos introducidos por su garganta; pero, a pesar de todo, mejoraba, parecía que se recuperaba. Más que nada, me dijo, se alegraba de que la verdad hubiese salido finalmente a la luz. Si el precio que tenía que pagar por ello era estar escayolado unos meses, consideraba que valía la pena.
—Puede que tenga los huesos rotos —me dijo una tarde—, pero mi corazón está curado por fin.
Fue en esos días cuando me contó toda la historia, y como no podía hacer otra cosa más que hablar, acabó haciéndome un relato exhaustivo y meticuloso de toda su vida. Escuché cada detalle de su relación con mi madre, los deprimentes pormenores de su estancia en Cleveland y la historia de sus posteriores viajes por el corazón de Estados Unidos. Probablemente no hace falta decir que mi estallido de ira en el cementerio se había desvanecido hacía tiempo, pero aunque la evidencia no dejaba mucho lugar a dudas, algo en mí se resistía a aceptar que fuera mi padre. Sí, era cierto que Barber se había acostado con mi madre una noche de 1946; y sí, también era cierto que yo había nacido nueve meses después; pero ¿cómo podía estar seguro de que Barber era el único hombre con el que ella se acostaba? No parecía muy probable, pero, no obstante, era posible que mi madre hubiese estado saliendo con dos hombres al mismo tiempo. En ese caso, podía ser el otro el que la hubiese dejado embarazada. Ésta era mi única defensa contra la creencia total y me resistía a renunciar a ella. Mientras quedara una pizca de escepticismo, no tendría que reconocer que hubiese sucedido nada. La mía era una reacción inesperada, pero, pensándolo ahora, creo que tenía cierto sentido. Durante veinticuatro años había vivido con una pregunta sin respuesta y poco a poco había llegado a considerar ese enigma como el dato fundamental respecto a mí. Mis orígenes eran un misterio y nunca sabría quién era mi padre. Esto era lo que me definía, ya me había acostumbrado a mi oscuridad y me aferraba a ella como a una necesidad ontológica. A pesar de lo mucho que había soñado con encontrar a mi padre, nunca creí que fuera posible. Ahora que le había encontrado, el trastorno interior era tan grande que mi primer impulso fue negarlo. La causa de esta negativa no era Barber, sino la situación misma. Él era el mejor amigo que tenía y yo le quería. Si había un hombre en el mundo a quien hubiera elegido para ser mi padre, ése era él. Pero, a pesar de ello, no podía aceptarlo. Había recibido una descarga que había recorrido todo mi sistema y no sabía cómo encajar el golpe.
Pasaron varias semanas y finalmente me resultó imposible cerrar los ojos a la realidad. Debido al molde de escayola que mantenía su cuerpo rígido, Barber no podía comer nada sólido y al poco tiempo empezó a perder peso. Era un hombre acostumbrado a atiborrarse de miles de calorías diariamente y el brusco cambio de dieta tuvo un efecto inmediato y perceptible. Se precisa un gran esfuerzo para mantener semejante mole de exceso de grasa y una vez que disminuye la ingestión, empiezan a perder kilos rápidamente. Barber se quejaba al principio, en varias ocasiones incluso lloró de hambre, pero pasado algún tiempo comenzó a pensar que aquel severo régimen obligado era en el fondo una bendición.
—Es una oportunidad de lograr algo que nunca he conseguido —me dijo—. Imagínate, M. S., si puedo seguir a este ritmo, cuando salga de aquí habré perdido cerca de cincuenta kilos. A lo mejor, hasta setenta. Seré un hombre nuevo. Nunca volveré a tener mi aspecto de antes.
Le creció el pelo a los lados del cráneo (una mezcla de gris y castaño rojizo) y el contraste entre esos tonos y el color de sus ojos (un azul oscuro, metálico) parecía hacer resaltar su cabeza con una nueva definición y claridad, como si fuera emergiendo gradualmente de la masa indiferenciada que la rodeaba. Después de diez o doce días en el hospital, su piel adquirió una blancura cadavérica, pero esta palidez dio una nueva delgadez a sus mejillas, y a medida que la hinchazón de las células de grasa y carne blanda continuaba bajando, un segundo Barber salía a la superficie, un yo secreto que había estado encerrado dentro de él durante años. Era una transformación asombrosa y, en cuanto hubo avanzado, desencadenó una serie de efectos secundarios notables. Apenas lo noté al principio, pero una mañana, cuando ya llevaba unas tres semanas en el hospital, le miré y vi algo que me resultaba conocido. Fue una impresión momentánea, y antes de que pudiera identificar lo que había visto, desapareció. Dos días después sucedió algo similar, pero esta vez duró lo suficiente para que notara que la zona de reconocimiento estaba localizada en torno a los ojos de Barber, quizá en los ojos mismos. Me pregunté si no habría percibido un parecido de familia con Effing, si algo en la forma en que Barber me miró en aquel momento no me habría recordado a su padre. Fuese lo que fuese, esa breve impresión era inquietante y no pude librarme de ella en todo el día. Me perseguía como un fragmento de un sueño que no puedes recordar, un relámpago de algo ininteligible que hubiera aflorado de las profundidades de mi subconsciente. Luego, a la mañana siguiente, comprendí al fin lo que había visto. Entré en la habitación de Barber para mi visita diaria, y cuando él abrió los ojos y me sonrió con expresión lánguida debido a los analgésicos, me descubrí estudiando los contornos de sus párpados, concentrándome en el espacio entre las cejas y las pestañas, y de pronto comprendí que me estaba mirando a mí mismo. Los ojos de Barber eran iguales a los míos. Ahora que su cara se había encogido, lo veía. Nos parecíamos; la semejanza era inequívoca. Una vez que tomé conciencia de ello, una vez que la verdad me saltó a la vista, no tuve más remedio que aceptarla. Era hijo de Barber, ahora lo sabía sin sombra de duda.
Durante dos semanas más, las cosas parecían ir bien. Los médicos se mostraban optimistas, y comenzamos a desear que llegara el día en que le quitaran la escayola. A principios de agosto, sin embargo, Barber empeoró de repente. Cogió una infección y el medicamento que le dieron para combatirla le produjo una reacción alérgica, que le subió la tensión arterial a niveles críticos. Otras pruebas revelaron una diabetes que nunca le habían diagnosticado, y a medida que los médicos continuaban investigando, nuevas enfermedades y problemas se iban añadiendo a la lista: angina de pecho, gota incipiente, dificultades circulatorias, y Dios sabe qué más. Era como si su cuerpo no pudiera aguantar más, simplemente. Había soportado mucho y ahora la maquinaria se estaba averiando. La enorme pérdida de peso había debilitado sus defensas y no le quedaban reservas para luchar, sus células sanguíneas se negaban a organizar un contraataque. El veinte de agosto me dijo que sabía que iba a morir, pero no quise escucharle.
—Tú resiste —le dije—. Te sacaremos de aquí antes del primer partido de la Serie Mundial.
Yo ya no sabía lo que sentía. La tensión de verle derrumbarse me dejaba insensible y en la tercera semana de agosto me movía como en estado hipnótico. Lo único que me importaba a aquellas alturas era mantener una actitud impasible. Nada de lágrimas, ni ataques de desesperación, ni fallos de la voluntad. Rebosaba esperanza y seguridad, pero interiormente debía de saber que en realidad la situación era irreversible. No obstante, no tomé conciencia de ello hasta el último momento, y ocurrió de la forma más indirecta posible. Había entrado a cenar en un restaurante ya muy tarde. Uno de los platos especiales del día era, casualmente, empanada de pollo estofado, un plato que no había comido desde que era niño, tal vez desde los tiempos en que aún vivía con mi madre. En el momento en que leí esas palabras en la carta supe que no podría tomar ninguna otra cosa esa noche. Se lo pedí a la camarera y durante tres o cuatro minutos estuve recordando el apartamento de Boston donde vivíamos mi madre y yo, viendo por primera vez en muchos años la diminuta mesa de la cocina en la que comíamos juntos. Luego volvió la camarera y me dijo que se les habían acabado las empanadas de pollo estofado. No tenía ninguna importancia, por supuesto. En el ancho universo, no era más que una mota de polvo, una pizca infinitesimal de antimateria, pero de pronto sentí como si el techo se me hubiera venido encima. No quedaban empanadas de pollo estofado. Si alguien me hubiese dicho que en California habían muerto veinte mil personas en un terremoto, no me habría sentido más apenado de lo que lo estaba en aquel momento. Incluso se me llenaron los ojos de lágrimas y fue entonces, sentado en aquel restaurante y luchando con mi decepción, cuando comprendí lo frágil que se había vuelto mi mundo. El huevo estaba resbalando entre mis dedos y antes o después caería al suelo inexorablemente.
Barber murió el cuatro de septiembre, justo tres días después del incidente del restaurante. Pesaba sólo cien kilos y era como si la mitad de él hubiese desaparecido ya, como si una vez iniciado el proceso fuese inevitable que el resto desapareciese también. Necesitaba hablar con alguien, pero la única persona que se me ocurría era Kitty. Eran las cinco de la madrugada cuando la llamé, y ya antes de que cogiera el teléfono, supe que no la llamaba únicamente para darle la noticia. Tenía que averiguar si estaba dispuesta a aceptarme de nuevo.
—Ya sé que debías estar durmiendo —dije—, pero no cuelgues hasta que hayas oído lo que tengo que decirte.
—¿M. S.? —Su voz sonaba sofocada, aturdida—. ¿Eres tú, M. S.?
—Estoy en Chicago. Sol ha muerto hace una hora, y no había nadie más con quien pudiera hablar.
Tardé un buen rato en contarle la historia. Al principio no me creía y mientras le iba dando más detalles, comprendí cuán improbable sonaba todo. Sí, le dije, se cayó dentro de una tumba abierta y se rompió la columna. Sí, de verdad que era mi padre. Sí, ha muerto esta noche. Sí, te estoy llamando desde un teléfono público del hospital. Hubo una breve interrupción cuando la telefonista intervino para decirme que metiera más monedas y cuando se restableció la línea, oí que Kitty estaba sollozando.
—Pobre Sol —dijo—. Pobre Sol y pobre M. S. Pobres todos.
—Perdóname por llamarte. Pero me parecía mal no decírtelo.
—No, me alegro de que me hayas llamado. Pero es tan duro de encajar… Dios mío, M. S., si supieras cuánto tiempo he esperado tener noticias tuyas.
—Lo he estropeado todo, ¿no es verdad?
—No es culpa tuya. No puedes remediar sentir lo que sientes, nadie puede.
—No esperabas volver a saber de mí, ¿verdad?
—Ya no. Durante los dos primeros meses no pensé en otra cosa. Pero no se puede vivir así, no es posible. Poco a poco, dejé de esperar.
—Yo he seguido amándote cada minuto. Lo sabes, ¿no?
Una vez más, hubo un silencio al otro lado de la línea y luego la oí empezar a sollozar de nuevo, unos sollozos entrecortados y angustiosos que la dejaban sin respiración.
—Cielo santo, M. S., ¿qué estás tratando de hacerme? No sé nada de ti desde junio, luego me llamas desde Chicago a las cinco de la madrugada, me desgarras el corazón contándome lo que le ha pasado a Sol… ¿y luego te pones a hablarme de amor? No es justo. No tienes derecho a hacerlo. Ya no.
—No puedo soportar estar sin ti por más tiempo. He tratado de hacerlo, pero no puedo.
—Yo también he tratado de hacerlo, y sí puedo.
—No te creo.
—Ha sido demasiado duro para mí, M. S. La única manera de sobrevivir era volverme igualmente dura.
—¿Qué tratas de decirme?
—Que es demasiado tarde. No puedo exponerme a eso otra vez. Casi me matas, ¿sabes? Y no puedo arriesgarme a que vuelva a ocurrir.
—Has encontrado a otro, ¿no?
—Han pasado meses. ¿Qué querías que hiciera mientras tú atravesabas medio país tratando de decidirte?
—Estás en la cama con él ahora, ¿no es cierto?
—Eso no es asunto tuyo.
—Pero es así, ¿verdad? Dímelo.
—La verdad es que no estoy con nadie. Pero eso no significa que tengas derecho a preguntármelo.
—Me da igual quién sea. Eso no cambia nada.
—Basta, M. S. No puedo soportarlo, no quiero oír una palabra más.
—Te lo suplico, Kitty. Déjame volver contigo.
—Adiós, Marco. Sé bueno contigo mismo. Por favor, sé bueno contigo mismo.
Y luego colgó.
Enterré a Barber junto a mi madre. No fue fácil conseguir que le aceptaran en el cementerio de Westlawn, el único gentil en un mar de judíos rusos y alemanes, pero puesto que en la tumba familiar de los Fogg aún había sitio para un cuerpo más y yo era legalmente el cabeza de familia y por lo tanto el dueño de esa tierra, al final me salí con la mía. De hecho, enterré a mi padre en el lugar destinado para mí. Teniendo en cuenta todo lo sucedido en los últimos meses, me pareció que era lo menos que podía hacer por él.
Después de mi conversación con Kitty, necesitaba hacer cualquier cosa que me distrajera de mis pensamientos y, a falta de nada mejor, las gestiones del entierro me ayudaron a pasar los siguientes cuatro días. Dos semanas antes de su muerte, Barber había reunido sus últimos restos de energía para hacerme donación de sus bienes, por lo que ahora disponía de suficiente dinero. Me dijo que los testamentos eran demasiado complicados y puesto que quería que fuese todo para mí, ¿por qué no dármelo, sencillamente? Traté de disuadirle, sabiendo que esta cesión era la aceptación definitiva de su derrota, pero tampoco quise insistir demasiado. Por entonces, Barber estaba ya resistiendo a duras penas y no hubiera estado bien ponerle obstáculos.
Pagué las facturas del hospital, pagué a la funeraria y pagué una lápida por adelantado. Llamé al rabino que había presidido mi bar mitzvah[10] once años antes para que oficiara en el entierro. Era ya un anciano, debía de tener bastante más de setenta años, y no se acordaba de mi nombre. Estoy retirado, me dijo, ¿por qué no se lo pide a otro rabino? No, le contesté, tiene que ser usted, rabino Green, no quiero que sea ningún otro. Me costó convencerle, pero finalmente conseguí que aceptara por el doble de sus honorarios habituales. Esto es sumamente anormal, me dijo. No hay casos normales, le respondí. Toda muerte es única.
El rabino Green y yo fuimos los únicos presentes en el entierro. Pensé en notificar al Magnus College la muerte de Barber, por si alguno de sus colegas deseaba asistir, pero luego decidí no hacerlo. No estaba en condiciones de pasar el día con extraños, no quería hablar con nadie. El rabino aceptó mi petición de no hacer el elogio del fallecido en inglés, limitándose a recitar las tradicionales oraciones hebreas. Había olvidado casi por completo mi hebreo y me alegré de no poder entender lo que decía. Esto me dejaba a solas con mis pensamientos, que era lo único que deseaba. El rabino Green debió de pensar que estaba loco y en las horas que pasamos juntos se mantuvo lo más alejado de mí que pudo. Sentí pena por él, pero no tanta como para hacer nada al respecto. En total, no creo que le dijera más de cinco o seis palabras. Cuando la limusina le depositó delante de su casa después del mal trago, me estrechó la mano y me dio unas suaves palmaditas en los nudillos. Era un gesto de consuelo que debía de ser tan natural para él como firmar su nombre y casi no parecía darse cuenta de que lo hacía.
—Es usted un joven muy perturbado —me dijo—. Si quiere que le dé un consejo, creo que debería consultar a un médico.
Le pedí al chófer que me dejara en el motel Eden Rock. No deseaba pasar otra noche en aquel lugar, así que me puse a hacer el equipaje inmediatamente. No tardé más de diez minutos en terminar la tarea. Até las correas de mi bolsa de viaje, me senté un momento en la cama y le eché una última mirada a la habitación. Si en el infierno proporcionan alojamiento, pensé, debe de parecerse a esto. Sin ninguna razón aparente —es decir, sin ninguna razón de la que yo fuera consciente en ese momento— cerré el puño, me levanté y di un puñetazo en la pared con todas mis fuerzas. El delgado tabique de cartón cedió sin la menor resistencia, reventando con un crujido sordo cuando mi brazo lo atravesó. Me pregunté si el mobiliario sería igual de frágil y levanté una silla para averiguarlo. La estrellé contra el escritorio y contemplé con alegría cómo se hacían astillas. Para completar el experimento, agarré con la mano derecha una de las patas rotas de la silla y fui por toda la habitación atacando un objeto tras otro con mi improvisada porra: las lámparas, los espejos, la televisión, todo lo que había. Sólo me llevó unos minutos destrozar el cuarto de arriba a abajo, pero me hizo sentir infinitamente mejor, como si al fin hubiese hecho algo lógico, algo realmente digno de la ocasión. No me quedé mucho rato admirando mi obra. Todavía jadeante por el esfuerzo, recogí mis bultos, salí corriendo y me marché en el Pontiac rojo.
Seguí conduciendo, sin parar, durante doce horas. Cayó la noche cuando entraba en Iowa y, poco a poco, el mundo se redujo a una inmensidad de estrellas. Llegué a estar hipnotizado por mi propia soledad, dispuesto a continuar hasta que ya no pudiera mantener los ojos abiertos, mirando la línea blanca de la carretera como si fuera la última cosa que me unía a la tierra. Estaba en algún lugar de Nebraska cuando finalmente pedí una habitación en un motel y me fui a dormir. Recuerdo un estrépito de grillos en la oscuridad, el golpe sordo de las polillas que se estrellaban contra la tela metálica de la ventana, un perro que ladraba débilmente en algún lejano rincón de la noche.
Por la mañana comprendí que el azar me había llevado en la dirección correcta. Sin detenerme a pensarlo, había seguido la carretera que llevaba al Oeste y ahora que estaba en camino, me sentí de pronto más tranquilo, más dueño de mí. Decidí que haría lo que Barber y yo nos proponíamos hacer al emprender el viaje, y el saber que tenía un objetivo, que no estaba huyendo de algo sino yendo hacia algo, me dio el valor de admitir ante mí mismo que en realidad no deseaba estar muerto.
No creía que llegase a encontrar la cueva (hasta el último momento, eso era un resultado inevitable), pero sentía que el acto de buscarla sería suficiente en sí mismo, un acto que anularía todos los otros. Tenía más de trece mil dólares en la maleta, lo que quería decir que nada me retenía: podía continuar hasta haber agotado todas las posibilidades. Conduje hasta el final de las llanuras, pasé una noche en Denver y luego seguí a Mesa Verde, donde me quedé tres o cuatro días, trepando por las enormes ruinas de una civilización desaparecida, renuente a alejarme de ellas. No había imaginado que en Estados Unidos hubiera nada tan antiguo, y cuando crucé la línea de demarcación de Utah sentí que empezaba a entender algunas de las cosas de las que Effing me había hablado. No era tanto que me impresionara la geografía (a todo el mundo le impresiona), sino que la inmensidad y el vacío de aquella tierra había comenzado a modificar mi sentido del tiempo. El presente ya no parecía tener las mismas consecuencias. Los minutos y las horas eran demasiado pequeños para poder medirlos en este lugar, y una vez que abrías los ojos a lo que te rodeaba, te veías obligado a pensar en términos de siglos, a comprender que mil años no es más que un segundo. Por primera vez en mi vida, sentí que la Tierra era un planeta que giraba en los cielos. Descubrí que no era grande, era pequeña; era casi microscópica. De todos los objetos del universo, nada es más pequeño que la Tierra.
Tomé una habitación en el motel Comb Ridge, en el pueblo de Bluff, y durante un mes pasé mis días explorando la comarca. Trepé por montañas rocosas, merodeé por los intersticios de los cañones, le hice cientos de kilómetros al coche. Descubrí muchas cuevas, pero ninguna tenía señales de haber sido habitada. Sin embargo, me sentí feliz durante esas semanas, casi eufórico en mi soledad. Para evitar incidentes desagradables con los habitantes de Bluff, me corté el pelo, y la historia que les conté de que era un estudiante de geología pareció desvanecer cualquier sospecha que hubieran podido tener respecto a mí. Sin otro plan que continuar mi búsqueda, podría haber seguido así muchos meses más, desayunando todas las mañanas en Sally’s Kitchen y luego recorriendo los alrededores hasta el anochecer. Un día, sin embargo, fui más lejos que de costumbre en el coche, dejé atrás el valle de los Monumentos y llegué hasta el almacén navajo de Oljeto. La palabra significaba “luna en el agua”, lo cual en sí mismo era suficiente para atraerme, pero, además, alguien de Bluff me había dicho que el matrimonio que regentaba el almacén, el señor y la señora Smith, sabían más de la historia de la región que ninguna otra persona en muchos kilómetros a la redonda. La señora Smith era nieta o biznieta de Kit Carson y la casa en que vivía con su marido estaba llena de mantas y cerámica de artesanía navaja, una colección de objetos indios digna de un museo. Pasé un par de horas con ellos, bebiendo té en la fresca oscuridad de su cuarto de estar, y cuando finalmente encontré el momento de preguntarles si habían oído hablar de un hombre al que llamaban George Boca Fea, ambos menearon la cabeza y dijeron que no. ¿Y de los hermanos Gresham? les pregunté. ¿Habían oído hablar de ellos? Claro que sí, contestó el señor Smith, eran una banda de forajidos que desapareció hacía unos cincuenta años. Bert, Frank y Harlan, los últimos asaltantes de trenes del Salvaje Oeste. ¿No tenían un escondite en alguna parte?, pregunté, tratando de disimular mi excitación. Alguien me dijo una vez que vivían en una cueva, me parece que era en lo alto de las montañas. Creo que está usted en lo cierto, comentó el señor Smith, yo también lo he oído decir. Se supone que estaba en las cercanías del puente del Arco iris. ¿Cree usted que sería posible encontrarla?, le pregunté. Antes puede que sí, murmuró, puede, sí, pero ahora no le serviría de nada buscarla. ¿Por qué?, pregunté. Por el pantano de Powell, respondió él. Toda esa parte está ahora bajo el agua. La anegaron hace unos dos años. A menos que tenga un buen equipo de buceo, no es probable que encuentre nada allí.
Renuncié. En el momento en que el señor Smith dijo esas palabras, comprendí que ya no tenía sentido continuar buscando. Siempre había sabido que tendría que dejarlo más tarde o más temprano, pero nunca imaginé que ocurriría tan bruscamente, de un modo tan terminante. Yo acababa de empezar la tarea, le estaba cogiendo el gusto, y ahora, de repente, no tenía nada que hacer. Regresé a Bluff, pasé una última noche en el motel y me marché a la mañana siguiente. De allí fui al pantano de Powell, porque quería ver personalmente las aguas que habían destruido mis hermosos planes, pero resultaba difícil enfurecerse contra un pantano. Alquilé una motora y pasé todo el día navegando, mientras trataba de decidir qué podía hacer ahora. Era un problema al que ya estaba acostumbrado, pero mi sensación de fracaso era tan enorme que no se me ocurría nada. Cuando llevé la motora al embarcadero y empecé a buscar mi coche, descubrí de pronto que alguien había tomado la decisión por mí.
El Pontiac había desaparecido. Lo busqué por todas partes, pero una vez que vi que no estaba en el sitio donde yo lo había aparcado, comprendí que me lo habían robado. Tenía mi mochila con mil quinientos dólares en cheques de viaje, pero el resto del dinero lo había dejado en el maletero…, más de diez mil dólares en metálico, toda mi herencia, todo lo que poseía en el mundo.
Caminé hasta la carretera principal, confiando en que alguien me llevaría, pero ningún coche paró para recogerme. Les maldije a todos cuando pasaban de largo; gritándoles obscenidades. Estaba oscureciendo, y como mi mala suerte en la carretera continuaba, no tuve más remedio que adentrarme en la maleza y encontrar un sitio donde pasar la noche. La desaparición del coche me dejó tan aturdido que ni siquiera se me ocurrió denunciar el robo a la policía. Cuando desperté por la mañana, temblando de frío, pensé que el robo no había sido cometido por los hombres. Era una jugarreta de los dioses, un acto de malicia divina cuyo único propósito era aplastarme.
Fue entonces cuando eché a andar. Estaba tan furioso, tan ofendido por lo que me había sucedido, que dejé de hacer autoestop. Caminé todo el día desde el amanecer al anochecer, pisando como si quisiera castigar la tierra bajo mis pies. Al día siguiente hice lo mismo. Y al otro. Y luego al otro. Continué andando durante los próximos cuatro meses, avanzando lentamente hacia el Oeste, deteniéndome en algunos pueblos un día o dos y siguiendo luego mi camino, durmiendo en los campos, en cuevas, en las cunetas. Durante las dos primeras semanas, me sentía como alguien golpeado por el rayo. Hervía en mi interior, lloraba, aullaba como un loco, pero luego, poco a poco, la ira se fue consumiendo y me adapté al ritmo de mis pasos. Gasté un par de botas tras otro. Hacia el final del primer mes, comencé a hablar de nuevo con la gente. Unos días después compré una caja de puros y todas las noches me fumaba uno en honor de mi padre. En Valentine, Arizona, una camarera gordita, que se llamaba Peg, me sedujo en un restaurante vacío a las afueras del pueblo y acabé quedándome en su casa diez o doce días. En Needles, California, me torcí el tobillo izquierdo y no pude andar durante una semana, pero, por lo demás, anduve sin interrupción, dirigiéndome hacia el Pacífico, llevado por una creciente sensación de felicidad. Sentía que una vez que llegara al fin del continente hallaría respuesta a una importante pregunta. No tenía ni idea de cuál era esa pregunta, pero la respuesta la habían ido formando mis pasos y sólo tenía que seguir andando para saber que me había dejado atrás a mí mismo, que ya no era la persona que había sido.
Me compré el quinto par de botas en un lugar llamado Lago Elsinor el día 3 de enero de 1972. Tres días después, agotado, subí una colina y entré en el pueblo de Laguna Beach con cuatrocientos trece dólares en el bolsillo. Ya podía ver el océano desde lo alto del promontorio, pero continué andando hasta llegar al borde del agua. Eran las cuatro de la tarde cuando me quité las botas y noté la arena contra la planta de mis pies. Había llegado al fin del mundo, más allá no había nada más que aire y olas, un vacío que llegaba hasta las costas de China. Aquí es donde empiezo, me dije, aquí es donde mi vida comienza.
Me quedé en la playa largo rato, esperando a que se desvanecieran los últimos rayos del sol. Detrás de mí, el pueblo se dedicaba a sus actividades, haciendo los acostumbrados ruidos de la Norteamérica de fines de siglo. Mirando a lo largo de la curva de la costa, vi cómo se escondían las luces de las casas, una por una. Luego salió la luna por detrás de las colinas. Era una luna llena, tan redonda y amarilla como una piedra incandescente. No aparté mis ojos de ella mientras iba ascendiendo por el cielo nocturno y sólo me marché cuando encontró su sitio en la oscuridad.