6

A continuación vino una época extraordinaria. Durante los siguientes ocho o nueve meses, viví como nunca había podido hacerlo y creo que, justo hasta el final, estuve más cerca del paraíso humano que en ninguna otra etapa en los años que he pasado en este planeta. No era sólo el dinero (aunque no se puede subestimar el dinero), sino lo súbitamente que todo había cambiado. La muerte de Effing me había liberado de mi esclavitud de él, pero al mismo tiempo Effing me había liberado de mi esclavitud del mundo, y como era joven, como todavía sabía muy poco del mundo, no comprendí que este período de felicidad terminaría alguna vez. Había estado perdido en el desierto y luego, de repente, había encontrado mi Canaán, mi tierra prometida. Por el momento sólo podía sentirme exultante, caer de rodillas para dar las gracias y besar la tierra que pisaba. Era demasiado pronto para pensar que nada de aquello pudiera destruirse, demasiado pronto para imaginar que luego vendría el exilio.

El año escolar de Kitty acabó aproximadamente una semana después de que yo recibiera el dinero, y a mediados de junio ya habíamos encontrado un sitio donde vivir. Por menos de trescientos dólares mensuales, montamos casa en un almacén grande y polvoriento en East Broadway, no lejos de Chatham Square y el puente de Manhattan. Esto era el corazón del barrio chino y fue Kitty la que hizo todas las gestiones, utilizando a sus contactos chinos para regatear con el casero y convencerle de que nos hiciera un contrato por cinco años con deducciones parciales en el alquiler por cualquier mejora estructural que nosotros realizáramos. Estábamos en 1970 y, aparte de unos cuantos pintores y escultores que habían convertido almacenes en estudios, la idea de vivir en antiguos edificios comerciales apenas había comenzado a ponerse de moda en Nueva York. Kitty quería el espacio para bailar (teníamos más de seiscientos metros cuadrados) y a mí me encantaba la perspectiva de habitar un antiguo almacén con las cañerías vistas y techos de hojalata herrumbrosos.

Compramos una cocina y una nevera de segunda mano en el Lower East Side y mandamos instalar una ducha rudimentaria y un calentador de agua en el cuarto de baño. Después de peinar las calles en busca de muebles que la gente hubiese tirado a la basura, recogimos una mesa, una librería, tres o cuatro sillas y un tambaleante escritorio verde. Luego nos compramos un colchón de gomaespuma y los utensilios de cocina más elementales. El mobiliario apenas hacía mella en la enormidad del espacio, pero como los dos sentíamos aversión por los sitios atestados, nos quedamos satisfechos con el minimalismo de la decoración y no añadimos nada más. En lugar de gastar excesivas cantidades en el almacén —a pesar de todo, ya me había costado cerca de dos mil dólares—, salimos de compras para adquirir ropa nueva para los dos. Yo encontré todo lo que necesitaba en menos de una hora y luego pasamos el resto del día yendo de tienda en tienda en busca de un vestido perfecto para Kitty. No lo encontramos hasta que no volvimos al barrio chino: un chipao de seda de un lustroso índigo, adornado con bordados en rojo y negro. Era el vestido ideal para la mujer dragón, con una raja en un lado de la falda y maravillosamente ceñido a las caderas y el pecho. Como el precio era desorbitado, recuerdo que tuve que insistirle mucho a Kitty para que me permitiera comprárselo, pero en mi opinión era dinero bien gastado y nunca me cansé de vérselo puesto. Cuando llevaba demasiado tiempo colgado en el armario me inventaba una excusa para que fuésemos a un restaurante decente sólo por el placer de vérselo puesto. Kitty fue siempre sensible a mis malos pensamientos, y cuando comprendió la profundidad de mi pasión por ese vestido, se lo ponía incluso ciertas noches en que nos quedábamos en casa, deslizándolo sobre su cuerpo desnudo como preludio a la seducción. Para mí el barrio chino era como un país extranjero y cada vez que caminaba por sus calles me abrumaba una sensación de dislocación y confusión. Estaba en Estados Unidos, pero no entendía lo que la gente decía y no podía penetrar en el sentido de las cosas que veía. Incluso cuando llegué a conocer a algunos de los tenderos del barrio, nuestros contactos consistían en poco más que sonrisas corteses y gestos frenéticos, un lenguaje de signos carente de contenido real. No conseguía ir más allá de la muda superficie de las cosas y había veces en las que esta exclusión me hacía sentirme como si viviera en un mundo onírico y me moviese entre gentes espectrales que llevaban máscaras en la cara. Contrariamente a lo que podría haber pensado, no me molestaba ser un extranjero. Era una experiencia extrañamente vigorizante y a la larga servía para realzar la novedad de todo lo que estaba sucediéndome. No tenía la sensación de haberme trasladado a otra parte de la ciudad. Había recorrido medio mundo para llegar allí y era normal que ya nada me resultase familiar, ni siquiera yo mismo.

Una vez que nos instalamos, Kitty se buscó un trabajo para el resto del verano. Traté de convencerla de que no lo hiciera, de que prefería darle dinero y ahorrarle la molestia de ir a trabajar, pero ella se negó. Quería que estuviésemos en un plano de igualdad, me dijo, y no le agradaba la idea de que la llevase a cuestas. El objetivo era hacer que el dinero durase, gastarlo lo más despacio que pudiésemos. Kitty era más sabia que yo en estas cosas y cedí a su lógica superior. Se apuntó en una agencia de secretarias temporales y a los tres días le encontraron un puesto en el edificio McGraw-Hill, en la Sexta Avenida, en una de las revistas especializadas. Bromeábamos demasiado a menudo sobre el nombre de la revista como para no recordarlo, aún ahora no puedo decirlo sin sonreír: Plásticos Modernos: La Revista del Compromiso Total con los Plásticos. Kitty trabajaba allí de nueve a cinco todos los días y viajaba en el metro por la mañana y por la tarde con millones de trabajadores, soportando todo el calor del verano. No debía de resultar fácil, pero no era de las que se quejan por esas cosas. Por la noche hacía sus ejercicios de danza en casa durante dos o tres horas y al día siguiente se levantaba fresca y alegre y salía corriendo para cumplir una nueva jornada laboral. Mientras estaba fuera yo me ocupaba de las tareas domésticas y de la compra y siempre le tenía la cena preparada cuando llegaba a casa. Ésta fue mi primera experiencia de vida doméstica y me adapté a ella con naturalidad, sin reservas. Ninguno de los dos habló del futuro, pero en un momento dado, a los dos o tres meses de vivir juntos, creo que ambos empezamos a sospechar que íbamos encaminados al matrimonio.

Envié la necrología de Effing al Times, pero nunca recibí respuesta, ni siquiera una nota rechazándola. Puede que la carta se perdiera o puede que pensaran que la había mandado un loco. La versión más larga, que mandé obedientemente al Art World Monthly como Effing me había pedido, me fue devuelta, pero creo que su cautela no era injustificada. Como explicaba el director en su carta, nadie en la redacción había oído hablar de Julian Barber y, a menos que les proporcionara unas diapositivas de su obra, sería demasiado arriesgado publicar el artículo. “Tampoco sé quién es usted, señor Fogg —seguía la carta—, pero me parece que ha inventado usted una complicada broma. Eso no quiere decir que su historia no sea apasionante, pero creo que podría tener más suerte si renunciara a la charada y tratase de publicarla en alguna parte como relato de ficción.”

Pensé que le debía a Effing el hacer por lo menos otro esfuerzo en su honor. Al día siguiente de recibir esta carta del Art World Monthly, fui a la biblioteca y saqué una fotocopia de la necrología de Julian Barber de 1917, que luego envié al director de la revista junto con una breve carta. “Barber era un pintor joven y ciertamente oscuro en la época de su desaparición —escribí—, pero existió. Confío en que esta necrología del New York Sun le demuestre que el articulo que le envié estaba escrito de buena fe.” Esa misma semana recibí por correo una disculpa, que era sólo el prólogo a otro rechazo. “Estoy dispuesto a reconocer que hubo una vez un pintor norteamericano que se llamaba Julian Barber —escribía el director—, pero eso no demuestra que Thomas Effing y Julian Barber fuesen la misma persona. Dada su oscuridad, sería lógico suponer que no se trata de un pintor de verdadero talento. De ser así, no tendría sentido que le dedicáramos espacio en nuestra revista. En mi carta anterior le decía que me parecía que tenía usted material para una buena novela. Lo retiro. Lo que tiene usted es un caso de psicología anormal. Puede que sea interesante en sí mismo, pero no tiene nada que ver con el arte.”

Después de eso renuncié. Si hubiera querido, supongo que podría haber encontrado en alguna parte una reproducción de alguno de los cuadros de Barber, pero la verdad es que prefería no saber cómo era su pintura. Después de escuchar a Effing durante meses, había comenzado gradualmente a imaginarme sus cuadros y ahora me daba cuenta de que me resistía a permitir que nada perturbara los bellos fantasmas que yo había creado. Publicar el articulo habría significado destruir esas imágenes y no me parecía que valiera la pena. Aunque hubiese sido un gran artista, los cuadros de Julian Barber nunca podrían compararse con los que ya me había dado Thomas Effing. Los había soñado yo partiendo de sus palabras, y como tales eran perfectos, infinitos, más exactos en su representación de lo real que la realidad misma. Mientras no abriera los ojos, podría seguir imaginándolos para siempre.

Pasaba los días en una magnífica indolencia. Aparte de las sencillas tareas de la casa, no tenía responsabilidades dignas de mención. Siete mil dólares era una suma considerable en aquellos tiempos, y no tenía ninguna necesidad inmediata de hacer planes. Volví a fumar, leía libros, paseaba por las calles del bajo Manhattan, llevaba un diario. Esas notas dieron lugar a varios ensayos cortos, pequeñas explosiones de prosa que generalmente le leía a Kitty en cuanto las terminaba. Desde nuestro primer encuentro, cuando la había impresionado con mi arenga sobre Cyrano, estaba convencida de que llegaría a ser escritor, y ahora que todos los días me sentaba con la pluma en la mano, era como si su profecía se hubiese cumplido. De todos los escritores que había leído, Montaigne constituyó la mayor inspiración para mí. Igual que él, intentaba usar mis propias experiencias como armazón de lo que escribía, e incluso cuando el material me llevaba a un territorio bastante abstracto y extenso, no me parecía que estuviera diciendo nada definitivo sobre esos temas, sino más bien escribiendo una versión subterránea de la historia de mi vida. No recuerdo todos los ensayos que escribí, pero varios de ellos vuelven a mi mente si me esfuerzo lo bastante: una meditación sobre el dinero, por ejemplo, y otra sobre el vestido; un trabajo sobre los huérfanos y otro un poco más largo sobre el suicidio, que era básicamente un comentario acerca de Jacques Rigaut, un dadaísta francés de segunda fila que, a la edad de diecinueve años, declaró que se daba diez años más de vida y luego, al cumplir los veintinueve, cumplió su palabra y se pegó un tiro en la fecha señalada. También recuerdo que investigué sobre Tesla como parte de un proyecto de ocuparme del tema de las máquinas frente al mundo natural. Un día, cuando estaba rebuscando en una tienda de libros viejos de la Cuarta Avenida, tropecé con un ejemplar de la autobiografía de Tesla, titulada Mis Inventos, que primitivamente había sido publicada en 1919 en una revista llamada El Ingeniero Electrónico. Me llevé el pequeño volumen y empecé a leerlo. Cuando había leído varias páginas, tropecé con la misma frase que había encontrado en mi galleta de la suerte en el Palacio de la Luna casi un año antes: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.” Todavía tenía el papelito en mi cartera y me impresionó descubrir que esas palabras las había escrito Tesla, el hombre que había sido tan importante para Effing. El sincronismo de estos sucesos parecía cargado de significado, pero me resultaba difícil saber cuál era ese significado. Era como si oyera que mi destino me llamaba, pero, cada vez que trataba de escucharlo, descubría que hablaba en un idioma que no entendía. ¿Sería que algún empleado de una fábrica de galletas de la suerte chinas había estado leyendo el libro de Tesla? Parecía muy improbable, pero aunque así fuese, ¿por qué fui precisamente yo la persona que eligió la galleta que llevaba ese mensaje? No podía evitar sentirme inquieto por lo que había sucedido. Era un nudo de impenetrabilidad, y parecía que sólo una solución demencial podía explicarlo: extrañas conspiraciones de la materia, señales precognitivas, premoniciones, una visión del mundo semejante a la de Charlie Bacon. Abandoné mi ensayo sobre Tesla y empecé a explorar el tema de las coincidencias, pero nunca fui muy lejos. Era un asunto demasiado difícil para mí y al final lo dejé de lado, diciéndome que ya volvería a ello más adelante. Pero luego nunca lo hice.

Kitty reanudó sus clases en Juilliard a mediados de septiembre, y, hacia finales de esa misma semana, finalmente tuve noticias de Solomon Barber. Habían pasado casi cuatro meses desde la muerte de Effing y no esperaba que me escribiese ya. En cualquier caso, no era esencial que lo hiciera y, dadas las muchas reacciones distintas que parecían posibles en un hombre en su situación —incredulidad, resentimiento, felicidad, espanto—, ciertamente no le culpaba por no haberse puesto en contacto conmigo. Haber pasado los primeros cincuenta años de tu vida creyendo que tu padre ha muerto y luego descubrir que ha estado vivo todo el tiempo, para enterarte en el mismo instante que ahora ha muerto de verdad… Yo ni siquiera podía intentar imaginar cómo reaccionaría alguien ante un corrimiento de tierras de tales proporciones. Pero entonces apareció en el correo la carta de Barber; una carta cortés y amable, disculpándose y dándome las más efusivas gracias por todo lo que había hecho para ayudar a su padre en los últimos meses de su vida. Le gustaría mucho tener la oportunidad de hablar conmigo, decía, y si no era pedir demasiado, pensaba que tal vez podría venir un fin de semana a Nueva York ese otoño para verme. Su tono era tan educado que no se me ocurrió decirle que no. En cuanto terminé de leer su carta, le contesté diciéndole que estaría encantado de verle cuando quisiera venir.

Hizo el viaje en avión poco después, un viernes por la tarde a principios de octubre, justo cuando el tiempo empezaba a cambiar. Una vez que llegó a su hotel, el Warwick, me llamó para decirme que estaba en Nueva York y quedamos en encontrarnos en el vestíbulo del hotel en cuanto yo pudiera llegar. Cuando le pregunté cómo le reconocería, se rió suavemente y dijo:

—Seré la persona más grande que haya en el vestíbulo, no es posible que no me vea. Pero por si acaso hubiera otro hombre de mi tamaño, soy el calvo, el que no tiene ni un pelo en la cabeza.

Según descubrí pronto, la palabra “grande” no le hacía justicia. El hijo de Effing era inmenso, monumental por su volumen, un montón de carne sobre carne. Yo nunca había conocido a nadie de esas dimensiones, y cuando le vi sentado en un sofá del vestíbulo, dudé en acercarme a él. Era uno de esos hombres monstruosamente gordos con los que a veces se cruza uno entre la multitud: por mucho que uno se esfuerce en desviar la vista, no puede remediar quedarse mirándole con la boca abierta. Era titánico en su obesidad, de una redondez tan protuberante que uno no podía mirarle sin sentirse encogido. Era como si su tridimensionalidad fuese más pronunciada que la de otras personas. No sólo ocupaba más espacio que los demás, sino que parecía rebosarlo, rezumar por los bordes de sí mismo y habitar zonas en las que no estaba. Sentado en reposo, con su calva cabeza de coloso saliendo de los pliegues de la masa de su cuello, había algo legendario en él, algo que me pareció obsceno y trágico al mismo tiempo. No era posible que el escuálido y diminuto Effing hubiese engendrado a aquel hijo: era un error genético, una simiente renegada que se había desmandado, desarrollándose más allá de toda medida. Por un momento, casi conseguí convencerme de que era una alucinación, pero luego nuestros ojos se encontraron y una sonrisa iluminó su rostro. Llevaba un traje de mezclilla verde y unos zapatos Hush Puppy de color tostado. El puro a medio consumir que sostenía con la mano izquierda no parecía mayor que un alfiler.

—¿Solomon Barber? —pregunté.

—El mismo —dijo—. Y usted debe ser el señor Fogg. Es un honor conocerle.

Tenía una voz fuerte y resonante que retumbaba ligeramente a causa del humo de tabaco en sus pulmones. Estreché la enorme mano que me tendió y me senté a su lado en el sofá. Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada más. La sonrisa fue desvaneciéndose de la cara de Barber y en ella apareció una expresión preocupada y ausente. Me estaba examinando atentamente, pero al mismo tiempo parecía absorto en sus pensamientos, como si acabara de ocurrírsele algo importante. Luego, inexplicablemente, cerró los ojos y respiró hondo.

—Una vez conocí a alguien que se llamaba Fogg —dijo al fin—. Hace mucho tiempo.

—No es un apellido de los más corrientes —contesté—. Pero hay unos cuantos.

—Fogg estaba en mi clase en los años cuarenta. Por entonces yo empezaba a dar clases.

—¿Recuerda el nombre de pila del chico?

—Lo recuerdo, sí, pero no era un chico, era una chica, Emily Fogg. Estaba en mi clase de primero de historia de Estados Unidos.

—¿Sabe de dónde era?

—De Chicago. Creo que era de Chicago.

—El nombre de mi madre era Emily, y era natural de Chicago. ¿Podía haber dos Emily Fogg de la misma ciudad en la misma universidad?

—Es posible, pero no lo creo probable. El parecido es demasiado grande. La reconocí en el momento en que entró usted aquí.

—Una coincidencia detrás de otra —dije—. Parece que el universo está lleno de coincidencias.

—Sí, a veces puede resultar muy desconcertante —dijo Barber, empezando a perderse de nuevo en sus pensamientos. Con evidente esfuerzo, al cabo de unos segundos volvió a la realidad y continuó—: Espero que no se ofenda por mi pregunta, pero ¿cómo es que usa usted el apellido de soltera de su madre?

—Mi padre murió antes de que yo naciera y mi madre decidió usar su propio apellido.

—Perdone. No pretendía ser indiscreto.

—No tiene importancia. No conocí a mi padre y mi madre hace años que murió.

—Sí, me enteré poco tiempo después de que sucediera. Un accidente de tráfico, creo, una tragedia terrible. Debió de ser espantoso para usted.

—La atropelló un autobús en Boston. Yo era aún un niño.

—Una tragedia terrible —repitió Barber, cerrando los ojos otra vez—. Era una muchacha hermosa e inteligente, su madre. La recuerdo bien.

Diez meses después, cuando Barber estaba muriéndose en un hospital de Chicago con la espalda rota, me dijo que había empezado a sospechar la verdad ya en aquella primera conversación en el vestíbulo del hotel. La única razón de que no me lo dijera entonces fue que pensó que podría asustarme y hacerme salir corriendo. Todavía no me conocía y no podía predecir cómo respondería yo ante una noticia tan repentina y cataclísmica. Le bastaba con imaginar la escena para comprender la importancia de guardar silencio. Un desconocido de 170 kilos de peso me invita a un hotel, me da la mano y luego, en lugar de hablar de las cosas que yo he venido a comentar, me mira a los ojos y me dice que es mi padre, perdido hace mucho tiempo. Por muy fuerte que fuese la tentación, no podía hacerlo. Con toda probabilidad, yo pensaría que era un loco y me negaría a volver a hablar con él. Puesto que tendríamos mucho tiempo para llegar a conocernos, no quería estropear sus posibilidades provocando una escena en un momento inoportuno. Como sucede con tantas otras cosas en la historia que estoy tratando de contar, esto resultó ser un error. Contrariamente a lo que Barber imaginaba, no había mucho tiempo. Confiaba en el futuro para resolver el problema, pero ese futuro nunca llegó. Eso no fue culpa suya, ciertamente, pero pagó por ello de todas formas, y yo pagué con él. A pesar de los resultados, no veo qué otra cosa hubiese podido hacer. Nadie podía saber lo que iba a suceder; nadie podía haber adivinado las cosas terribles y tenebrosas que nos esperaban.

Incluso ahora, no puedo pensar en Barber sin sentirme abrumado por la compasión. Aunque nunca supe quién era mi padre, por lo menos sabía que había existido un padre. Después de todo, un niño tiene que venir de alguna parte y al hombre que engendra a ese niño se le suele llamar padre. Barber, en cambio, no sabía nada. Se había acostado con mi madre una sola vez (una noche lluviosa y sin estrellas de la primavera de 1946), y al día siguiente ella se había ido, desapareciendo para siempre de su vida. No sabía que ella se había quedado embarazada, no sabía que había tenido un hijo, no sabía nada de lo que había hecho. Teniendo en cuenta el desastre que se produjo a continuación, parece justo que al menos hubiese recibido algo a cambio de sus sufrimientos, aunque fuese el conocimiento de lo que había hecho. La asistenta había entrado temprano en la habitación, sin llamar, y como no pudo reprimir el grito que salió de su garganta, todos los huéspedes de la pensión estaban en el cuarto antes de que ellos hubieran tenido tiempo de ponerse la ropa. Si hubiera sido sólo la asistenta, tal vez habrían podido inventar una historia, tal vez incluso habrían escapado a las consecuencias, pero, tal como ocurrió, había demasiados testigos contra ellos. Una alumna de primero, de diecinueve años, en la cama con su profesor de historia. Había reglas contra esa clase de cosas, y solamente un idiota sería tan torpe como para dejarse coger, especialmente en un sitio como Oldburn, Ohio. Se despidieron, Emily volvió a Chicago, y ahí se acabó la historia. Su carrera nunca se recuperó de ese revés, pero lo peor fue el tormento de perder a Emily. Continuó el resto de su vida, y no pasó un mes (según me dijo en el hospital) sin que reviviera la crueldad de su rechazo, la expresión de horror absoluto que apareció en su cara cuando le pidió que se casara con él.

—Me has destruido —le dijo—, y por nada del mundo dejaré que vuelvas a verme.

Y así fue. Cuando logró encontrar su pista, trece años más tarde, ella ya descansaba en su tumba.

Por lo que puedo deducir, mi madre nunca le contó a nadie lo que había sucedido. Sus padres ya habían muerto, y como Victor estaba viajando con la Orquesta Cleveland, nada la obligaba a hablar del escándalo. A todos los efectos, no era más que otra estudiante que había dejado la universidad, cosa que en 1946, y tratándose de una chica, a nadie le parecería muy alarmante. El misterio fue que cuando se enteró de que estaba embarazada, se negó a dar el nombre del padre. Yo se lo pregunté a mi tío varias veces durante los años que vivimos juntos, pero él estaba tan en la ignorancia como yo.

—Ése fue el secreto de Emily —me dijo—. Yo le insistí más veces de las que quisiera recordar, pero nunca me dio la menor pista.

Dar a luz a un hijo natural en aquellos tiempos era algo que requería valor y obstinación, pero parece ser que mi madre nunca vaciló. Junto con todo lo demás, tengo que agradecerle eso. Una mujer con menos fuerza de voluntad me habría dado en adopción; o, peor aún, habría abortado. No es una idea muy agradable, pero si mi madre no hubiese sido como era, puede que yo nunca hubiera llegado a este mundo. Si ella hubiese hecho lo más sensato, yo habría muerto antes de nacer, hubiese sido un feto de tres meses tirado en el fondo de un cubo de basura en alguna callejuela.

A pesar de lo mucho que le dolió, el rechazo de mi madre no sorprendió demasiado a Barber, y a medida que pasaban los años le resultaba más difícil guardarle rencor por ello. Lo asombroso era que ella hubiese podido sentirse atraída por él. Tenía veintisiete años en la primavera de 1946 y lo cierto era que Emily fue la primera mujer que se acostaba con él sin cobrar por hacerlo. E incluso esas transacciones habían sido pocas y muy separadas entre sí. El riesgo era demasiado grande, y una vez que descubrió que la humillación podía matar el placer, raras veces se atrevía a intentarlo. Barber no se hacía ilusiones respecto a sí mismo. Comprendía lo que la gente veía cuando le miraba y sabía que tenían razón al sentir lo que sentían. Emily había sido su única oportunidad y la había perdido. Aunque era duro aceptarlo, no podía evitar pensar que aquello era exactamente lo que se merecía.

Su cuerpo era una mazmorra y estaba condenado a cadena perpetua dentro de él, un prisionero olvidado sin derecho a recurrir, sin esperanza de una reducción de la pena, sin posibilidad de una rápida y piadosa ejecución. Había alcanzado su estatura de adulto a los quince años, algo más de un metro ochenta y cinco, y desde entonces había empezado a aumentar de peso. Luchó durante toda su adolescencia para mantenerlo por debajo de los 110 kilos, pero sus borracheras hasta altas horas de la noche no contribuían a ello y las dietas tampoco parecían servir de nada. Huía de los espejos y procuraba estar solo siempre que podía. El mundo era una carrera de obstáculos formados por ojos que miraban fijamente y dedos que señalaban, y él formaba parte de un espectáculo de monstruos ambulante, el chico globo que atravesaba anadeando la corriente de las risas y hacía que la gente se parara a su paso. Los libros se convirtieron pronto en un refugio para él, un lugar donde podía esconderse no sólo de los demás sino de sus propios pensamientos. Porque Barber nunca tuvo dudas respecto a quién era el culpable del aspecto que tenía. Al sumergirse en las palabras de la página que tenía ante sí, lograba olvidarse de su cuerpo y eso, más que ninguna otra cosa, le ayudaba a cesar en sus autorrecriminaciones. Los libros le daban la posibilidad de flotar, de interrumpir la conciencia de sí, y mientras concentrara toda su atención en ellos, podía engañarse y creer que se había liberado, que las cuerdas que le ataban a su grotesco amarradero se habían cortado.

Terminó la enseñanza secundaria siendo el primero de su clase y con unas notas que asombraron a todo el mundo en el pueblo de Shoreham, Long Island. En junio de ese año hizo un sentido y confuso discurso de despedida en defensa del movimiento pacifista, la república española y un segundo mandato de Roosevelt. Era el año 1936, y el público que había en el caluroso gimnasio le aplaudió con fuerza, aunque no estuviera de acuerdo con sus ideas políticas. Luego, lo mismo que haría su hijo veintinueve años más tarde, se marchó a Nueva York para estudiar cuatro años en la Universidad de Columbia. Al final de ese período había fijado la barrera de su peso en 125 kilos. A continuación vinieron los cursos para el doctorado en historia y un rechazo por parte del ejército cuando trató de alistarse.

—No queremos gordos —le dijo el sargento con una risita despreciable.

Así que Barber se incorporó a las filas del frente interior y se quedó en casa, junto con los parapléjicos y los deficientes mentales, los hombres demasiado jóvenes o demasiado viejos. Pasó esos años en el departamento de historia de Columbia rodeado de mujeres, una anómala masa de carne masculina empollando entre las estanterías de la biblioteca. Pero nadie negaba que era realmente bueno en su especialidad. Su tesis doctoral sobre el obispo Berkeley y los indios ganó el Premio de Estudios Norteamericanos en 1944 y después le ofrecieron puestos en varias universidades del Este. Por razones que ni siquiera él comprendía, eligió Ohio.

El primer año fue bastante bien. Resultó ser un profesor querido por sus alumnos, entró en el coro de la facultad como barítono y escribió los tres primeros capítulos de un libro sobre relatos de cautiverio entre los indios. En Europa la guerra acabó al fin esa primavera y cuando en agosto arrojaron las dos bombas sobre Japón, trató de consolarse pensando que no podía volver a ocurrir nunca. Contra toda probabilidad, el año siguiente empezó brillantemente. Entre septiembre y enero consiguió bajar su peso a 130 kilos, y por primera vez en su vida comenzó a mirar al futuro con cierto optimismo. El semestre de primavera llevó a Emily Fogg a su clase de primero de historia, una muchacha encantadora y efervescente que inesperadamente se enamoró de él. Era demasiado bueno para ser cierto, y poco a poco se convenció de que repentinamente todo era posible, incluso aquello que jamás se había atrevido a imaginar antes. Luego vino la escena de la pensión, la asistenta irrumpiendo en su habitación, el desastre. La misma velocidad de los acontecimientos le paralizó, le dejó tan aturdido que no supo reaccionar. Cuando aquel mismo día le llamaron al despacho del rector, la idea de protestar por su despido ni siquiera se le ocurrió. Volvió a su habitación, hizo las maletas y se marchó sin decir adiós a nadie.

El tren nocturno le llevó a Cleveland, donde tomó una habitación en un hostal de la YMCA[7]. Su plan era tirarse por la ventana, pero después de tres días de esperar el momento oportuno, comprendió que le faltaba valor. Después, decidió dejarse ir, abandonar la lucha de una vez por todas. Si no tenía el coraje de morir, se dijo, por lo menos viviría como un hombre libre. De eso no había duda. No volvería a huir de sí mismo; no permitiría que los demás determinasen su identidad. Durante los siguientes cuatro meses, comió hasta casi lograr el olvido, atiborrándose de pasteles de crema, de donuts, de patatas con mantequilla, de asados empapados en salsa, de tortitas con nata, de pollo frito y de grandes platos de sopa de pescado. Cuando concluyó esta etapa de desenfreno había engordado otros quince kilos; pero las cifras ya no importaban. Había dejado de mirarlas y por lo tanto habían dejado de existir.

Cuanto más grande se hacía su cuerpo, más profundamente se encerraba dentro de él. Su objetivo era aislarse del mundo, hacerse invisible detrás de la inmensidad de su propia carne. Pasó aquellos meses en Cleveland aprendiendo a hacer caso omiso de lo que los desconocidos pensaran de él, inmunizándose contra el dolor de ser visto. Se ponía a prueba todas las mañanas caminando por la avenida Euclid a la hora punta, y los sábados y los domingos se obligaba a pasar la tarde en el parque de Weye, exponiéndose al mayor número de personas posible, fingiendo no oír lo que decían los mirones, esforzándose por conseguir que sus miradas resbalaran sobre él. Ahora estaba solo, absolutamente separado de todos: una mónada bulbosa en forma de huevo que avanzaba obstinadamente entre las ruinas de su conciencia. Pero su esfuerzo se vio recompensado, y ya no le daba miedo su aislamiento. Sumergiéndose en el caos que le habitaba, se había convertido al fin en Solomon Barber, un personaje, alguien, un mundo en sí mismo.

El toque supremo vino unos años más tarde, cuando empezó a perder el pelo. Al principio le pareció un mal chiste —un calvo que se apellida Barber[8]—, pero puesto que las pelucas y los postizos quedaban descartados, no tenía más remedio que vivir con ello. El hermoso jardín de su cabeza empezó a marchitarse. Donde antes crecía una espesura de rizos castaño-rojizos, ahora no había más que cuero cabelludo pelado, una yerma extensión del piel desnuda. No le agradó este cambio en su aspecto, pero lo más inquietante era el hecho de que escapaba por completo a su control. Le obligaba a una relación pasiva consigo mismo y eso era precisamente lo que no podía tolerar. Un día, cuando el proceso estaba a la mitad (pelo en ambos lados de la cabeza pero nada en la parte superior), cogió una navaja y tranquilamente se afeitó lo que le quedaba. El resultado de este experimento fue mucho más impresionante de lo que él esperaba. Barber descubrió que poseía una gran cabeza, una cabeza mitológica, y mientras se miraba al espejo, pensó que era apropiado que el inmenso globo de su cuerpo tuviera ahora una luna. A partir de aquel día, trató a este satélite con escrupuloso cuidado, todas las mañanas lo frotaba con cremas y aceites para mantener el brillo y la suavidad, le daba masajes eléctricos y se aseguraba de que estuviese siempre bien protegido de los elementos. Empezó a llevar sombreros, toda clase de sombreros, y poco a poco éstos se convirtieron en el distintivo de su excentricidad, la divisa definitiva de su identidad. Ya no era sólo el obeso Solomon Barber, era el Hombre de los Sombreros. Hacía falta cierta osadía para hacer lo que hizo, pero entonces ya había aprendido a recrearse en cultivar su rareza y había adquirido una variada parafernalia que contribuía a realzar su talento para dejar perplejos a los demás. Llevaba sombreros hongo, feces, gorras de béisbol, cascos de minero, sombreros de vaquero, cualquier cosa que se le antojara, sin preocuparse por la elegancia ni los convencionalismos. En 1957 su colección era ya tan grande que en una ocasión estuvo veintitrés días sin repetir el mismo sombrero.

Después del calvario de Ohio (así lo llamó él más tarde), Barber encontró trabajo en una serie de pequeñas y desconocidas universidades del Medio Oeste y el Oeste. Lo que en un principio pareció que sería un exilio temporal se alargó durante más de veinte años y al final el mapa de sus heridas estaba delimitado por puntos en todas las esquinas del corazón de Estados Unidos: Indiana y Texas, Nebraska y Oklahoma, Dakota del Sur y Kansas, Idaho y Minnesota. Nunca se quedaba en ningún sitio más de dos o tres años y, aunque las universidades eran todas muy parecidas, el movimiento constante le impedía aburrirse. Barber tenía una gran capacidad de trabajo y en la polvorienta calma de aquellos retiros prácticamente no hacía otra cosa: producía continuamente artículos y libros, asistía a congresos y daba clases, dedicaba tantas horas a sus alumnos y sus cursos que siempre salía elegido el profesor más estimado del campus. Su capacidad profesional no se ponía en duda, pero incluso cuando el escándalo de Ohio empezó a ser olvidado, las grandes universidades seguían rechazándole. Effing había hablado de McCarthy, pero la verdad es que la única incursión de Barber en la política de izquierdas había sido como compañero de viaje del movimiento pacifista en Columbia allá por los años treinta. No había estado oficialmente en la lista negra, pero a sus detractores les convenía rodear su nombre de insinuaciones de rojillo, como si ésa fuera una excusa mejor para rechazarle. Nadie estaba dispuesto a decirlo francamente, pero todos pensaban que Barber simplemente no encajaría allí. Era demasiado grande, demasiado llamativo, demasiado impenitente. Imaginaos a un titán de 170 kilos cruzando los patios de Yale con un gorro frigio. No era admisible. Ese hombre no tenía vergüenza ni sentido del decoro. Su simple presencia alteraría el orden de las cosas y ¿por qué buscar problemas cuando había tantos candidatos entre los que elegir?

Puede que fuese mejor así. Quedándose en la periferia, Barber podía seguir siendo como quería ser. Las universidades pequeñas se alegraban de tenerle, y por ser no sólo el profesor más gordo que nadie había visto jamás, sino también el Hombre de los Sombreros, quedaba felizmente exento de los mezquinos altercados e intrigas que infestan la vida provinciana. Todo en él era demasiado exagerado y extravagante, tan flagrantemente fuera de la norma que nadie se atrevía a juzgarle. Llegaba a finales del verano, cubierto de polvo después de pasar días en la carretera, remolcando un U-Haul detrás de su maltrecho coche, cuyo tubo de escape pedorreaba. Si había estudiantes por allí, inmediatamente los contrataba para descargar sus cosas, les pagaba un precio exorbitante por el trabajo y luego les invitaba a comer. Eso siempre contribuía a marcar el tono. Después veían su asombrosa colección de libros, los innumerables sombreros y la mesa de despacho especial que le habían hecho en Topeka, el escritorio de santo Tomás de Aquino, como él lo llamaba, de cuyo tablero habían cortado un gran semicírculo para acomodar su vientre. No era difícil quedar fascinado viéndole moverse, jadeante y asmático, trasladando lentamente su enorme volumen de un sitio a otro, fumando continuamente esos largos cigarros que dejaban cenizas por toda su ropa. Los estudiantes se reían de él a sus espaldas, pero también le tenían mucho afecto, y para aquellos hijos e hijas de granjeros, tenderos y pastores protestantes, él era lo más cercano a un hombre realmente brillante que llegarían a conocer. Inevitablemente, había algunas alumnas cuyo corazón latía por él (demostrando con ello que la mente es en verdad más poderosa que el cuerpo), pero Barber se había aprendido la lección y nunca volvió a caer en esa trampa. Secretamente, le encantaba ver que las muchachas le ponían ojos tiernos, pero fingía no enterarse, haciendo su papel de sabio distraído, de jovial eunuco que estaba más allá del deseo. Era un papel doloroso y solitario, pero le proporcionaba cierta protección, y aunque no siempre resultaba, por lo menos había aprendido la importancia de tener las persianas echadas y la puerta cerrada con llave. En todos sus años de vagabundeos, nadie pudo criticarle. Les imponía por su singularidad, y antes de que sus colegas tuvieran tiempo de cansarse de él, ya se estaba trasladando a otro sitio, despidiéndose y alejándose hacia el sol poniente.

Por lo que Barber me dijo, su camino se cruzó con el del tío Victor una vez, pero, pensando en los detalles de las dos vidas, creo que pudieron verse hasta tres veces. El primer encuentro pudo haber sido en 1939, en la Exposición Mundial de Nueva York. Sé seguro que ambos acudieron a verla y, aunque las probabilidades son muy escasas, es ciertamente posible que fueran el mismo día. Me gusta imaginarlos uno junto al otro frente a algunos de los objetos expuestos —el Coche del Futuro, por ejemplo, o la Cocina del Mañana— y luego empujándose involuntariamente y levantándose el sombrero en un gesto simultáneo de disculpa, dos jóvenes en lo mejor de la vida, uno gordo y otro flaco, una pareja cómica fantasmal haciendo su numerito para mí en la sala de proyección de mi cráneo. Effing también estuvo en la exposición, naturalmente, recién llegado de su larga estancia en Europa, y a veces le he incluido también en esa escena imaginaria, sentado en una silla de ruedas de mimbre de esas antiguas, empujada por Pavel Shum. Puede que Barber y el tío Victor estén uno al lado del otro cuando pasa Effing. Puede que, justo en ese momento, Effing le grite algún insulto destemplado a su compañero ruso, y Barber y el tío Victor, asombrados por la grosería del hombre en público, se sonrían y sacudan la cabeza con pena. Sin saber, claro está, que ese hombre es el padre de uno de ellos y el futuro abuelo del sobrino del otro. Las posibilidades de tales escenas son ilimitadas, pero generalmente trato de mantenerlas lo más modestas que puedo, interacciones breves y silenciosas: una sonrisa, una inclinación de cabeza, una disculpa murmurada. Me resultan más sugerentes de ese modo, como si al no atreverme demasiado, al concentrarme en pequeños detalles efímeros, pudiera engañarme y llegar a creer que estas cosas sucedieran realmente.

El segundo encuentro podría haber sido en Cleveland, en 1946. Quizá esté más basado en una conjetura que el primero, pero recuerdo claramente que un día iba paseando por el parque Lincoln en Chicago con mi tío y vimos a un gordo gigantesco comiendo un bocadillo sentado en la hierba. Este hombre le recordó a Victor a otro gordo que había visto una vez en Cleveland (“en los tiempos en que yo estaba todavía en la orquesta”), y aunque no tengo ninguna prueba definitiva, me gusta pensar que el hombre que le causó tanta impresión era Barber. Aunque sea lo único, las fechas encajan perfectamente, ya que Victor tocó en la Orquesta de Cleveland desde 1945 a 1948 y Barber se fue allí en la primavera de 1946. Según me contó Victor, estaba una noche comiendo tarta de queso en Lansky’s Delicatessen, un restaurante grande y ruidoso a tres manzanas del Severence Hall. La orquesta acababa de tocar un programa dedicado íntegramente a Beethoven y él había ido con otros tres músicos de la sección de viento de madera para cenar algo. Desde el asiento que ocupaba al fondo del restaurante veía perfectamente a un hombre obeso que estaba solo en una mesa cercana. Incapaz de apartar los ojos de la enorme y solitaria figura, mi tío contempló horrorizado cómo el hombre devoraba dos cuencos de sopa de pan ácimo, una fuente de repollo relleno, una ración de crépes de queso, tres platos de ensalada de col, una cesta de pan y seis o siete pepinillos en vinagre pinchados de un cubo de encurtidos. A Victor le espantó de tal manera esta exhibición de glotonería que se le quedó grabada para siempre, una imagen de la más pura y absoluta infelicidad humana.

—Cualquiera que coma de ese modo está tratando de matarse —me dijo—. Es lo mismo que ver a un hombre morirse de hambre.

La última vez que coincidieron fue en 1959, durante la época en que mi tío y yo vivimos en Saint Paul, Minnesota. Barber trabajaba entonces en la Universidad Macalester y una tarde, cuando estaba en su apartamento leyendo los anuncios de coches usados en las últimas páginas del Pioneer Press, sus ojos tropezaron casualmente con un anuncio que ofrecía lecciones de clarinete dadas por un tal Victor Fogg, “antiguo músico de la Orquesta de Cleveland”. El nombre se le clavó en la memoria como una lanza y a su mente vino una imagen de Emily más vívida y fragante que ninguna de las imágenes que había visto de ella en años. De repente estaba nuevamente dentro de él, resucitada por la aparición de su nombre, y durante el resto de la semana no pudo apartarla de sus pensamientos, ni dejar de preguntarse qué habría sido de ella; imaginó las varias vidas que podía haber vivido y la vio con una claridad que casi le asustó. Probablemente el profesor de música no tenía ninguna relación con ella, pero no veía nada de malo en averiguarlo. Su primer impulso fue llamar a Victor por teléfono, pero después de ensayar lo que le diría, lo pensó mejor. No quería parecer un idiota cuando intentara contar su historia, tartamudeando incoherencias a un desconocido nada interesado. Se decidió por una carta y escribió seis o siete borradores antes de quedar satisfecho, luego la envió por correo en un ataque de angustia, lamentando lo que había hecho en el mismo instante en que el sobre desapareció en el buzón. La respuesta llegó diez días más tarde, unas lacónicas líneas que atravesaban una cuartilla amarilla. “Señor —decía el mensaje—, Emily Fogg era efectivamente mi hermana, pero tengo el penoso deber de informarle de que murió en un accidente de tráfico hace ocho meses. Atentamente, Victor Fogg.”

En el fondo, la carta no le decía nada que no supiera ya. Victor sólo le revelaba un hecho y este hecho era algo que Barber había comprendido por sí mismo hacía mucho tiempo: que nunca volvería a ver a Emily. La muerte no alteraba lo que era ya una certeza, reiteraba la pérdida con la que vivía desde hacía años. Ello no significaba que la lectura de la carta fuese menos dolorosa, pero una vez que dejó de llorar, se encontró ansioso por obtener más información. ¿Qué había sido de ella? ¿Dónde había ido y qué había hecho? ¿Se había casado? ¿Había dejado hijos? ¿La había amado alguien? Barber quería datos concretos. Quería llenar las lagunas y construirle una vida, algo tangible que pudiera llevar consigo: una serie de fotografías, como si dijéramos, un álbum que pudiera abrir en su mente y estudiar a voluntad. Volvió a escribirle a Victor al día siguiente. Después de manifestarle su más sentido pésame en el primer párrafo, pasaba a insinuar, con mucha delicadeza, lo importante que sería para él tener respuesta a algunas de sus preguntas. Esperó pacientemente recibir una respuesta, pero pasaron dos semanas sin noticias. Al fin, pensando que su carta podía haberse perdido, llamó a Victor por teléfono. Después de tres o cuatro señales de llamada, una telefonista le dijo que ese número había sido desconectado. La cosa era desconcertante, pero Barber no se desanimó (tal vez el hombre era pobre y no había podido pagar la cuenta del teléfono), sino que se metió en su Dodge de 1951 y se fue al edificio de apartamentos donde vivía Victor en el 1025 de la avenida Linwood. Como no vio el nombre de Fogg entre los timbres de la entrada, llamó al portero. Unos momentos después, un hombrecito con un jersey verde y amarillo acudió arrastrando los pies y le dijo que el señor Fogg se había marchado.

—Él y el niño recogieron sus cosas y se fueron hará unos diez días —le dijo el portero.

Esto fue una decepción para Barber, un golpe que no se esperaba. Pero ni por un instante se detuvo a pensar quién sería el niño. Aunque se le hubiera ocurrido pensarlo, habría sido igual. Habría supuesto que era el hijo del clarinetista y no le habría dado más vueltas.

Años más tarde, cuando Barber me habló de la carta que había recibido de Victor, comprendí al fin por qué mi tío y yo nos habíamos marchado de Saint Paul tan de repente en 1959. Toda la escena cobraba sentido: el hacer las maletas apresuradamente a media noche, el viaje en coche a Chicago sin una sola parada, las dos semanas de estancia en un hotel sin ir al colegio. Victor no podía saber la verdad respecto a Barber, pero eso no disminuía su temor de llegar a saberla. Existía un padre en alguna parte, y ¿por qué arriesgarse con aquel hombre que sentía tanta curiosidad por enterarse de cosas relacionadas con Emily? En el peor de los casos, ¿quién podía asegurarle que no fuese a luchar por la custodia del niño? Fue fácil no mencionarme al contestar a la primera carta, pero cuando llegó la segunda con todas aquellas preguntas, Victor comprendió que estaba atrapado. No contestarla sólo serviría para posponer el problema, porque si el desconocido tenía tanto interés como parecía, acabaría por ir a buscarnos. ¿Qué sucedería entonces? Victor no vio otra alternativa que huir, levantarme a media noche y desaparecer en una nube de humo.

Esta historia fue una de las últimas cosas que me contó Barber y oírla me desgarró el corazón. Comprendí lo que Victor había hecho y, al comprobar el cariño que me tenía, me sentí inundado por una oleada de sentimientos. Experimenté de nuevo el dolor por la muerte de mi tío. Pero al mismo tiempo sentí frustración y amargura por los años que había perdido. Si Victor hubiera contestado a la segunda carta de Barber en lugar de salir corriendo, yo podía haber descubierto quién era mi padre en 1959. Nadie tenía la culpa de lo sucedido, pero eso no hacía que me resultara menos difícil de aceptar. Todo había sido un problema de conexiones fallidas, de mala sincronización, de andar a ciegas. Siempre perdiendo la ocasión de encontrarnos por muy poco, siempre a unos centímetros de descubrirlo todo. A eso es a lo que se reduce la historia, creo. A una serie de oportunidades perdidas. Teníamos todas las piezas desde el principio, pero nadie supo encajarlas.

Nada de esto salió a relucir en aquel primer encuentro, claro está. Una vez que Barber decidió no mencionar sus sospechas, el único tema disponible era su padre y lo tratamos a fondo durante los días que pasó en Nueva York. La primera noche me invitó a cenar en Gallagher’s, en la calle Cincuenta y dos; la segunda noche fuimos con Kitty a un restaurante del barrio chino; y el tercer día, el domingo, fui a cenar con él a su hotel antes de que cogiera el avión para Minnesota. El ingenio y el encanto de Barber pronto me hicieron olvidar su desdichado aspecto, y cuanto más tiempo pasaba con él, más cómodo me sentía. Hablamos libremente casi desde el principio, intercambiando bromas e ideas mientras nos contábamos nuestras historias, y como él no era persona a quien le asustara la verdad, pude hablarle de su padre sin autocensura, dándole la versión completa de los meses que pasé con Effing, lo bueno y lo malo.

Por lo que respecta a Barber, nunca había estado muy enterado de nada. Le dijeron que su padre había muerto en el Oeste unos meses antes de su nacimiento, lo cual parecía verosímil, ya que las paredes de su casa estaban cubiertas de cuadros y todo el mundo le había dicho que su padre era pintor, especializado en paisajes, y que había viajado mucho a causa de su arte. Su último viaje fue a los desiertos de Utah, le dijeron, un lugar dejado de la mano de Dios, y allí fue donde murió. Pero nunca le aclararon las circunstancias de esta muerte. Cuando tenía siete años, una tía le dijo que su padre se había caído por un precipicio. Tres años después un tío le contó que a su padre le habían hecho prisionero los indios, y luego, unos seis meses más tarde, Molly Sharp le aseguró que había sido obra del diablo. Molly era la cocinera que le daba deliciosos pudines cuando volvía del colegio —una irlandesa coloradota con los dientes muy separados— y ella nunca mentía. Cualquiera que fuese la causa, la muerte de su padre era la razón que siempre le daban para que su madre se quedase en su habitación. Ésa era la expresión que utilizaba la familia para referirse al estado de su madre, aunque lo cierto era que a veces salía de su habitación, especialmente en las noches cálidas de verano, cuando vagaba por los pasillos de la casa e incluso bajaba hasta la playa y se sentaba cerca del agua, escuchando el ruido de las pequeñas olas.

Él no veía mucho a su madre y hasta en sus mejores días ella tenía dificultad para recordar su nombre. Le llamaba Teddy, o Malcolm, o Rob —siempre mirándole directamente a los ojos, hablando con absoluta convicción—, o bien usaba extraños epítetos que para él no tenían ningún sentido: Bally-Ball, Pooh-Bah y señor Jinks. Él nunca trataba de corregirla cuando hacía esto, ya que las horas que pasaba con ella eran demasiado preciosas para desperdiciarlas y sabía por experiencia que la menor objeción podía cambiar su humor. Los demás le llamaban Solly. Él no se oponía a este diminutivo, porque dejaba su verdadero nombre intacto, como si fuera un secreto que sólo él conocía; Solomon, el sabio rey de los hebreos, un hombre tan preciso en sus juicios que podía amenazar con cortar a un niño en dos. Más adelante, cambiaron el diminutivo y se convirtió en Sol. Supo por los poetas isabelinos que ésta era una palabra antigua que significaba “sol” y poco después descubrió que en francés esa palabra quería decir “suelo”. Le intrigaba pensar que él pudiera ser a la vez el sol y la tierra y durante varios años creyó que eso significaba que sólo él era capaz de abarcar todas las contradicciones del universo.

Su madre vivía en el cuarto piso con una serie de acompañantes y ayudantes y pasaba largas temporadas sin bajar. Ese piso era un territorio aparte, con una cocina recién construida a un lado del vestíbulo y la gran habitación octogonal al otro. Allí era donde su padre solía pintar, le dijeron, y las ventanas estaban distribuidas de tal modo que desde todas ellas no se veía nada más que el mar. Descubrió que si uno se quedaba delante de ellas mucho tiempo, con la cara pegada al cristal, acababa sintiéndose como si flotara en el cielo. No le permitían subir allí muy a menudo, pero desde su habitación en el piso de abajo oía a veces a su madre paseando de un lado a otro por la noche (el crujido de las tablas debajo de las alfombras) y de cuando en cuando distinguía voces: el rumor de las conversaciones, risas, estrofas de canciones, gemidos y sollozos. Sus visitas al cuarto piso estaban dictadas por las enfermeras y cada una establecía distintas normas. La señorita Forrest le concedía una hora todos los jueves; la señorita Caxton le examinaba las uñas antes de dejarle entrar; la señorita Flower era partidaria de los paseos por la playa a buen paso; la señorita Buxley les servía chocolate caliente; y la señorita Gunderson hablaba en una voz tan baja que casi no la oía. Una vez Barber jugó a los disfraces con su madre toda una tarde y en otra ocasión hicieron navegar un barco de juguete en el estanque hasta que anocheció. Ésas eran las visitas que recordaba más nítidamente y años más tarde comprendió que debían de haber sido las horas más felices que pasó con ella. Hasta donde llegaba su memoria, ella siempre le pareció vieja, con el cabello gris y la cara sin afeites, los ojos azules acuosos, las comisuras de la boca hacia abajo y manchas en el dorso de las manos. Había un ligero pero constante temblor en sus movimientos y esto la hacía parecer aún más frágil de lo que era; una mujer siempre al borde del colapso. No obstante, él no la consideraba loca (desgraciada era la palabra que en general le venía a la mente), e incluso cuando hacía cosas que alarmaban a todos, a él le parecía que sólo estaba fingiendo. Tuvo varias crisis a lo largo de los años (un ataque de gritos cuando despidieron a una de las enfermeras, un intento de suicidio, un período de varios meses en que se negó a llevar ropa) y en una ocasión la mandaron a Suiza para lo que llamaron “un largo descanso”. Barber descubrió mucho después que Suiza era solamente una forma cortés de referirse a un manicomio en Hartford, Connecticut.

Fue una infancia lúgubre, pero no carente de placeres, y mucho menos solitaria de lo que podía haber sido. Los padres de su madre vivían allí casi todo el tiempo y, a pesar de su inclinación hacia las modas pasajeras y frívolas —el fletcherismo[9], los agujeros de Symmes, los libros de Charles Fort—, su abuela fue extraordinariamente buena con él, lo mismo que su abuelo, que le contaba historias sobre la Guerra Civil y le enseñaba a buscar flores silvestres. Más adelante, el tío Binkey y la tía Clara también se fueron a vivir con ellos y durante varios años todos convivieron en una especie de malhumorada armonía. La crisis de la bolsa de 1929 no les arruinó, pero desde entonces hubo que hacer ciertas economías. El Pierce Arrow desapareció junto con el chófer, el contrato del piso de Nueva York no se renovó y a Barber no le mandaron a un internado de lujo como todos habían planeado. En 1931 vendieron algunas de las obras de la colección de su padre: los dibujos de Delacroix, el cuadro de Samuel French Morse y el pequeño Turner que había en la sala del piso de abajo. Pero aún quedaron muchos cuadros. A Barber le gustaban especialmente los dos Blakelocks que colgaban en el comedor (una escena a la luz de la luna en la pared oriental y una vista de un campamento indio en el lado sur), y además había docenas de cuadros de su padre por todas partes: las marinas de Long Island, los paisajes de la costa de Maine, los estudios del río Hudson y una habitación llena de paisajes traídos de un viaje a las Catskills, granjas en ruinas, montañas misteriosas, enormes campos luminosos. Barber pasó cientos de horas mirando estos lienzos, y en su tercer curso en el instituto montó una exposición con ellos en una sala del ayuntamiento y escribió un ensayo sobre la obra de su padre que fue distribuido gratuitamente a todos los que asistieron a la inauguración.

El año siguiente pasó muchas noches redactando una novela basada en la desaparición de su padre. Barber no tenía más que diecisiete años y, atrapado en el tumulto de la adolescencia, empezó a imaginarse que era un artista, un futuro genio que salvaría su alma volcando su angustia en el papel. Me envió una copia del manuscrito cuando volvió a Minnesota; no, como me advertía en la carta que lo acompañaba, para presumir de su talento juvenil (el libro había sido rechazado por veintiuna editoriales), sino para darme una idea de hasta qué punto había afectado a su imaginación la ausencia de su padre. El libro se titulaba La sangre de Kepler, y estaba escrito en el estilo sensacionalista de la literatura barata de los años treinta. En parte novela del Oeste y en parte ciencia ficción, el relato iba dando tumbos de un hecho improbable al siguiente, avanzando con el implacable impulso de un sueño. Muchas páginas eran espantosas, pero a pesar de todo lo encontré fascinante y cuando llegué al final sentí que tenía una idea más clara de cómo era Barber, que entendía algo acerca de las experiencias que le habían formado.

La acción de la novela tenía lugar unos cuarenta años antes que los hechos reales, pues comenzaba en la década de 1870, pero por lo demás la historia seguía casi exactamente los pocos datos que Barber había conseguido saber acerca de su padre. Un pintor de treinta y cinco años llamado John Kepler se despide de su esposa y su hijo, un niño pequeño, y parte de su casa en Long Island para realizar un viaje de seis meses por Utah y Arizona, esperando, en palabras del autor de diecisiete años, “descubrir una tierra de prodigios, un mundo de salvaje belleza y feroces colores, un dominio de proporciones tan monumentales que hasta la piedra más pequeña llevaría la impronta del infinito”. Durante los primeros meses todo va bien, pero luego Kepler tiene un accidente similar al que supuestamente había sufrido Julian Barber: se cae de un risco, se rompe varios huesos y queda inconsciente. Cuando vuelve en sí a la mañana siguiente, descubre que no puede moverse y como sus provisiones están fuera de su alcance, se resigna a morir de inanición. Al tercer día, sin embargo, justo cuando está a punto de expirar, un grupo de indios le salva; lo cual refleja otra de las versiones que Barber oyó en su infancia. Los indios llevan al moribundo a su asentamiento, situado en un estrecho valle salpicado de peñascos y flanqueado de paredes rocosas por todos lados, y en este lugar, cargado del olor de la yuca y el enebro, le cuidan hasta devolverle la salud. En esta comunidad viven unas treinta o cuarenta personas, hombres, mujeres y niños en igual número aproximadamente, que van y vienen con poco o nada sobre el cuerpo bajo el tórrido calor de principios de verano. Sin apenas hablarle a él o entre sí, le atienden mientras gradualmente recobra sus fuerzas, le acercan agua a los labios y le dan alimentos de aspecto extraño que él nunca ha probado. A medida que su mente empieza a aclararse, Kepler observa que estas gentes no se parecen a los indios de ninguna de las tribus de la región: los utes, los navajos, los paiutes y los shoshones. Le parecen más primitivos, más aislados y más dulces en sus modales. Examinándolos más atentamente llega a la conclusión de que muchos de ellos no tienen rasgos indios en absoluto. Algunos tienen los ojos azules, otros tienen el pelo de un tono rojizo y varios de los hombres tienen vello en el pecho. En vez de aceptar la evidencia, Kepler empieza a pensar que todavía está al borde de la muerte, que ha imaginado su recuperación en un delirio de coma y dolor. Pero eso no dura mucho. Poco a poco, cuando su estado continúa mejorando, se ve obligado a admitir que está vivo y que todo lo que le rodea es real.

“Se llamaban a sí mismo los Humanos —escribía Barber—, la Gente, Los que Vinieron de Lejos. De acuerdo con las leyendas que le contaron, hacía mucho tiempo sus antepasados habían vivido en la luna. Pero una gran sequía se llevó el agua de la tierra y todos los Humanos murieron excepto Pog y Ooma, el Padre y la Madre primitivos. Durante veintinueve días y veintinueve noches, Pog y Ooma caminaron por el desierto y cuando llegaron a la Montaña de los Milagros, subieron a la cima y se ataron a una nube. Esta nube les llevó por el espacio durante siete años y al final de este tiempo bajaron flotando a la tierra, donde descubrieron el Bosque de las Primeras Cosas y empezaron el mundo de nuevo. Pog y Ooma tuvieron más de doscientos hijos y durante muchos años los Humanos fueron felices, construyeron casas entre los árboles, plantaron maíz, cazaron ciervos y sacaron peces del agua. Los Otros también vivían en el Bosque de las Primeras Cosas y, como estaban dispuestos a compartir sus secretos, los Humanos aprendieron el Vasto Conocimiento de las plantas y los animales, lo cual les ayudó a vivir en la tierra. Los Humanos agradecieron la bondad de los Otros haciéndoles regalos y durante generaciones los dos territorios vivieron en armonía. Pero luego los Salvajes llegaron del otro lado del mundo una mañana en sus enormes barcos de madera. Durante algún tiempo pareció que los Barbudos eran amistosos, pero después entraron en el Bosque de las Primeras Cosas y cortaron muchos árboles. Cuando los Humanos y los Otros les pidieron que no lo hicieran, los Salvajes sacaron sus palos de rayos y truenos y los mataron. Los Humanos comprendieron que no podían enfrentarse a tales armas, pero los Otros decidieron hacerles frente y combatir. Ése fue el momento del Terrible Adiós. Algunos de los Humanos se unieron a las filas de los Otros, unos cuantos de los Otros se pasaron a las filas de los Humanos y luego las dos familias se fueron cada una por su lado. Los Humanos dejaron sus hogares y se adentraron en la Oscuridad, viajando por el Bosque de las Primeras Cosas hasta que creyeron estar fuera del alcance de los Salvajes. Esto sucedió muchas veces en el curso de los años, porque tan pronto construían un asentamiento en una nueva zona del Bosque y empezaban a sentirse a gusto, volvían a aparecer los Salvajes. Los Barbudos siempre se mostraban amistosos al principio, pero inevitablemente acababan cortando árboles y matando a los Humanos, mientras gritaban cosas acerca de su dios, de su libro y de su indomable fuerza. Así que los Humanos tenían que continuar vagando, siempre tratando de ganarles terreno a los Salvajes. Con el tiempo, llegaron al final del Bosque de las Primeras Cosas y descubrieron el Mundo Llano, con sus interminables inviernos y sus cortos e infernales veranos. Desde allí se trasladaron a la Tierra en el Cielo y cuando les expulsaron de ella, descendieron a la Tierra de Poca Agua, un lugar tan ardiente y desolado que los Salvajes no querían vivir en él. Cuando aparecían los Salvajes, era sólo porque iban camino de otro sitio y los que se detenían y construían casas eran tan pocos y desperdigados que los Humanos podían evitarlos sin mayor dificultad. Aquí era donde habían vivido los Humanos desde el comienzo de la Nueva Era y de eso hacía tanto tiempo que nadie recordaba ya lo que había ocurrido antes.”

Su idioma es incomprensible para Kepler al principio, pero al cabo de unas semanas lo domina lo suficiente como para defenderse en una conversación sencilla. Empieza adquiriendo los nombres, el esto y el aquello del mundo que le rodea y su discurso no es más sutil que el de un niño pequeño. Crenepos es mujer. Mantoac son los dioses. Okeepenauk es una raíz comestible y tapisco significa piedra. Teniendo que asimilar tantas palabras al mismo tiempo, no logra detectar ninguna coherencia estructural en la lengua. Al parecer los pronombres no existen como entidades separadas, por ejemplo, sino que forman parte de un complejo sistema de terminaciones verbales que varía de acuerdo con la edad y el sexo del hablante. Ciertas palabras que se usan con frecuencia tienen dos sentidos diametralmente opuestos —arriba y abajo, mediodía y medianoche, infancia y vejez— y hay muchos casos en los que el significado de las palabras cambia según la expresión facial del hablante. Después de dos o tres meses, la lengua de Kepler se va acostumbrando a reproducir los extraños sonidos de este idioma y a medida que la masa de sílabas indiferenciadas empieza a separarse en unidades de sentido más pequeñas y definibles, su oído se vuelve más agudo, más afinado al matiz y la entonación. Curiosamente, empieza a parecerle que oye vestigios de inglés cuando los Humanos hablan, no del inglés que él conoce, exactamente, sino retazos, restos de palabras inglesas, una especie de inglés metamorfoseado que de alguna manera se ha colado en las grietas del otro idioma. Una frase como Tierra de Poca Agua, por ejemplo, se convierte en una sola palabra: Ti-pogu-a. Hombres Salvajes se transforma en Ho-sal y Mundo Llano en algo así como mulla. Al principio, Kepler tiende a descartar estos paralelismos, considerándolos simples coincidencias. Después de todo, los sonidos coinciden parcialmente en distintas lenguas, y se resiste a dejarse arrastrar por su imaginación. Por otra parte, le parece que aproximadamente una de cada siete u ocho palabras del idioma de los Humanos sigue esta regla y cuando se decide a poner a prueba su teoría inventando palabras y diciéndoselas a los Humanos (palabras que no le han enseñado ellos sino que él forma con el mismo método de emparejarlas y descomponerlas), se encuentra con que los Humanos reconocen varias de ellas como propias. Estimulado por este éxito, Kepler comienza a concebir ciertas ideas respecto a los orígenes de esta extraña tribu. A pesar de la leyenda de la luna, piensa que deben ser producto de alguna antigua mezcla de sangre inglesa e india. “Perdidos en los inmensos bosques del Nuevo Mundo —escribía Barber, siguiendo el hilo del razonamiento de Kepler—, tal vez enfrentados a la amenaza de la extinción, era muy posible que un grupo de los primeros colonizadores hubiese solicitado ser admitido en una tribu india para asegurarse la supervivencia frente a las fuerzas hostiles de la naturaleza. Puede que esos indios fuesen los Otros que aparecían en las leyendas que le habían contado, pensó Kepler. De ser así, quizá una parte de ellos se separó del cuerpo principal y se dirigió al Oeste, asentándose finalmente en Utah. Llevando esta hipótesis un paso más allá, argumentó que la historia de sus orígenes probablemente había sido inventada después de la llegada a Utah, como una forma de extraer un consuelo espiritual de su decisión de instalarse en un lugar tan árido. Porque en ningún lugar del mundo, pensó Kepler, se parece tanto la tierra a la luna como aquí.”

Hasta que no llega a dominar su idioma, Kepler no entiende por qué le han salvado. El número de Humanos está disminuyendo, le explican, y a menos que puedan empezar a aumentarlo, toda la nación desaparecerá en la nada. A Pensamiento Silencioso, sabio y jefe de la tribu, que les dejó el invierno anterior para vivir solo en el desierto y orar por su salvación, se le reveló en un sueño que un muerto les salvaría. Encontrarían el cuerpo de ese hombre en algún sitio entre los riscos que rodeaban el asentamiento, les dijo, y si le trataban con las medicinas adecuadas, el cuerpo volvería a la vida. Todas estas cosas sucedieron exactamente como Pensamiento Silencioso dijo que sucederían. Kepler fue encontrado, fue resucitado y ahora tiene que convertirse en el padre de una nueva generación. Es el Padre Salvaje que cayó de la luna, el Progenitor de Almas Humanas, el Hombre Espiritual que rescatará a la Gente del olvido.

En este punto, la novela de Barber empieza a fallar de mala manera. Sin el menor escrúpulo de conciencia, Kepler decide quedarse a vivir con los Humanos, renunciando para siempre a la idea de reunirse con su mujer y su hijo. Abandonando el tono preciso e intelectual de las primeras treinta páginas, Barber da rienda suelta a lascivas fantasías en largos y floridos pasajes, fruto de la desbocada lujuria masturbatoria de un adolescente. Las mujeres no parecen indias norteamericanas sino juguetes sexuales polinesios, hermosas doncellas de senos desnudos que se entregan a Kepler con alegre abandono. Es pura invención: una sociedad de inocencia paradisíaca poblada por nobles salvajes que viven en completa armonía con los demás y con el mundo. Kepler no tarda mucho en comprender que la forma de vida de ellos es muy superior a la suya. Se sacude las ataduras de la civilización decimonónica y entra en la edad de piedra, uniendo su suerte a la de los Humanos alegremente.

El primer capítulo acaba con el nacimiento del primer hijo de Kepler, y cuando comienza el segundo han transcurrido quince años. Estamos de nuevo en Long Island, presenciando el funeral de la esposa de Kepler desde el punto de vista del joven John Kepler, que tiene ahora dieciocho años. Decidido a descubrir el misterio de la desaparición de su padre, el muchacho parte a la mañana siguiente de acuerdo con la más pura tradición épica, resuelto a dedicar el resto de su vida a esta búsqueda. Viaja por Utah, recorriendo los territorios desiertos durante año y medio en busca de pistas. Con milagrosa buena suerte (que Barber no hace verosímil), finalmente tropieza con el asentamiento de los Humanos. Nunca se le había ocurrido que su padre pudiera estar vivo aún, pero hete aquí que cuando le presentan al barbudo jefe y salvador de esta pequeña tribu, que ahora consta de casi cien almas, reconoce en él a John Kepler. Atónito, le suelta que él es el hijo que perdió hace mucho tiempo, pero Kepler, tranquilo e impasible, finge no entenderle.

—Soy un espíritu que vino aquí desde la luna —le dice— y estas personas son la única familia que he tenido. Nos complacerá darle comida y techo por esta noche, pero mañana por la mañana debe marcharse y seguir su viaje.

Destrozado por este rechazo, el hijo piensa en la venganza, y a media noche se levanta de la cama, se acerca subrepticiamente a Kepler mientras éste duerme y le clava un puñal en el corazón. Antes de que puedan dar la alarma, huye en la oscuridad y desaparece.

Hay un único testigo del crimen, un muchacho de doce años llamado Jocomin (Ojos Salvajes), que es el hijo predilecto de Kepler entre los Humanos. Jocomin persigue tres días y tres noches al asesino, pero no lo encuentra. La mañana del cuarto día sube a lo alto de una meseta para dominar el terreno que le rodea y allí, unos minutos después de perder las esperanzas, se encuentra a Pensamiento Silencioso, ni más ni menos, el anciano brujo que dejó la tribu años atrás para vivir como un ermitaño en el desierto. Pensamiento Silencioso adopta a Jocomin y poco a poco le va iniciando en los misterios de su arte, preparando al muchacho durante largos y difíciles años para que adquiera los poderes mágicos de las Doce Transformaciones. Jocomin es un discípulo aplicado y capaz. No sólo aprende a curar a los enfermos y a comunicarse con los dioses, sino que, después de siete años de constante trabajo, finalmente penetra en el secreto de la Primera Transformación y domina las fuerzas de su cuerpo y de su mente hasta tal punto que puede convertirse en un lagarto. Las otras transformaciones se producen en rápida sucesión: se convierte en una golondrina, un halcón, un buitre; se convierte en una piedra y en un cactus; se convierte en un topo, un conejo y un saltamontes; se convierte en mariposa y en serpiente; y luego, por último, logrando la más difícil de las transformaciones, se convierte en un coyote. Han pasado ya nueve años desde que Jocomin vino a vivir con Pensamiento Silencioso. Después de haberle enseñado a su hijo adoptivo todo lo que sabe, el viejo le dice a Jocomin que le ha llegado la hora de morir. Sin pronunciar una palabra más, se envuelve en su capa ceremonial y ayuna durante tres días, en cuyo momento su espíritu sale volando de su cuerpo y viaja a la luna, el lugar donde moran las almas de los Humanos después de su muerte.

Jocomin regresa al asentamiento y vive allí como jefe durante algunos años. Pero han llegado tiempos duros para los Humanos, y cuando la sequía da paso a la peste y la peste da paso a la discordia, Jocomin tiene un sueño en el que se le revela que la felicidad no volverá a la tribu hasta que la muerte de su padre sea vengada. Después de consultar con el consejo de ancianos al día siguiente, Jocomin deja a los Humanos y viaja al Este, adentrándose en el mundo de los Hombres Salvajes para buscar a John Kepler hijo. Adopta el nombre de Jack Moon y atraviesa el país trabajando allí por donde pasa. Al fin llega a Nueva York, donde encuentra trabajo en una empresa constructora especializada en rascacielos. Llega a ser miembro de la cuadrilla que trabaja en los niveles más altos en la construcción del edificio Woolworth, una maravilla arquitectónica que sería la estructura más alta del mundo durante casi veinte años. Jack Moon es un obrero extraordinario, que no teme ni a las más escalofriantes alturas, y enseguida se gana el respeto de sus compañeros. Fuera de su trabajo, sin embargo, está siempre solo y no hace amigos. Dedica todo su tiempo libre a averiguar el paradero de su hermanastro, tarea que le lleva casi dos años. John Kepler se ha convertido en un próspero hombre de negocios. Vive en una mansión en la calle Pierrepont, en Brooklyn Heights, con su esposa y su hijo de seis años, y todas las mañanas va a su trabajo en un largo coche negro conducido por un chófer. Jack Moon vigila la casa durante varias semanas, al principio con la intención de matar a Kepler pura y simplemente, pero luego decide que puede llevar a cabo una venganza más adecuada raptando al hijo de Kepler y llevándoselo a la tierra de los Humanos. Así lo hace sin ser descubierto, arrancando al niño de la mano de su niñera una tarde, a plena luz del día, y en ese punto se cierra el cuarto capitulo de la novela de Barber.

De vuelta en Utah con el chico (que mientras tanto le ha cogido un gran cariño), Jocomin descubre que todo ha cambiado. Los Humanos han desaparecido y en sus casas vacías no hay ni rastro de vida. Los busca por todas partes durante seis meses, pero sin resultado. Al fin, comprendiendo que su sueño le ha traicionado, acepta el hecho de que toda su gente ha muerto. Con el corazón apesadumbrado, decide quedarse allí y cuidar del chico como si fuera su hijo, esperando siempre que se produzca un milagro de regeneración. Le pone al niño el nombre de Numa (Hombre Nuevo) y trata de no desanimarse. Pasan siete años. Le transmite a su hijo adoptivo los secretos que le enseñó Pensamiento Silencioso y luego, pasados otros tres años de constante esfuerzo, logra realizar la Decimotercera Transformación. Jocomin se transforma en mujer, una mujer joven y fértil que seduce al adolescente de dieciséis años. Al cabo de nueve meses nacen gemelos, un niño y una niña, y a partir de esos dos niños, los Humanos volverán a poblar la tierra.

La acción se traslada otra vez a Nueva York, donde encontramos a John Kepler, buscando desesperadamente a su hijo. Una pista tras otra le conducen a un callejón sin salida, hasta que un día, por pura casualidad —todo en la novela de Barber ocurre por casualidad—, descubre el rastro de Jack Moon; poco a poco empieza a juntar las piezas del rompecabezas y comprende que su hijo le fue arrebatado a causa de lo que él le hizo a su padre. No tiene otra elección que volver a Utah. Kepler tiene ya cuarenta años y las penalidades del viaje por el desierto le suponen un gran esfuerzo, pero sigue adelante tenazmente, horrorizado ante la idea de regresar al lugar donde mató a su padre veinte años antes pero sabiendo que no le queda otro remedio, que ése es el lugar donde encontrará a su hijo. Una luna llena acentúa el efecto dramático de la última escena. Kepler ha llegado ya cerca del asentamiento de los Humanos y ha acampado en los riscos para pasar la noche. Sostiene un rifle entre las manos y está alerta a cualquier señal de actividad. En unas rocas próximas, a menos de quince metros de él, ve de repente un coyote cuya silueta se recorta contra la luna. Temeroso de todo en ese remoto y desolado territorio, Kepler apunta con su rifle al animal impulsivamente y aprieta el gatillo.

El coyote muere al primer disparo y Kepler no puede evitar felicitarse de su puntería. Lo que no sabe, naturalmente, es que ha matado a su propio hijo. Antes de que tenga tiempo de levantarse y acercarse al animal derribado, otros tres coyotes saltan sobre él en la oscuridad. Incapaz de defenderse de este ataque, es devorado en cuestión de minutos.

Así acaba La sangre de Kepler, el único intento de Barber de escribir un relato de ficción. Teniendo en cuenta la edad que tenía cuando lo escribió, sería injusto juzgar su esfuerzo con demasiada dureza. Pese a sus muchas insuficiencias y excesos, para mí el libro es valioso como documento psicológico y, más que ninguna otra prueba, demuestra cómo manejó Barber los dramas internos de su infancia y adolescencia. No quiere aceptar el hecho de que su padre ha muerto (de ahí que los Humanos salven a Kepler); pero si su padre no ha muerto, entonces no hay disculpa para que no haya regresado con su familia (de ahí el cuchillo que el hijo clava en el corazón de su padre). No obstante, la idea de ese asesinato es demasiado horrible para no inspirar repulsión. Cualquiera que sea capaz de concebir semejante idea debe ser castigado, y eso es exactamente lo que le ocurre a Kepler hijo, cuya muerte es peor que la de ningún otro personaje del libro. Todo el relato es una compleja danza de culpa y deseo. El deseo se transforma en culpa y luego, como la culpa es intolerable, se convierte en un deseo de expiación, de someterse a una forma de justicia cruel e inexorable. No fue casualidad, creo yo, que en su actividad académica Barber se dedicase a explorar muchos de los mismos temas que aparecen en La sangre de Kepler. Los colonos perdidos de Roanoke, los relatos de hombres blancos que vivieron entre los indios, la mitología del Oeste americano, ésos eran los temas que Barber trató como historiador y, al margen de lo escrupuloso y profesional que fuese en su tratamiento, siempre hubo una motivación personal en su trabajo, una secreta convicción de que en cierto modo estaba investigando los misterios de su propia vida.

En la primavera de 1939, Barber tuvo una última oportunidad de saber algo más acerca de su padre, pero no dio ningún resultado. Estaba en su primer año en Columbia y hacia mediados de mayo, justo una semana después de su hipotético encuentro con el tío Victor en la Exposición Mundial, su tía Clara le llamó para decirle que su madre había muerto mientras dormía. Cogió el primer tren de la mañana para Long Island y luego pasó por las diversas pruebas de enterrarla: los trámites para el funeral, la lectura del testamento, las tortuosas conversaciones con abogados y contables. Pagó las facturas de la clínica donde su madre había pasado los últimos seis meses, firmó documentos e impresos, sollozó intermitentemente en contra de su voluntad. Después del funeral, volvió a la casona para pasar la noche, consciente de que probablemente sería la última noche que pasaría allí. La tía Clara era la única persona que quedaba ya en la casa y no estaba en condiciones de sentarse a charlar con él. Por última vez ese día, Barber llevó a cabo con paciencia el ritual de decirle que podía continuar viviendo en la casa todo el tiempo que deseara. Una vez más, ella le bendijo por su bondad, poniéndose de puntillas para besarle en la mejilla, y una vez más regresó a la botella de jerez que tenía escondida en su habitación. La servidumbre, compuesta por siete personas en la época en que Barber nació, estaba ahora reducida a una sola —una negra coja llamada Hattie Newcombe que cocinaba para tía Clara y de vez en cuando realizaba una tentativa de limpiar la casa—, y desde hacía ya algunos años aquello se estaba viniendo abajo. El jardín estaba abandonado desde la muerte de su abuelo en 1934, y lo que en otro tiempo había sido una decorosa profusión de flores y césped era ahora una maraña de feas hierbas que llegaban a la altura del pecho. En el interior colgaban telarañas de casi todos los techos; no se podía tocar una silla sin que soltara nubes de polvo; los ratones correteaban descaradamente por las habitaciones, y Clara, achispada y perpetuamente sonriente, no se enteraba de nada. Las cosas eran así desde hacía tanto tiempo que Barber había dejado de preocuparse por ello. Sabía que nunca tendría el valor de vivir en aquella casa y que cuando la tía Clara tuviese la misma muerte alcohólica que su marido, a él le daría exactamente igual que el techo se hundiera o no.

A la mañana siguiente encontró a tía Clara sentada en la sala del piso de abajo. Aún no había llegado la hora de la primera copa de jerez (por regla general, la botella no se destapaba hasta después de comer) y Barber comprendió que, si quería hablar con ella alguna vez, tendría que ser entonces. Estaba sentada delante de la mesa de juego del rincón cuando él entró en el cuarto, la cabecita de gorrión inclinada sobre un solitario, tarareando por lo bajo una canción desafinada e interminable. “El hombre del trapecio volador”, pensó él. Se acercó a ella por la espalda y le puso una mano en el hombro. Su cuerpo era todo huesos bajo el chal de lana.

—El tres rojo sobre el cuatro negro —le dijo, señalando las cartas que había sobre la mesita.

Ella chasqueó la lengua reprochándose su estupidez, mezcló dos montones y luego volvió la carta que había quedado libre. Era un rey rojo.

—Gracias, Sol —dijo—. Hoy no estoy concentrada. No veo los movimientos que tengo que hacer y acabo haciéndome trampas sin necesidad.

Emitió una risita gorjeante y reanudó su tarea.

Barber se sentó trabajosamente en la butaca que había enfrente de Clara, tratando de encontrar la forma de empezar. Dudaba que ella tuviera mucho que decirle, pero no había nadie más con quien hablar. Durante varios minutos se quedó allí sentado mirándola a la cara, examinando la intrincada red de arrugas, los polvos blancos apelmazados sobre las mejillas, el grotesco lápiz de labios rojo. La encontraba patética, conmovedora. No debía de haber sido fácil para ella formar parte de aquella familia, pensó, vivir con el hermano de su madre tantos años, no haber tenido hijos. Binkey era un tenorio bobalicón y buenazo que se casó con Clara en la década de 1880, menos de una semana después de verla actuar en el escenario del teatro Galileo, en Providence, como ayudante en el número de magia del Maestro Rudolfo. A Barber siempre le había gustado escuchar las historias frívolas que ella contaba de sus tiempos de artista de variedades y pensó que era extraño que ellos dos fuesen ahora los únicos miembros de la familia.

El último Barber y la última Wheeler. Una chica de clase baja, como la llamaba siempre su abuela, una fulanita tonta que había perdido su belleza hacía más de treinta años, y el Señor Obesidad en persona, el prodigioso fenómeno, nacido de una loca y un fantasma. Nunca había sentido tanta ternura por la tía Clara como en aquel momento.

—Vuelvo a Nueva York esta noche —dijo.

—No te preocupes por mí —contestó ella, sin levantar la vista de las cartas—. Estaré bien aquí sola. Ya estoy acostumbrada.

—Me marcho esta noche —repitió él—, y nunca volveré a poner los pies en esta casa.

La tía Clara puso un seis rojo sobre un siete negro, examinó las cartas buscando un sitio donde colocar la reina negra, suspiró decepcionada y luego miró a Barber.

—Oh, Sol —dijo—. No tienes por qué ponerte tan dramático.

—No me pongo dramático. Lo que pasa es que probablemente ésta será la última vez que nos veamos.

La tía Clara seguía sin entender.

—Ya sé que es triste perder a tu madre —dijo—. Pero no debes tomártelo así. En realidad es una bendición que Elizabeth haya muerto. Su vida era un tormento y ahora por fin descansa en paz. —La tía Clara hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. No debes dejar que se te metan ideas absurdas en la cabeza.

—El problema no es mi cabeza, tía Clara, es la casa. Creo que no podría soportar volver aquí.

—Pero ahora es tu casa, eres su propietario. Todo lo que hay en ella te pertenece.

—Eso no quiere decir que tenga que conservarla. Puedo deshacerme de ella cuando quiera.

—Pero Solly…, ayer me dijiste que no ibas a vender la casa. Me lo prometiste.

—No voy a venderla. Pero nada me impide regalarla, ¿no es cierto?

—Viene a ser lo mismo. La casa sería propiedad de otra persona y a mí me echarían y me llevarían a morir en una habitación llena de viejas.

—No si te la regalo a ti. Entonces podrías quedarte aquí.

—Deja de decir tonterías. Si sigues hablando así me va a dar un ataque al corazón.

—No hay ninguna dificultad en transferir la escritura. Puedo llamar al abogado hoy para que inicie los trámites.

—Pero Solly…

—Es probable que me lleve algunos de los cuadros. Pero todo lo demás se quedará aquí contigo.

—Está mal. No sé por qué, pero está mal que hables así.

—Sólo hay una cosa que quiero que hagas por mí —siguió él, sin hacer caso de su comentario—. Quiero que hagas testamento legal y le dejes la casa a Hattie Newcombe.

—¿Nuestra Hattie Newcombe?

—Sí, nuestra Hattie Newcombe.

—Pero Sol, ¿tú crees que eso está bien? Quiero decir que Hattie…, Hattie, ya sabes, Hattie es…

—¿Es qué, tía Clara?

—Una mujer de color. Hattie es una mujer de color.

—Si a Hattie no le importa, no veo por qué ha de preocuparte a ti.

—Pero ¿te imaginas lo que dirá la gente? Una mujer de color viviendo en la Casa del Acantilado. Sabes tan bien como yo que las únicas personas de color que viven en este pueblo son sirvientes.

—Eso no altera el hecho de que Hattie es tu mejor amiga. Que yo sepa, es tu única amiga. ¿Y por qué ha de importarnos lo que diga la gente? No hay nada más importante en el mundo que ser bueno con los amigos.

Cuando la tía Clara comprendió que su sobrino hablaba en serio, empezó a reírse. Las palabras de él habían demolido de pronto todo un sistema de valores y le resultaba emocionante ver que eso era posible.

—Lo único malo es que tengo que morirme antes de que Hattie tome posesión —dijo—. Ojalá pudiera vivir para verlo con mis propios ojos.

—Si el cielo es como dicen que es, estoy seguro de que lo veras.

—Nunca conseguiré entender por qué haces esto.

—No hace falta que lo entiendas. Tengo mis razones y no es necesario que te preocupes por ellas. Primero quiero hablar contigo de unas cuantas cosas y luego podemos dar este asunto por zanjado.

—¿Qué clase de cosas?

—Cosas antiguas. Cosas del pasado.

—¿Del teatro Galileo?

—No, hoy no. Estaba pensando en otras cosas.

—Oh. —Tía Clara se calló, momentáneamente confusa—. Es que antes siempre te gustaba oírme hablar de Rudolfo. La forma en que me ponía en el ataúd y me cortaba en dos con una sierra. Era un buen número, el mejor. ¿Te acuerdas?

—Claro que me acuerdo. Pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora.

—Como quieras. Hay muchos días en el pasado, después de todo, especialmente cuando se llega a mi edad.

—Estaba pensando en mi padre.

—Ah, tu padre. Sí, eso también fue hace mucho tiempo. Ciertamente que sí. No tanto como otras cosas, pero mucho.

—Ya sé que Binkey y tú no vinisteis a vivir aquí hasta después de que él desapareciera, pero me preguntaba si recordarías algo del equipo de rescate que fue en su busca.

—Tu abuelo lo organizó todo junto con el señor como-se-llame.

—¿El señor Byrne?

—Eso es, el señor Byrne, el padre del muchacho. Los buscaron durante seis meses, pero nunca encontraron nada. Binkey también estuvo allí algún tiempo, ya sabes. Volvió contando un montón de historias raras. Fue él quien pensó que los habían matado los indios.

—Pero eso no era más que una suposición, ¿no?

—A Binkey le encantaba contar historias increíbles. Nunca había ni una pizca de verdad en nada de lo que decía.

—¿Y mi madre, también fue al Oeste?

—¿Tu madre? Oh, no. Elizabeth estuvo aquí todo el tiempo. No estaba… ¿Cómo te lo diría yo?… No estaba en condiciones de viajar.

—¿Porque estaba embarazada?

—Bueno, eso en parte.

—¿Y la otra parte?

—Su estado mental. No era muy bueno.

—¿Ya estaba loca?

—Elizabeth siempre fue lo que podríamos llamar inestable. Mohína un minuto, y al minuto siguiente riendo y cantando. Incluso muchos años antes, cuando la conocí. Excitable es la palabra que usábamos entonces.

—¿Cuándo se puso peor?

—Cuando tu padre no volvió.

—¿Fue empeorando lentamente o sucedió de golpe?

—De golpe, Sol. Fue algo terrible de ver.

—¿Tú lo viste?

—Con mis propios ojos. Toda la escena. Nunca lo olvidaré.

—¿Cuándo ocurrió?

—La noche en que tú…, quiero decir, una noche…, no recuerdo cuándo. Una noche durante el invierno.

—¿Qué noche fue, tía Clara?

—Una noche en que nevaba. Hacía frío y había una gran tormenta. Lo recuerdo porque al médico le costó mucho llegar aquí.

—Era una noche de enero, ¿no?

—Puede que sí. En enero suele nevar. Pero no recuerdo qué mes era.

—Fue el once de enero, ¿no? La noche en que nací.

—Oh, Sol, no debes insistir en hacerme preguntas. Eso sucedió hace mucho tiempo, ya no importa.

—A mí sí me importa, tía Clara. Y tú eres la única persona que puede contármelo. ¿Comprendes? Eres la única que queda.

—No me grites. Te oigo perfectamente, Solomon. No hay necesidad de avasallar ni de hablar con aspereza.

—No estoy avasallando. Sólo estoy tratando de hacerte una pregunta.

—Ya sabes la respuesta. Se me escapó hace un momento y ahora lo lamento.

—No tienes por qué lamentarlo. Lo importante es decir la verdad. No hay nada más importante que eso.

—Pero es que fue tan…, tan… No quiero que creas que me lo estoy inventando. Yo estaba en la habitación con ella esa noche. Molly Sharp y yo estábamos allí, esperando a que viniera el médico, y Elizabeth gritaba y armaba tanto jaleo que pensé que se iba a venir la casa abajo.

—¿Qué gritaba?

—Cosas espantosas. Cosas que me pone enferma recordar.

—Dímelas, tía Clara.

—“Trata de matarme —chillaba una y otra vez—. Trata de matarme. No podemos dejarle salir.”

—¿Se refería a mí?

—Sí, al bebé. No me preguntes cómo sabía que era un niño, pero así era. Se acercaba el momento y el médico seguía sin llegar. Molly y yo intentábamos que se tumbara en la cama, procurábamos convencerla de que se pusiera en la postura adecuada, pero ella no quería colaborar. “Abre las piernas —le decíamos— te aliviará el dolor.” Pero Elizabeth se negaba. Dios sabe de dónde sacaba las fuerzas. Una y otra vez conseguía soltarse de nosotras y se iba a la puerta, repitiendo a gritos esas terribles palabras. “Trata de matarme. No podemos dejarle salir.” Finalmente logramos llevarla a la cama, mejor dicho, lo logró Molly con una pequeña ayuda por mi parte, esa Molly era como un buey. Pero, una vez en la cama, no había forma de hacerle abrir las piernas. “No voy a dejarle salir —vociferaba—. Antes le asfixiaré ahí dentro. Un niño monstruo, un niño monstruo. No le dejaré salir hasta que le haya matado.” Tratamos de separarle las piernas a la fuerza, pero Elizabeth no cesaba de retorcerse y debatirse hasta que Molly empezó a darle de bofetadas, zas, zas, zas, bien fuerte, lo cual enfureció tanto a Elizabeth que después de eso no pudo hacer más que chillar, como un recién nacido, con la cara toda colorada, berreaba como si quisiera despertar a los muertos.

—Dios Santo.

—Fue lo peor que he visto. Por eso no quería contártelo.

—A pesar de todo logré salir, ¿no?

—Eras el niño más grande y más fuerte que nadie hubiera visto. Casi seis kilos, dijo el médico. Un gigante. Creo sinceramente que si no hubieses sido tan enorme, Sol, nunca lo habrías logrado.

—¿Y mi madre?

—El médico llegó al fin, era el doctor Bowles, el que murió en un accidente de coche hace seis o siete años, y le puso una inyección a Elizabeth para dormirla. No despertó hasta el día siguiente y cuando se despertó se había olvidado de todo. No me refiero a lo sucedido la noche anterior, quiero decir todo, su vida entera, no recordaba nada de lo que le había sucedido en los últimos veinte años. Cuando Molly y yo te llevamos a su habitación para que viera a su hijo, pensó que eras su hermanito. Fue todo tan extraño, Sol… Se había convertido en una niña y no sabía quién era.

Barber estaba a punto de hacerle otra pregunta, pero justo en ese momento el reloj de péndulo del recibidor empezó a dar las horas. Tía Clara ladeó la cabeza y escuchó las campanadas, contando las horas con los dedos. Cuando las campanadas cesaron, había contado hasta doce y esto hizo que en su cara apareciera una expresión ansiosa, casi implorante.

—Parece que son las doce —anunció—. Sería descortés hacer esperar a Hattie.

—¿Ya es la hora de comer?

—Me temo que sí —dijo, levantándose de la butaca—. Hora de fortalecernos con un poco de alimento.

—Ve tú, tía Clara. Yo iré enseguida.

Mientras veía a la tía Clara salir de la habitación, Barber comprendió que la conversación se había terminado. Peor aún, comprendió que nunca se reanudaría. Había jugado todas sus cartas de una vez, y ya no había más cosas con las que sobornarla, ni más trucos para hacerla hablar.

Recogió las cartas de la mesa, las barajó y luego repartió una mano de solitario. Solly Tario, se dijo, jugando con su nombre. Decidió seguir hasta que ganara y estuvo sentado allí más de una hora. Para entonces, el almuerzo había terminado, pero no le importó. Por una vez en su vida, no tenía hambre.

Estábamos sentados en la cafetería del hotel, desayunando, cuando Barber me relató esta escena. Era domingo por la mañana y ya casi se nos había acabado el tiempo. Bebimos una última taza de café juntos y luego, mientras subíamos en el ascensor para recoger su equipaje, me contó el final de la historia. Su tía Clara murió en 1943. Hattie Newcombe heredó la propiedad de la Casa del Acantilado y durante el resto de la década vivió allí en ruinoso esplendor, reinando sobre multitud de hijos y nietos que ocupaban todas las habitaciones de la mansión. Después de su muerte, en 1951, su yerno vendió la finca a la Compañía Inmobiliaria Cavalcante, que demolió rápidamente la vieja casa. Al cabo de dieciocho meses la finca había sido dividida en veinte parcelas de mil metros cuadrados y en cada parcela se alzaba una casa de dos plantas, cada una de ellas idéntica a las otras diecinueve.

—Si hubieras sabido lo que sucedería, ¿la habrías regalado de todas formas? —le pregunté.

—Desde luego —contestó, acercando una cerilla a su cigarro apagado y echando el humo—. Jamás lo he lamentado. No se tiene a menudo la posibilidad de hacer semejantes extravagancias y me alegro de haberla aprovechado. En el fondo, es probable que regalarle esa casa a Hattie Newcombe sea lo más inteligente que he hecho en mi vida.

Ya estábamos delante de la entrada del hotel, esperando a que el portero llamara a un taxi. Cuando llegó el momento de despedirnos vi que, inexplicablemente, Barber estaba al borde de las lágrimas. Supuse que era una reacción retardada a la situación, que las tensiones del fin de semana habían sido demasiado para él; pero, naturalmente, no tenía ni idea de lo que estaba sufriendo, no podía ni imaginármelo. Él estaba despidiéndose de su hijo, mientras que yo estaba diciéndole adiós simplemente a un nuevo amigo, un hombre al que había conocido sólo dos días antes. El taxi estaba parado delante de nosotros, con el contador marcando a un ritmo frenético mientras el portero ponía la maleta en el maletero. Barber hizo un gesto como si fuera a abrazarme, pero luego se lo pensó mejor en el último momento y me puso las manos en los hombros y los apretó con fuerza.

—Eres la primera persona a quien le he contado estas historias —me dijo—. Gracias por ser tan buen oyente. Tengo la sensación…, no se cómo expresarlo…, tengo la sensación de que ahora hay un vínculo entre nosotros.

—Ha sido un fin de semana memorable —dije.

—Sí, efectivamente. Un fin de semana memorable.

Luego Barber introdujo su enorme cuerpo en el taxi, me hizo el gesto de los pulgares levantados y se perdió entre el tráfico. En ese momento pensé que no volvería a verle. Nos habíamos ocupado de nuestro asunto, habíamos explorado el terreno que teníamos que explorar y parecía que ahí acababa la historia. Incluso cuando, a la semana siguiente, me llegó por correo el manuscrito de La sangre de Kepler, no pensé que fuese una continuación de lo que habíamos comenzado sino, más bien, una conclusión, un pequeño broche final a nuestro encuentro. Barber había prometido mandármelo, y supuse que era un simple acto de cortesía. Al día siguiente le escribí una carta dándole las gracias y reiterando cuánto había disfrutado con nuestras conversaciones, y luego perdí el contacto con él, en apariencia definitivamente.

Mi paraíso del barrio chino continuaba. Kitty bailaba y estudiaba y yo seguía escribiendo y dando paseos. Llegó el día de Colón, luego el día de Acción de Gracias, después Navidad y Año Nuevo. Una mañana de mediados de enero sonó el teléfono y era Barber. Le pregunté desde dónde llamaba, y cuando me contestó que desde Nueva York, percibí una nota de excitación y alegría en su voz.

—Si tienes tiempo libre —le dije—, sería agradable volver a vernos.

—Sí, me apetece mucho verte. Pero no es necesario que cambies tus planes por mí. Pienso quedarme aquí algún tiempo.

—Tu universidad debe dar unas vacaciones muy largas entre semestres.

—Bueno, en realidad he pedido un permiso otra vez. No tengo que volver hasta septiembre y mientras tanto he pensado probar a vivir en Nueva York. He alquilado un apartamento en la calle Diez, entre la Quinta y la Sexta Avenidas.

—Es un barrio muy bonito. He paseado por ahí muchas veces.

—Acogedor y encantador, como dicen los anuncios de las agencias. Llegué anoche y estoy muy contento con él. Kitty y tú tenéis que venir a visitarme.

—Encantados. Nos dices el día y allí estaremos.

—Estupendo. Os volveré a llamar esta semana, en cuanto me haya instalado. Hay un proyecto que quiero comentar contigo, así que ya te puedes preparar a que te exprima el cerebro.

—No estoy seguro de que saques gran cosa, pero puedes quedarte con lo que haya.

Tres o cuatro días después, Kitty y yo fuimos a cenar al apartamento de Barber y a raíz de eso empezamos a verle con frecuencia. Fue Barber el que inició la amistad, y si tenía algún motivo oculto para cortejarnos, ninguno de nosotros podía adivinarlo. Nos invitaba a restaurantes, al cine, a conciertos, nos pedía que le acompañásemos al campo los domingos, y como estaba tan lleno de buen humor y de afecto, no podíamos resistirnos. Se ponía sus estrafalarios sombreros para ir a todas partes, gastaba bromas a diestro y siniestro y nunca se alteraba por la conmoción que producía en los lugares públicos. Barber nos tomó bajo su protección como si se propusiera adoptarnos. Dado que Kitty y yo éramos huérfanos, todo el mundo parecía salir beneficiado.

La primera noche que le vimos, Barber nos dijo que ya se había hecho la testamentaria de Effing. Había recibido un buen montón de dinero, comentó, y por primera vez en su vida no dependía de su trabajo. Si las cosas salían como esperaba, no tendría que volver a enseñar hasta en dos o tres años.

—Ésta es mi oportunidad de vivir a lo grande y voy a aprovecharla al máximo —dijo.

—Con todo el dinero que tenía Effing —dije yo—, pensé que podrías retirarte para siempre.

—Ojalá. He tenido que pagar el impuesto sucesorio, plusvalías, honorarios de abogados y gastos de los que nunca había oído hablar. Eso se ha llevado un buen pedazo. Además, lo que había de entrada era mucho menos de lo que pensábamos.

—¿Quieres decir que no eran millones?

—Ciertamente que no. Más bien miles. Una vez pagado todo, la señora Hume y yo hemos recibido unos cuarenta y seis mil dólares cada uno.

—Debería haberme dado cuenta —dije—. Hablaba como si fuese el hombre más rico de Nueva York.

—Sí, creo que tenía tendencia a la exageración. Pero lo último que se me ocurriría sería reprochárselo. He heredado cuarenta y seis mil dólares de alguien a quien no había visto nunca. Es más dinero del que he tenido en mi vida. Un golpe de suerte fantástico, un regalo inimaginable.

Nos contó que llevaba tres años trabajando en un libro sobre Thomas Harriot. En condiciones normales habría tardado dos años más en terminarlo, pero ahora que no tenía otras obligaciones, esperaba acabarlo hacia mediados de verano, dentro de seis o siete meses. Eso le llevó al proyecto que me había mencionado por teléfono. Sólo hacía un par de semanas que estaba tomando en consideración la idea, dijo, y quería mi opinión antes de pensarlo más en serio. Sería algo para más adelante, algo que emprendería cuando el libro sobre Harriot estuviese terminado, pero si llegaba a hacerlo, requeriría mucha planificación.

—Supongo que la cosa se reduce a una pregunta —dijo—, y no creo que puedas darme una respuesta rotunda. Pero, dadas las circunstancias, tu opinión es la única en la que puedo confiar.

Habíamos terminado de cenar en aquel momento y recuerdo que los tres estábamos aún sentados alrededor de la mesa, bebiendo coñac y fumando cigarros habanos que Barber había traído de contrabando a la vuelta de un reciente viaje a Canadá. Estábamos ligeramente borrachos y, en ese estado de ánimo, hasta Kitty había aceptado uno de los enormes puros que nos ofreció Barber. Me divertía verla chupándolo tranquilamente allí sentada, vestida con su chipao, pero no era menos graciosa la pinta del propio Barber, quien se había puesto para la ocasión un esmoquin color burdeos y un fez.

—Si soy el único que puede opinar —dije—, debe tratarse de algo relacionado con tu padre.

—Sí, eso es, eso es exactamente.

Para enfatizar su respuesta, Barber echó la cabeza hacia atrás y lanzó un anillo de humo perfecto. Kitty y yo lo miramos con admiración, siguiendo con los ojos la O mientras pasaba por delante de nosotros y lentamente perdía su forma. Después de una breve pausa, Barber bajó la voz una octava entera y dijo:

—He estado pensando en la cueva.

—Ah, la cueva —repetí—. La enigmática cueva del desierto.

—No puedo dejar de pensar en ella. Es como una de esas viejas canciones que no paran de sonar en la cabeza.

—Una vieja canción. Una vieja historia. No hay forma de librarse de ellas. Pero ¿cómo podemos saber si realmente existió esa cueva?

—Eso es lo que te iba a preguntar. Tú eres el que escuchó su historia. ¿Qué opinas, M. S.? ¿Estaba diciendo la verdad o no?

Antes de que yo pudiera pensar una respuesta, Kitty se inclinó hacia adelante apoyándose en un codo, me miró a mí, que estaba a su izquierda, miró a Barber, que estaba a su derecha, y luego resumió todo el problema en dos frases.

—Por supuesto que estaba diciendo la verdad —afirmó—. Puede que los hechos no fuesen siempre exactos, pero decía la verdad.

—Una respuesta muy profunda —dijo Barber—. Sin duda es la única que tiene sentido.

—Sospecho que sí —dije—. Aunque no hubiese una cueva real, existió la experiencia de una cueva. Todo depende de lo literalmente que quiera uno tomárselo.

—En ese caso —dijo Barber—, haré la pregunta de otra forma. Puesto que no podemos estar seguros, ¿hasta qué punto crees tú que vale la pena correr un riesgo?

—¿Qué clase de riesgo? —pregunté.

—El riesgo de perder el tiempo —dijo Kitty.

—Sigo sin entender.

—Quiere ir a buscar la cueva —me explicó Kitty—. ¿No es cierto, Sol? Quieres ir allí y tratar de encontrarla.

—Eres muy perspicaz, querida —dijo Barber—. Eso es precisamente lo que estoy pensando, y la tentación es muy fuerte. Si hay una posibilidad de que la cueva exista, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por encontrarla.

—Hay una posibilidad —dije—. Tal vez no sea una posibilidad muy grande, pero no veo por qué habría de detenerte eso.

—No puede ir solo —dijo Kitty—. Sería demasiado peligroso.

—Muy cierto —asentí—. Nadie debería escalar montañas solo.

—Y menos los gordos —dijo Barber—. Pero ésos son detalles que ya resolveremos más adelante. Lo importante es que crees que debería hacerlo. ¿No es así?

—Podríamos hacerlo todos juntos —sugirió Kitty—. M. S. y yo seríamos tus exploradores.

—Claro que sí —dije, imaginándome de pronto vestido con un traje de ante, escudriñando el horizonte desde lo alto de un caballo palomino—. Encontraremos esa maldita cueva aunque sea la última cosa que hagamos.

Para ser absolutamente sincero, debo reconocer que no me tomé nada de esto en serio. Pensé que sólo se trataba de una de esas ideas de borracho que la gente concibe a altas horas de la noche y olvida a la mañana siguiente, y aunque seguíamos hablando de la “expedición” cada vez que nos veíamos, yo consideraba que era poco más que una broma. Resultaba divertido estudiar mapas y fotografías, discutir itinerarios y condiciones climatológicas, pero jugar con el proyecto era algo distinto de creer en él. Utah estaba tan lejos y las probabilidades de que llegáramos a organizar el viaje eran tan escasas que, incluso aunque Barber fuese sincero y creyera en el proyecto, yo no veía cómo iba a materializarse aquello. Este escepticismo se vio reforzado un domingo de febrero cuando vi a Barber pasear por los bosques de Berkshire. El hombre estaba tan desmesuradamente gordo, sus andares eran tan torpes y le faltaba el resuello de tal modo que no podía andar más de diez minutos sin tener que pararse para tomar aliento. Con la cara colorada por el esfuerzo, se dejaba caer en el tocón más próximo y se quedaba sentado durante tanto tiempo como había caminado, su enorme pecho subía y bajaba desesperadamente, el sudor le corría desde la boina escocesa como si su cabeza fuese un bloque de hielo que se derretía. Si las suaves colinas de Massachusetts le hacían ese efecto, pensé, ¿cómo iba a poder trepar por los cañones de Utah? No, la expedición era una farsa, un pequeño ejercicio de la fantasía. Mientras la cosa se quedara en el terreno de la conversación, no había por qué preocuparse. Pero si Barber daba alguna vez un paso real para marcharse, Kitty y yo estábamos completamente de acuerdo en que sería nuestro deber disuadirle.

Teniendo en cuenta esta temprana resistencia por mi parte, es irónico que al final fuese yo el que tuviese que ir a buscar la cueva. Sólo habían transcurrido ocho meses desde la primera vez que hablamos de la expedición, pero habían sucedido tantas cosas, tantas cosas habían quedado destrozadas, que mis reacciones iniciales ya no importaban. Fui porque no tenía alternativa. No era que yo quisiera ir; fue simplemente que las circunstancias me habían hecho imposible no ir.

Kitty supo que estaba embarazada a finales de marzo, y a principios de junio ya la había perdido. Toda nuestra vida voló en pedazos en cuestión de semanas, y cuando finalmente comprendí que el daño era irreparable, sentí como si me hubiesen arrancado el corazón. Hasta entonces, Kitty y yo habíamos vivido en una armonía sobrenatural, y cuanto más se prolongaba, menos probable parecía que algo pudiera interponerse entre nosotros. Tal vez si hubiéramos sido más combativos en nuestra relación, si nos hubiéramos pasado el tiempo peleándonos y tirándonos los platos a la cabeza, habríamos estado mejor preparados para superar la crisis. Pero ese embarazo cayó como un obús en un estanque y antes de que pudiésemos agarrarnos para resistir el impacto, nuestra barca se había hundido y estábamos nadando para salvar la vida.

Nunca se trató de que no nos quisiéramos. Incluso cuando nuestras batallas estaban en el punto más intenso y lacrimoso, nunca nos retractamos, nunca negamos los hechos, nunca fingimos que nuestros sentimientos habían cambiado. Era simplemente que ya no hablábamos el mismo idioma. En lo que a Kitty se refería, el amor significaba nosotros dos y nada más. No había lugar para un niño y, por lo tanto, cualquier decisión que tomáramos debía depender exclusivamente de lo que nosotros quisiéramos. Aunque era Kitty la que estaba embarazada, para ella el niño no era más que una abstracción, un caso hipotético de vida futura más que una vida que ya había comenzado. Hasta que naciera no existiría. Desde mi punto de vista, sin embargo, el niño había empezado a existir desde el momento en que Kitty me dijo que lo llevaba dentro. Aunque no fuese mayor que un pulgar, era una persona, una realidad ineludible. Si buscábamos a alguien para que le hiciese un aborto, a mí me parecía que sería igual que cometer un asesinato.

Todas las razones estaban de parte de Kitty. Yo lo sabía, pero eso no cambiaba nada. Me encerré en una obstinada irracionalidad, cada vez más asustado de mi propia vehemencia, pero incapaz de hacer nada al respecto. Soy demasiado joven para ser madre, decía Kitty, y pese a que yo reconocía que era una afirmación legítima, nunca estaba dispuesto a concedérsela. Nuestras madres no eran mayores que tú, le rebatía yo, equiparando tercamente dos situaciones que no tenían nada en común y de pronto nos encontrábamos con la esencia del problema. Eso estaba muy bien para nuestras madres, decía Kitty, pero ¿cómo podría ella seguir bailando si tuviera que cuidar a un bebé? A lo cual yo contestaba, fingiendo pretenciosamente que sabía lo que me decía, que yo cuidaría del bebé. Imposible, afirmaba ella, no se puede privar a un niño de su madre. Tener un niño es una responsabilidad tremenda y hay que tomársela en serio. Me aseguraba que le gustaría mucho que tuviésemos niños algún día, pero aquél no era el momento oportuno, aún no estaba preparada para eso. Pero el momento ha llegado, le contestaba yo, lo quieras o no, ya hemos hecho un niño, y ahora tenemos que aceptar las cosas como son. Llegados a este punto, exasperada por mis estúpidos argumentos, Kitty se echaba a llorar inevitablemente.

Yo detestaba ver esas lágrimas, pero ni siquiera las lágrimas me hacían ceder. Miraba a Kitty y me decía que debía dejarlo, que debía abrazarla y aceptar lo que ella deseaba, pero cuanto más trataba de ablandarme, más inflexible me volvía. Quería ser padre, y ahora que tenía una posibilidad al alcance de la mano, no podía soportar la idea de perderla. El niño representaba la oportunidad de compensar la soledad de mi infancia, de formar parte de una familia, de pertenecer a una unidad que fuese algo más que yo mismo, y como no había sido consciente de ese deseo hasta entonces, se manifestaba en enormes e incoherentes estallidos de desesperación. Si mi madre hubiese sido sensata, le gritaba a Kitty, yo no habría nacido. Y luego, sin darle tiempo a responder: Si matas a nuestro hijo, me matarás a mí también.

El tiempo estaba en contra nuestra. Sólo teníamos unas pocas semanas para tomar la decisión, y cada día que pasaba, la presión se hacía más insoportable. No existía ningún otro tema para nosotros, hablábamos de ello constantemente, discutíamos hasta altas horas de la noche, viendo cómo nuestra felicidad se disolvía en un océano de palabras, en exhaustas acusaciones de traición. Porque en todo el tiempo que pasamos discutiendo, ninguno de los dos se movió de su postura. Kitty era la que estaba embarazada y por lo tanto era yo el que tenía que convencerla, no al revés. Cuando finalmente me convencí de que era inútil, le dije que hiciera lo que tenía que hacer. No deseaba seguir castigándola. Casi sin hacer una pausa, añadí que le pagaría la operación.

Las leyes eran diferentes entonces, y la única manera de que una mujer pudiera conseguir un aborto legal era que un médico certificara que tener un niño pondría en peligro su vida. En el estado de Nueva York las interpretaciones de la ley eran lo bastante amplias como para incluir “peligro psíquico” (lo cual quería decir que podría intentar suicidarse si el niño nacía) y por lo tanto un informe de un psiquiatra era tan válido como el de un médico. Dado que la salud física de Kitty era perfecta y que yo no quería que abortase ilegalmente —mis temores a ese respecto eran inmensos—, no tenía más remedio que encontrar un psiquiatra que estuviese dispuesto a complacerla. Al fin encontré uno, pero sus servicios no fueron baratos. Entre sus honorarios y las facturas del Hospital de Saint Luke por el aborto, acabé pagando varios miles de dólares por destruir a mi propio hijo. Estaba casi arruinado otra vez, y cuando me senté junto a la cama de Kitty en el hospital y vi la expresión agotada y atormentada de su cara, no pude evitar la sensación de que todo había desaparecido, que me habían arrebatado mi vida entera.

Regresamos al barrio chino a la mañana siguiente, pero nada volvió a ser igual. Ambos habíamos conseguido convencernos de que podríamos olvidar lo sucedido, pero cuando tratamos de volver a nuestra antigua vida, descubrimos que ya no estaba allí. Después de las terribles semanas de conversaciones y peleas, los dos caímos en el silencio, como si ahora nos diese miedo mirarnos. El aborto había sido más difícil de lo que Kitty había imaginado y, a pesar de su convicción de que era lo mejor, no podía remediar pensar que había hecho algo malo. Deprimida, maltrecha por lo que había sufrido, andaba taciturna por el almacén como si estuviera de luto. Yo comprendía que debía consolarla, pero no tenía fuerzas para vencer mi propio dolor. Me quedaba sentado viéndola sufrir y en un momento dado me di cuenta de que lo estaba disfrutando, que quería que pagase por lo que había hecho. Creo que eso fue lo peor de todo, y cuando al fin vi la mezquindad y la crueldad que había dentro de mí, me volví contra mí mismo, horrorizado. No podía seguir adelante. Ya no soportaba ser como era. Cada vez que miraba a Kitty, no veía otra cosa que mi despreciable debilidad, el monstruoso reflejo de la persona en que me había convertido.

Le dije que necesitaba marcharme durante algún tiempo para reflexionar, pero eso era sólo porque no tenía valor para decirle la verdad. Kitty lo comprendió, no obstante. No necesitaba oír las palabras para saber lo que pasaba, y cuando a la mañana siguiente me vio haciendo la maleta y disponiéndome a marchar, me suplicó que me quedara con ella, llegó a ponerse de rodillas y a rogarme que no me fuera. Su cara estaba desencajada y cubierta de lágrimas, pero yo ya me había convertido en un bloque de madera y nada podía detenerme. Dejé mis últimos mil dólares sobre la mesa y le dije a Kitty que los usara mientras yo estaba fuera. Luego salí por la puerta. Antes de llegar a la calle ya estaba sollozando.