5

Ese día no pasamos de ahí. No bien pronunció la última frase, Effing se detuvo para tomar aliento, y antes de que pudiera continuar con la historia, entró la señora Hume y anunció que era la hora del almuerzo. Después de las cosas tan terribles que me había contado, pensé que le sería difícil recobrar la serenidad, pero la interrupción no pareció afectarle mucho.

—Estupendo —dijo, dando una palmada—. Hora de comer. Estoy hambriento.

Me desconcertó que pudiera pasar tan rápidamente de un estado de ánimo a otro. Unos momentos antes su voz temblaba de emoción. Yo había pensado que estaba al borde del colapso y ahora, de repente, estaba rebosante de entusiasmo y alegría.

—Luego seguiremos, muchacho —me dijo mientras le llevaba en su silla de ruedas al comedor—. Esto no era más que el principio, lo que podríamos llamar el prefacio. Espere a que me caliente. Todavía no ha oído nada.

Una vez que nos sentamos a la mesa no hubo ninguna mención a la necrología. El almuerzo se desarrolló como siempre, con el acostumbrado acompañamiento de sorbetones, babeos y ruidos, ni más ni menos que cualquier otro día. Era como si Effing hubiera olvidado ya que había pasado las últimas tres horas mostrándome sus entrañas en la otra habitación. Tuvimos la habitual charla intrascendente y hacia el final de la comida hicimos el diario repaso de las condiciones meteorológicas en preparación de nuestro paseo de la tarde. Así pasamos las tres o cuatro semanas siguientes. Por las mañanas trabajábamos en su necrología; por las tardes salíamos de paseo. Llené más de una docena de cuadernos con las historias de Effing, generalmente a un ritmo de veinte o treinta páginas por día. Tenía que escribir a gran velocidad para no quedarme atrás y había veces en que mi letra era casi ilegible. En una ocasión le pregunté si no podríamos utilizar un magnetofón, pero Effing se negó. Nada de electricidad, dijo, nada de máquinas.

—Odio el ruido de esos aparatos infernales. Todo son zumbidos y chirridos, me da náuseas. El único sonido que quiero es el de su pluma moviéndose sobre el papel.

Le expliqué que yo no era un secretario profesional.

—No sé taquigrafía —dije—, y no siempre me resulta fácil leer lo que he escrito.

—Entonces páselo a máquina cuando yo no esté presente —me contestó—. Le daré la máquina de escribir de Pavel. Es un precioso cacharro antiguo; se la compré cuando vinimos a Estados Unidos en el 39. Una Underwood. Ya no las hacen así. Deben pesar tres toneladas y media.

Esa misma noche la desenterré del fondo del armario empotrado que había en mi cuarto y la puse en una mesita. Desde entonces pasaba varias horas cada noche transcribiendo las páginas de nuestra sesión matinal. Era un trabajo tedioso, pero las palabras de Effing estaban aún frescas en mi memoria y así no perdía muchas.

Después de la muerte de Byrne, contó, perdió toda esperanza. Intentó sin mucha convicción salir de los cañones, pero pronto se encontró en un laberinto de obstáculos: riscos, gargantas, paredes rocosas inexpugnables. Su caballo se murió al segundo día, pero como no tenía leña, la carne casi no le sirvió de nada. La artemisa no prendía; humeaba y chisporroteaba, pero no producía fuego. Para calmar su hambre, Effing cortó lonchas de carne del animal y las chamuscó con cerillas. Eso le resolvió una comida, pero cuando se le acabaron las cerillas, abandonó los restos del caballo, pues no quería comerse la carne cruda. En ese punto, Effing estaba convencido de que su vida tocaba a su fin. Continuó vagando entre las rocas, tirando del último burro que le quedaba, pero a cada paso que daba le atormentaba la idea de que se alejaba cada vez más de la posibilidad de que le rescataran. Sus enseres de dibujo estaban intactos y aún tenía suficiente comida y agua para otros dos días. Pero eso ya no parecía importar. Aunque consiguiera sobrevivir, comprendía que todo había terminado para él. La muerte de Byrne había supuesto su fin, y por nada del mundo volvería a casa. Sería incapaz de enfrentarse a la vergüenza, las preguntas, las recriminaciones, el desprestigio. Era mucho mejor que creyeran que él también había muerto, pues así al menos su honor quedaría a salvo y nadie sabría lo débil e irresponsable que había sido. Ése fue el momento en que desapareció Julian Barber: allí, en el desierto, acorralado por las rocas y la luz abrasadora, simplemente se borró de la existencia. En aquel momento, no le pareció una decisión tan drástica. No le cabía duda de que iba a morir, y aunque no muriera, sería como si estuviese muerto. Nadie sabría nunca nada de lo que le había sucedido.

Effing me dijo que se volvió loco, pero yo no estaba seguro de si debía tomar sus palabras en sentido literal. Según me contó, después de la muerte de Byrne se pasó tres días aullando casi constantemente y manchándose la cara con la sangre que manaba de sus manos, laceradas por las rocas; pero, dadas las circunstancias, este comportamiento no me parecía especialmente insólito. Yo también había dado muchos alaridos durante la tormenta en Central Park, y mi situación era mucho menos desesperada que la suya. Cuando un hombre siente que ha llegado al límite de su resistencia, es absolutamente natural que necesite gritar. El aire se acumula en sus pulmones y no puede respirar a menos que lo eche fuera, a menos que lo expulse aullando con todas sus fuerzas. De lo contrario, se ahogaría con su propio aliento, el cielo mismo le asfixiaría.

La mañana del cuarto día, cuando había terminado sus víveres y tenía menos de una taza de agua en la cantimplora, Effing vio lo que parecía una cueva en lo alto de un risco cercano. Pensó que sería un buen sitio donde morir. Protegido del sol e inaccesible para las aves carroñeras, un lugar tan escondido que nadie le encontraría nunca. Haciendo acopio de valor, inició el laborioso ascenso. Tardó casi dos horas en llegar allí y para entonces estaba agotado, apenas se tenía en pie. La cueva era bastante más grande de lo que parecía desde abajo, y Effing se sorprendió al ver que no tenía que agacharse para entrar. Apartó las ramas que obstruían la boca de la cueva y entró. Contra todas sus expectativas, la cueva no estaba vacía. Se extendía unos seis metros en el interior de la montaña y contenía varios muebles: una mesa, cuatro sillas, un armario y una deteriorada estufa panzuda. A todos los efectos, era una casa. Los objetos estaban bien cuidados y todo lo que había estaba cómodamente colocado en una burda imitación del orden doméstico. Effing encendió la vela que había sobre la mesa y se la llevó al fondo del habitáculo para explorar los rincones oscuros hasta los cuales no penetraba la luz del sol. En la pared de la izquierda encontró una cama y en ella a un hombre. Effing supuso que estaba dormido, pero cuando carraspeó para anunciar su presencia y no obtuvo respuesta, se inclinó sosteniendo la vela sobre la cara del desconocido. Entonces vio que estaba muerto. No sólo muerto, sino asesinado. En donde deberla haber estado el ojo derecho del hombre había un gran agujero de bala. El ojo izquierdo miraba fijamente la oscuridad, y la almohada estaba salpicada de sangre.

Apartándose del cadáver, Effing se acercó al armario y descubrió que estaba lleno de comida. Alimentos enlatados, carnes en salmuera, harina y otras cosas para cocinar: había suficiente comida en aquellos estantes para que una persona viviera un año. Se preparó rápidamente un almuerzo y se comió medio pan y dos latas de judías blancas. Una vez que hubo saciado su hambre, se dispuso a deshacerse del cadáver. Ya había elaborado un plan; ahora no tenía más que llevarlo a cabo. El muerto debía de haber sido un ermitaño que vivía solo en lo alto de la montaña, razonó Effing, y en tal caso, no habría mucha gente que supiera que estaba allí. Por los datos que tenía (el cuerpo aún no estaba descompuesto, no había ningún olor insoportable, el pan todavía estaba fresco), el asesinato debía de haberse cometido muy recientemente, tal vez tan sólo unas horas antes; lo cual significaba que la única persona que sabía que el ermitaño estaba muerto era el hombre que lo había matado. Nada le impediría ocupar el lugar del ermitaño, pensó Effing. Ambos tenían más o menos la misma edad, más o menos la misma talla y el mismo cabello castaño claro. No sería muy difícil dejarse crecer la barba y empezar a llevar la ropa del muerto. Asumiría la vida del ermitaño y seguiría viviéndola por él, actuando como si el alma de aquel hombre hubiera pasado a pertenecerle. Si alguien subía hasta allí a hacerle una visita, él fingiría ser quien no era y ya se vería si conseguía engañarles. Tenía un rifle para defenderse si algo iba mal, pero pensaba que las cartas estaban a su favor, ya que no parecía muy probable que un ermitaño tuviese muchas visitas.

Después de quitarle la ropa sacó el cuerpo de la cueva y lo llevó arrastrando hasta la parte de atrás del risco. Allí descubrió lo más extraordinario de todo: un pequeño oasis a diez o doce metros por debajo del nivel de la cueva, una zona de vegetación con dos altos chopos, un arroyo e innumerables arbustos cuyos nombres no conocía. Una pequeña bolsa de vida en medio de la abrumadora aridez. Mientras enterraba al ermitaño en la blanda tierra junto al arroyo, se dio cuenta de que todo era posible en aquel lugar. Tenía comida y agua, tenía casa; tenía una nueva identidad y una vida nueva, y totalmente inesperada. El cambio en la situación era casi más de lo que podía comprender. Sólo unas horas antes estaba dispuesto a morir. Ahora temblaba de felicidad y no podía parar de reír mientras echaba una paletada de tierra tras otra sobre la cara del desconocido.

Pasaron los meses. Al principio, Effing estaba demasiado aturdido por su buena suerte para prestar mucha atención a lo que le rodeaba. Comía, dormía y, cuando el sol no era muy fuerte, se sentaba en las rocas fuera de la cueva y observaba a los multicolores lagartos que pasaban veloces junto a sus pies. La vista desde el risco era inmensa, abarcaba incontables kilómetros de terreno, pero él no la miraba con frecuencia, prefería limitar sus pensamientos a su entorno inmediato: los viajes al arroyo con el cubo del agua, recoger leña, el interior de la cueva. Ya había tenido suficientes paisajes, ahora le bastaba con lo que tenía al alcance. Luego, de repente, esta sensación de calma le abandonó y entró en un periodo de casi irresistible soledad. El horror de los últimos meses se apoderó de él y durante una semana o dos estuvo peligrosamente próximo al suicidio. Su cabeza hervía de alucinaciones y temores y más de una vez se imaginó que ya estaba muerto, que había muerto en el momento en que entró en la cueva y ahora estaba prisionero de una demoniaca vida después de la muerte. Un día, en un ataque de locura, cogió el rifle del ermitaño y mató al burro, pensando que en realidad era el ermitaño, un espectro iracundo que había venido a perseguirle con sus insidiosos rebuznos. El burro sabía la verdad sobre él y no tenía más remedio que eliminar al testigo de su fraude. Después de eso, le entró la obsesión de tratar de descubrir la identidad del muerto y se dedicó a registrar sistemáticamente el interior de la cueva en busca de pistas, un diario, un paquete de cartas, un libro, cualquier cosa que le revelara el nombre del ermitaño. Pero no encontró nada, ni una partícula de información.

Después de dos semanas, empezó lentamente a recobrar la razón y finalmente halló algo que se parecía a la paz de espíritu. Esta situación no podía prolongarse indefinidamente, se dijo, y eso fue un alivio, una idea que le dio valor para seguir adelante. En algún momento las reservas de víveres se acabarían y entonces tendría que marcharse a otro sitio. Se dio aproximadamente un año, quizá un poco más si tenía cuidado. Para entonces, la gente habría perdido las esperanzas de que él y Byrne regresaran. Dudaba de que Scoresby hubiese echado su carta al correo, pero aunque lo hubiese hecho, los resultados serían básicamente los mismos. Enviarían un equipo de rescate, costeado por Elizabeth y el padre de Byrne. Recorrerían el desierto durante unas semanas, buscando con ahínco a los dos desaparecidos —con seguridad habrían ofrecido una recompensa—, pero nunca encontrarían nada. Como máximo, descubrirían la tumba de Byrne, pero ni siquiera eso era muy probable. Y aunque así fuera, eso no les llevaría más cerca de él. Julian Barber había desaparecido y nadie podría nunca seguir su rastro. Todo era cuestión de aguantar hasta que dejaran de buscarle. Los periódicos de Nueva York publicarían necrologías, se celebraría un funeral y ése sería el final del asunto. Una vez que eso sucediera, él podría ir adonde quisiera; podría convertirse en quien quisiera.

Sin embargo, sabía que no le beneficiaría precipitar las cosas. Cuanto más tiempo permaneciera escondido, más seguro estaría cuando al fin se marchara. En consecuencia se puso a organizar su vida de la manera más estricta posible, haciendo todo lo que podía por alargar su estancia allí: se limitaba a una comida diaria, acumulaba una amplia provisión de leña para el invierno, se mantenía en buena forma física. Se hizo gráficos e inventarios y cada noche, antes de acostarse, anotaba meticulosamente las reservas que había utilizado durante el día, para obligarse a mantener la más rigurosa disciplina. Al principio le resultaba difícil cumplir los objetivos que se había fijado y sucumbía a menudo a la tentación de tomarse una rebanada de pan de más u otro plato de estofado en lata, pero el esfuerzo en sí mismo parecía valer la pena y le ayudaba a estar alerta. Era un modo de ponerse a prueba frente a sus propias debilidades y a medida que la realidad y el ideal se iban aproximando gradualmente, no podía evitar considerarlo un triunfo personal. Sabía que no era más que un juego, pero se necesitaba una fanática devoción para jugarlo y ese mismo exceso de concentración era lo que le permitía no caer en el abatimiento.

Después de dos o tres semanas de esta nueva vida de disciplina, empezó a sentir el impulso de volver a pintar. Una noche, sentado con un lápiz en la mano, escribiendo su breve informe de las actividades diarias, de pronto empezó a hacer un pequeño boceto de una montaña en la página de al lado. Antes de que se diera cuenta de lo que hacía, había terminado el dibujo. No tardó más de medio minuto, pero en ese repentino gesto inconsciente encontró una fuerza que nunca había estado presente en su obra anterior. Esa misma noche desempaquetó sus enseres de pintor, y desde entonces hasta que se le acabaron las pinturas siguió trabajando, saliendo cada mañana de la cueva al amanecer y pasando todo el día fuera. Aquello duró dos meses y medio y en ese tiempo consiguió terminar casi cuarenta lienzos. Sin ninguna duda, me dijo, fue el periodo más feliz de su vida.

Trabajaba sometido a las exigencias de dos restricciones que acabaron ayudándole cada una a su manera. Primero, el hecho de que nadie vería nunca aquellos cuadros. Eso era inevitable, pero, en lugar de atormentarle con una sensación de inutilidad, parecía liberarle. Ahora trabajaba para si mismo, sin la amenaza de la opinión de otras personas, y eso de por sí era suficiente para producir un cambio fundamental en el enfoque que daba a su arte. Por primera vez en su vida dejó de preocuparse por los resultados y en consecuencia los términos “éxito” y “fracaso” perdieron todo sentido para él. Descubrió que el verdadero sentido del arte no era crear objetos bellos. Era un método de conocimiento, una forma de penetrar en el mundo y encontrar el sitio que nos corresponde en él, y cualquier cualidad estética que pudiera tener un cuadro determinado no era más que un subproducto casual del esfuerzo de librar esta batalla, de entrar en el corazón de las cosas. Procuró olvidar las reglas que había aprendido, confiando en el paisaje como en un socio, abandonando voluntariamente sus intenciones y rindiéndose a los asaltos del azar, de la espontaneidad, a la embestida de los detalles brutales. Ya no le daba miedo la soledad que le rodeaba. El acto de tratar de plasmarla en los lienzos le había servido para interiorizarla de alguna manera y ahora podía percibir su indiferencia como algo que le pertenecía a él, tanto como él pertenecía al silencioso poderío de aquellos gigantescos espacios. Según me dijo, los cuadros que pintó eran toscos, llenos de colores violentos y de extrañas e involuntarias oleadas de energía, un remolino de formas y de luz. No tenía ni idea de si eran bellos o feos, pero probablemente eso daba igual. Eran suyos y no se parecían a ningún otro cuadro que hubiera visto en su vida. Cincuenta años después, aseguró, todavía podía recordarlos uno a uno.

La segunda restricción era más sutil, pero, a pesar de ello, ejercía una influencia aún más fuerte sobre él: antes o después, se le acabarían los materiales. Después de todo, sólo tenía un número limitado de tubos de pintura y de lienzos, y mientras continuara pintando, los estaba gastando. Desde el primer momento, por lo tanto, el fin estaba a la vista. Incluso mientras estaba pintando los cuadros, notaba como si el paisaje se desvaneciera ante sus ojos. Esto le daba una especial intensidad a todo lo que pintó en aquellos meses. Cada vez que terminaba una tela, las dimensiones del futuro se encogían para él, acercándole constantemente al momento en que ya no habría futuro. Al cabo de mes y medio de constante trabajo, llegó finalmente a la última tela. Sin embargo, todavía le quedaban una docena de tubos de pintura. Casi sin perder el ritmo, Effing dio la vuelta a los cuadros y empezó una nueva serie en la parte de atrás de los lienzos. Fue un indulto extraordinario, dijo, y durante las tres semanas siguientes se sintió como si hubiera renacido. Trabajó en su segundo ciclo de paisajes aún con mayor intensidad que en el primero, y cuando todos los reversos estuvieron cubiertos, empezó a pintar sobre los muebles de la cueva, dando frenéticas pinceladas sobre el armario, la mesa y las sillas de madera, y una vez que estas superficies también estuvieron pintadas, estrujó los aplastados tubos para sacar los últimos restos de color y comenzó a trabajar sobre la pared sur, esbozando los contornos de una pintura rupestre panorámica. Effing afirmó que habría sido su obra maestra, pero se le acabaron los colores antes de que estuviera medio terminada.

Entonces llegó el invierno. Todavía tenía varios cuadernos y una caja de lápices, pero en vez de pasar de la pintura al dibujo, prefirió hibernar durante los meses fríos y pasó el tiempo escribiendo. En un cuaderno anotaba sus pensamientos y observaciones, intentando hacer con palabras lo que antes había hecho con imágenes, y en otro continuó el cuaderno de bitácora de su rutina diaria, llevando una cuenta exacta de sus gastos: cuánta comida había consumido, cuánta quedaba, cuántas velas había quemado, cuántas estaban intactas. En enero nevó todos los días durante una semana, y él se complació en ver la blancura que caía sobre las rocas rojas, transformando el paisaje que tan bien conocía ya. Por la tarde salía el sol y derretía la nieve en trozos irregulares, creando un bonito efecto moteado, y a veces el viento levantaba la nieve en polvo y hacía girar las partículas blancas en breves danzas tempestuosas. Effing pasaba horas y horas observando estas cosas, sin que pareciera cansarse nunca de ellas. Su vida se había vuelto tan lenta que ahora percibía los más pequeños cambios. Cuando se le acabaron las pinturas, pasó por un angustiado periodo de desaliento, pero luego descubrió que escribir podía ser un adecuado sucedáneo de pintar. A mediados de febrero, sin embargo, había llenado todos sus cuadernos y ya no le quedaba nada donde escribir. Contrariamente a lo que había supuesto, esto no le desanimó. Se había sumergido tan profundamente en su soledad que ya no necesitaba ninguna distracción. Le parecía casi inimaginable, pero poco a poco el mundo se había vuelto suficiente para él.

A finales de marzo finalmente tuvo su primera visita. Por suerte, Effing estaba sentado en el tejado de su cueva cuando el hombre hizo su aparición al pie de la montaña, lo cual le permitió seguir el ascenso del desconocido por las rocas; durante casi una hora estuvo observando la pequeña figura que trepaba hacia él. Cuando el hombre llegó a la cima, Effing le estaba esperando con el rifle entre las manos. Había interpretado esta escena para sí cien veces, pero ahora que estaba sucediendo de verdad, le sorprendió descubrir lo asustado que estaba. La situación no tardaría más de treinta segundos en aclararse: si el hombre conocía al ermitaño y, en caso afirmativo, si el disfraz podría engañarle y hacerle creer que Effing era la persona que fingía ser. Si el hombre era el asesino del ermitaño, el asunto del disfraz sería irrelevante. Y lo mismo ocurriría si se trataba de un miembro del equipo de rescate, una última alma ingenua que todavía soñaba con la recompensa. Todo se resolvería en pocos segundos, pero, hasta entonces, Effing no podía evitar el ponerse en lo peor. Se dio cuenta de que, además de sus otros pecados, había muchas probabilidades de que se convirtiera en un asesino dentro de un momento.

Lo primero que observó del hombre fue que era grande, e inmediatamente se fijó en su extraña indumentaria. El hombre vestía una ropa que parecía hecha toda de diversos remiendos —un cuadrado rojo vivo aquí, un rectángulo de cuadros azules y blancos allá, un pedazo de lana en un sitio, un trozo de tela vaquera en otro— y este atuendo le daba un extraño aspecto de payaso, como si acabara de escaparse de un circo ambulante. En lugar del sombrero de ala ancha típico del Oeste, llevaba un estropeado hongo con una pluma blanca en la cinta. El pelo negro y liso le llegaba hasta los hombros, y cuando se acercó más, Effing vio que el lado izquierdo de su cara estaba deformado por una ancha e irregular cicatriz que iba desde el pómulo hasta el labio inferior. Effing supuso que el hombre era indio, pero a aquellas alturas poco importaba lo que fuese. Era una aparición, un bufón de pesadilla que había salido de las rocas. El hombre gimió de agotamiento cuando se izó hasta el saliente de la cima y luego se detuvo y sonrió a Effing. Estaba sólo a tres o cuatro metros de él. Effing levantó el rifle y le apuntó, pero el hombre pareció más desconcertado que asustado.

—Eh, Tom —dijo, con la voz lenta de un tonto—. ¿No te acuerdas de mí? Soy tu viejo amigo George. A mí no tienes que gastarme esas bromas.

Effing vaciló un momento, luego bajó el rifle, manteniendo el dedo en el gatillo por si acaso.

—George —murmuró, hablando en un tono casi inaudible para que su voz no le traicionase.

—He estado en la trena todo el invierno —dijo el grandullón—. Por eso no he venido a verte.

Siguió andando hacia Effing y no se paró hasta que estuvo lo bastante cerca de él como para darle la mano. Effing se pasó el rifle a la mano izquierda y le tendió la derecha. El indio le miró inquisitivamente a los ojos durante un momento, pero luego el peligro pasó de repente.

—Tienes buen aspecto, Tom —dijo—. Muy bueno, de veras.

—Gracias —dijo Effing—. Tú también tienes buen aspecto.

El grandullón se echó a reír, poseído por una especie de zafia alegría, y desde ese momento Effing supo que todo iba a salir bien. Era como si acabara de contar el chiste más gracioso del siglo, y si tan poca cosa podía producir tan gran efecto, no sería difícil mantener el engaño. Era asombroso, de hecho, lo bien que iba todo. El parecido de Effing con el ermitaño era sólo aproximado, pero al parecer el poder de sugestión era lo bastante fuerte como para transformar la evidencia física. El indio había acudido a la cueva esperando encontrar a Tom, el ermitaño, y como era inconcebible para él que un hombre que respondía al nombre de Tom pudiese ser otro que el Tom que él buscaba, había alterado los hechos apresuradamente para que concordasen con sus expectativas, justificando cualquier discrepancia entre los dos Tom como producto de su propia memoria defectuosa. Ayudaba mucho, naturalmente, el que el hombre fuese un bobo. Tal vez sabía perfectamente que Effing no era el verdadero Tom. Puede que hubiera subido a la cueva buscando unas horas de compañía y, puesto que encontró lo que buscaba, no iba a ponerse a discutir quién se la había dado. En última instancia, era probable que le fuera completamente indiferente haber estado con el verdadero Tom o no.

Pasaron la tarde juntos sentados en la cueva y fumando cigarrillos. George había traído un paquete de tabaco, su regalo habitual al ermitaño, y Effing fumó un pitillo tras otro en un éxtasis de placer. Le resultaba extraño estar con alguien después de tantos meses de aislamiento y durante la primera hora más o menos le costó trabajo decir palabra. Había perdido la costumbre de hablar y su lengua ya no funcionaba como antes. La notaba torpe, como una serpiente que se retorciera pero no obedeciera sus órdenes. Afortunadamente, el auténtico Tom no había sido muy hablador y el indio no parecía esperar de él más que alguna respuesta de vez en cuando. Era evidente que George estaba disfrutando muchísimo y cada tres o cuatro frases echaba la cabeza hacia atrás y se reía. Cada vez que se reía, perdía el hilo de su discurso y empezaba con otro tema, lo cual hacía que a Effing le resultase difícil seguirle. Una historia sobre una reserva de los navajos se convertía de repente en una historia sobre una pelea de borrachos en un saloon, la cual a su vez se transformaba en el emocionante relato del robo a un tren. Por lo que Effing pudo deducir, su compañero era conocido con el nombre de George Boca Fea. Por lo menos así es como le llamaba la gente, pero al grandullón no parecía molestarle. Por el contrario, daba la impresión de estar bastante complacido de que el mundo le hubiera puesto un nombre que le pertenecía a él y a nadie más, como si eso fuera una señal de distinción. Effing nunca había conocido a nadie que combinara tanta dulzura e imbecilidad, y se esforzó por escucharle con atención y asentir en los momentos oportunos. Una o dos veces, sintió la tentación de preguntarle a George si había oído algo acerca de un equipo de rescate, pero consiguió dominar el impulso.

A medida que avanzaba la tarde, Effing iba juntando algunos datos sobre el auténtico Tom. Los prolijos e incoherentes relatos de George Boca Fea empezaron a volver sobre sí mismos con cierta frecuencia, cruzándose en suficientes puntos como para formar la estructura de una historia más amplia y unitaria. Repetía incidentes, omitía aspectos cruciales, no contaba los sucesos desde el principio hasta el final, pero, a pesar de todo, acabó dándole suficiente información como para que Effing llegase a la conclusión de que el ermitaño había estado implicado en actividades delictivas de algún tipo con una banda de forajidos conocida como los hermanos Gresham. No estaba seguro de si el ermitaño había sido un participante activo o si simplemente había dejado que los bandidos utilizaran su cueva como escondite, pero, fuese como fuese, esto parecía explicar el asesinato y las abundantes provisiones que él había encontrado allí el primer día. Temeroso de revelar su ignorancia, Effing no le pidió detalles a George, pero, por lo que dijo el indio, parecía probable que los Gresham volvieran pronto, quizá al final de la primavera. George estaba demasiado distraído para acordarse de dónde estaba la banda ahora y no paraba de levantarse de la silla para pasear por la cueva y examinar las pinturas, moviendo la cabeza con sincera admiración. No sabía que Tom pintase, dijo, repitiendo el comentario varias docenas de veces en el curso de la tarde. Eran las cosas más bellísimas que había visto en su vida, las cosas más bellísimas que había en el mundo entero. Si se portaba bien, dijo, a lo mejor Tom le enseñaba algún día a pintar, y Effing le miró a los ojos y le dijo que sí, que a lo mejor algún día. Effing lamentaba que alguien hubiese visto los cuadros, pero al mismo tiempo se alegraba de que tuvieran una acogida tan entusiasta, dándose cuenta de que probablemente era la única acogida que tendrían aquellas obras.

Después de la visita de George Boca Fea, ya nada fue igual para Effing. Había trabajado constantemente durante los últimos siete meses en forjar su soledad, esforzándose en convertirla en algo sustancial, una fortaleza que delimitara las fronteras de su vida, pero ahora que alguien había estado con él en la cueva, comprendió lo artificial que era su situación. La gente sabía dónde encontrarle, y ahora que había sucedido, no había razón para que no volviese a suceder. Tenía que estar en guardia, constantemente alerta, y las exigencias de esta vigilancia se cobraron su precio, desgastándole hasta que la armonía de su mundo quedó destrozada. No podía hacer nada por evitarlo. Tenía que pasarse los días vigilando y esperando, tenía que prepararse para las cosas que iban a ocurrir. Al principio, estuvo esperando que George volviera, pero a medida que pasaban las semanas y el grandullón no aparecía, empezó a concentrar su atención en los hermanos Gresham. Lo lógico hubiera sido, llegado a ese punto, renunciar, recoger sus cosas y dejar la cueva para siempre, pero algo en él se resistía a ceder tan fácilmente a la amenaza. Sabía que era una locura no marcharse, un gesto sin sentido que casi con certeza le llevaría a la muerte, pero la cueva era lo único que tenía ahora y no podía decidirse a huir.

Lo esencial era no permitir que le cogieran por sorpresa. Si llegaban mientras estaba dormido, no tendría la menor posibilidad, le matarían antes de que pudiera levantarse de la cama. Ya lo habían hecho una vez y no les importaría volver a hacerlo. Por otra parte, si se las ingeniaba para montar algún tipo de alarma que le advirtiera de que se aproximaban, probablemente eso no le daría más que unos momentos de ventaja. El tiempo suficiente para despertarse y coger el rifle, quizá, pero si los tres hermanos venían juntos, seguía llevando las de perder. Podría ganar tiempo si se atrincheraba dentro de la cueva, cerrando la entrada con piedras y ramas, pero entonces renunciaría a la única ventaja que tenía sobre sus atacantes: el hecho de que ellos no sabían que estaba allí. Tan pronto vieran la barricada sabrían que alguien vivía allí y actuarían en consecuencia. Effing pasaba casi todas sus horas de vigilia pensando en estos problemas, sopesando las distintas estrategias posibles, tratando de encontrar un plan que no fuera suicida. Al final, acabó por no dormir en la cueva, y colocó sus mantas y su almohada en un saliente a mitad de la ladera opuesta de la montaña. George Boca Fea había hablado de que los hermanos Gresham eran muy aficionados al whisky y Effing suponía que sería natural que se pusieran a beber en cuanto se instalaran en la cueva. Se aburrirían allí en el desierto y si llegaban a emborracharse, el alcohol sería su mejor aliado. Hizo lo que pudo por eliminar toda huella viviente de su presencia en la cueva; almacenó sus cuadros y sus cuadernos en la parte oscura que había al fondo y dejó de usar la estufa. No podía hacer nada para ocultar las pinturas de los muebles y la pared, pero si la estufa no estaba caliente cuando entraran, tal vez los Gresham supondrían que la persona que había pintado aquello se había ido. No era en absoluto seguro que pensaran eso, pero Effing no veía ninguna otra forma de evitar el callejón sin salida. Necesitaba que supieran que alguien había estado allí, porque si la cueva diese la impresión de haber estado vacía desde su visita anterior, no tendría explicación que el cadáver del ermitaño hubiera desaparecido. Los Gresham se extrañarían de esa desaparición, pero una vez que comprendieran que alguien había vivido allí quizá dejaran de preguntarse qué había pasado. Por lo menos, ésa era la esperanza de Effing. Dada la infinidad de imponderables que había en la situación, no se atrevía a esperar demasiado.

Pasó otro mes infernal y luego, al fin, se presentaron allí. Fue a mediados de mayo, algo más de un año después de su partida de Nueva York en compañía de Byrne. Los Gresham llegaron cabalgando al atardecer, anunciando su presencia por el ruido que hacía eco en las rocas: voces fuertes, risas, unas estrofas cantadas con voz ronca. Effing tuvo tiempo sobrado de prepararse, pero eso no impidió que los latidos de su corazón se acelerasen desacompasadamente. A pesar de las muchas advertencias que se había hecho de conservar la calma, se dio cuenta de que tendría que poner fin al asunto aquella misma noche. No le sería posible soportarlo más tiempo.

Se agazapó en el estrecho saliente que había detrás de la cueva, esperando a que llegase su momento mientras caía la noche. Oyó acercarse a los Gresham, escuchó unos cuantos comentarios sueltos sobre cosas que no entendía y luego oyó que uno de ellos decía:

—Supongo que tendremos que airear esto después de deshacernos del viejo Tom.

Los otros dos se rieron e inmediatamente después las voces cesaron. Eso quería decir que habían entrado en la cueva. Media hora más tarde empezó a salir humo por el tubo metálico que sobresalía del tejado y al poco rato notó el olor de la carne guisada. Durante las dos horas siguientes no sucedió nada. Oyó que los caballos bufaban y pateaban en un pedazo de terreno que había debajo de la cueva, y poco a poco el azul oscuro del anochecer se volvió negro. No había luna aquella noche y en el cielo brillaban las estrellas. De vez en cuando le llegaba una risa ahogada, pero eso era todo. Luego, periódicamente, los Gresham empezaron a salir de la cueva de uno en uno para orinar contra las rocas. Effing esperó que eso significara que estaban jugando a las cartas y emborrachándose, pero era imposible estar seguro de nada. Decidió esperar hasta que el último hubiese vaciado su vejiga y luego les daría una hora u hora y media más. Para entonces probablemente estarían dormidos y no le oirían entrar en la cueva. Mientras tanto, se preguntó cómo iba a usar el rifle con una sola mano. Si no había luz en la cueva, tendría que llevar una vela para ver a sus blancos y nunca había practicado el tiro con una sola mano. Era un rifle de repetición Winchester que era preciso volver a amartillar después de cada disparo y siempre lo había hecho con la mano izquierda. Podía sostener la vela con la boca, naturalmente, pero sería peligroso tener la llama tan cerca de los ojos, por no hablar de lo que sucedería si llegaba a rozarle la barba. Tendría que sostener la vela como si fuera un puro, metiéndola entre el dedo índice y el dedo corazón, y confiar en poder sujetar el cañón del arma con los otros tres dedos al mismo tiempo. Si apoyaba la culata en su estómago en lugar de hacerlo en el hombro, tal vez conseguiría volver a amartillar el rifle lo bastante rápido con la mano derecha después de apretar el gatillo. Pero tampoco podía estar seguro de ello. Hizo unos cálculos desesperados, de último minuto, mientras esperaba en la oscuridad, y se maldijo por su negligencia, asombrado de su estupidez.

Resultó que la luz no era problema. Cuando salió de su escondite y se arrastró hasta la cueva, descubrió que aún había una vela encendida en el interior. Se detuvo a un lado de la entrada y contuvo el aliento, escuchando, dispuesto a volver rápidamente a su saliente si los Gresham estaban todavía despiertos. Después de unos momentos oyó algo que le pareció un ronquido, pero fue inmediatamente seguido por una serie de sonidos que al parecer venían de las proximidades de la mesa: un suspiro, un silencio, y luego un ruido como el de un vaso al ponerlo sobre una superficie. Por lo menos uno de ellos estaba aún despierto, pensó, pero ¿cómo podía estar seguro de que era solamente uno? Entonces oyó el barajar de naipes, siete golpes secos sobre la mesa y luego una breve pausa. Después seis golpes y otra pausa. Luego cinco. Cuatro, tres, dos, uno. Un solitario, pensó Effing, un solitario, sin la menor duda. Uno de ellos estaba levantado y los otros dos dormidos. Tenía que ser eso, de lo contrario el jugador estaría hablando con uno de los otros. Pero no estaba hablando y eso sólo podía significar que no tenía con quien hablar.

Effing puso el rifle en posición de disparar y avanzó hacia la entrada de la cueva. Descubrió que no era difícil sostener la vela con la mano izquierda, su pánico no estaba justificado. El hombre que estaba sentado a la mesa levantó la cabeza bruscamente cuando Effing apareció, luego se le quedó mirando horrorizado.

—Jesús —murmuró—. Pero si tenías que estar muerto.

—Sospecho que estás equivocado —le respondió Effing—. El que está muerto eres tú, no yo.

Apretó el gatillo y un instante después el hombre cayó hacia atrás con su silla, lanzando un grito cuando la bala le dio en el pecho, y luego, de pronto, quedó en silencio. Effing volvió a amartillar el rifle y apuntó al segundo hermano, que estaba tratando precipitadamente de salir de su saco de dormir colocado en el suelo. Effing le mató también de un solo disparo, dándole de lleno en la cara con una bala que le desgarró la parte posterior de la cabeza y lanzó al otro lado de la habitación una masa de sesos y huesos. Pero las cosas no fueron tan fáciles con el tercer Gresham. Ése estaba acostado en la cama, al fondo de la cueva, y para cuando Effing terminó con los dos primeros, el tercero había cogido su revólver y estaba listo para disparar. Una bala pasó junto a la cabeza de Effing y rebotó en la estufa de hierro a su espalda. Amartilló el rifle otra vez y de un salto se puso detrás de la mesa para cubrirse. Al hacerlo apagó accidentalmente las dos velas. La cueva se quedó en la negra oscuridad y el hombre que estaba al fondo empezó de repente a sollozar histéricamente, balbuceando un montón de tonterías acerca del ermitaño muerto y disparando en dirección a Effing. Éste conocía de memoria los contornos de la cueva y aun en la oscuridad sabía exactamente dónde estaba el hombre. Contó seis disparos, comprendió que el enloquecido tercer hermano no podría volver a cargar su revólver sin luz, y entonces se levantó y se dirigió hacia la cama. Apretó el gatillo, oyó chillar al hombre cuando la bala penetró en su cuerpo, luego amartilló de nuevo el rifle y disparó otra vez. Se hizo el silencio en la cueva. Effing percibió el olor de la pólvora que flotaba en el aire y de pronto notó que su cuerpo temblaba. Salió tambaleándose y una vez fuera cayó de rodillas; un momento después, vomitó.

Durmió allí mismo en la boca de la cueva. Cuando despertó a la mañana siguiente, se dispuso inmediatamente a deshacerse de los cadáveres. Le sorprendió descubrir que no sentía el menor remordimiento, que podía mirar a los hombres que había matado sin que la conciencia le remordiera en absoluto. Uno a uno, los fue sacando de la cueva y arrastrándolos hasta la parte de atrás para enterrarlos debajo del chopo, al lado del ermitaño. A primera hora de la tarde acabó con el último cadáver. Agotado por el esfuerzo, volvió a la cueva para comer algo y fue entonces, justo cuando se sentó a la mesa y empezó a servirse un vaso de whisky de los hermanos Gresham, cuando vio las alforjas tiradas debajo de la cama. Según me contó Effing, fue en ese preciso momento cuando todo cambió otra vez para él, cuando su vida viró súbitamente en una nueva dirección. Había seis grandes alforjas en total y al vaciar el contenido de la primera sobre la mesa supo que su estancia en la cueva había terminado; así, con la fuerza y la rapidez de un libro que se cierra de golpe. Había dinero sobre la mesa, y cada vez que vaciaba otra alforja, el montón iba creciendo. Cuando finalmente lo contó, sólo en metálico había más de veinte mil dólares. Mezclados con el dinero, encontró varios relojes, pulseras y collares, y en la última alforja había tres apretados fajos de bonos al portador que representaban otros diez mil dólares en inversiones tales como una mina de plata en Colorado, la compañía Westinghouse y la Ford Motors. En aquellos tiempos eso era una suma increíble, me dijo Effing, una verdadera fortuna. Si lo administraba correctamente, tendría suficiente para vivir el resto de su vida.

Nunca se planteó devolver el dinero robado, me aseguró, ni pensó en ir a las autoridades e informar de lo ocurrido. No era que temiese ser descubierto cuando contara la historia, era, sencillamente, que quería quedarse con el dinero. Este impulso era tan fuerte que ni siquiera se molestó en reflexionar sobre sus actos. Cogió el dinero porque estaba allí, porque en cierto modo sentía que le pertenecía, y eso fue todo. La cuestión del bien y el mal no se le pasó por la cabeza. Había matado a tres hombres a sangre fría y ahora estaba más allá de las sutilezas de tales consideraciones. Además, dudaba que hubiera mucha gente que llorase la pérdida de los hermanos Gresham. Habían desaparecido y el mundo no tardaría mucho en acostumbrarse a su ausencia. El mundo se acostumbraría, lo mismo que se había acostumbrado a vivir sin Julian Barber.

Pasó todo el día siguiente preparándose para partir. Colocó bien los muebles, lavó todas las manchas de sangre que encontró y guardó cuidadosamente sus cuadernos en el armario. Lamentaba tener que despedirse de sus cuadros, pero no le quedaba otro remedio, así que los apiló cuidadosamente a los pies de la cama y de cara a la pared. No tardó más de un par de horas en hacer esto, pero pasó el resto de la mañana y toda la tarde recogiendo piedras y ramas bajo el ardiente sol para tapar la boca de la cueva. Le parecía dudoso que alguna vez volviera allí, pero de todas formas quería que el lugar permaneciese oculto. Era su monumento particular, la tumba en la cual había enterrado su pasado, y cada vez que pensara en ella en el futuro, deseaba saber que todavía estaba exactamente como él la había dejado. De esa manera continuaría sirviéndole de refugio mental, aunque nunca volviera a poner el pie allí.

Durmió al aire libre aquella noche y a la mañana siguiente se preparó para el viaje. Llenó las alforjas, hizo acopio de comida y agua y lo ató todo a las sillas de los tres caballos que habían dejado los hermanos Gresham. Luego montó uno de ellos y se alejó, tratando de decidir qué debía hacer.

Tardamos más de dos semanas en llegar hasta aquí. Hacía tiempo que las Navidades habían llegado y habían pasado y una semana después había terminado la década. Effing prestó escasa atención a estos hitos. Sus pensamientos estaban fijos en un tiempo anterior e iba excavando su historia con inagotable cuidado, sin omitir nada, retrocediendo para aportar detalles sin importancia, recreándose en los menores matices en un esfuerzo por recobrar su pasado. Después de algún tiempo, dejé de preguntarme si decía la verdad o no. Su relato había adquirido una cualidad fantasmagórica y había veces en que, más que recordando los hechos externos de su vida, parecía estar inventando una parábola para explicar su sentido interno. La cueva del ermitaño, las alforjas llenas de dinero, el tiroteo clásico del Salvaje Oeste, era todo muy rebuscado, y sin embargo la misma inverosimilitud de la historia era probablemente su elemento más convincente. No parecía posible que alguien se la inventase, y Effing la contaba tan bien, con tan palpable sinceridad, que simplemente me dejé llevar por ella, negándome a plantearme si estos hechos habían sucedido o no. Escuchaba, tomaba nota de lo que decía y no le interrumpía. A pesar de la repulsión que a veces me inspiraba, no podía por menos de considerarle un espíritu afín. Quizá eso comenzó cuando llegamos al episodio de la cueva. Después de todo, yo tenía mis propios recuerdos de la vida en una cueva, y cuando describía su sentimiento de soledad, me parecía que de alguna forma estaba describiendo cosas que yo había sentido. Mi propia historia era tan disparatada como la suya, pero yo sabía que si alguna vez decidía contársela, él creería cada palabra que yo dijera.

A medida que pasaban los días, el ambiente de la casa se iba haciendo cada vez más claustrofóbico. El tiempo era pésimo —una lluvia heladora, las calles cubiertas de hielo, un viento que te traspasaba—, por lo que tuvimos que suspender temporalmente nuestros paseos. Effing empezó a doblar las sesiones de su necrología. Se retiraba a su dormitorio después del almuerzo para dormir una breve siesta y a las dos y media o las tres volvía a salir, dispuesto a continuar hablando durante varias horas. No sé de dónde sacaba la energía para seguir a semejante ritmo, pero, lejos de tener que detenerse entre frases un poco más de lo habitual, la voz no parecía fallarle nunca. Comencé a vivir dentro de esa voz como si fuera una habitación, una habitación sin ventanas que se iba haciendo más pequeña cada día que pasaba. Ahora Effing llevaba los parches negros sobre los ojos casi constantemente y yo no tenía la posibilidad de engañarme pensando que había alguna comunicación entre nosotros. Él estaba solo con la historia que se desarrollaba en su cabeza y yo estaba solo con las palabras que salían de su boca como un torrente. Esas palabras llenaban cada centímetro del aire que me rodeaba y llegó un momento en que no podía respirar otra cosa. De no ser por Kitty, me habría asfixiado. Cuando terminaba mi jornada de trabajo con Effing, generalmente conseguía verla varias horas y pasar buena parte de la noche con ella. En más de una ocasión no regresé hasta la mañana siguiente. La señora Hume sabía lo que hacía, pero si Effing tenía idea de mis idas y venidas, nunca las mencionó. Lo único que le importaba era que desayunara con él a las ocho todas las mañanas y nunca dejé de sentarme a la mesa puntualmente.

Después de dejar la cueva, dijo Effing, viajó por el desierto varios días hasta encontrar el pueblo de Bluff. A partir de ahí, las cosas fueron más fáciles. Se dirigió hacia el norte, avanzando lentamente de pueblo en pueblo, y a finales de junio llegó a Salt Lake City, donde compró un billete de tren a San Francisco. Fue en California donde se inventó su nuevo nombre y se convirtió en Thomas Effing al firmar el registro del hotel la primera noche. Me dijo que quería que el Thomas fuese por Moran y que hasta que no dejó la pluma no cayó en la cuenta de que Tom era también el nombre del ermitaño, el nombre que le había pertenecido secretamente durante más de un año. Interpretó esta coincidencia como un buen augurio, como si reforzara su elección, convirtiéndola en algo inevitable. Respecto al apellido, me dijo, no juzgaba necesario darme una glosa. Ya me había dicho que Effing era un juego de palabras y, a menos que le hubiera interpretado mal en algo esencial, yo creía saber de dónde había salido. Al escribir la palabra Thomas, probablemente se había acordado de la expresión doubting Thomas. El gerundio había dado paso a otro: fucking Thomas, que en aras de la convención se transformó en f-ing[3]. De ahí Thomas Effing, el hombre que se había jodido la vida. Dado su gusto por las bromas crueles, me imaginé lo satisfecho que se habría sentido consigo mismo.

Casi desde el principio, yo esperaba siempre que me hablara de sus piernas. Las rocas de Utah me parecían un lugar muy apropiado para esa clase de accidente, pero el relato avanzaba cada día un poco más sin que hiciera mención a lo que le dejó inválido. El viaje con Scoresby y Byrne, el encuentro con George Boca Fea, el tiroteo con los hermanos Gresham: una tras otra, había salido ileso de estas situaciones. Ahora estaba en San Francisco, y yo empezaba a tener mis dudas de que llegásemos alguna vez a ese episodio. Pasó más de una semana describiendo lo que había hecho con el dinero, enumerando las inversiones, las transacciones financieras, los tremendos riesgos que había corrido en la bolsa. Al cabo de nueve meses volvía a ser rico, casi más rico que antes: poseía una casa en Russian Hill con varios criados, tenía todas las mujeres que quería, se movía en los círculos sociales más elegantes. Podía haber llevado permanentemente esta clase de vida (que era la misma que había conocido desde la infancia) de no ser por un incidente que tuvo lugar un año después de su llegada. Invitado a una cena de unos veinte comensales, se encontró de pronto con un personaje de su pasado, un hombre que había sido colega de su padre en Nueva York durante más de diez años. Alonzo Riddle era un anciano por entonces, pero cuando le presentaron a Effing y le estrechó la mano, no hubo duda de que le reconocía. Asombrado, Riddle llegó a comentar que Effing era la viva imagen de alguien que había conocido hacía tiempo. Effing restó importancia a la coincidencia y dijo bromeando que se suponía que todo el mundo tenía un doble exacto en alguna parte, pero Riddle estaba demasiado impresionado para dejarlo correr y se puso a contarle a Effing y a otros invitados la historia de la desaparición de Julian Barber. Fue un momento horrible para Effing y pasó el resto de la velada en un estado de pánico, incapaz de librarse de la mirada inquisitiva y suspicaz de Riddle.

A raíz de este suceso comprendió lo precaria que era su situación. Más tarde o más temprano, tropezaría con otra persona de su pasado y nada le garantizaba que fuese a tener la misma suerte que había tenido con Riddle. Esa persona podría estar más segura de si misma y ser más beligerante en sus acusaciones, y antes de que Effing quisiera darse cuenta, el asunto le estallaría en la cara. Como medida de precaución, dejó bruscamente de dar fiestas y de aceptar invitaciones, pero sabía que esto no iba a ayudarle a la larga. La gente acabaría notando que se había apartado de ellos y eso despertaría su curiosidad, lo cual a su vez daría paso a las habladurías, cosa que sólo podía traer problemas. Esto ocurría en noviembre de 1918. Acababa de firmarse el armisticio y Effing sabía que sus días en Estados Unidos estaban contados. A pesar de esa certeza, se sentía incapaz de hacer nada. Cayó en la inercia, no podía hacer planes ni pensar en las posibilidades que tenía. Abrumado por la culpa, horrorizado de lo que había hecho con su vida, se entregó a absurdas fantasías de volver a Long Island con una mentira colosal que justificase su desaparición. Eso era imposible, pero se aferraba a la idea como a un sueño de redención, inventaba tenazmente una falsa salida tras otra y no era capaz de actuar. Durante varios meses se aisló del mundo, pasaba los días durmiendo en su habitación oscurecida y por las noches se aventuraba a adentrarse en el barrio chino. Siempre era el barrio chino. No deseaba ir allí, pero nunca tenía el valor de no ir. En contra de su voluntad, empezó a frecuentar los burdeles, los fumaderos de opio y las casas de juego que se ocultaban en el laberinto de sus calles estrechas. Buscaba el olvido, me dijo, trataba de ahogarse en una degradación que igualase el odio que sentía por sí mismo. Sus noches se convirtieron en una miasma de ruedas de ruleta y humo, de mujeres chinas con la cara picada de viruela y desdentadas, de cuartos mal ventilados y náuseas. Sus pérdidas eran tan exageradas que en agosto había despilfarrado un tercio de su fortuna en estas noches de libertinaje. Habría continuado hasta el final, según me dijo, hasta que se hubiera matado o arruinado, si su destino no le hubiera partido en dos. Lo que le sucedió no podía haber sido más repentino ni más violento, pero, pese a todas las desdichas que desencadenó, la verdad era que sólo un desastre podía salvarle.

Effing me contó que aquella noche estaba lloviendo. Él acababa de pasar varias horas en el barrio chino y volvía a casa tambaleándose a causa de la droga que llevaba en el cuerpo, apenas consciente de dónde estaba. Eran las tres o las cuatro de la madrugada y había empezado a subir la empinada cuesta que conducía a su casa, parándose casi en cada farola para apoyarse un momento y recobrar el aliento. Al principio de su caminata había perdido el paraguas en alguna parte y cuando llegó a la última pendiente estaba calado hasta los huesos. Con el repicar de la lluvia en la acera y la cabeza obnubilada por el efecto del opio, no oyó al desconocido que se le acercó por la espalda. Iba subiendo trabajosamente la cuesta cuando de pronto sintió como si un edificio se le hubiera caído encima. No tenía ni idea de lo que fue: una porra, un ladrillo, la culata de un revólver, podía haber sido cualquier cosa. Lo único que notó fue la fuerza del golpe, un tremendo impacto en la base del cráneo, e inmediatamente se derrumbó sobre la acera. Debió de estar inconsciente solamente unos segundos, porque lo siguiente que recordaba era que abrió los ojos y el agua le salpicaba la cara. Iba lanzado cuesta abajo por la resbaladiza acera a una velocidad que no podía controlar: de cabeza, sobre el vientre, agitando brazos y piernas en un esfuerzo por agarrarse a algo que detuviera su descenso irrefrenable. Por mucho que lo intentara, no conseguía parar ni levantarse, no podía hacer nada más que deslizarse como un insecto herido. En algún momento debió de torcer el cuerpo de tal modo que su trayectoria le llevaba calle abajo en un ligero ángulo y de pronto vio que estaba a punto de salir disparado por encima del bordillo para ir a caer en la calzada. Se preparó para la sacudida, pero justo cuando llegó al borde, giró otros ochenta o noventa grados y fue a estrellarse contra una farola. Su espina dorsal chocó violentamente contra la base de hierro. En el mismo instante, oyó que algo se quebraba y luego sintió un dolor que no se parecía a nada que hubiera sentido antes, un dolor tan grotesco y tan fuerte que pensó que su cuerpo había estallado literalmente.

Nunca me dio detalles precisos respecto a la lesión. El pronóstico era lo que importaba y los médicos no tardaron en llegar a un veredicto unánime. Sus piernas estaban muertas y por más terapia que hiciera, no podría volver a andar nunca. Me dijo que, curiosamente, esta noticia casi supuso un alivio. Había sido castigado, y como el castigo era terrible, ya no estaba obligado a castigarse a sí mismo. Había pagado su crimen y de repente estaba vacío de nuevo: se acabaron las culpas, se acabaron los temores. Si la naturaleza del accidente hubiera sido distinta, tal vez no habría tenido el mismo efecto, pero como no había visto a su atacante, como nunca comprendió por qué le habían atacado, no pudo por menos de interpretarlo como una forma de justo castigo cósmico. Se había hecho la justicia más pura; un golpe anónimo y brutal había caído del cielo y le había aplastado arbitrariamente, despiadadamente. No había tenido tiempo de defenderse ni de suplicar. Antes de que él supiera que había comenzado, el juicio había terminado, la sentencia se había dictado y el juez se había marchado de la sala.

Tardó nueve meses en recuperarse (hasta donde le era posible) y luego empezó a hacer los preparativos para marcharse del país. Vendió su casa, transfirió su capital a una cuenta numerada en un banco suizo y le compró un pasaporte falso a nombre de Thomas Effing a un hombre de filiación anarcosindicalista. Las redadas de Palmer estaban en pleno apogeo por entonces, a los Wobblies[4] los linchaban, Sacco y Vanzetti habían sido detenidos y la mayoría de los miembros de los grupos izquierdistas habían pasado a la clandestinidad. El falsificador de pasaportes era un inmigrante húngaro que trabajaba en un sótano abarrotado en Mission, y Effing recordaba haberle pagado mucho dinero por el documento. El hombre estaba al borde de un colapso nervioso, y como sospechaba que Effing era un agente encubierto que le detendría en el momento en que terminase el trabajo, retrasó la entrega del pasaporte durante varias semanas, dándole rebuscadas excusas cada vez que llegaba la fecha acordada. El precio también iba subiendo, pero como el dinero era la menor de las preocupaciones de Effing en aquel momento, finalmente rompió el círculo vicioso ofreciéndole al hombre el doble del precio más alto que había pedido hasta entonces si podía tener el pasaporte listo a las nueve en punto de la mañana siguiente. La oferta era demasiado tentadora —la suma ascendía ya a más de ochocientos dólares— y el húngaro decidió correr el riesgo. Cuando Effing le entregó el dinero en metálico a la mañana siguiente y no le detuvo, el anarquista se echó a llorar y se puso a besarle la mano histéricamente como muestra de gratitud. Ése fue el último contacto que Effing tuvo con nadie en Estados Unidos en veinte años y el recuerdo de aquel hombre destrozado no le abandonó nunca. El país se había ido a la mierda, pensó, y consiguió decirle adiós sin ninguna pena.

En septiembre de 1920 embarcó en el Descartes y partió hacia Francia vía Canal de Panamá. No había ninguna razón especial para ir a Francia, pero tampoco la había para no ir. Durante algún tiempo había considerado la posibilidad de trasladarse a algún remanso colonial —a Centroamérica, quizá, o a una isla del Pacifico—, pero la idea de pasar el resto de su vida en una selva, aunque fuese como reyezuelo entre inocentes y cariñosos nativos, no le apetecía. No buscaba el paraíso, simplemente quería un país donde no se aburriese. Inglaterra quedaba descartado (encontraba despreciables a los ingleses) y aunque los franceses no eran mucho mejores, tenía buenos recuerdos del año que pasó en París de joven. Italia también le tentó, pero el hecho de que el francés fuera el único idioma extranjero que hablaba con cierta fluidez inclinó la balanza en favor de Francia. Por lo menos allí comería bien y bebería buenos vinos. Ciertamente, París era la ciudad donde había más probabilidades de que se encontrase con algunos de sus antiguos amigos de Nueva York del mundo artístico, pero la perspectiva de esos encuentros ya no le asustaba. El accidente había cambiado todo eso. Julian Barber había muerto. Él ya no era un artista, no era nadie. Era Thomas Effing, un inválido expatriado confinado en una silla de ruedas, y si alguien ponía en tela de juicio su identidad, le mandaría a la mierda. Era así de sencillo. Ya no le importaba lo que pensara nadie, y si tenía que mentir de vez en cuando respecto a sí mismo, qué más daba, mentiría. Todo el asunto era una impostura en cualquier caso y daba igual lo que hiciera.

Siguió contándome su historia durante dos o tres semanas más, pero ya no me apasionaba de la misma forma. Ya me había contado lo esencial; no quedaban más secretos, ni más oscuras verdades que arrancarle. Los momentos más cruciales de la vida de Effing habían tenido lugar en Estados Unidos, en los años que transcurrieron entre su partida hacia Utah y el accidente que tuvo en San Francisco, y una vez que llegó a Europa, la historia se convirtió en otra historia, una cronología de hechos y sucesos, un cuento del paso del tiempo. Me pareció que Effing era consciente de ello y, aunque no lo dijo directamente, su manera de contar empezó a cambiar, a perder la precisión y la intensidad de los episodios anteriores. Ahora se permitía más digresiones, parecía perder el hilo de su pensamiento con más frecuencia e incluso caía en flagrantes contradicciones. Un día, por ejemplo, afirmaba que había pasado esos años dedicado al ocio —leyendo libros, jugando al ajedrez, frecuentando los bistros— y al día siguiente me hablaba de complicados negocios, de cuadros que había pintado y luego destruido, de que tuvo una librería, de que trabajó como espía, de que recaudó fondos para el ejército republicano español. No había duda de que mentía, pero me pareció que lo hacía más por costumbre que con intención de engañarme. Hacia el final, me habló de un modo conmovedor de su amistad con Pavel Shum, me contó con mucho detalle que había continuado manteniendo relaciones sexuales a pesar de su estado y me soltó varias largas arengas acerca de sus teorías sobre el universo: la electricidad de los pensamientos, las conexiones de la materia, la transmigración de las almas. El último día me contó cómo Pavel y él lograron escapar de París antes de la ocupación alemana, repitió la historia de su encuentro con Tesla en Bryant Park y luego, sin previo aviso, paró en seco.

—Con eso es suficiente —dijo—. Lo dejaremos aquí.

—Pero todavía falta una hora para el almuerzo —dije, mirando el reloj que había en la repisa de la chimenea—. Tenemos tiempo de sobra para empezar el próximo episodio.

—No me contradiga, muchacho. Cuando digo que hemos terminado, quiere decir que hemos terminado.

—Pero sólo estamos en 1939. Quedan treinta años que contar.

—No son importantes. Puede resolverlos con una o dos frases. “Cuando se marchó de Europa a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, el señor Effing regresó a Nueva York, donde pasó los últimos treinta años de su vida.” Algo así. No le será difícil.

—Entonces, no se refiere sólo a hoy. Me está usted diciendo que hemos llegado al final de la historia, ¿no es eso?

—Creía haberlo dejado claro.

—No importa, ya entiendo. Me sigue pareciendo que no tiene sentido, pero entiendo.

—No nos queda mucho tiempo, idiota, ésa es la razón. Si no empezamos enseguida a escribir la dichosa necrología, no lo haremos nunca.

Durante los veinte días siguientes, pasé las mañanas en mi habitación, escribiendo diferentes versiones de la vida de Effing en la vieja Underwood. Había una versión corta para enviar a los periódicos, quinientas palabras inexpresivas que tocaban sólo los aspectos más superficiales; luego había una versión más completa titulada La misteriosa vida de Julian Barber, que resultó un relato bastante sensacional, de unas tres mil palabras, que Effing quería que yo ofreciera a una revista de artes plásticas después de su muerte; por último, estaba la versión corregida de la transcripción completa, la historia de Effing contada por él mismo. Tenía más de cien páginas y fue la que más trabajo me dio, pues tuve que eliminar cuidadosamente las repeticiones y los vulgarismos, pulir las frases y procurar convertir la palabra hablada en escrita sin que perdiera su fuerza. Descubrí que era una tarea difícil y delicada y en muchos casos me vi obligado a reconstruir casi por completo algunos párrafos para ser fiel al sentido original. No sabía qué pretendía hacer Effing con esta autobiografía (en sentido estricto, esto ya no era una necrología), pero evidentemente tenía mucho interés en que saliera perfecta y me presionaba para que realizara nuevas revisiones, regañándome y gritándome cada vez que le leía una frase que no le gustaba. Cada tarde teníamos una sesión de éstas y nos peleábamos por las más nimias cuestiones de estilo. Fue una experiencia agotadora para ambos (dos almas obstinadas empeñadas en un combate mortal), pero, uno por uno, acabamos llegando a un acuerdo respecto a los diferentes puntos y a principios de marzo habíamos terminado el trabajo.

Al día siguiente encontré tres libros sobre mi cama. Estaban escritos por un hombre llamado Solomon Barber, y aunque Effing no los mencionó cuando le vi a la hora del desayuno, supuse que era él quien los había dejado en mi cuarto. Era un gesto típico de Effing —enrevesado, oscuro, sin motivo aparente— pero ya le conocía lo suficiente para saber que ésta era su manera de decirme que leyera los libros. Teniendo en cuenta el nombre del autor, parecía bastante claro que no era una petición casual. Varios meses antes, el viejo había usado la palabra “consecuencias” y me pregunté si no se estaba preparando para hablarme de ellas.

Los libros trataban de la historia de los Estados Unidos y cada uno había sido publicado por una universidad diferente: El obispo Berkeley y los indios (1947), La colonia perdida de Roanoke (1955) y Las tierras vírgenes americanas (1963). Las notas biográficas de la sobrecubierta eran muy escuetas, pero, reuniendo los pocos datos que ofrecían, me enteré de que Solomon Barber había hecho su doctorado en historia en 1944, había publicado numerosos artículos en revistas especializadas y había enseñado en varias universidades del Medio Oeste. La referencia a 1944 era fundamental. Si Effing había fecundado a su esposa justo antes de su marcha en 1916, su hijo habría nacido al año siguiente, lo cual quería decir que en 1944 tendría veintisiete años, una edad muy lógica para terminar un doctorado. Todo parecía encajar, pero sabía que no debía sacar conclusiones precipitadas. Tuve que esperar tres días más antes de que Effing mencionara el tema y sólo entonces supe que mis sospechas eran acertadas.

—Supongo que no habrá mirado los libros que le dejé en su cuarto el martes —me dijo, hablando con la misma tranquilidad de alguien que acabase de pedir un terrón de azúcar para el té.

—Los he mirado —contesté—. E incluso los he leído.

—Me sorprende, muchacho. Teniendo en cuenta su edad, empiezo a pensar que tal vez haya esperanza para usted.

—Hay esperanza para todos, señor. Eso es lo que hace que el mundo siga en marcha.

—Ahórreme los aforismos, Fogg. ¿Qué le parecieron los libros?

—Los encontré admirables. Bien escritos, convincentemente argumentados y llenos de información que era enteramente nueva para mí.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, yo no sabía nada del plan de Berkeley[5] para educar a los indios de las Bermudas y tampoco sabía nada de los años que pasó en Rhode Island. Todo eso fue una sorpresa para mí, pero lo mejor del libro es la parte en que Barber relaciona las experiencias de Berkeley con sus trabajos filosóficos sobre la percepción. Me pareció muy hábil y original, muy profundo.

—¿Qué me dice de los otros libros?

—Lo mismo. Tampoco sabía mucho sobre Roanoke. Creo que Barber contribuye decisivamente a aclarar el misterio y tiendo a estar de acuerdo con él en que los colonos perdidos sobrevivieron gracias a que unieron sus fuerzas con las de los indios croatanos[6]. También me gustó el material sobre los antecedentes de Raleigh y Thomas Harriot. ¿Sabía usted que Harriot fue el primer hombre que miró la luna a través de un telescopio? Yo siempre pensé que había sido Galileo, pero Harriot se le adelantó en varios meses.

—Sí, muchacho, ya lo sabía. No hace falta que me dé una conferencia.

—Estaba contestando a su pregunta. Usted me preguntó qué era lo que había aprendido y yo se lo he dicho.

—No me replique. Aquí soy yo el que hace las preguntas. ¿Comprendido?

—Comprendido. Puede preguntarme lo que quiera, señor Effing, pero no es preciso que siga usted dando rodeos.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que no es necesario que perdamos más tiempo. Usted puso esos libros en mi cuarto porque quería contarme algo y no veo por qué no me lo cuenta de una vez.

—Vaya, vaya, nos creemos muy listos hoy, ¿no?

—No era muy difícil de adivinar.

—No, supongo que no. Más o menos ya se lo había dicho, ¿no?

—Solomon Barber es su hijo.

Effing hizo una larga pausa, como si aún se resistiera a admitir adónde nos había llevado la conversación. Miró al vacío, se quitó las gafas oscuras y limpió los cristales con un pañuelo —un gesto inútil y absurdo en un ciego— y luego gruñó algo con voz profunda.

—Solomon. Un nombre verdaderamente espantoso. Pero yo no tuve nada que ver en ello, naturalmente. Mal puedes ponerle nombre a alguien si ni siquiera sabes que existe, ¿verdad?

—¿Llegó a conocerle?

—Nunca le he conocido, ni él a mí. Él cree que su padre murió en Utah en 1916.

—¿Cuándo se enteró usted de su existencia?

—En 1947. La culpa la tuvo Pavel Shum, él fue quien despertó mi curiosidad. Un día se presentó con un ejemplar de ese libro sobre el obispo Berkeley. Pavel era un gran lector, como creo haberle comentado ya, y cuando empezó a hablarme de un joven historiador apellidado Barber, como es natural agucé el oído. Pavel no sabía nada acerca de mi vida anterior, así que tuve que fingir que me interesaba el libro para averiguar más cosas del autor. En aquel momento nada era seguro. Barber no es un apellido tan raro, después de todo, y no había ninguna razón para pensar que ese Solomon tuviese algo que ver conmigo. Pero tuve una corazonada, y si hay algo que he aprendido en mi larga y estúpida carrera como hombre, es a hacer caso de mis corazonadas. Me inventé un cuento para Pavel, aunque probablemente no era necesario. Él habría hecho cualquier cosa por mí. Si le hubiera pedido que se fuese al Polo Norte, se habría ido sin rechistar. Lo único que necesitaba era un poco de información, pero me pareció que podría ser demasiado arriesgado abordar el asunto directamente, así que le dije que estaba pensando en crear una fundación que concediese un premio anual a un escritor joven que lo mereciera. Este Barber parece prometedor, le dije, ¿por qué no investigamos un poco y vemos si necesita ese dinero? A Pavel le entusiasmó la idea. En su opinión, no había nada más importante en el mundo que fomentar la vida intelectual.

—Pero ¿qué me dice de su esposa? ¿Nunca averiguó qué había sido de ella? No habría sido muy difícil enterarse de si había tenido un hijo o no. Debe de haber cien maneras diferentes de obtener esa clase de información.

—Indudablemente. Pero yo me había prometido no hacer averiguaciones respecto a Elizabeth. Sentía curiosidad, hubiese sido imposible no sentirla, pero al mismo tiempo no quería abrir viejas heridas. El pasado era el pasado y para mí estaba cerrado y sellado. ¿De qué me habría servido saber si estaba viva o muerta, si se había vuelto a casar o no? Me obligué a permanecer en la ignorancia. Esa actitud me provocaba una fuerte tensión y me ayudaba a recordar quién era yo, a mantenerme alerta para no olvidar que ahora era otra persona. No había vuelta atrás, eso era lo importante. Nada de arrepentimientos, nada de compasión, nada de debilidades. Negándome a investigar sobre la vida de Elizabeth, conservaba mi fuerza.

—Pero sí quería investigar acerca de su hijo.

—Eso era distinto. Si era responsable de haber traído a otra persona al mundo, tenía derecho a saberlo. Sólo quería conocer la verdad, nada más.

—¿Tardó mucho Pavel en conseguir la información?

—No mucho. Descubrimos que Solomon Barber enseñaba en una modesta universidad del Medio Oeste, en Iowa, o Nebraska, no recuerdo. Pavel le escribió una carta hablando de su libro, una carta de admirador, por así decirlo. Después de eso no hubo ningún problema. Barber le contestó amablemente y Pavel volvió a escribirle diciéndole que iba a estar de paso en Iowa, o Nebraska, y que le gustaría conocerle. Por pura coincidencia, claro. ¡Ja! Como si las coincidencias existieran. Barber dijo que estaría encantado, y así fue como sucedió. Pavel cogió un tren para Iowa, o Nebraska, pasaron una velada juntos y cuando Pavel volvió me informó de todo lo que deseaba saber.

—¿Qué era?

—Que era: Solomon Barber había nacido en Shoreham, Long Island, en 1917. Que su padre era pintor y había muerto en Utah hacía mucho tiempo. Que su madre había muerto en 1939.

—El mismo año en que usted volvió a Estados Unidos.

—Eso parece.

—Y luego, ¿qué pasó?

—Nada. Le dije a Pavel que había cambiado de idea respecto a la fundación, y eso fue todo.

—Y usted nunca sintió deseos de verle. Es difícil creer que pudiera dejar el asunto así, sin más.

—Tenía mis razones, muchacho. No crea que no me costó, pero me mantuve firme. Me mantuve firme pese a todo.

—Muy noble por su parte.

—Sí, muy noble. Soy un príncipe de los pies a la cabeza.

—¿Y ahora?

—A pesar de todo, he conseguido seguirle la pista. Pavel siguió escribiéndose con él y me tenía al corriente de lo que hacía Barber. Por eso le estoy contando esto ahora. Hay algo que quiero que haga usted por mí cuando me muera. Podría encargar el asunto a mis abogados, pero preferiría que lo hiciera usted. Lo hará mejor que ellos.

—¿Qué piensa hacer?

—Voy a dejarle mi dinero a él. Habrá algo para la señora Hume, naturalmente, pero el resto será para mi hijo. El pobre diablo se ha destrozado la vida de tal modo que puede que le venga bien. Es una calamidad, gordo, soltero, sin hijos, depresivo, un desastre andante. A pesar de su inteligencia y su talento, su carrera profesional ha sido una larga catástrofe. Le echaron de su primer puesto en el año cuarenta y tantos a causa de un escándalo (por acosar a los estudiantes del sexo masculino, según creo) y luego, justo cuando empezaba a rehacerse, le pilló la persecución de McCarthy y volvió a hundirse hasta el fondo. Se ha pasado la vida en los sitios más remotos que se pueda imaginar, enseñando en universidades de las que nadie ha oído hablar.

—Parece una historia patética.

—Eso es exactamente lo que es. Patética. Cien por cien patética.

—Pero ¿qué tengo yo que ver en esto? Le deja usted el dinero en su testamento y los abogados se lo dan. La cosa parece bastante sencilla.

—Quiero que le envíe mi autobiografía. ¿Por qué cree que hemos trabajado tanto en ella? No era simplemente para pasar el rato, muchacho, había un propósito en ello. Siempre hay un propósito en lo que yo hago, recuérdelo. Cuando me muera, quiero que se la mande junto con una carta explicándole cómo se escribió. ¿Está claro?

—No del todo. Después de haberse mantenido alejado de él desde 1947, no veo por qué está de repente tan ansioso de tener contacto con él. No tiene mucho sentido.

—Todo el mundo tiene derecho a conocer su pasado. No puedo hacer mucho por él, pero al menos puedo hacer eso.

—¿Aunque él prefiriese no conocerlo?

—Así es, aunque él prefiriese no conocerlo.

—No parece justo.

—¿Quién habla de justicia? No tiene nada que ver con eso. Me he mantenido alejado de él mientras vivía, pero ahora que estoy muerto, es hora de que se sepa la historia.

—No me parece que esté usted muerto.

—Ya falta poco, se lo aseguro. Muy poco.

—Lleva meses diciendo eso, pero está usted tan sano como siempre.

—¿Qué fecha es hoy?

—Doce de marzo.

—Eso significa que me quedan dos meses. Me voy a morir el doce de mayo, exactamente dentro de dos meses.

—No puede usted saberlo. Nadie lo sabe.

—Pero yo sí, Fogg. Tome nota de mis palabras. Dentro de dos meses a partir de hoy, me moriré.

Después de esa extraña conversación, volvimos a nuestra antigua rutina. Le leía por las mañanas, y por las tardes salíamos a dar un paseo. Era la misma rutina, pero ya no me parecía igual. Antes, Effing tenía un programa con los libros, pero ahora su selección me parecía arbitraria, totalmente incoherente. Un día me pedía que le leyera cuentos de El Decamerón o de Las mil y una noches, al día siguiente elegía La comedia de las equivocaciones y al otro prescindía por completo de los libros y me hacía que le leyera las noticias de los entrenamientos de primavera de los equipos de béisbol en los campamentos de Florida. Tal vez era que había decidido escoger las cosas al azar de entonces en adelante, repasar ligeramente una multitud de obras para despedirse de ellas, como si ésa fuera una manera de despedirse del mundo. Durante tres o cuatro días seguidos me hizo leerle novelas pornográficas (que estaban guardadas en un pequeño armario debajo de las estanterías), pero ni siquiera esos libros consiguieron animarle notoriamente. Se rió una o dos veces, divertido, pero también se durmió en mitad de uno de los párrafos más excitantes. Yo seguí leyendo mientras él dormitaba y cuando se despertó media hora después, me dijo que había estado practicando cómo estar muerto.

—Quiero morirme pensando en el sexo —murmuró—. No hay mejor manera de irse que ésa.

Yo nunca había leído pornografía y los libros me parecieron a la vez absurdos y estimulantes. Un día me aprendí de memoria varios de los párrafos mejores y se los cité a Kitty cuando la vi esa noche. Al parecer le produjeron el mismo efecto que a mí. Le hicieron reír, pero al mismo tiempo le dieron ganas de desnudarse y meterse en la cama conmigo.

Los paseos también eran diferentes. Effing ya no mostraba mucho entusiasmo y en lugar de acosarme para que le describiera las cosas que encontrábamos por el camino, iba en silencio, pensativo y retraído. Por la fuerza de la costumbre, yo seguía comentando todo lo que veía, pero él apenas me escuchaba, y sin tener sus desagradables comentarios y críticas a los que responder, noté que mi ánimo también empezaba a languidecer. Por primera vez desde que le conocí, Effing parecía ausente, indiferente a lo que le rodeaba, casi tranquilo. Le hablé a la señora Hume de los cambios que había observado en él y me confesó que también habían empezado a preocuparla a ella. Físicamente, sin embargo, ni ella ni yo detectábamos ninguna transformación importante. Effing comía tanto, o tan poco, como siempre; sus movimientos intestinales eran normales; no se quejaba de nuevos dolores o molestias. Este extraño período letárgico duró aproximadamente tres semanas. Luego, justo cuando yo empezaba a pensar que Effing había entrado en un declive serio, una mañana se presentó en la mesa del desayuno completamente como era antes, lleno de buen humor y todo lo feliz que le había visto siempre.

—¡Está decidido! —anunció, dando un puñetazo en la mesa. El golpe fue tan fuerte que los cubiertos saltaron y entrechocaron—. Día tras día he estado reflexionando, dándole vueltas en mi cabeza, tratando de encontrar un plan perfecto. Después de mucho esfuerzo mental, me complace informarles de que ya lo tengo. ¡Está decidido! Es la mejor idea que he tenido en mi vida. Es una obra maestra, una verdadera obra maestra. ¿Está dispuesto a divertirse, muchacho?

—Por supuesto —contesté, pensando que era mejor seguirle la corriente—. Siempre estoy dispuesto a divertirme.

—Espléndido, ése es el espíritu —dijo, frotándose las manos—. Les prometo, hijos míos, que va a ser una magnífica canción del cisne, una reverencia final como ninguna otra. ¿Qué condiciones meteorológicas tenemos hoy?

—Despejado y fresco —dijo la señora Hume—. En la radio han dicho que esta tarde subiría hasta los doce o trece grados.

—Despejado y fresco —repitió—, doce o trece grados. No podría ser mejor. ¿Y la fecha, Fogg? ¿A qué día estamos?

—Uno de abril, el principio de un nuevo mes.

—¡Uno de abril! El día de las bromas. En Francia le llamaban el día del pescado. Bueno, pues hoy les daremos a oler algo de pescado, ¿verdad, Fogg? ¡Les daremos toda una cesta de pescado!

—Seguro —dije—. Les daremos de todo.

Effing siguió charlando muy excitado durante todo el desayuno, sin apenas detenerse para llevarse una cucharada de cereales a la boca. La señora Hume parecía preocupada, pero a pesar de todo yo me sentía bastante animado por aquel ataque de energía maníaca. Nos llevara a donde nos llevara, tenía que ser mejor que las semanas de melancolía que acabábamos de dejar atrás. A Effing no le iba el papel de viejo taciturno y yo prefería que le matara su propio entusiasmo a que viviera en silencioso abatimiento.

Después de desayunar, nos ordenó que le trajésemos sus cosas y le preparásemos para salir. Le envolvimos con el acostumbrado equipo —manta, bufanda, abrigo, sombrero, guantes— y luego me dijo que abriera el armario empotrado y sacara un pequeño maletín de cuadros escoceses que estaba debajo de un montón de botas y chanclos.

—¿Qué le parece, Fogg? —me preguntó—. ¿Cree que es lo bastante grande?

—Eso depende de para qué quiera usarlo.

—Vamos a usarlo para llevar dinero. Veinte mil dólares en metálico.

Antes de que yo pudiera decir nada, intervino la señora Hume.

—No hará usted nada semejante, señor Thomas —dijo—. No lo consentiré. Un ciego paseándose por las calles con veinte mil dólares en metálico. Quítese esa tontería de la cabeza.

—Cállese, bruja —respondió Effing bruscamente—. Cállese o le daré una paliza. Es mi dinero y haré con él lo que me dé la gana. Tengo a mi guardaespaldas de confianza para protegerme y no me va a pasar nada. Pero aunque así fuera, eso no es asunto suyo. ¿Me ha entendido, vaca gorda?

—Sólo está cumpliendo con su obligación —dije, tratando de defender a la señora Hume de este demencial ataque—. No hay por qué ponerse así.

—Lo mismo va para usted, farsante —me gritó—. Haga lo que le digo o despídase de su puesto. Una, dos y tres y le pongo de patitas en la calle. Inténtelo si no me cree.

—Mal rayo le parta —dijo la señora Hume—. No es usted más que un viejo imbécil, Thomas Effing. Espero que pierda hasta el último dólar de ese dinero. Espero que salgan volando de ese maletín y no los vuelva a ver.

—¡Ja! —dijo Effing—. ¡Ja, ja, ja! ¿Y qué cree que pienso hacer con el dinero, cara de caballo? ¿Gastármelo? ¿Cree que Thomas Effing iba a descender a semejantes banalidades? Tengo grandes planes para ese dinero, planes maravillosos que no se le ocurrirían a nadie.

—Bobadas —respondió la señora Hume—. Por mí, puede usted salir y gastarse un millón de dólares. A mí me trae sin cuidado. Yo me lavo las manos respecto a usted…, a usted y a todos sus embustes.

—Vamos, vamos —dijo Effing, repentinamente desbordante de un untuoso encanto—. No se ponga de morros, gatita. —Alargó la mano para coger la de ella y le besó el brazo de arriba abajo varias veces, como si lo hiciera sinceramente—. Fogg cuidará de mí. Es un muchacho robusto y no nos pasará nada. Confíe en mí, tengo toda la operación pensada hasta en los menores detalles.

—A mí no me la da —dijo ella, apartando la mano con irritación—. Usted está tramando algo estúpido, lo sé. Acuérdese de que se lo he advertido. No me venga luego llorando y pidiendo disculpas. Es demasiado tarde para eso. El que es tonto no tiene remedio. Eso es lo que me decía mi madre, y cuánta razón tenía.

—Se lo explicaría ahora si pudiera —dijo Effing—, pero no tenemos tiempo. Además, si Fogg no me saca pronto de aquí, me voy a asar debajo de todas estas mantas.

—Pues váyase —dijo la señora Hume—. A mí me da igual.

Effing sonrió, irguió la espalda y se volvió hacia mí.

—¿Está listo, muchacho? —me ladró como un capitán de barco.

—Cuando usted quiera —contesté.

—Bien. Entonces, vámonos.

Nuestra primera parada fue en el Chase Manhattan Bank de Broadway, donde Effing retiró los veinte mil dólares. Debido a la importancia de la suma, tardamos casi una hora en realizar la operación. Primero, el director tuvo que dar su aprobación y luego los cajeros tardaron bastante tiempo en reunir el número exigido en billetes de cincuenta dólares, que eran los únicos que Effing quería. Era cliente de ese banco desde hacía muchos años, “un cliente importante”, como le recordó más de una vez al director, y éste, intuyendo la posibilidad de una escena desagradable, hizo todo lo posible por complacerle. Effing continuó haciéndose el misterioso. Se negó a permitir que le ayudara y cuando sacó su libreta del bolsillo, procuró ocultármela, como si temiera que yo viese cuánto dinero tenía en la cuenta. Hacía mucho tiempo que había dejado de ofenderme cuando se comportaba así y además la verdad era que yo no tenía el menor interés por conocer esa cifra. Cuando el dinero estuvo listo al fin, un cajero lo contó dos veces y luego Effing me obligó a contarlo una vez más como medida de precaución. Yo nunca había visto tanto dinero junto, pero cuando terminé de contarlo, la magia había desaparecido y el dinero había quedado reducido a lo que realmente era: cuatrocientos pedazos de papel verde. Effing sonrió con satisfacción cuando le dije que estaba todo y entonces me ordenó que metiera los fajos en el maletín, que resultó ser lo bastante amplio para que cupiera todo. Cerré la cremallera, lo coloqué con cuidado sobre el regazo de Effing y salimos del banco. Él fue armando jaleo hasta que llegamos a la puerta, agitando su bastón y silbando como si el mañana no existiera.

Una vez fuera, me hizo llevarle a una de las isletas en medio de Broadway. Era un sitio muy ruidoso, pues los coches y los camiones pasaban a ambos lados, pero Effing parecía indiferente al bullicio. Me preguntó si había alguien sentado en el banco y cuando le aseguré que no, me dijo que tomara asiento. Aquel día llevaba sus gafas negras y, con los dos brazos rodeando el maletín y estrechándolo contra su pecho, parecía menos humano que de costumbre, como si fuera una especie de colibrí gigante recién llegado del espacio exterior.

—Quiero repasar mi plan con usted antes de que empecemos —me dijo—. El banco no era un sitio indicado para hablar y tampoco quería que esa entrometida nos espiase en casa. Se habrá usted hecho un montón de preguntas y puesto que va a ser mi cómplice en esto, ya es hora de que se lo cuente.

—Me figuraba que lo haría antes o después.

—La cosa es la siguiente, muchacho. Ya casi ha llegado mi hora y por eso he pasado estos últimos meses arreglando mis asuntos. He hecho mi testamento, he escrito mi necrología, he atado cabos sueltos. Hay sólo una cosa que todavía me preocupa, podríamos llamarle una deuda pendiente, y ahora que he tenido un par de semanas para pensar en ello, he dado con la solución. Hace cincuenta y dos años, como recordará, me encontré una bolsa de dinero. Me quedé con él y lo usé para hacer más dinero, dinero del que he vivido desde entonces. Ahora que he llegado al final de mi vida ya no necesito esa bolsa de dinero. Por lo tanto, ¿qué debo hacer con él? Lo único que tiene sentido es devolverlo.

—¿Devolverlo? Pero ¿a quién se lo va a devolver? Los Gresham están muertos, y además ni siquiera era de ellos. Le habían robado el dinero a gente que usted no conocía, a desconocidos anónimos. Aun suponiendo que consiguiera averiguar quiénes eran, probablemente estarán ya todos muertos.

—Exactamente. Esas personas estarán ya todas muertas y no sería posible localizar a sus herederos, ¿verdad?

—Eso es lo que acabo de decir.

—También ha dicho que esas personas eran desconocidos anónimos. Párese a pensar en ello un momento. Si hay una cosa que esta ciudad dejada de la mano de Dios tiene en abundancia, son desconocidos anónimos. Las calles están llenas de ellos. Allá donde uno mire hay un desconocido anónimo. Hay millones de ellos a nuestro alrededor.

—No hablará en serio.

—Claro que hablo en serio. Siempre hablo en serio. A estas alturas debería saberlo.

—¿Quiere decir que vamos a ir por las calles repartiendo billetes de cincuenta dólares a desconocidos? Eso causaría un tumulto. La gente se volvería loca, nos destrozarían.

—No si lo hacemos bien. Todo es cuestión de tener un buen plan, y lo tenemos. Confíe en mí, Fogg. Será lo más grande que haya hecho nunca, ¡el logro que coronará mi vida!

Su plan era muy sencillo. En lugar de ir por la calle a plena luz del día dándole dinero a todo el que se cruzara con nosotros (cosa que sin duda atraería a una multitud incontrolable), realizaríamos una serie de rápidas incursiones guerrilleras en diversas zonas cuidadosamente elegidas. Toda la operación duraría diez días; nunca recibirían dinero más de cuarenta personas en cada salida, lo cual reduciría drásticamente las posibilidades de tener tropiezos. Yo llevaría el dinero en el bolsillo, de modo que si alguien nos robaba, lo más que sacaría serían dos mil dólares. Entre tanto, el resto del dinero estaría en casa en su maletín, fuera de peligro. Recorreríamos toda la ciudad, dijo Effing, pero nunca iríamos a dos barrios colindantes en días consecutivos. Un día iríamos a la parte alta de la ciudad, y al día siguiente, al centro; el lunes a la zona este, el martes a la zona oeste. Nunca nos quedaríamos en ninguna parte el tiempo suficiente para que la gente se diera cuenta de lo que estábamos haciendo. Evitaríamos nuestro barrio hasta el final. Eso haría que el proyecto pareciese una de esas cosas que sólo ocurren una vez en la vida y todo habría terminado antes de que nadie pudiera echarnos el guante.

Comprendí inmediatamente que no podía hacer nada para impedírselo. Estaba totalmente decidido, y en lugar de tratar de disuadirle, hice lo que estaba en mi mano para que su plan fuera lo menos peligroso posible. Era un buen plan, le dije, pero todo dependía de la hora del día que eligiésemos para nuestras incursiones. Las primeras horas de la tarde, por ejemplo, no serían adecuadas. Había demasiada gente en la calle, y lo esencial era darle el dinero a cada receptor sin que nadie más pudiese darse cuenta de lo que pasaba. De ese modo, los alborotos se reducirían al mínimo.

—Hum —dijo Effing, siguiendo mis palabras con gran atención—. Entonces, ¿qué hora propone, muchacho?

—Hacia el final de la tarde. Después de que haya terminado la jornada laboral, pero tampoco tan tarde que podamos encontrarnos en una calle desierta. Digamos entre las siete y media y las diez.

—En otras palabras, después de que hayamos cenado. Lo que podríamos llamar una incursión de sobremesa.

—Eso es.

—Delo por hecho, Fogg. Haremos nuestras correrías después del anochecer, como un par de Robin Hoods dispuestos a otorgar nuestra munificencia a los afortunados mortales que se crucen en nuestro camino.

—También debería pensar en la cuestión del transporte. La ciudad es demasiado grande y algunos de los sitios a los que vamos a ir están a muchos kilómetros de aquí. Si lo hiciéramos todo a pie, algunas noches volveríamos tardísimo. Y si en algún momento tenemos que salir huyendo, podríamos encontrarnos en una situación difícil.

—Eso son mariconadas, Fogg. No nos va a pasar nada. Si se le cansan las piernas, cogemos un taxi. Si se siente capaz de andar, seguimos andando.

—No estaba pensando en mí. Sólo quería estar seguro de que sabe lo que se hace. ¿No ha pensado en alquilar un coche? De ese modo podríamos volver en un instante. No tendríamos más que subir al coche y el chófer nos traería.

—¿Un chófer? ¡Qué idea tan ridícula! Eso estropearía todo el plan.

—No veo por qué. La cuestión es dar el dinero, pero eso no significa que haya que patearse toda la ciudad aguantando el aire frío de la noche. Sería estúpido que se pusiera enfermo sólo porque quiere ser generoso.

—Quiero deambular por ahí, percibir las situaciones según se presenten. Eso no se puede hacer sentado en un coche. Hay que estar en las calles, respirando el mismo aire que los demás.

—Bueno, no era más que una sugerencia.

—Pues guárdese sus sugerencias. No tengo miedo de nada, Fogg, soy demasiado viejo para eso, y cuanto menos se preocupe por mí, mejor. Si me apoya, estupendo. Pero una vez que se comprometa, tendrá que callarse. Esto lo vamos a hacer a mi manera, pase lo que pase.

Durante los primeros ocho días todo salió bien. Estuvimos de acuerdo en que tenía que haber una jerarquía de méritos y eso me daba carta blanca para actuar como juzgara oportuno. La idea no era darle el dinero a cualquiera que pasara, sino buscar concienzudamente a las personas que más lo merecieran, escoger a aquellos cuya necesidad fuese mayor. Los pobres tenían prioridad automáticamente sobre los ricos, los minusválidos sobre los sanos y los locos sobre los cuerdos. Establecimos esas normas desde el principio y, dado el carácter de las calles de Nueva York, no fue difícil seguirlas.

Algunas personas se desmoronaban y se echaban a llorar cuando les daba el dinero; otras se echaban a reír; otras no decían nada. Era imposible predecir sus reacciones y pronto me acostumbré a no esperar que hicieran lo que yo pensaba que harían. Estaban los suspicaces que creían que tratábamos de estafarles (un hombre llegó a romper el billete y varios nos acusaron de ser falsificadores); estaban los avariciosos que pensaban que cincuenta dólares no era suficiente; estaban los solitarios que se nos pegaban y no nos dejaban marchar; estaban los alegres que querían invitarnos a una copa, los tristes que querían contarnos su vida y los artísticos que bailaban o cantaban para demostrarnos su gratitud. Para sorpresa mía, ni uno solo intentó robarnos. Probablemente fue simple cuestión de buena suerte, aunque también hay que decir que nos movíamos con rapidez, nunca nos quedábamos mucho rato en el mismo sitio. En general, yo repartía el dinero por la calle, pero hice algunas incursiones en bares y cafés de los bajos fondos —Blarney Stones, Bickfords, Chock Full O’Nuts—, donde dejaba un billete de cincuenta dólares delante de cada persona que había en la barra.

—¡Difunde un poco de dicha! —gritaba, repartiendo el dinero lo más deprisa que podía, y antes de que los aturdidos clientes pudieran asimilar lo que les estaba ocurriendo, yo había salido corriendo a la calle.

Les di dinero a mujeres sin domicilio y prostitutas, a vagos y alcohólicos, a vagabundos y hippies, a chicos que se habían escapado de casa, a mendigos y mutilados, todos los marginados que llenan los bulevares después del anochecer. Había cuarenta regalos que hacer cada noche y nunca tardamos más de hora y media en terminar el trabajo.

La novena noche llovió y la señora Hume y yo conseguimos convencer a Effing de que no saliera. La noche siguiente también llovía, pero no pudimos hacer nada para retenerle. Nos dijo que no le importaba coger una pulmonía, tenía un trabajo que hacer y lo haría por encima de todo. ¿Y si iba yo solo?, le pregunté. Le daría un informe detallado al volver y sería casi como si hubiera estado allí. No, eso era imposible, tenía que estar en persona. Además, ¿cómo podía estar seguro de que no iba a meterme el dinero en el bolsillo? Podría darme un paseo y luego contarle un cuento. Él no tendría forma de saber si le decía la verdad.

—Si es eso lo que piensa —le contesté, fuera de mí por la indignación—, entonces puede coger su dinero y metérselo en el culo. Yo me largo.

Por primera vez desde que le conocí hacía seis meses, Effing se derrumbó y me pidió disculpas. Fue un momento dramático, y mientras él estaba expresando su arrepentimiento y su contrición, casi sentí pena por él. Su cuerpo temblaba, la saliva se pegaba a sus labios, parecía como si todo su ser estuviera a punto de desintegrarse. Sabía que yo había hablado en serio y mi amenaza de dejarle le horrorizó. Me rogó que le perdonara, me dijo que era un buen chico, el mejor chico que había conocido, y me juró que nunca volvería a decirme una palabra desagradable mientras viviera.

—Le compensaré —me dijo—, le prometo que le compensaré. —Luego, metiendo la mano en el maletín, sacó un puñado de billetes de cincuenta dólares y los levantó en el aire—. Tenga, Fogg, son para usted. Quiero darle un plus. Bien sabe Dios que se lo merece.

—No hace falta que me soborne, señor Effing. Me paga adecuadamente.

—No, por favor, quiero dárselo. Considérelo una prima. Una recompensa por servicios extraordinarios.

—Guarde el dinero en el maletín, señor Effing. Está bien. Prefiero dárselo a gente que lo necesita de verdad.

—Pero ¿se quedará?

—Me quedaré. Acepto sus disculpas. Pero no vuelva a decir nada semejante.

Por razones evidentes, aquella noche no salimos. La noche siguiente estaba despejado y a las ocho bajamos a Times Square, donde terminamos nuestro trabajo en veinticinco o treinta minutos, un tiempo récord. Como todavía era temprano y además estábamos más cerca de casa que de costumbre, Effing insistió en que volviéramos a pie. Esto en sí mismo es un detalle trivial y no lo mencionaría de no ser porque en el camino ocurrió algo curioso. Cerca de Columbus Circus vi a un joven negro, más o menos de mi edad, que caminaba paralelamente a nosotros por la acera de enfrente. Por lo que pude ver, no había nada de extraño en él. Iba decentemente vestido y no hacía nada que sugiriera que estaba borracho o loco. Pero allí estaba, en una noche primaveral sin nubes, andando por la calle con un paraguas abierto sobre la cabeza. La cosa era bastante incongruente de por sí, pero luego me di cuenta de que además el paraguas estaba roto: la tela había sido arrancada del armazón y, con las varillas desnudas inútilmente extendidas en el aire, parecía como si llevara una enorme e inverosímil flor de acero. No pude evitar reírme. Cuando se lo describí a Effing, él también se rió. Su risa fue más alta que la mía y llamó la atención del hombre que iba por la otra acera. Con una amplia sonrisa, nos hizo un gesto para indicarnos que nos metiéramos debajo de su paraguas.

—¿Es que quieren mojarse? —dijo alegremente—. Vengan aquí para protegerse de la lluvia.

Había algo tan fantástico y espontáneo en su ofrecimiento que hubiera sido una grosería rechazarlo. Cruzamos la calle y caminamos treinta manzanas de Broadway bajo el paraguas roto. Me agradó ver con qué naturalidad fingió Effing la broma, sin hacer preguntas, comprendiendo por intuición que esta clase de juego sólo podía mantenerse si todos fingíamos creer en ello. Nuestro anfitrión se llamaba Orlando y era un cómico muy dotado; sorteaba de puntillas imaginarios charcos, inclinaba el paraguas en distintas direcciones para evitar las gotas de lluvia y charló durante todo el camino en un rápido monólogo de asociaciones ridículas y juegos de palabras. Era la imaginación en su forma más pura: el acto de dar vida a cosas inexistentes, de convencer a otros de que aceptaran un mundo que en realidad no estaba a la vista. Al haberse producido aquella noche, el encuentro parecía concordar con el impulso que movía lo que Effing y yo acabábamos de hacer en la calle Cuarenta y dos. Un espíritu lunático se había apoderado de la ciudad. Los billetes de cincuenta dólares viajaban en los bolsillos de los desconocidos, llovía pero no llovía y no nos daba ni una sola gota del chaparrón que caía a través de nuestro paraguas roto.

Nos despedimos de Orlando en la esquina de Broadway con la Ochenta y cuatro, dándonos la mano y jurándonos que seríamos amigos para siempre. Como colofón de nuestro paseo, Orlando sacó la mano para ver cómo estaban las condiciones meteorológicas, dudó un momento y luego declaró que había dejado de llover. Cerró el paraguas y me lo dio como recuerdo.

—Aquí tienes —dijo—, creo que será mejor que te lo quedes. Nunca se sabe cuándo puede empezar a llover otra vez y no me gustaría que os mojarais. Es lo que pasa con el tiempo: cambia continuamente. Si no estás preparado para todo, no estás preparado para nada.

—El paraguas es como tener dinero en el banco —dijo Effing.

—Exactamente, Tom —respondió Orlando—. Mételo debajo del colchón y guárdalo para un día de lluvia.

Como despedida levantó el puño con el saludo del poder negro y se alejó a paso lento y tranquilo y cuando llegó al final de la manzana se perdió entre la gente.

Fue un pequeño episodio curioso, pero estas cosas pasan en Nueva York más a menudo de lo que uno imagina, sobre todo si se está abierto a ellas. Lo que hizo que este encuentro me pareciese algo insólito no fue tanto su carácter alegre como la misteriosa forma en que pareció influir en los sucesos posteriores. Fue casi como si nuestro encuentro con Orlando hubiese sido una premonición, un augurio del destino de Effing. En concreto, estoy pensando en tormentas y paraguas, pero más aún en el cambio, en cómo puede cambiar todo en cualquier momento, repentinamente y para siempre.

La noche siguiente iba a ser la última. Effing pasó el día más inquieto de lo normal; se negó a dormir la siesta, se negó a que le leyera y rechazó todas las distracciones que traté de inventar para él. Pasamos un rato en el parque a primera hora de la tarde, pero el día estaba brumoso y amenazador y me impuse para que volviéramos a casa antes de lo previsto. Cuando anocheció, la ciudad estaba cubierta por una densa niebla. El mundo se había vuelto gris y las luces de los edificios brillaban a través de la humedad como envueltas en gasas. Las condiciones no eran nada prometedoras pero, como no llovía, parecía inútil tratar de convencer a Effing de que renunciase a nuestra última expedición. Calculé que podría resolver el asunto en poco tiempo y llevar al viejo a casa rápidamente, antes de que ocurriera nada grave. A la señora Hume no le agradaba la idea, pero cedió cuando le aseguré que Effing llevaría un paraguas. Effing aceptó pronto esta condición, y cuando salimos del portal a las ocho, pensé que la cosa estaba bastante bien organizada.

Lo que no sabía era que Effing había sustituido su paraguas por el que Orlando nos había dado la noche anterior. Cuando lo descubrí ya estábamos a cinco o seis manzanas de casa. Riéndose por lo bajo con oscura e infantil alegría, Effing sacó el paraguas roto de debajo de su manta y lo abrió. Como el puño era idéntico al del paraguas que había dejado en casa, supuse que había sido un error, pero cuando le dije que se había equivocado, me respondió que me ocupara de mis asuntos.

—No sea imbécil —me dijo—. He cogido éste a propósito. Es un paraguas mágico, cualquier idiota se daría cuenta. Cuando uno lo abre se vuelve invencible.

Estaba a punto de contestarle, pero luego me lo pensé mejor. El hecho era que no llovía, y no quería embrollarme en una hipotética discusión con Effing. Sólo deseaba acabar el trabajo, y mientras no lloviese, no había inconveniente en que sostuviese ese ridículo objeto sobre la cabeza. Seguí empujando su silla unas cuantas manzanas, entregando billetes de cincuenta dólares a todos los candidatos adecuados, y cuando había repartido la mitad de la cantidad, crucé al otro lado de la calle y empecé a caminar en dirección a casa. Fue entonces cuando se puso a llover, como si fuese inevitable, como si la voluntad de Effing hiciese caer las gotas. Al principio eran minúsculas, casi indistinguibles de la niebla que nos rodeaba, pero cuando llegamos a la manzana siguiente la llovizna se había convertido en un aguacero considerable. Metí a Effing en un portal, pensando en esperar allí hasta que pasara lo peor, pero en cuanto nos detuvimos, el viejo empezó a protestar.

—¿Qué hace? —preguntó—. No es momento de tomarse un respiro. Todavía tenemos dinero que repartir. Vamos, muchacho. Venga, venga, vámonos. ¡Es una orden!

—Por si no se ha enterado —contesté—, está lloviendo. Y no me refiero a un chubasco primaveral. Llueve con fuerza. Las gotas son del tamaño de guijarros y rebotan medio metro al dar en la acera.

—¿Que llueve? —dijo—. ¿Cómo que llueve? Yo no noto que llueva.

Luego, dando un súbito impulso a las ruedas de su silla, Effing se soltó de mis manos y se deslizó por la acera. Volvió a coger el paraguas roto, lo alzó con las dos manos por encima de su cabeza y gritó a la tormenta.

—¡No llueve! —vociferó, mientras la lluvia le azotaba desde todos los lados, empapándole la ropa y golpeándole en la cara—. ¡Puede que le llueva a usted, muchacho, pero a mí no! ¡Estoy completamente seco! ¡Tengo mi paraguas especial y todo va de maravilla, ja, ja! ¡Ya pueden caer chuzos de punta, que yo ni me entero!

Comprendí que Effing deseaba morirse. Había planeado esta pequeña farsa para ponerse enfermo y lo estaba haciendo con una temeridad y una alegría que me dejaban pasmado. Agitaba su paraguas de un lado a otro, desafiaba el aguacero con su risa y, a pesar del disgusto que me inspiraba en aquel momento, no pude por menos de admirar su valor. Era como un Lear en miniatura resucitado en el cuerpo de Gloucester. Aquélla iba a ser su última noche y quería vivirla con frenesí, provocar su propia muerte sería su último acto glorioso. Mi impulso inicial fue ponerlo a cubierto, pero luego le miré bien y me di cuenta de que era demasiado tarde. Ya estaba calado hasta los huesos y, tratándose de alguien tan frágil como Effing, probablemente eso significaba que el daño ya estaba hecho. Cogería un resfriado, éste se convertiría en pulmonía y poco después moriría. Me parecía tan seguro, que de pronto dejé de luchar contra ello. Estaba mirando a un cadáver, me dije, y poco importaba lo que hiciera. Desde entonces no ha pasado un día en que no haya lamentado la decisión que tomé esa noche, pero en aquel momento parecía tener sentido, como si hubiera estado moralmente mal interponerse en el camino de Effing. Si ya estaba muerto, ¿qué derecho tenía yo a estropearle la diversión? El hombre estaba resuelto a destruirse, y como me había arrastrado al torbellino de su locura, no levanté un dedo para impedírselo. Me quedé quieto y dejé que ocurriera, cómplice voluntario de su suicidio.

Salí del portal y empujé la silla de Effing, entrecerrando los párpados porque la lluvia me entraba en los ojos.

—Creo que tiene usted razón —dije—. Parece que la lluvia tampoco me toca a mí.

Mientras hablaba, un relámpago serpenteó por el cielo, seguido de un trueno tremendo. La lluvia nos azotaba implacable, atacaba nuestros cuerpos indefensos con una cortina de balas liquidas. La siguiente ráfaga de viento le arrebató a Effing sus gafas, pero él se rió, gozando de la violencia de la tormenta.

—Es extraordinario, ¿no? —me gritó por encima del ruido—. Huele a lluvia. Oigo como si lloviera. Incluso noto el sabor de la lluvia. Y sin embargo estamos absolutamente secos. Es el triunfo de la mente sobre la materia, Fogg. ¡Al fin lo hemos logrado! ¡Hemos descubierto el secreto del universo!

Era como si hubiese atravesado una misteriosa frontera muy dentro de mí, pasando por una trampilla que conducía a las cámaras más internas del corazón de Effing. No era simplemente que hubiese caído en su grotesca estratagema, había reconocido finalmente su derecho a la libertad y en ese sentido había demostrado al fin ser digno de su confianza. El viejo iba a morir, pero mientras viviese, me querría.

Nos pateamos otras siete u ocho manzanas y Effing fue gritando en éxtasis todo el camino.

—¡Es un milagro! ¡Es un maldito milagro! ¡Dinero caído del cielo! ¡Cójanlo antes de que se acabe! ¡Dinero gratis! ¡Dinero para todo el mundo!

Nadie le oía, naturalmente, porque las calles estaban totalmente vacías. Éramos los únicos idiotas que no se habían refugiado en ningún sitio, así que para deshacerme de los billetes que nos quedaban tuve que hacer varias breves visitas a bares y cafeterías que nos cogían de camino. Dejaba a Effing aparcado junto a la puerta para entrar en estos establecimientos y oía su alocada risa mientras distribuía el dinero. Ese sonido zumbaba en mis oídos: el insensato acompañamiento musical de nuestro espléndido número cómico. La cosa ya se había desmadrado. Nos habíamos convertido en una catástrofe natural, un tifón que iba tragándose víctimas inocentes a su paso.

—¡Dinero! —gritaba yo, riendo y llorando al mismo tiempo—. ¡Billetes de cincuenta dólares para todos!

Estaba tan empapado que mis botas formaban charcos, me derramaba como una lágrima de tamaño humano, chorreaba agua sobre todo el mundo. Fue una suerte que ése fuera el final. Si aquello se hubiera prolongado mucho más, probablemente nos habrían encerrado por conducta peligrosa.

El último sitio que visitamos fue una cafetería de la cadena Child, un sórdido y humeante agujero iluminado con cegadoras luces fluorescentes. Había doce o quince clientes acodados en la barra y tenían un aspecto a cual más triste y desdichado. Sólo me quedaban cinco o seis billetes en el bolsillo y de pronto no supe dominar la situación. Ya no era capaz de pensar ni de decidir. Como no se me ocurrió nada mejor, levanté el dinero en el puño y lo arrojé al otro lado del local.

—¡El que quiera que lo coja! —chillé.

Luego salí corriendo de allí y me alejé empujando la silla de Effing bajo la tormenta.

Nunca volvió a salir de casa después de esa noche. La tos empezó a la mañana siguiente y al final de la semana las flemas habían pasado de los conductos bronquiales a los pulmones. Llamamos a un médico y nos confirmó el diagnóstico de pulmonía. Quiso enviar a Effing inmediatamente al hospital, pero el viejo se negó, afirmando que tenía derecho a morir en su cama y que si alguien le ponía una mano encima para sacarlo de su casa, se mataría.

—Me abriré la garganta con una cuchilla de afeitar —le dijo— y usted tendrá que vivir con eso sobre su conciencia.

El médico ya había tratado a Effing anteriormente y era lo bastante inteligente como para haberse traído una lista de servicios de enfermería privados. La señora Hume y yo hicimos todas las gestiones necesarias y durante la semana siguiente estuvimos metidos hasta las cejas en cuestiones prácticas: abogados, cuentas bancarias, poderes, etcétera. Hubo que hacer innumerables llamadas telefónicas y firmar incontables papeles, pero dudo que valga la pena entrar en detalles. Lo importante era que finalmente hice las paces con la señora Hume. Cuando volví a casa con Effing la noche de la tormenta, estaba tan furiosa que no me dirigió la palabra en dos días. Me hacía responsable de la enfermedad de Effing, y como básicamente yo era de la misma opinión, no traté de defenderme. Me entristecía que estuviera enfadada conmigo. Justo cuando yo empezaba a pensar que la desavenencia sería permanente, la situación cambió de repente. No tengo forma de saber cómo sucedió, pero me imagino que le diría algo a Effing al respecto y él a su vez la persuadiría de que no me culpase a mí. La siguiente vez que la vi, me abrazó y se disculpó, conteniendo lágrimas de emoción.

—Le ha llegado la hora —afirmó solemnemente—. Está dispuesto a irse en cualquier momento y no podemos hacer nada para impedírselo.

Las enfermeras trabajaban en turnos de ocho horas y eran ellas las que le administraban las medicinas, vaciaban la cuña y vigilaban el gota a gota que le habían puesto a Effing en el brazo. Con pocas excepciones, eran bruscas y frías, y probablemente no hace falta decir que Effing quería tener que ver con ellas lo menos posible. Fue así hasta los últimos días, cuando ya estaba demasiado débil para fijarse en ellas. A menos que tuvieran alguna tarea específica que realizar, insistía en que se quedaran fuera de su habitación, lo cual quería decir que generalmente estaban en el sofá del cuarto de estar, hojeando revistas y fumando con gesto de silencioso desdén. Una o dos nos dejaron plantados y a una o dos tuvimos que echarlas. Aparte de esta línea dura con las enfermeras, sin embargo, Effing se comportaba con notable dulzura, y desde el momento en que cayó en cama fue como si su personalidad se hubiese transformado, purgada de su veneno por la creciente proximidad de la muerte. No creo que sufriera muchos dolores, y aunque tenía días buenos y días malos (en un momento dado, de hecho, pareció que se había repuesto por completo, pero setenta y dos horas después tuvo una recaída), el proceso de la enfermedad era un gradual agotamiento, una lenta e ineluctable pérdida de fuerzas que continuó hasta que al fin su corazón dejó de latir.

Yo pasaba los días en su habitación, sentado al lado de su cama, porque él deseaba que estuviese allí. Desde el episodio de la tormenta, nuestra relación había cambiado tanto que ahora me quería como si fuera carne de su carne y sangre de su sangre. Me cogía la mano y me decía que era un consuelo para él y murmuraba que se alegraba mucho de tenerme allí. Al principio yo desconfiaba de estas efusiones sentimentales, pero como las demostraciones de este recién nacido afecto iban en aumento, no tuve más remedio que aceptar que era auténtico. Durante los primeros días, cuando todavía tenía fuerzas para mantener una conversación, me pidió que le hablara de mi vida y yo le conté historias sobre mi madre, sobre el tío Victor, sobre mis tiempos en la universidad, sobre el desastroso período que condujo a mi colapso y sobre cómo Kitty Wu me salvó la vida. Effing dijo que le preocupaba lo que sería de mí cuando él la palmara (la palabra es suya), pero yo traté de tranquilizarle asegurándole que era perfectamente capaz de cuidar de mí mismo.

—Eres un soñador, muchacho —me dijo—. Tienes la cabeza en la luna y me parece a mí que nunca vas a tenerla en otro sitio. No eres ambicioso, el dinero te importa un pepino, y eres demasiado filósofo para tener ningún talento artístico. ¿Qué voy a hacer contigo? Necesitas a alguien que te cuide, alguien que se asegure de que tengas comida en el estómago y un poco de dinero en el bolsillo. Una vez que yo me vaya, estarás donde estabas al principio.

—He estado haciendo planes —mentí, esperando hacerle cambiar de tema—. He solicitado una plaza en la escuela de biblioteconomía de Columbus y me la han concedido. Creí que ya se lo había dicho. Las clases empiezan en otoño.

—¿Y cómo vas a pagarlas?

—Me han dado una beca completa, más una cantidad para mis gastos. Es una buena oportunidad. Los cursos duran dos años y después siempre tendré una forma de ganarme la vida.

—Me cuesta imaginarte como bibliotecario, Fogg.

—Reconozco que se hace raro, pero creo que puede ser adecuado para mí. Después de todo, las bibliotecas no están en el mundo. Son sitios aparte, santuarios del pensamiento puro. De ese modo, podré seguir viviendo en la luna el resto de mi vida.

Yo sabía que Effing no me había creído, pero me siguió la corriente por conservar la armonía, porque no deseaba perturbar la tranquilidad que había entre nosotros. Esto era típico de él durante sus últimas semanas. Creo que se enorgullecía de poder morir de esta forma, como si la ternura que había empezado a manifestarme fuese una demostración de que aún era capaz de realizar cualquier cosa que se propusiera. A pesar de sus menguadas fuerzas, seguía creyendo que controlaba su destino, y esta ilusión se mantuvo hasta el final: la idea de que había organizado su propia muerte, de que todo se desarrollaba conforme a su plan. Había anunciado que el doce de mayo sería el día fatal y parecía que ahora lo único que le importaba era cumplir con su palabra. Se había entregado a la muerte con los brazos abiertos y al mismo tiempo la había rechazado, luchando con sus últimos gramos de energía para someterla, para retrasar el momento final hasta que se produjera de acuerdo con las condiciones impuestas por él. Incluso cuando ya apenas podía hablar, cuando le suponía un enorme esfuerzo articular el menor sonido, la primera cosa que quería saber cuando yo entraba en su habitación por las mañanas era a qué día estábamos. Como perdía la noción del tiempo, me hacía la misma pregunta cada pocas horas a lo largo del día. El tres o el cuatro de mayo empeoró repentinamente de forma espectacular y parecía improbable que pudiese aguantar hasta el doce. Empecé a jugar con las fechas para que creyera que todo iba de acuerdo con el plan previsto, adelantando las fechas cada vez que me preguntaba. Una tarde especialmente mala acabé cubriendo tres días en el espacio de unas cuantas horas. Estamos a siete, le dije; estamos a ocho; estamos a nueve, y él estaba ya tan mal que no se dio cuenta de la discrepancia. Cuando su estado se estabilizó de nuevo esa misma semana, yo seguía adelantado y durante los dos días siguientes no tuve más remedio que decirle que estábamos a nueve. Me parecía que lo menos que podía hacer por él era darle la satisfacción de pensar que había ganado esa prueba de voluntad. Pasara lo que pasara, yo me aseguraría de que su vida acabase el día doce.

Me dijo que el sonido de mi voz le calmaba, e incluso cuando se encontraba demasiado débil para decir nada, quería que yo continuase hablando. Le daba igual lo que dijese mientras pudiese oír mi voz y saber que estaba allí. Yo hablaba y hablaba, pasando de un tema a otro según me daba. No siempre era fácil mantener esta especie de monólogo, y cuando me faltaba la inspiración, recurría a ciertos trucos para poder seguir: refundir los argumentos de novelas o películas, recitar poemas de memoria —a Effing le gustaban especialmente sir Thomas Wyatt y Fulke Greville— o comentar noticias del periódico de la mañana. Curiosamente, aún recuerdo muy bien algunas de esas noticias y siempre que pienso en ellas ahora (la extensión de la guerra a Camboya, las matanzas de Kent State), me veo sentado en aquella habitación mirando a Effing acostado en la cama. Veo su boca desdentada abierta; oigo el silbido del aire en sus pulmones congestionados; veo sus ojos ciegos y lacrimosos mirando fijamente al techo, las manos como arañas agarrando la manta, la espantosa palidez de su piel arrugada. Por algún oscuro e involuntario reflejo, esos hechos han quedado situados para mí en los contornos de la cara de Effing y no puedo pensar en ellos sin volver a verle frente a mí.

A veces no hacía sino describir la habitación en que estábamos. Usando el mismo método que había aprendido en nuestros paseos, elegía un objeto y empezaba a hablar de él. El dibujo de la colcha, el escritorio del rincón, el plano enmarcado de las calles de París que colgaba al lado de la ventana. En la medida en que Effing podía seguir lo que le decía, estos inventarios parecían proporcionarle un gran placer. En un momento en que era tanto lo que estaba perdiendo, la presencia física inmediata de las cosas permanecía en los límites de su conciencia como una especie de paraíso, un territorio inaccesible de milagros ordinarios: el campo de lo táctil, lo visible y lo perceptible que rodea la vida. Al poner estas cosas en palabras, le daba a Effing la oportunidad de volver a experimentarlas, como si simplemente ocupar un lugar en el mundo de las cosas fuese un bien superior a cualquier otro. En cierto sentido, trabajé más para él en aquella habitación de lo que había trabajado nunca en los meses anteriores, concentrándome en los más ínfimos detalles de los materiales —las lanas y los algodones, las platas y los estaños, los nudos de la madera y las volutas de la escayola—, ahondando en cada hendidura, explorando las microscópicas geometrías de lo que estuviera viendo, enumerando cada color y cada forma. Cuanto más se debilitaba Effing, con más ahínco me aplicaba yo a la tarea, redoblando mis esfuerzos para tender un puente sobre la distancia que crecía entre nosotros. Al final llegué a alcanzar tal grado de precisión que tardaba horas en recorrer toda la habitación. Avanzaba centímetro a centímetro, negándome a dejar escapar nada, ni siquiera las motas de polvo que flotaban en el aire. Exploté los límites de ese espacio hasta que se volvió inagotable, una plenitud de mundos dentro de otros mundos. En un momento dado comprendí que probablemente estaba hablando en el vacío, pero seguí hablando de todos modos, hipnotizado por la idea de que mi voz era lo único que podía mantener vivo a Effing. No sirvió de nada, naturalmente. Él se iba apagando y durante los dos últimos días que pasé con él, dudo que oyera una palabra de lo que dije.

No estaba con él cuando murió. Permanecí a su lado hasta las ocho de la tarde del día once, cuando la señora Hume vino a relevarme e insistió en que me tomara la noche libre.

—Ya no podemos hacer nada por él —me dijo—. Usted ha estado aquí con él desde esta mañana y ya es hora de que salga a tomar el aire. Si pasa de esta noche, por lo menos estará usted fresco mañana.

—No creo que haya un mañana.

—Puede que no. Pero lo mismo dijimos ayer y todavía está aquí.

Me fui a cenar con Kitty al Palacio de la Luna y después nos metimos a ver una de las películas del programa doble del Thalia (creo recordar que era Cenizas y diamantes, pero puede que me equivoque). Normalmente, al salir de allí habría acompañado a Kitty a su colegio mayor, pero tuve un mal presentimiento respecto a Effing, así que cuando terminó la película fuimos caminando por la avenida West End hasta casa. Era casi la una de la noche cuando llegamos allí. Rita estaba llorando cuando nos abrió la puerta y no hizo falta que dijese nada para que yo supiera lo que había sucedido. Effing había muerto menos de una hora antes de nuestra llegada. Cuando le pregunté a la enfermera la hora exacta, me dijo que había sido a las 12:02, dos minutos después de la medianoche. Así que Effing había conseguido llegar al día doce, después de todo. Parecía tan absurdo que no supe cómo reaccionar. Noté un extraño hormigueo en la cabeza y de pronto comprendí que los cables de mi cerebro estaban cruzados. Supuse que estaba a punto de romper a llorar, por lo que me fui a un rincón de la habitación y me cubrí la cara con las manos. Me quedé allí esperando a que cayeran las lágrimas, pero no cayeron. Pasaron unos momentos más y luego salieron de mi garganta unos curiosos sonidos. Tardé otro momento en darme cuenta de que me estaba riendo.

Según las instrucciones que había dejado, el cuerpo de Effing debía ser incinerado. No deseaba que hubiera servicio fúnebre ni entierro y pedía específicamente que no se permitiera a ningún representante de ninguna religión participar en la ceremonia. Ésta había de ser extremadamente sencilla: la señora Hume y yo teníamos que coger el transbordador que va a Staten Island y cuando estuviéramos a medio camino (con la Estatua de la Libertad visible a nuestra derecha) esparciríamos sus cenizas sobre las aguas de la bahía de Nueva York.

Traté de localizar a Solomon Barber en Northfield, Minnesota, pensando que debía darle la oportunidad de asistir, pero después de varias llamadas a su casa, donde nadie contestó, llamé al departamento de historia del Magnus College y allí me dijeron que el profesor Barber estaba de permiso durante el semestre de primavera. La secretaria no parecía dispuesta a darme más información, pero cuando le expliqué el propósito de mi llamada, cedió un poco y añadió que el profesor Barber se había ido a Inglaterra en viaje de investigación. ¿Cómo podía ponerme en contacto con él allí?, pregunté. Eso sería imposible, me dijo, puesto que no había dejado su dirección. Pero ¿qué hacían con su correspondencia?, insistí, se la mandarían a algún sitio. No, me contestó, no se la mandaban. Les había pedido que se la guardaran hasta que regresara. ¿Y cuándo sería eso? En agosto, me dijo, disculpándose por no poder ayudarme, y había algo en su voz que me hizo pensar que decía la verdad. Ese mismo día me senté y le escribí una larga carta a Barber explicándole la situación lo mejor que pude. Era una carta difícil de redactar y estuve trabajando en ella dos o tres horas. Una vez que la terminé, la pasé a máquina y se la envié en un paquete junto con la transcripción revisada de la autobiografía de Effing. Consideré que con eso se acababa mi responsabilidad en el asunto. Había hecho lo que Effing me había pedido y a partir de entonces la cosa quedaba en manos de los abogados, que se pondrían en contacto con Barber a su debido tiempo.

Dos días más tarde, la señora Hume y yo recogimos las cenizas del crematorio. Iban en una urna de metal gris no mayor que una barra de pan y me resultaba difícil imaginar que Effing estuviera realmente allí dentro. Gran parte de él se había convertido en humo y se me hacía raro pensar que quedara algo. A la señora Hume, que indudablemente tenía un sentido de la realidad más fuerte que el mío, parecía darle miedo la urna y la llevó todo el camino hasta casa separada de su cuerpo, como si contuviese material radiactivo o venenoso. Acordamos que, lloviera o hiciera sol, al día siguiente haríamos nuestro viaje en el transbordador. Daba la casualidad de que era su día de visita al Hospital de Veteranos, y antes que dejar de ver a su hermano, la señora Hume decidió que él viniera con nosotros. Mientras hablaba se le ocurrió que tal vez debiera venir Kitty también. A mí no me parecía necesario, pero cuando le transmití el mensaje a Kitty, contestó que quería venir. Era un suceso importante, dijo, y le agradaba demasiado la señora Hume como para no prestarle su apoyo moral. Así fue como nos convertimos en cuatro en vez de dos. Dudo que Nueva York haya visto nunca un grupo de enterradores más variopinto.

La señora Hume salió temprano por la mañana para ir a buscar a su hermano al hospital. Mientras estaba fuera, llegó Kitty, vestida con una minifalda azul diminuta; sus suaves piernas cobrizas resultaban espléndidas con los zapatos de tacón alto que se había puesto para la ocasión. Le expliqué que se suponía que el hermano de la señora Hume no estaba bien de la cabeza, pero que, como yo no le conocía, no estaba muy seguro de lo que eso quería decir. Charlie Bacon resultó ser un hombre grande, de unos cincuenta y tantos años, con la cara blanda, el pelo rojizo y escaso y unos ojos vigilantes e inquietos. Apareció con su hermana en un estado más bien aturdido y exaltado (era la primera vez que salía del hospital desde hacía más de un año) y durante los primeros minutos no hizo otra cosa que sonreírnos y darnos la mano. Llevaba una cazadora azul con la cremallera subida hasta el cuello, unos pantalones caqui recién planchados y unos relucientes zapatos negros con calcetines blancos. En el bolsillo de la chaqueta tenía un pequeño transistor del que salía el cable de un auricular. Llevaba el auricular puesto en el oído todo el rato y cada dos o tres minutos metía la mano en el bolsillo y movía los diales de la radio. Cada vez que lo hacía, cerraba los ojos y se concentraba, como si estuviera escuchando mensajes de otra galaxia. Cuando le pregunté qué emisora le gustaba más, me contestó que eran todas iguales.

—No escucho la radio por gusto —me dijo—. Es mi trabajo. Si lo hago bien, puedo saber qué está pasando con los grandes bombazos debajo de la ciudad.

—¿Los grandes bombazos?

—Las bombas H. Hay docenas de ellas almacenadas en túneles subterráneos y no paran de cambiarlas de sitio para que los rusos no sepan dónde están. Debe haber cientos de emplazamientos diferentes, allá en las profundidades de la ciudad, mucho más abajo que el metro.

—¿Qué tiene eso que ver con la radio?

—Dan la información en clave. Cada vez que hay una retransmisión en directo en una de las emisoras eso quiere decir que están moviendo los bombazos. Los partidos de béisbol son los mejores indicadores. Si los Mets ganan cinco a dos, eso quiere decir que los están poniendo en la posición cincuenta y dos. Si pierden seis a uno, es la posición dieciséis. En realidad es bastante simple una vez que le coges el tranquillo.

—¿Y qué pasa si juegan los Yankees?

—El equipo que juegue en Nueva York, ése es en el que hay que fijarse. Nunca están en la ciudad en el mismo día. Cuando los Mets juegan en Nueva York, los Yankees están de viaje y viceversa.

—Pero ¿de qué nos va a servir saber dónde están las bombas?

—Para poder protegernos. No sé qué pensará usted, pero a mí no me hace demasiado feliz la idea de que me vuelen en pedazos. Alguien tiene que enterarse de lo que pasa, y si nadie más lo hace, supongo que ese alguien tendré que ser yo.

La señora Hume estaba cambiándose de vestido mientras yo tenía esta conversación con su hermano. Cuando terminó de arreglarse, salimos todos de casa y cogimos un taxi para ir a la estación del transbordador en el centro de la ciudad. Hacía un hermoso día, con el cielo azul y un vientecillo fresco. Recuerdo que yo iba sentado en el asiento de atrás con la urna sobre las rodillas, escuchando a Charlie hablar de Effing mientras el taxi bajaba por West Side Highway. Al parecer se habían visto varias veces, y después de agotar el tema de la única cosa en común que tenían (Utah), pasó a hacernos un largo y fragmentario relato de sus tiempos allí. Nos dijo que había hecho su entrenamiento como bombardero durante la guerra en Wendover, en mitad del desierto, destruyendo ciudades de sal en miniatura. Realizó treinta o cuarenta misiones volando sobre Alemania y luego, al final de la guerra, volvieron a mandarle a Utah y le pusieron en el programa de la bomba A.

—Se suponía que no teníamos que saber lo que era —dijo—, pero yo lo descubrí. Si hay que encontrar una información, se puede estar seguro de que Charlie Bacon la encontrará. Primero fue el Gran Chico, la que tiraron en Hiroshima con el coronel Tibbets. Yo estaba incluido en la tripulación del siguiente avión, tres días después, el que iba a Nagasaki. Por nada del mundo iban a obligarme a hacer eso. La destrucción a esa escala es cosa de Dios. Los hombres no tienen derecho a meterse en algo así. Les engañé fingiendo que estaba loco. Una tarde salí y eché a andar por el desierto, bajo aquel calor espantoso. No me importaba que me pegaran un tiro. Lo de Alemania ya había sido bastante horrible, pero no iba a permitirles que me convirtieran en agente de la destrucción. No, señor, prefería volverme loco a tener eso sobre mi conciencia. En mi opinión, no lo habrían hecho si los japoneses fuesen blancos. Los amarillos les importan un comino. Sin ofender —añadió de pronto, volviéndose hacia Kitty—, por lo que a ellos respecta, los amarillos no valen más que los perros. ¿Qué cree que hacemos ahora en el sudeste asiático? La misma historia, matar amarillos allá donde podamos. Es como repetir otra vez las matanzas de indios. Ahora tenemos bombas H en lugar de bombas A. Los generales siguen fabricando nuevas armas en Utah, lejos de todo, donde nadie puede verlos. ¿Recuerdan esas ovejas que murieron el año pasado? Seis mil ovejas. Echaron un nuevo gas venenoso en el aire y todo murió en varios kilómetros a la redonda. No, señor, por nada del mundo aceptaré tener sangre en las manos. Amarillos, blancos, ¿qué diferencia hay? Todos somos iguales, ¿no es verdad? No, señor, por nada del mundo conseguirán que Charlie Bacon les haga el trabajo sucio. Prefiero estar loco a manejar esos bombazos.

Su monólogo se interrumpió cuando llegamos al transbordador y durante el resto del día Charlie se retiró a los arcanos de su radio. No obstante, lo pasó bien en el barco, y, a pesar de mí mismo, descubrí que yo también estaba de buen humor. La propia rareza de nuestra misión eliminaba de alguna manera los pensamientos negros, y hasta la señora Hume consiguió hacer todo el viaje sin derramar una lágrima. Más que nada, recuerdo lo guapa que estaba Kitty con su diminuto vestido, con el largo pelo negro ondeando al viento y su delicada manita en la mía. El barco no iba lleno a esa hora del día y en cubierta había más gaviotas que pasajeros. Cuando avistamos la Estatua de la Libertad, abrí la urna y eché las cenizas al viento. Eran una mezcla de blanco, gris y negro, y desaparecieron en cuestión de segundos. Charlie estaba a mi derecha y Kitty a mi izquierda, rodeando con un brazo a la señora Hume. Todos seguimos con la vista el breve y agitado vuelo de las cenizas hasta que no hubo nada que ver. Entonces Charlie se volvió a su hermana y le dijo:

—Eso es lo que quiero que hagas conmigo, Rita. Cuando muera, quiero que me quemes y me eches al viento. Es algo espléndido, verlas bailar en todas direcciones al mismo tiempo es la cosa más espléndida del mundo.

Cuando el transbordador atracó en el muelle de Staten Island, dimos una vuelta y regresamos a la ciudad en el siguiente barco. La señora Hume nos había preparado una gran cena y antes de una hora nos sentamos a la mesa y empezamos a comer. Todo había terminado. Tenía mi bolsa preparada y, en cuanto termináramos de cenar, saldría de casa de Effing por última vez. La señora Hume pensaba quedarse hasta que se hiciera la testamentaria, y si todo iba bien, dijo (refiriéndose al legado que recibiría), se marcharía a Florida con Charlie para empezar una nueva vida. Quizá por quincuagésima vez, me dijo que podía quedarme allí todo el tiempo que quisiera y por quincuagésima vez le contesté que tenía un sitio donde vivir en casa de un amigo de Kitty. ¿Qué planes tenía?, me preguntó. ¿Qué pensaba hacer? No había necesidad de mentirle.

—No estoy seguro —le respondí—. Tengo que pensarlo. Pero ya me saldrá algo antes de que pase mucho tiempo.

Hubo apasionados abrazos y lágrimas al despedirnos. Prometimos mantenernos en contacto, aunque, naturalmente, no lo hicimos, y ésa fue la última vez que la vi.

—Es usted un joven caballero —me dijo en la puerta—, y nunca olvidaré lo bueno que ha sido con el señor Thomas. La mitad de las veces, él no se merecía tanta bondad.

—Todo el mundo merece la bondad —dije—. Sea quien sea.

Kitty y yo habíamos salido ya y estábamos a mitad de camino del descansillo cuando la señora Hume vino corriendo detrás de nosotros.

—Casi se me olvida —dijo—. Tengo que darle una cosa.

Volvimos a entrar en el piso, donde la señora Hume abrió el armario empotrado del vestíbulo y cogió una arrugada bolsa de papel marrón del estante superior.

—El señor Thomas me dio esto el mes pasado —me dijo—. Me pidió que lo guardara hasta el momento en que usted se fuera.

Yo estaba a punto de meterme la bolsa debajo del brazo y volver a salir, pero Kitty me detuvo.

—¿No sientes curiosidad por saber qué hay dentro? —me preguntó.

—Pensé que era mejor esperar a que saliéramos —dije—. Por si es una bomba.

La señora Hume se rio.

—No diría yo que el viejo buitre no fuera capaz de tal cosa.

—Exacto. Una última broma desde el otro lado de la tumba.

—Bueno, si no la abres tú, la abriré yo —dijo Kitty—. Puede que haya algo bueno dentro.

—Ya ve lo optimista que es —le dije a la señora Hume—. Siempre esperando lo mejor.

—Deje que la abra —dijo Charlie, metiéndose en la conversación con entusiasmo—. Apuesto a que hay un valioso regalo dentro.

—De acuerdo —dije, tendiéndole la bolsa a Kitty—. Puesto que he sido derrotado en la votación, dejaré que tengas el honor.

Con inimitable delicadeza, Kitty abrió la parte superior de la bolsa, que estaba retorcida, y miró dentro. Cuando levantó los ojos, se detuvo un momento, confusa, y luego su cara se iluminó con una amplia sonrisa de triunfo. Sin decir palabra, volcó la bolsa y dejó que el contenido cayera al suelo. El dinero salió revoloteando, una interminable lluvia de billetes viejos y arrugados. Nos quedamos mirando en silencio cómo aterrizaban a nuestros pies los billetes de diez, de veinte y de cincuenta. En total, ascendía a más de siete mil dólares.