4

La primera vez que vi a Thomas Effing, me pareció la persona más frágil que había visto en mi vida. Todo huesos y carne temblorosa, estaba sentado en su silla de ruedas cubierto de mantas escocesas, el cuerpo derrumbado hacia un lado como un minúsculo pájaro roto. Tenía ochenta y seis años, pero aparentaba más, cien por lo menos, una edad incontable, si es que eso es posible. Todo en él era amurallado, remoto, como de esfinge, por su impenetrabilidad. Dos manos retorcidas y llenas de manchas de vejez agarraban los brazos de la silla y de vez en cuando aleteaban, pero ésa era la única señal de vida consciente. Ni siquiera se podía establecer un contacto visual con él, porque Effing era ciego, o al menos fingía serlo, y el día en que fui a su casa para la entrevista llevaba dos parches negros sobre los ojos. Al recordar ahora aquel comienzo me parece apropiado que tuviese lugar el uno de noviembre. El uno de noviembre: el Día de Difuntos, el día en que se recuerda a los santos y mártires desconocidos.

Fue una mujer quien abrió la puerta del piso. Era robusta y poco atractiva, de indeterminada mediana edad, y vestía una voluminosa bata de estar por casa estampada con flores rosas y verdes. Una vez que se aseguró de que yo era el señor Fogg que había llamado para concertar una cita a la una, me tendió la mano y me comunicó que ella era Rita Hume, enfermera y ama de llaves del señor Effing durante los últimos nueve años. Mientras tanto me miraba de arriba abajo, examinándome con la descarada curiosidad de una mujer que viera por primera vez a un marido encargado por correo. Sin embargo, había algo tan franco y amable en esas miradas que no me ofendí. Era difícil que a uno le desagradara la señora Hume, con su cara ancha y pastosa, sus fuertes hombros y sus gigantescos pechos, tan enormes que parecían hechos de cemento. Transportaba esa carga con andares anadeantes, y mientras la seguía por el vestíbulo hacia el cuarto de estar, oía silbar el aire al entrar y salir por su nariz.

Era uno de esos enormes pisos del West Side con largos pasillos, puertas correderas de roble entre las habitaciones y abigarradas molduras en las paredes. Había una densa mezcolanza victoriana y me resultó difícil absorber la repentina abundancia de objetos que me rodeaba: los libros, los cuadros, las mesitas, el revoltijo de alfombras, la confusión de maderas en la penumbra. A medio camino del recibidor, la señora Hume me cogió por un brazo y me susurró al oído:

—No se desanime si actúa de una forma un poco rara. A veces se exalta, pero eso no significa nada en realidad. Lo ha pasado muy mal estas últimas semanas. El hombre que le cuidó durante treinta años murió en septiembre y ha sido muy duro para él adaptarse.

Intuí que tenía una aliada en aquella mujer, y eso me daba una especie de protección contra cualquier cosa extraña que pudiera suceder. El cuarto de estar era desmesuradamente grande, con ventanas que daban al Hudson y a New Jersey Palisades, al otro lado del río. Effing estaba en su silla de ruedas en medio de la habitación, situado frente a un sofá del cual le separaba una mesa baja. Tal vez mi impresión inicial de él fuera causada por el hecho de que no reaccionó a nuestra entrada. La señora Hume le anunció que yo había llegado.

—El señor M. S. Fogg está aquí para la entrevista.

Pero él no dijo una palabra ni movió un músculo. Era una inmovilidad sobrenatural y mi primera reacción fue la de pensar que estaba muerto. Sin embargo, la señora Hume me sonrió y me indicó con un gesto que me sentara en el sofá. Luego se fue y me encontré a solas con Effing, esperando a que rompiera el silencio.

Tardó mucho rato, pero cuando al fin habló, su voz llenó la habitación con sorprendente fuerza. No parecía posible que su cuerpo pudiera emitir tales sonidos. Las palabras salían de su garganta con una especie de furiosa y áspera energía y fue como si de pronto alguien hubiera encendido una radio y hubiera sintonizado una de esas emisoras lejanas que a veces se cogen en mitad de la noche. Era algo totalmente inesperado. Una sinapsis de electrones casual me traía aquella voz desde una distancia de mil kilómetros y la claridad con que sonaba aturdía mis oídos. Por un momento, llegué a preguntarme si no habría un ventrílocuo escondido en alguna parte.

—Emmett Fogg —dijo el viejo, escupiendo las palabras con desprecio—. ¿De dónde sale ese nombre de mariquita?

—M. S. Fogg —respondí—. La M es la inicial de Marco y la S de Stanley.

—Eso no lo mejora. En todo caso, lo empeora. ¿Qué va usted a hacer al respecto, muchacho?

—No voy a hacer nada. Mi nombre y yo hemos pasado mucho juntos y con el tiempo le he cogido cariño.

Effing rió despectivamente al oír esto, una risa grosera que parecía dar el tema por concluido de una vez por todas. Inmediatamente después, se enderezó en su silla. Era notable con qué rapidez esto transformó su aspecto. Ya no era un semicadáver comatoso perdido en vagas ensoñaciones; se había vuelto todo vigor y atención, una hirviente masa de energía resucitada. Según supe más adelante, ése era el verdadero Effing, si verdadero es una palabra que pueda emplearse para referirse a él. Su personalidad se basaba en tan gran medida en la falsedad y el engaño que era casi imposible saber cuándo decía la verdad. Le encantaba engañar al mundo con sus experimentos y súbitas inspiraciones, y de todos los números que montaba, su preferido era el de hacerse el muerto.

Se inclinó hacia adelante, como para indicarme que la entrevista iba a empezar en serio. A pesar de los parches negros que llevaba sobre los ojos, noté que dirigía su mirada hacia mí.

—Contésteme, señor Fogg —dijo—. ¿Es usted un hombre de visión clara?

—Antes pensaba que sí, pero ya no estoy tan seguro.

—Cuando tiene una cosa ante sus ojos, ¿es capaz de identificarla?

—Generalmente, sí. Pero hay veces en que resulta bastante difícil.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, a veces tengo dificultad para distinguir a los hombres de las mujeres por la calle. Ahora hay tanta gente que se deja el pelo largo, que no siempre es suficiente con una rápida ojeada. Especialmente cuando te encuentras mirando a un hombre femenino o una mujer masculina. Las señas pueden inducir a confusión.

—Y cuando se encuentra mirándome a mí, ¿qué palabras le vienen a la mente?

—Diría que estoy mirando a un hombre en una silla de ruedas.

—¿Un hombre viejo?

—Sí, un hombre viejo.

—¿Muy viejo?

—Sí, muy viejo.

—¿Ha observado algo de particular en mi, muchacho?

—Los parches que le tapan los ojos, supongo. Y que sus piernas parecen paralizadas.

—Sí, sí, mis dolencias. Saltan a la vista, ¿no?

—En cierto modo, sí.

—¿Ha sacado alguna conclusión respecto a los parches?

—Nada concreto. Mi primera idea fue que era usted ciego, pero en realidad eso no es lógico. Si una persona no ve, ¿por qué iba a molestarse en taparse los ojos para no ver? No tendría sentido. Por lo tanto, se me ocurren otras posibilidades. Tal vez los parches oculten algo peor que la ceguera. Una espantosa deformidad, por ejemplo. O puede que le hayan operado recientemente y tenga que llevarlos por prescripción facultativa. Por otra parte, también podría ser que esté parcialmente ciego y que la luz fuerte le moleste en los ojos. O que le guste llevar parches porque sí, porque le parecen atractivos. Hay muchas respuestas posibles a su pregunta. En este momento no dispongo de suficiente información para decir cuál es la respuesta exacta. En el fondo lo único que sé con certeza es que lleva usted parches en los ojos. Puedo afirmar que están ahí, pero no sé el porqué.

—En otras palabras, no da nada por sentado.

—Puede ser peligroso. Sucede a menudo que las cosas son distintas de lo que parecen y uno puede meterse en líos por precipitarse en sus conclusiones.

—¿Y mis piernas?

—Esa pregunta me parece algo más sencilla. Por lo que se ve de ellas debajo de la manta, parecen estar atrofiadas, lo cual indicaría que no las ha usado desde hace muchos años. En ese caso, sería razonable suponer que no puede usted andar. Quizá nunca ha podido andar.

—Un viejo que no puede ver ni andar. ¿Qué piensa de eso, muchacho?

—Pienso que ese hombre depende más de otros de lo que quisiera.

Effing gruñó, se recostó en su silla y levantó la cara hacia el techo. Durante los siguientes diez o quince segundos, ninguno de los dos hablamos.

—¿Qué clase de voz tiene usted, muchacho? —preguntó al fin.

—No lo sé. Cuando hablo no me oigo realmente. Las pocas veces que he oído mi voz grabada en una cinta me ha sonado horrible. Pero, al parecer, a todo el mundo le pasa igual.

—¿Puede hacer la distancia?

—¿La distancia?

—Puede hacer largos recorridos. Puede usted hablar durante dos o tres horas sin quedarse ronco. Puede estar ahí sentado leyéndome en voz alta toda una tarde y que las palabras sigan saliendo de su boca. Eso es lo que quiero decir con hacer la distancia.

—Creo que puedo, sí.

—Como usted mismo ha observado, he perdido la vista. Mi relación con usted estará compuesta de palabras, si su voz no puede hacer la distancia, no vale usted un comino para mí.

—Comprendo.

Effing se echó de nuevo hacia adelante, luego hizo una breve pausa, para aumentar el efecto dramático.

—¿Le doy miedo, muchacho?

—No, creo que no.

—Pues debería dárselo. Si decido contratarle, aprenderá lo que es el miedo, se lo garantizo. Tal vez no pueda ver ni andar, pero tengo otros poderes, poderes que pocos hombres han dominado.

—¿Qué clase de poderes?

—Poderes mentales. Una fuerza de voluntad capaz de moldear el mundo físico y darle la forma que yo quiera.

—Telequinesis.

—Sí, si quiere llamarle así. Telequinesis. ¿Recuerda el apagón de hace pocos años?

—El otoño de 1965.

—Exactamente. Fui yo quien lo causó. Había perdido la vista recientemente y un día me encontraba solo en esta habitación, maldiciendo mi suerte. A las cinco aproximadamente me dije: Ojalá el mundo entero tuviera que vivir en la misma oscuridad que yo. Antes de que pasara una hora, todas las luces de la ciudad se habían apagado.

—Pudo ser una coincidencia.

—Las coincidencias no existen. Esa palabra sólo la usan los ignorantes. Todo lo que hay en el mundo está hecho de electricidad, tanto lo animado como lo inanimado. Hasta los pensamientos emiten una carga eléctrica. Si son lo bastante fuertes, los pensamientos de un hombre pueden cambiar el mundo que le rodea. No lo olvide, muchacho.

—No lo olvidaré.

—Y usted, Marco Stanley Fogg, ¿qué poderes tiene?

—Ninguno que yo sepa. Tengo los poderes humanos normales, supongo, pero nada más. Puedo comer y dormir. Puedo andar de un sitio a otro. Puedo sentir dolor. A veces puedo incluso pensar.

—Un agitador. ¿Es eso lo que es usted, muchacho?

—No. Dudo que pudiera convencer a nadie de que hiciese algo.

—Una víctima, entonces. Es una cosa u otra. Haces o te dejas hacer.

—Todos somos víctimas de algo, señor Effing. Aunque sólo sea del hecho de estar vivos.

—¿Está usted seguro de estar vivo, muchacho? Puede que únicamente imagine que lo está.

—Todo es posible. Puede que usted y yo seamos sólo quimeras, que no estemos realmente aquí. Sí, estoy dispuesto a considerar eso como posibilidad.

—¿Sabe tener la boca cerrada?

—Si es preciso, supongo que soy tan capaz de callarme como el siguiente.

—¿Y quién sería el siguiente, muchacho?

—Cualquiera. Es una expresión. Puedo hablar o guardar silencio, depende de la situación.

—Si le contrato, Fogg, probablemente llegará usted a odiarme. Recuerde que es todo por su bien. Hay un propósito oculto en todo lo que hago, y no es usted quien ha de juzgarlo.

—Intentaré tenerlo en cuenta.

—Bien. Ahora acérquese y deje que le palpe los músculos. No puedo permitir que un alfeñique me lleve por la calle, ¿verdad? Si sus músculos no sirven para eso, no vale usted un comino para mí.

Me despedí de Zimmer aquella noche y a la mañana siguiente metí las pocas cosas que poseía en mi mochila y me fui a casa de Effing. El azar quiso que no volviera a ver a Zimmer hasta trece años después. Las circunstancias nos separaron, y cuando me lo encontré por casualidad en la primavera de 1982 en el cruce de la calle Varick y West Broadway en el bajo Manhattan, había cambiado tanto que al principio no le reconocí. Había engordado entre diez y quince kilos, y mientras caminaba con su mujer y sus dos niños, me fijé en su aspecto absolutamente convencional: la panza y la calvicie incipiente del comienzo de la madurez, el aire plácido y distraído del padre de familia veterano. Íbamos en direcciones opuestas y nos cruzamos. Luego, de repente, oí que me llamaba. Eso de encontrarse casualmente con alguien del pasado es algo que ocurre con frecuencia, supongo, pero ver a Zimmer me removió todo un mundo de cosas olvidadas. Casi no me importaba saber qué había sido de él, que estaba enseñando en una universidad de California, que había publicado un libro de cuatrocientas páginas sobre el cine francés, que no había escrito un poema desde hacía más de diez años. Lo importante, simplemente, era que le había visto. Estuvimos parados en aquella esquina hablando de los viejos tiempos durante quince o veinte minutos, luego él y su familia se fueron corriendo a dondequiera que fuesen. No he vuelto a verle ni a saber de él desde entonces, pero sospecho que la idea de escribir este libro se me ocurrió por primera vez después de ese encuentro de hace cuatro años, en el preciso momento en que Zimmer desapareció calle abajo y le perdí de vista otra vez.

Cuando llegué al piso de Effing, la señora Hume me hizo sentar en la cocina para darme una taza de café. Me dijo que el señor Effing estaba echando su sueñecito mañanero y que no se despertaría hasta pasadas las diez. Mientras tanto, me informó de cuáles serían mis obligaciones en la casa, a qué horas eran las comidas, cuánto tiempo pasaría con Effing cada día, etcétera. Ella era la que se ocupaba del “trabajo corporal”, según expresión suya, lavarle y vestirle, acostarle y levantarle, afeitarle, llevarle al retrete, mientras que mi trabajo sería un poco más complicado y menos definido. No me contrataba para que fuera su amigo exactamente, pero algo muy parecido a eso: un compañero comprensivo, una persona que rompiera la monotonía de su soledad.

—Bien sabe Dios que no le queda mucho tiempo —dijo—. Lo menos que podemos hacer es encargarnos de que sus últimos días no sean demasiado tristes.

Dije que comprendía.

—Tener cerca a una persona joven mejorará su ánimo —continuó—. Por no hablar del mío.

—Me alegro de tener este trabajo —dije.

—Él disfrutó de su conversación ayer. Dijo que usted le había dado buenas contestaciones.

—En realidad, no sabía qué decir. A veces es muy difícil seguirle.

—Si lo sabré yo. Pero siempre hay algo cociéndose en ese cerebro suyo. Está un poco loco, pero yo no le llamaría senil.

—No, es muy inteligente. Sospecho que tendré que estar siempre bien alerta con él.

—Me dijo que tenía usted una voz agradable. Por lo menos, es un principio prometedor.

—No me lo imagino usando la palabra agradable.

—Puede que no fuera ésa la palabra exacta, pero eso es lo que quería decir. Dijo que su voz le recordaba a la de alguien que había conocido.

—Espero que fuera alguien que le caía bien.

—No me lo dijo. Esa es una de las cosas que aprenderá del señor Thomas. Nunca te dice nada que no quiera decir.

Mi habitación estaba al final de un largo vestíbulo. Era un cuartito con una ventana que daba a un patio trasero, un rudimentario cubículo no mayor que la celda de un monje. Esto era territorio conocido para mí y no tardé en sentirme a gusto entre el escaso mobiliario: una anticuada cama de hierro con barras verticales en la cabecera y en los pies, una cómoda y una librería que cubría una pared, ocupada fundamentalmente por libros rusos y franceses. Había un solo cuadro en la habitación, un grabado grande dentro de un marco negro, que representaba una escena mitológica llena de figuras humanas y de una plétora de detalles arquitectónicos. Más adelante supe que era una reproducción en blanco y negro de una de las tablas de una serie de pinturas de Thomas Cole titulada El curso del imperio, una saga visionaria del esplendor y la decadencia del Nuevo Mundo. Deshice mi equipaje y comprobé que todo lo que poseía cabía perfectamente en el primer cajón de la cómoda. Sólo había traído un libro, un ejemplar de bolsillo de las Pensées de Pascal que Zimmer me había dado como regalo de despedida. Por el momento lo puse encima de la almohada y luego retrocedí un paso para examinar mi nueva habitación. No era gran cosa, pero era mía. Después de tantos meses de incertidumbre, me consolaba simplemente poder estar entre aquellas cuatro paredes, saber que ahora había un sitio en el mundo que podía llamar mío.

Los dos primeros días que estuve allí llovió constantemente. Como no podíamos salir a dar un paseo por la tarde, pasamos todo el día en el cuarto de estar. Effing se mostró menos combativo que durante la entrevista y la mayor parte del tiempo estuvo callado, escuchando lo que yo le leía. Me resultaba difícil juzgar la naturaleza de su silencio, saber si lo utilizaba para ponerme a prueba de una forma que yo no entendía, o si era sencillamente un reflejo de su estado de ánimo. Como me sucedió con gran parte del comportamiento de Effing durante el tiempo que estuve en su casa, dudaba entre ver un oscuro propósito en sus actos o desecharlos como productos de un impulso casual. Las cosas que me decía, los libros que elegía para que se los leyera, los extraños encargos que me mandaba hacer, ¿formaban parte de un oscuro y complicado plan, o sólo me lo pareció así cuando pensé en ellos retrospectivamente? A veces me parecía que estaba tratando de transmitirme misteriosos y arcanos conocimientos, que actuaba como mentor de mi formación interior, pero sin decírmelo, obligándome a jugar un juego sin darme a conocer las reglas del mismo. Éste era el Effing guía espiritual chiflado, un excéntrico maestro empeñado en iniciarme en los secretos del mundo. Otras veces, sin embargo, cuando su egoísmo y su arrogancia se desataban, me parecía que no era más que un viejo cruel, un maníaco acabado que vivía en la frontera entre la locura y la muerte. En resumen, me lanzó un buen montón de insultos y no pasó mucho tiempo antes de que me hartara de él, a pesar de que mi fascinación iba en aumento. Varias veces, cuando estaba a punto de dejarle, Kitty me convenció de que me quedara, pero creo que en el fondo siempre quise quedarme, incluso cuando me parecía imposible aguantarle un minuto más. Hubo semanas enteras en que apenas podía volver los ojos hacia él y tenía que hacer un verdadero esfuerzo para estar sentado en la misma habitación en que él estaba. Pero lo aguanté, resistí hasta el final.

Aun en sus momentos más plácidos, a Effing le gustaba dar pequeñas sorpresas. Aquella primera mañana, por ejemplo, cuando entró en la habitación manejando él mismo su silla de ruedas, llevaba unas gafas oscuras de ciego. Los parches negros, que habían dado lugar a tanta conversación durante la entrevista, habían desaparecido. Effing no hizo ningún comentario respecto al cambio. Supuse que aquél era uno de los casos en que debía mantener la boca cerrada y por lo tanto yo tampoco dije nada sobre el asunto. Al día siguiente llevaba unas gafas graduadas normales de montura metálica y cristales absurdamente gruesos. Ampliaban y distorsionaban la forma de sus ojos, haciéndolos parecer del tamaño de huevos de pájaro, protuberantes esferas azules a punto de salírsele de las órbitas. Me resultaba difícil saber si aquellos ojos veían o no. Había momentos en que estaba convencido de que era todo mentira y que veía tan bien como yo; en otros momentos estaba igualmente convencido de que era totalmente ciego. Eso es lo que Effing quería, por supuesto. Lanzaba señales intencionadamente ambiguas y luego disfrutaba de la incertidumbre que producían, negándose en redondo a dar información precisa. Algunos días se dejaba los ojos descubiertos, sin parches ni gafas. Otros días se presentaba con un pañuelo negro sobre los ojos atado en la parte de atrás de la cabeza, lo cual le hacía parecer un prisionero a punto de ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Me era imposible saber qué significaban los distintos disfraces. Él nunca los mencionaba y yo nunca tuve el valor de preguntarle nada. Decidí que lo importante era no permitir que sus rarezas me obsesionaran. Él podía hacer lo que quisiera, mientras yo no cayera en su trampa, nada de aquello podía afectarme. Por lo menos, eso era lo que yo me decía. A pesar de mi determinación, a veces era difícil resistirse. Especialmente los días en que se dejaba los ojos descubiertos, me sorprendía a menudo mirándolos fijamente, incapaz de no hacerlo, indefenso ante su poder de atracción. Era como si intentara descubrir alguna verdad en ellos, una abertura que me metiese directamente en la oscuridad de su cráneo. Pero nunca lo conseguí. Pese a los cientos de horas que pasé mirándolos atentamente, los ojos de Effing nunca me revelaron nada.

Él había seleccionado todos los libros previamente, sabía exactamente lo que quería escuchar. Aquellas lecturas no eran una forma de recreo, sino una búsqueda, una tenaz investigación de ciertos temas limitados y precisos. Eso no hacía que sus motivos me resultaran más evidentes, pero al menos había una especie de lógica subterránea en la empresa. La serie inicial de libros trataba el tema del viaje, en general el viaje a lo desconocido y el descubrimiento de nuevos mundos. Empezamos con los viajes de Saint Brendan y Sir John de Mandeville, luego pasamos a Colón, Cabeza de Vaca y Thomas Harriot. Leímos extractos de Viajes por la Arabia desierta de Doughty, perseveramos en la lectura completa del libro de John Wesley Powell sobre su expedición cartográfica siguiendo el curso del río Colorado y acabamos con varias historias de cautiverio de los siglos XVIII y XIX, relatos de primera mano escritos por colonos blancos que habían sido raptados por los indios. Encontré estos libros uniformemente interesantes, y una vez que me acostumbré a leer en voz alta durante muchas horas seguidas, creo que adquirí un estilo aceptable. Todo se basaba en la claridad de la enunciación, la cual a su vez dependía de modulaciones de tono, sutiles pausas y una constante atención a las palabras escritas. Effing raras veces hacía ningún comentario mientras yo leía, pero yo sabía que estaba escuchando por los ruidos que dejaba escapar cuando llegábamos a un párrafo especialmente crucial o emocionante. Probablemente era durante estas sesiones de lectura cuando me sentía en mayor armonía con él, pero pronto aprendí a no confundir su silenciosa concentración con buena disposición. Después del tercer o cuarto libro de viajes, se me ocurrió sugerir que tal vez le divertiría escuchar algunas partes del viaje de Cyrano a la luna. Esta sugerencia fue recibida con un gruñido.

—Guárdese sus ideas, muchacho —dijo—. Si quisiera su opinión, se la pediría.

La pared del fondo del cuarto de estar estaba cubierta por una librería que llegaba desde el suelo hasta el techo. No sé cuántos libros habría en esos estantes, pero serían por lo menos quinientos o seiscientos, puede que mil. Effing parecía saber dónde estaba cada uno de ellos y cuando llegaba el momento de empezar un nuevo libro, me decía exactamente dónde lo encontraría.

—Segundo estante, doce o quince espacios desde la izquierda —decía—. Lewis y Clarke. Un libro rojo encuadernado en tela.

Jamás se equivocaba y a medida que se acumulaban las pruebas de su extraordinaria memoria, no pude por menos de sentirme impresionado. Una vez le pregunté si conocía los métodos memorísticos de Cicerón y de Raimundo Lulio, pero desechó mi pregunta con un gesto de la mano.

—Esas cosas no se pueden aprender —dijo—. Es un talento con el que se nace, un don natural. —Hizo una breve pausa y luego continuó con un tono astuto y burlón—. Pero ¿cómo puede usted estar seguro de que sé dónde están los libros? Párese a pensarlo. Tal vez vengo aquí a escondidas por la noche y los cambio de sitio mientras usted está durmiendo. O puede que los mueva por telepatía cuando usted está de espaldas. ¿No es así, jovencito? —Interpreté que era una pregunta retórica y no dije nada para contradecirle—. Recuerde, Fogg —añadió—, nunca dé nada por sentado. Sobre todo cuando trate con una persona como yo.

Pasamos los dos primeros días en el cuarto de estar mientras las fuertes lluvias de noviembre golpeaban contra las ventanas. La casa de Effing era muy silenciosa y había momentos, cuando yo hacía una pausa en la lectura para tomar aliento, en los que el sonido más fuerte que se oía era el tictac del reloj que había sobre la chimenea. A veces la señora Hume hacía algún ruido en la cocina y desde la calle llegaba el ruido ahogado del tráfico, el chirrido de los neumáticos al pasar sobre el pavimento mojado. Era una sensación a la vez rara y agradable la de estar sentado en un interior mientras el mundo se ocupaba de sus asuntos y los propios libros aumentaban esta sensación de distanciamiento. Todo en ellos era lejano, misterioso, cargado de maravillas: un monje irlandés que cruzó el Atlántico en el año 500 y encontró una isla que creyó que era el Paraíso; el mítico reino de Preste Juan; un científico norteamericano manco fumando la pipa de la paz con los indios zuni de Nuevo México. Las horas pasaban y ninguno de los dos nos movíamos de nuestro sitio, Effing en su silla de ruedas, yo en el sofá enfrente de él; había momentos en que la lectura me absorbía de tal modo que casi no sabía dónde estaba, que llegaba a parecerme que ya no estaba dentro de mi propia piel.

Comíamos y cenábamos en el comedor a las doce y a las seis todos los días. Effing era muy preciso en el cumplimiento de este horario y cada vez que la señora Hume asomaba la cabeza por la puerta para anunciar que la comida estaba lista, él desviaba su atención del libro bruscamente. Daba igual en qué punto de la historia nos encontrásemos. Incluso cuando nos faltaban solamente una o dos páginas para acabarlo, Effing me interrumpía en mitad de una frase y me ordenaba dejarlo.

—Es hora de comer —decía—, seguiremos con eso más tarde.

No era que tuviese mucho apetito —de hecho comía poquísimo—, sino que la compulsión de ordenar sus días de un modo estricto y racional era demasiado fuerte para ignorarla. Una o dos veces pareció lamentar sinceramente que tuviésemos que interrumpir la lectura, pero nunca hasta el extremo de querer modificar el horario.

—Lástima —decía—. Justo cuando se estaba poniendo interesante.

La primera vez que sucedió esto me ofrecí a continuar leyendo un poco más.

—Imposible —dijo—. No podemos alterar el mundo a causa de los placeres momentáneos. Ya habrá tiempo para esto mañana.

Effing no comía mucho, pero lo poco que comía lo ingería babeando, gruñendo y derramando el alimento de manera desaforada. Me asqueaba contemplar este espectáculo, pero no tenía otro remedio que aguantarme. Siempre que Effing intuía que yo le estaba mirando, desplegaba inmediatamente una batería de trucos aún más repulsivos: dejar que la comida se le saliera de la boca y le resbalara por la barbilla, eructar, fingir náuseas y ataques cardíacos, quitarse la dentadura postiza y ponerla sobre la mesa. Le gustaban especialmente las sopas y durante todo el invierno comenzamos la comida con una sopa diferente cada día, hecha por la propia señora Hume. Eran sopas deliciosas, de verduras, de berros, de puerros y patata, pero rápidamente llegué a temer el momento en que tendría que sentarme a la mesa y ver a Effing tomándoselas. No es que sorbiera; la aspiraba, taladrando el aire con el clamor y la vibración de una aspiradora estropeada. Este ruido era tan irritante, tan definido, que empecé a oírlo continuamente, incluso cuando no estábamos en la mesa. Todavía ahora, si consigo concentrarme lo suficiente, puedo evocarlo con sus más sutiles características: el sobresalto del primer momento en que los labios de Effing se encontraban con la cuchara, destrozando el silencio con una monumental inspiración; el prolongado y agudo estruendo que venía a continuación, un espantoso ruido que parecía convertir el líquido en una mezcla de grava y cristales rotos cuando pasaba por su garganta; la deglución, la breve pausa que la seguía, el golpe de la cuchara al chocar con el plato y luego un fuerte estremecimiento cuando espiraba el aire. Entonces chasqueaba los labios, a veces incluso hacía una mueca de placer, y el proceso comenzaba de nuevo: llenaba la cuchara y se la llevaba a la boca (siempre con la cabeza agachada, para acortar el viaje entre el plato y su boca, pese a lo cual cuando la cuchara se acercaba a los labios su mano temblorosa dejaba caer chorritos de sopa que salpicaban sobre el plato) y entonces había una nueva explosión, una nueva herida en los oídos cuando se producía otra vez la succión. Afortunadamente, raras veces terminaba un plato de sopa. Tres o cuatro de estas cacofónicas cucharadas bastaban generalmente para agotarle, después de lo cual apartaba el plato y le preguntaba tranquilamente a la señora Hume qué había preparado de segundo. No sé cuántas veces oí esos ruidos, pero desde luego las suficientes para saber que nunca me abandonarán, que los llevaré en la cabeza el resto de mi vida.

La señora Hume demostraba una admirable paciencia durante estas exhibiciones. Nunca expresaba alarma ni desagrado y actuaba como si la conducta de Effing formara parte del orden natural de las cosas. Igual que le sucede a alguien que vive junto al ferrocarril o junto a un aeropuerto, se había acostumbrado a periódicos estallidos de ruido ensordecedor, y cuando Effing empezaba con uno de sus ataques de sorbetones y babeos, ella sencillamente dejaba de hablar y esperaba a que pasara la perturbación. El tren de Chicago atravesaba la noche a toda velocidad, haciendo vibrar los cristales y sacudiendo los cimientos de la casa, y luego, tan rápidamente como había venido, se iba. Muy de tarde en tarde, cuando Effing se ponía particularmente detestable, ella me miraba y me guiñaba un ojo, como diciendo: No le hagas caso; el viejo está loco y nosotros no podemos hacer nada. Pensándolo ahora, me doy cuenta de lo importante que era ella para mantener cierto grado de estabilidad en aquella casa. Una persona más volátil hubiera caído en la tentación de responder a los desmanes de Effing y eso hubiera empeorado las cosas, porque si se le provocaba, el viejo se volvía feroz. El temperamento flemático de la señora Hume era muy adecuado para evitar dramas incipientes y escenas desagradables. Tenía un alma tan grande como su cuerpo y era mucho lo que podía absorber sin ningún efecto perceptible. Al principio, a veces me disgustaba verla aceptar tantas injurias, pero luego comprendí que era la única estrategia razonable para soportar las excentricidades del viejo. Sonreír, encogerse de hombros, seguirle la corriente. Fue ella quien me enseñó cómo tratar a Effing, y sin su ejemplo dudo que hubiera durado mucho en ese trabajo.

Siempre venía a la mesa provista de una toalla limpia y un babero. El babero se lo ataba a Effing alrededor del cuello antes de que empezara la comida y la toalla la usaba para limpiarle la cara en casos extremos. En ese sentido era como sentarse a comer con un niño pequeño. La señora Hume desempeñaba el papel de madre cuidadosa con gran aplomo. Como había criado tres hijos, me dijo una vez, no tenía necesidad de pensarlo dos veces. Cumplir con estas obligaciones físicas era una cosa, pero también estaba la responsabilidad de hablarle a Effing de tal modo que le mantuviera controlado verbalmente. En esto se comportaba con la habilidad de una prostituta experta manejando a un cliente difícil. Ninguna petición era demasiado absurda, ninguna sugerencia podía escandalizarla, ningún comentario era demasiado disparatado para ser tomado en serio. Una o dos veces por semana, Effing la acusaba de estar tramando algo contra él: de envenenar su comida, por ejemplo (mientras escupía en su plato pedazos de zanahoria medio masticada o carne cortada en trocitos), o de planear robarle todo su dinero. En lugar de ofenderse, ella le contestaba tranquilamente que los tres nos moriríamos pronto, puesto que los tres estábamos comiendo lo mismo. O bien, si él insistía mucho, cambiaba de táctica y confesaba su crimen.

—Es verdad —decía—. He puesto tres cucharadas soperas de arsénico en el puré de patatas. Empezará a hacerle efecto dentro de unos quince minutos y entonces se habrán acabado todos mis problemas. Seré una mujer rica, señor Thomas (siempre le llamaba señor Thomas), y usted estará al fin pudriéndose en su tumba.

Esta clase de respuesta nunca dejaba de hacerle gracia a Effing.

—¡Ja, ja, ja! Va usted detrás de mis millones, bruja avariciosa. Siempre lo he sabido. Quiere tener pieles y brillantes, ¿eh? Pues no le servirán de nada, gorda. Seguirá pareciendo una lavandera sebosa se ponga lo que se ponga.

Y luego, sin preocuparse por la contradicción, seguía devorando con entusiasmo la comida envenenada.

Effing ponía a prueba su paciencia, pero en el fondo creo que la señora Hume le tenía afecto. Contrariamente a lo que hacen la mayoría de las personas que cuidan a los ancianos, no le trataba como si fuera un niño retrasado mental o un bloque de madera. Le daba libertad para vociferar y despotricar, pero cuando la situación lo requería, también era capaz de responderle con firmeza. Había encontrado un montón de epítetos y nombres para él y no vacilaba en usarlos cuando era necesario: viejo mentecato, bribón, grajo, farsante, un surtido inagotable. No sé de dónde los sacaba, pero salían de su boca en racimos, siempre combinando un tono de insulto con uno de áspero afecto. Llevaba nueve años con Effing y, puesto que no parecía ser persona que disfrutara sufriendo, debía de encontrar alguna clase de satisfacción en aquel trabajo. Desde mi punto de vista, la idea de esos nueve años era abrumadora. Si uno se paraba a pensar que solamente se tomaba un día libre al mes, la cosa se volvía casi inconcebible. Yo, por lo menos, tenía todas las noches libres y a partir de cierta hora podía entrar y salir cuando quisiera. Tenía a Kitty y también el consuelo de saber que mi puesto con Effing no era el objetivo principal de mi vida, que tarde o temprano lo dejaría para hacer otra cosa. La señora Hume no tenía ningún desahogo. Estaba de guardia permanente y su única oportunidad de salir de casa era cuando iba a hacer la compra durante una o dos horas por las tardes. No era precisamente lo que uno llamaría una verdadera vida. Tenía sus revistas, Reader’s Digest y Redbook, alguna que otra novela de misterio, un pequeño televisor en blanco y negro que veía en su cuarto después de haber acostado a Effing, siempre con el sonido muy bajo. Su marido había muerto de cáncer trece años antes y sus tres hijos vivían lejos: una hija en California, otra en Kansas, el hijo destinado en una base militar en Alemania. Les escribía cartas a todos, y su mayor placer era recibir fotografías de sus nietos, que luego metía en las esquinas del espejo de su tocador. En su día libre iba a visitar a su hermano Charlie al hospital de veteranos del Bronx. Había sido piloto de bombarderos en la Segunda Guerra Mundial y, por lo poco que ella me dijo, deduje que no estaba bien de la cabeza. Iba fielmente a verle todos los meses, sin olvidarse nunca de llevarle una bolsita de bombones y un montón de revistas deportivas, y en todo el tiempo que la conocí, nunca la oí quejarse de tener que ir. La señora Hume era una roca. Pensándolo bien, nadie me ha enseñado tanto como ella.

Effing era un caso difícil, pero sería erróneo definirle únicamente en términos de dificultad. Si se hubiera caracterizado sólo por su antipatía y su mal humor, sus estados de ánimo habrían sido más previsibles y eso habría simplificado el trato con él. Uno habría sabido lo que podía esperar; habría sabido a qué atenerse. Pero el viejo era demasiado esquivo. Si resultaba difícil, era precisamente porque no siempre era difícil y por eso conseguía tenerle a uno en un estado permanente de desequilibrio. Había días enteros en los que de su boca no salía nada que no fuera amargura y sarcasmo, pero justo cuando yo me había convencido de que no quedaba en él ni una partícula de simpatía o amabilidad, salía de pronto con un comentario de tan tremenda compasión, una frase que revelaba una comprensión y un conocimiento tan profundos de los seres humanos, que yo me veía obligado a reconocer que le había juzgado mal, que en realidad no era tan malo como yo pensaba. Poco a poco, empecé a percibir otra faceta de Effing. No me atrevería a llamarla una faceta sentimental, pero a veces se acercaba mucho a eso. Al principio, intenté pensar que era un juego, un truco para mantenerme desconcertado, pero eso hubiese implicado que Effing calculaba de antemano esos enternecimientos, cuando la verdad era que siempre parecían producirse espontáneamente, provocados por un detalle casual de un suceso o una conversación. Sin embargo, si esta faceta buena era auténtica, entonces, ¿por qué no la dejaba aparecer con más frecuencia? ¿Era simplemente una aberración de su verdadera personalidad, o era realmente la esencia de su ser? Nunca llegué a una conclusión definitiva al respecto, salvo, tal vez, la de que no se podía excluir ninguna de las dos posibilidades. Effing era ambas cosas a la vez. Era un monstruo pero al mismo tiempo había en él un hombre bueno, un hombre a quien yo podría admirar. Esto me impedía odiarle tanto como habría deseado. Como no podía apartarle de mi mente fundándome en un solo sentimiento, acabé pensando en él casi constantemente. Comencé a verle como un alma torturada, un hombre perseguido por su pasado que se esforzaba por ocultar, una secreta angustia que le devoraba por dentro.

Mi primer vislumbre de este otro Effing tuvo lugar durante la cena de la segunda noche que pasé allí. La señora Hume estaba haciéndome preguntas acerca de mi infancia y yo mencioné que mi madre murió atropellada por un autobús en Boston. Effing, que hasta entonces no estaba atendiendo a la conversación, dejó de pronto el tenedor en el plato y volvió la cara hacia mí. Con una voz que no le había oído antes, cargada de ternura y cordialidad, dijo:

—Es terrible, muchacho. Verdaderamente terrible.

No había la menor indicación de que no hablara en serio.

—Sí —dije—. Fue un golpe muy duro. Yo no tenía más que once años cuando sucedió y seguí echando de menos a mi madre durante mucho tiempo. Para ser totalmente sincero, todavía la echo de menos.

La señora Hume meneó la cabeza cuando dije eso y vi que sus ojos se humedecían de tristeza. Tras una breve pausa, Effing dijo:

—Los coches son una amenaza. Si no tenemos cuidado, acabarán con todos nosotros. Lo mismo le ocurrió a mi amigo ruso hace dos meses. Salió de casa una mañana para comprar el periódico, bajó el bordillo de la acera para cruzar Broadway y un maldito Ford amarillo le atropelló. El conductor siguió su camino, ni siquiera se molestó en parar. De no ser por ese maníaco, Pavel estaría ahora sentado en la misma silla en que está usted, Fogg, comiendo la misma comida que se está usted llevando a la boca. Pero ahora está a dos metros bajo tierra en algún lugar olvidado de Brooklyn.

—Pavel Shum —añadió la señora Hume—. Empezó a trabajar para el señor Thomas en París, allá por los años treinta.

—Entonces su nombre era Shumansky, pero lo acortó cuando nos vinimos a Estados Unidos en el treinta y nueve.

—Eso explica todos los libros en ruso que hay en mi cuarto —dije.

—Los libros en ruso, en francés, en alemán —dijo Effing—. Pavel hablaba con soltura seis o siete idiomas. Era un hombre muy culto, un verdadero erudito. Cuando le conocí en el año treinta y dos trabajaba de friegaplatos en un restaurante y vivía en un sexto piso, en un cuarto de servicio sin calefacción ni agua corriente. Era uno de los rusos blancos que llegaron a París durante la guerra civil. Habían perdido todo lo que tenían. Yo le protegí, le di casa y él me ayudaba a cambio. Esta relación duró treinta y siete años y lo único que lamento es no haber muerto antes que él. Fue el único amigo de verdad que he tenido en mi vida.

De repente, a Effing le temblaron los labios, como si estuviera al borde de las lágrimas. A pesar de todo lo que había sucedido antes, no pude por menos de sentir pena de él.

El sol volvió a salir al tercer día. Effing durmió su acostumbrada siesta matinal, pero cuando la señora Hume le sacó de su habitación a las diez, ya estaba preparado para nuestro primer paseo, bien envuelto en pesadas prendas de lana y agitando un bastón con la mano derecha. De Effing se podían decir muchas cosas, pero no que se tomara las cosas con indiferencia. Se disponía a iniciar nuestra excursión por las calles del barrio con todo el entusiasmo de un explorador que va a emprender un viaje al Ártico. Había que hacer innumerables preparativos: comprobar la temperatura y la velocidad del viento, trazar una ruta por adelantado, asegurarse de que iba suficientemente abrigado. En tiempo frío, Effing llevaba toda clase de protección superflua; se ponía varios jerseys y bufandas, un enorme abrigo que le llegaba hasta los tobillos, una manta, guantes y un gorro de piel estilo ruso con orejeras. En días especialmente helados (cuando la temperatura descendía por debajo de cero) llevaba incluso una máscara de esquí. Quedaba prácticamente enterrado bajo el volumen de todas estas ropas, que le hacían parecer aún más canijo y ridículo que de costumbre, pero Effing no podía soportar la incomodidad física y, puesto que no le preocupaba llamar la atención, llevaba estas extravagancias de indumentaria hasta el límite. El día de nuestro primer paseo hacía bastante frío, y mientras nos preparábamos para salir, me preguntó si tenía un abrigo. No, le contesté, sólo tenía mi chaqueta de cuero. Eso no bastaba, me dijo, no bastaba en absoluto.

—No puedo consentir que se le congele el culo a medio paseo —me explicó—. Necesita usted ropa que le permita cubrir la distancia, Fogg.

Le ordenó a la señora Hume que trajese el abrigo que había pertenecido a Pavel Shum. Resultó ser una baqueteada reliquia de tweed que me sentaba bastante bien; era de color marrón con nudos rojos y verdes salpicados por la tela. A pesar de mis objeciones, Effing insistió en que me lo quedara, tras lo cual yo ya no podía decir nada sin provocar una disputa. Así fue como heredé el abrigo de mi predecesor. Se me hacía raro llevarlo, sabiendo que había pertenecido a un hombre que había muerto, pero continué usándolo en todas nuestras salidas durante el resto del invierno. Para calmar mis escrúpulos, traté de considerarlo como un uniforme de trabajo, pero eso no me sirvió de mucho. Cada vez que me lo ponía, no podía evitar la sensación de que me metía en el cuerpo de un muerto, de que me había convertido en el fantasma de Pavel Shum.

No tardé mucho en aprender a manejar la silla de ruedas. El primer día hubo algunas sacudidas, pero una vez que aprendí a inclinarla en el ángulo adecuado para subir y bajar los bordillos, todo fue como una seda. Effing pesaba poquísimo y empujarle apenas suponía esfuerzo para mis brazos. En otros aspectos, sin embargo, nuestras excursiones me resultaban muy difíciles. No bien salíamos, Effing empezaba a dar bastonazos en el aire, preguntándome qué objeto estaba señalando. En cuanto se lo decía, insistía en que se lo describiera. Cubos de basura, escaparates, portales: quería que le hiciera una descripción precisa de estas cosas y si yo no conseguía encontrar las palabras con suficiente rapidez para satisfacerle, estallaba en un ataque de cólera.

—¡Maldita sea, muchacho —decía—, use los ojos que tiene en la cara! Yo no veo nada y usted se pone a decir estupideces como “un farol corriente” y “una tapa de alcantarilla absolutamente vulgar”. No hay dos cosas iguales, idiota, cualquier cretino sabe eso. Quiero ver las cosas que estamos mirando, maldita sea, ¡quiero que usted me las haga ver!

Era humillante recibir semejante regañina en medio de la calle, quedarse allí parado mientras el viejo me insultaba y la gente volvía la cabeza para ver quién armaba tal escándalo. Una o dos veces estuve tentado de marcharme y dejarle allí, pero la verdad era que a Effing no le faltaba razón. Yo no hacía bien mi tarea. Me di cuenta de que nunca había adquirido el hábito de mirar las cosas con atención, y ahora que me pedían que lo hiciera, los resultados eran muy deficientes. Hasta entonces, yo había tenido tendencia a generalizar, a ver las semejanzas más que las diferencias entre las cosas. Ahora me encontraba arrojado a un mundo de particularidades y el esfuerzo por evocarlas en palabras, por transmitir los datos sensoriales inmediatos, suponía un reto para el que no estaba bien preparado. Para conseguir lo que deseaba, Effing debería haber contratado a Flaubert para que le paseara por las calles, pero hasta Flaubert trabajaba despacio, a veces tardaba horas en escribir una sola frase perfecta. Yo no sólo tenía que describir las cosas con exactitud, sino que tenía que hacerlo en cuestión de segundos. Más que nada, detestaba las inevitables comparaciones con Pavel Shum. Una vez, cuando me estaba resultando particularmente difícil, Effing habló de su amigo muerto durante varios minutos, describiéndole como un maestro de la frase poética, inventor sin igual de imágenes adecuadas y asombrosas, estilista cuyas palabras revelaban milagrosamente la verdad palpable de los objetos.

—Y pensar —dijo Effing— que el inglés no era su lengua materna…

Esa fue la única vez en que le respondí en lo referente a ese tema, pues me sentí tan dolido por su comentario que no pude contenerme.

—Si le interesa otro idioma —dije—, estaré encantado de complacerle. ¿Qué le parece el latín? Le hablaré en latín de ahora en adelante, si quiere. Mejor aún, le hablaré en latín vulgar. Así no tendrá ninguna dificultad en entenderlo.

Era un comentario estúpido, y Effing me puso rápidamente en mi sitio.

—Cállese y hable, muchacho —dijo—. Cuénteme cómo son las nubes. Descríbame cada nube que hay en el cielo hacia el oeste, una por una hasta donde alcance su vista.

Para poder hacer lo que Effing me pedía, tuve que aprender a separarme de él. Lo esencial era no sentirse agobiado por sus órdenes, sino transformarlas en algo que yo hacía por gusto. No había nada inherentemente malo en aquella actividad, después de todo. Considerado de la forma adecuada, el esfuerzo de describir las cosas con exactitud era precisamente la clase de disciplina que podía enseñarme lo que más deseaba aprender: humildad, paciencia y rigor. En lugar de hacerlo simplemente para cumplir con una obligación, empecé a considerarlo como un ejercicio espiritual, un método para acostumbrarme a mirar al mundo como si lo descubriera por primera vez. ¿Qué ves? Y eso que ves, ¿cómo lo expresarías con palabras? El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende a nuestra boca. Empecé a apreciar lo grande que era esa distancia, a comprender lo mucho que tenía que viajar una cosa para llegar de un sitio a otro. En términos reales no eran más que unos centímetros, pero teniendo en cuenta los muchos accidentes y pérdidas que podían producirse por el camino, era casi como un viaje de la tierra a la luna. Mis primeros intentos con Effing fueron terriblemente vagos, simples sombras que cruzaban fugazmente un fondo borroso. Yo había visto todo esto anteriormente, me decía, ¿cómo podía tener dificultad para describirlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salía de la acera, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecía que me las sabía de memoria. Pero eso no tomaba en consideración la mutabilidad de las cosas, la forma en que cambiaban dependiendo de la fuerza y el ángulo de la luz, la forma en que su aspecto quedaba alterado por lo que sucedía a su alrededor: una persona que pasaba por allí, una repentina ráfaga de viento, un reflejo extraño. Todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de una pared se pareciesen mucho, nunca se podía afirmar que fuesen idénticos. Más aún, el mismo ladrillo no era nunca realmente el mismo. Se iba desgastando, desmoronándose imperceptiblemente por los efectos de la atmósfera, el frío, el calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo largo de los siglos, al final comprobaría que había desaparecido. Todo lo inanimado se desintegraba, todo lo viviente moría. Cada vez que pensaba en esto notaba latidos en la cabeza al imaginar los furiosos y acelerados movimientos de las moléculas, las incesantes explosiones de la materia, el hirviente caos oculto bajo la superficie de todas las cosas. Era lo que Effing me había advertido en nuestro primer encuentro: No des nada por sentado. Después de la indiferencia, pasé por una etapa de intensa alarma. Mis descripciones se volvieron excesivamente minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada posible matiz de lo que veía, mezclaba los detalles en un disparatado revoltijo para no omitir nada. Las palabras salían de mi boca como balas de ametralladora, un asalto con fuego rápido. Effing tenía que decirme continuamente que hablara más despacio, quejándose de que no podía seguirme. El problema no era tanto de velocidad como de enfoque. Amontonaba demasiadas palabras unas sobre otras, de modo que en vez de revelar lo que teníamos delante, lo oscurecía, lo enterraba bajo una avalancha de sutilezas y de abstracciones geométricas. Lo importante era recordar que Effing era ciego. Mi misión no era agotarle con largos catálogos, sino ayudarle a ver las cosas por sí mismo. En última instancia, las palabras no importaban. Su función era permitirle percibir los objetos lo más rápidamente posible, y para eso yo tenía que hacerlas desaparecer no bien pronunciadas. Me costó semanas de duro trabajo simplificar mis frases, aprender a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubrí que cuanto más aire dejara alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso le permitía a Effing hacer el trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de unas cuantas sugerencias, sentir que su mente viajaba hacia las cosas que yo le describía. Descontento con mis primeras actuaciones, me dediqué a practicar cuando estaba solo, por ejemplo, tumbado en la cama por la noche, repasaba los objetos de la habitación para ver si podía mejorar mis descripciones. Cuanto más trabajaba en ello, más en serio me lo tomaba. Ya no lo veía como una actividad estética, sino moral, y comencé a sentirme menos molesto por las críticas de Effing y a preguntarme si su impaciencia e insatisfacción no servirían a un fin más alto. Yo era un monje que buscaba la iluminación y Effing era mi cilicio, el látigo con el que me flagelaba. Creo que no hay la menor duda de que mejoré, pero eso no quiere decir que estuviera totalmente satisfecho de mis esfuerzos. Las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional. A medida que transcurría el tiempo, Effing se hizo más tolerante con mis descripciones, pero no estoy seguro de que eso significara que se acercaban más a lo que él deseaba. Tal vez había renunciado a la esperanza o tal vez había perdido interés. Me era difícil saberlo. También puede ser que se estuviera acostumbrando a mí, simplemente.

Durante el invierno, generalmente limitábamos nuestros paseos a las calles más próximas. West End Avenue, Broadway, las bocacalles de las Setenta y las Ochenta. Muchas de las personas con las que nos cruzábamos reconocían a Effing y, contrariamente a lo que yo había pensado, parecían alegrarse de verle. Algunos incluso se paraban a saludarle: fruteros, vendedores de periódicos, ancianos que también iban de paseo. Effing los reconocía a todos por el sonido de su voz y les hablaba de una manera cortés aunque algo distante: el noble que ha bajado de su castillo para mezclarse con los habitantes de la aldea. Parecía inspirarles respeto, y en las primeras semanas le hablaron mucho de Pavel Shum, a quien al parecer todos conocían y querían. En el barrio todo el mundo conocía la historia de su muerte (algunos incluso habían presenciado el accidente) y Effing soportó muchos apretones de mano y muestras de condolencia, recibiendo estas atenciones con gran aplomo. Era notable con qué elegancia se comportaba cuando quería, cuán profundamente parecía comprender las convenciones de la conducta social.

—Este es mi nuevo acompañante —decía, señalándome—. El señor M. S. Fogg, recientemente graduado por la Universidad de Columbia.

Todo muy correcto y adecuado, como si yo fuera un distinguido personaje que hubiese abandonado otros numerosos compromisos para honrarle con mi presencia. La misma transformación tenía lugar en la confitería de la calle Setenta y dos donde a veces tomábamos una taza de té antes de volver a casa. Ni un babeo, ni una gota, ni un ruido escapaban de sus labios. Cuando había extraños observándole, Effing era un perfecto caballero, un impresionante modelo de decoro.

Era difícil mantener una conversación mientras dábamos estos paseos. Los dos íbamos mirando en la misma dirección, y puesto que mi cabeza estaba muy por encima de la suya, las palabras de Effing tendían a perderse antes de llegar a mis oídos. Tenía que agacharme para oírle, y como a él no le gustaba que nos parásemos o aflojásemos el paso, se guardaba sus comentarios hasta que llegábamos a una esquina y teníamos que esperar para cruzar. Cuando no me pedía que le describiera las cosas, raras veces hacía más que breves afirmaciones o preguntas. ¿Qué calle es ésta? ¿Qué hora es? Tengo frío. Había días en los que apenas decía una palabra desde que salíamos hasta que volvíamos; se abandonaba al movimiento de la silla de ruedas, con la cara levantada hacia el sol, gimiendo suavemente para sí en un éxtasis de placer físico. Le encantaba sentir el aire en la piel, se regodeaba en la luz invisible que caía sobre él y los días en que yo conseguía mantener un ritmo constante, sincronizando mis pasos con el girar de las ruedas, notaba que él sucumbía gradualmente a esta música, adormilándose como un bebé en un cochecito.

A finales de marzo y principios de abril empezamos a dar paseos más largos, dejando atrás la parte alta de Broadway y adentrándonos por otros barrios. A pesar de que las temperaturas eran más altas, Effing continuaba envolviéndose en pesadas prendas de abrigo e incluso en los días más templados se negaba a salir sin ponerse su abrigo y taparse las piernas con una manta escocesa. Esta sensibilidad al frío era tan pronunciada que era como si temiera que sus mismas entrañas quedaran expuestas a los elementos si él no tomaba drásticas medidas para protegerlas. Pero si estaba bien abrigado, le agradaba el contacto con el aire y no había nada como un buen vientecillo para animarle. Cuando el viento le daba en la cara, invariablemente se reía y empezaba a maldecir, armando mucho jaleo y amenazando con su bastón a los elementos. Aun en invierno, su lugar preferido era Riverside Park, y pasaba muchas horas sentado allí en silencio, sin adormecerse, como yo pensaba que le ocurriría, sino escuchando, tratando de seguir lo que sucedía a su alrededor: los pájaros y las ardillas que agitaban las hojas y las ramitas, el viento que soplaba entre las ramas, los sonidos del tráfico de la autopista. Empecé a llevar conmigo una guía de botánica cuando íbamos al parque, para poder buscar los nombres de las plantas y los arbustos cuando él me preguntaba qué eran. De esta forma aprendí a identificar docenas de plantas, con un interés que nunca había sentido antes por esas cosas. Una vez, cuando Effing estaba de un humor especialmente receptivo, le pregunté por qué no vivía en el campo. Era bastante al principio, creo, a finales de noviembre o primeros de diciembre, y todavía no le había cogido miedo a hacer preguntas. Le dije que parecía disfrutar tanto del parque que era una pena que no pudiera estar siempre rodeado por la naturaleza. Tardó un momento en contestarme, tanto que pensé que no había oído la pregunta.

—Ya lo he hecho —dijo al fin—. Lo he hecho y ahora está todo en mi cabeza. Estuve completamente solo en medio de la naturaleza, viviendo en un lugar muy apartado durante meses y meses…, toda una vida. Cuando has hecho eso, muchacho, no lo olvidas nunca. No necesito ir a ninguna parte. En el momento en que me pongo a pensar en ello es como si estuviera allí. Es donde paso la mayor parte del tiempo hoy en día, en medio de la naturaleza.

A mediados de diciembre, Effing perdió repentinamente su interés por los libros de viajes. Ya habíamos leído cerca de una docena y estábamos leyendo esforzadamente Un viaje por el cañón de Frederick S. Dellenbaugh (un relato de la segunda expedición de Powell por el río Colorado) cuando me interrumpió en mitad de una frase y anunció:

—Creo que ya hemos tenido suficiente, señor Fogg. Se está volviendo bastante aburrido y no tenemos tiempo que perder. Hay cosas que hacer, asuntos de los que ocuparse.

Yo no tenía ni idea de a qué asuntos se refería, pero volví a poner el libro en la estantería con gusto y esperé instrucciones. Éstas fueron un tanto decepcionantes.

—Baje a la esquina y compre el New York Times —me dijo—. La señora Hume le dará el dinero.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. Y vaya rápido. Ya no hay tiempo para holgazanear.

Hasta entonces Effing no había mostrado el menor interés por seguir las noticias. La señora Hume y yo las comentábamos a veces durante las comidas, pero el viejo nunca había intervenido en la conversación, ni siquiera con un comentario. Pero ahora era lo único que deseaba oír, y las dos semanas siguientes pasé las mañanas leyéndole artículos del New York Times. Predominaban las crónicas sobre la guerra de Vietnam, pero también me pedía que le leyera otras muchas cosas: debates del congreso, incendios en Brooklyn, navajazos en el Bronx, cotizaciones de bolsa, crítica de libros, resultados de los partidos de béisbol, terremotos. Nada de esto parecía concordar con el tono de urgencia que empleó el primer día que me mandó a comprar el periódico. Era evidente que Effing estaba tramando algo, pero me costaba imaginar qué era. Se iba acercando a ello oblicuamente, dando vueltas alrededor de sus intenciones en un lento juego del ratón y el gato. Sin duda trataba de confundirme, pero al mismo tiempo sus estrategias eran tan transparentes que era como si me advirtiera de que estuviera en guardia.

Siempre acabábamos nuestras sesiones matinales de lectura de prensa con un concienzudo repaso a las páginas necrológicas. Éstas parecían mantener la atención de Effing más que los otros artículos y a veces me asombraba ver con qué concentración escuchaba la insulsa prosa de estos textos. Capitanes de industria, políticos, inventores, deportistas, estrellas del cine mudo: todos despertaban su curiosidad en igual medida. Pasaban los días y poco a poco empezamos a dedicar más tiempo de cada sesión a las necrologías. Algunas de ellas me las hacía leer dos o tres veces, y los días en que había pocas muertes me pedía que le leyera las esquelas pagadas que aparecían en letra pequeña al final de la página. Fulano de Tal, de sesenta y nueve años, esposo y padre muy amado, llorado por su familia y amigos, será enterrado esta tarde a la una en el Cementerio de Nuestra Señora de los Dolores. Effing no parecía cansarse de estos aburridos recitados. Por último, después de casi dos semanas de dejarlas para el final, abandonó todo fingimiento de querer enterarse de las noticias y me pidió que fuera directamente a la página de necrologías. No comenté nada respecto a este cambio en el orden, pero una vez que estudiamos todas las muertes, no me pidió que leyera nada más, y entonces comprendí que al fin habíamos llegado al momento crucial.

—Ahora ya sabemos lo que dicen, ¿verdad, muchacho? —me preguntó.

—Supongo que sí —contesté—. Desde luego hemos leído suficientes como para formarnos una idea general.

—Es deprimente, lo reconozco. Pero me pareció que nos hacía falta un poco de investigación antes de comenzar nuestro proyecto.

—¿Nuestro proyecto?

—Ha llegado mi turno. Cualquier idiota se daría cuenta.

—No es que yo espere que viva usted eternamente, señor. Pero ya ha sobrevivido a la mayoría de las personas de su generación y no hay motivo para pensar que no vaya a continuar haciéndolo durante mucho tiempo.

—Quizá. Pero si no me equivoco, sería la primera vez en mi vida.

—Me está diciendo que lo sabe.

—Exactamente, lo sé. Cien pequeños indicios me lo han revelado. No me queda mucho tiempo y tenemos que ponernos a ello antes de que sea demasiado tarde.

—Sigo sin entenderle.

—Mi necrología. Tenemos que empezar a redactarla ya.

—Nunca he sabido de nadie que escribiera su propia necrología. Lo suelen hacer otros… después de que uno se muera.

—Cuando tienen los datos sí. Pero ¿qué pasa si no hay nada en el archivo?

—Ya entiendo. Quiere usted reunir la información básica.

—Exacto.

—Pero ¿qué le hace pensar que querrán publicarla?

—La publicaron hace cincuenta y dos años. No veo por qué no iban a aprovechar la oportunidad de volver a hacerlo.

—No le sigo.

—Había muerto. No publican necrologías de los vivos, ¿verdad? Yo había muerto, o por lo menos creyeron que había muerto.

—¿Y usted no dijo nada?

—No me interesaba. Me gustaba estar muerto, y después de que la noticia saliera en los periódicos, pude seguir muerto.

—Debía de ser alguien importante.

—Era muy importante.

—Entonces, ¿por qué no he oído hablar de usted?

—Tenía otro nombre. Me lo cambié después de morir.

—¿Qué nombre era?

—Un nombre de mariquita. Julian Barber. Siempre lo detesté.

—Tampoco he oído hablar de Julian Barber.

—Hace demasiado tiempo para que nadie se acuerde. Estoy hablando de hace más de cincuenta años, Fogg. De mil novecientos dieciséis o diecisiete. Caí en el olvido, como se suele decir, y nunca reaparecí.

—¿Qué hacía usted cuando era Julian Barber?

—Era pintor. Un gran pintor norteamericano. Si hubiera seguido en ello, es probable que se me reconociera como el pintor más importante de mi tiempo.

—Una afirmación llena de modestia, sin duda.

—Sencillamente le estoy dando los datos objetivos. Mi carrera fue demasiado corta y no produje suficiente obra.

—¿Dónde están sus cuadros ahora?

—No tengo la menor idea. Se habrán perdido todos, supongo, habrán desaparecido. Eso ya no me preocupa.

—Entonces, ¿por qué quiere escribir su necrología?

—Porque me voy a morir pronto, y entonces ya no importará guardar el secreto. La primera vez hicieron una chapuza. Puede que lo hagan bien cuando sea de verdad.

—Comprendo —dije, sin comprender absolutamente nada.

—Mis piernas tienen mucho que ver en todo esto, claro está —continuó—. Sin duda se habrá usted preguntado qué les pasó. Todo el mundo se lo pregunta, es natural. Mis piernas. Mis piernas atrofiadas e inútiles. Yo no nací inválido, ¿sabe? Más vale que aclaremos eso desde el principio. Yo era un chico lleno de vitalidad en mi juventud, travieso y bullicioso, corría y jugaba con todos los demás. Eso era en Long Island, en la casa grande donde pasábamos los veranos. Ahora allí no hay más que casitas de folleto publicitario y aparcamientos, pero entonces era un paraíso, sólo prados y costa, un pequeño cielo en la tierra. Cuando me fui a París en 1920, no había necesidad de darle a nadie los datos. No me importaba lo que pensaran. Mientras yo fuera convincente, ¿qué más daba lo que hubiera pasado en realidad? Inventé varias historias, cada una de las cuales mejoraba a la anterior. Las contaba según las circunstancias y mi estado de ánimo, cambiándolas ligeramente sobre la marcha, adornando un incidente aquí, perfeccionando un detalle allá, retocándolas a lo largo de los años hasta que quedaron redondas. Probablemente las mejores eran las historias de guerra, ésas se me daban realmente bien. Estoy hablando de la Gran Guerra, la que desgarró el corazón del mundo, la que iba a poner fin a todas las guerras. Tendría que haberme oído hablar de las trincheras y del barro. Era elocuente, inspirado. Sabía explicar el miedo como nadie, los cañones que atronaban por la noche, los soldados de infantería con cara de imbécil que se cagaban en los pantalones. Metralla, decía, más de seiscientos fragmentos de metralla se me clavaron en las piernas, eso fue lo que me ocurrió. Los franceses no se cansaban de escucharme. Tenía otra historia sobre la Escuadrilla Lafayette. El vivido y espeluznante relato de cómo me abatió un boche. Esa era muy buena, créame, siempre les dejaba pidiendo más. El problema era recordar qué historia había contado en cada ocasión. Lo conservé todo claro en la cabeza durante años, asegurándome de no contarle a nadie una versión diferente cuando volvía a verle. Eso le añadía cierta emoción al asunto, saber que podían pillarme en cualquier momento, que alguien podía levantarse inesperadamente y empezar a llamarme mentiroso. Si uno está dispuesto a mentir, más vale hacerlo de manera peligrosa.

—¿Y en todos esos años nunca le contó a nadie la verdadera historia?

—Ni a un alma.

—¿Ni siquiera a Pavel Shum?

—A Pavel Shum menos que a nadie. Él era la discreción personificada. Nunca me preguntó nada y nunca le conté nada.

—¿Y ahora está dispuesto a contarla?

—A su debido tiempo, muchacho, a su debido tiempo. Tenga paciencia.

—Pero ¿por qué me lo va a contar a mí? Sólo hace un par de meses que nos conocemos.

—Porque no tengo elección. Mi amigo ruso ha muerto y la señora Hume no es la persona indicada para estas cosas. ¿A quién más podría contárselo? Le guste o no le guste, usted es el único oyente que tengo, Fogg.

Yo esperaba que volviera al tema a la mañana siguiente, que lo retomara donde lo había dejado. Teniendo en cuenta lo sucedido el día anterior, eso habría sido lo lógico, pero ya debería haber aprendido a no esperar nada lógico de Effing. En vez de decir algo sobre nuestra conversación del día anterior, inició inmediatamente un discurso enmarañado y confuso acerca de un hombre a quien al parecer había conocido en otros tiempos, saltando sin ton ni son de una cosa a otra, creando un torbellino de recuerdos fragmentarios que no tenía sentido para mí. Hice todo lo que pude por seguirle, pero era como si hubiera empezado sin mí y cuando llegué, ya era demasiado tarde para alcanzarle.

—Un liliputiense —dijo—. El pobre diablo parecía un liliputiense. Cuarenta, cuarenta y cinco kilos como mucho, y aquellos ojos hundidos, aquella mirada perdida, los ojos de un loco, estáticos y desesperados al mismo tiempo. Eso fue justo antes de que le encerraran, la última vez que le vi. En New Jersey. Era como ir al fin del mundo. Orange, East Orange, vaya nombrecito. Edison también vivía en uno de esos pueblos. Pero no conocía a Ralph, probablemente nunca oyó hablar de él. Cretino ignorante. Que le den por culo a Edison, a él y a su condenada bombilla. Ralph me dice que se está quedando sin dinero. ¿Qué se puede esperar con ocho críos en casa y teniendo aquella especie de cosa por mujer? Hice lo que pude. Entonces yo era rico, el dinero no era problema. Toma, le digo, echándome mano al bolsillo, a mí no me hace falta. No recuerdo cuánto le di. Cien dólares, doscientos. Ralph estaba tan agradecido que se echó a llorar, así, de pronto, delante de mí, se puso a lloriquear como un bebé. Algo patético. Cuando lo pienso ahora, me dan ganas de vomitar. Uno de los hombres más grandes que ha tenido el país, y allí estaba, destrozado, al borde de perder la cabeza. Solía contarme sus viajes por el Oeste, vagando por las tierras vírgenes durante semanas, sin ver nunca a un alma. Tres años estuvo por allí. Wyoming, Utah, Nevada, California. Eran lugares salvajes en aquellos tiempos. Entonces no había bombillas ni películas, de eso puede estar seguro, ni automóviles de mierda que te atropellaran. Le gustaban los indios, me dijo. Fueron buenos con él y le dejaron quedarse en sus poblados cuando pasaba por allí. Eso fue lo que le ocurrió cuando finalmente enloqueció. Se puso un traje de indio que le había regalado el jefe de una tribu veinte años antes y empezó a pasearse por las calles de la maldita New Jersey así vestido. Plumas en la cabeza, collares de cuentas, fajas, un puñal en la cintura, el pelo largo, el atavío completo. Pobre diablo. Por si eso fuera poco, se le metió en la cabeza fabricar su propio dinero. Billetes de mil dólares pintados a mano con su propia efigie justo en el centro, como si fuera el retrato de algún padre de la patria. Un día entra en el banco, le entrega uno de esos billetes al cajero y le pide que se lo cambie. A nadie le hace gracia el asunto, sobre todo cuando él empieza a armar jaleo. No se pueden gastar bromas con el todopoderoso dólar sin cargar con las consecuencias. Así que lo sacan de allí a rastras, vestido con su grasiento atuendo de indio, pataleando y protestando a voz en grito. No tardaron mucho en decidir que había que encerrarlo para siempre. En algún sitio del estado de Nueva York, creo que fue. Vivió en el manicomio hasta el final, pero siguió pintando, por increíble que parezca, el hijo de puta no paraba. Pintaba en cualquier cosa de la que podía echar mano. Papeles, cartones, cajas de puros, hasta persianas. Y la ironía está en que entonces empezó a venderse su obra anterior. A precios elevados, además, sumas inauditas por cuadros que nadie quería ni mirar unos años antes. Un maldito senador por Montana desembolsó catorce mil dólares por Luz de luna, el precio más alto jamás pagado por una obra de un pintor norteamericano vivo. Pero eso no le sirvió de nada ni a Ralph ni a su familia. Su mujer vivía con cincuenta dólares al año en una chabola cerca de Catskill (el mismo territorio que pintaba Thomas Cole) y ni siquiera podía pagarse el billete de autobús para ir a visitar a su marido al manicomio. Era un enano tempestuoso, hay que reconocerlo, siempre poseído por un frenesí, capaz de aporrear el piano mientras pintaba cuadros. Le vi hacer eso una vez, iba y venía del piano al caballete como un loco, nunca lo olvidaré. Dios, cómo me viene todo a la memoria. Pincel, espátula, piedra pómez. Soltaba un pegote de pintura, lo aplastaba, lo frotaba. Una vez y otra. Pegote, aplastar, frotar. Nunca hubo nada igual. Nunca. Nunca, nunca.

Effing hizo una pausa para tomar aliento y luego, como si saliera de un trance, volvió la cabeza hacia mí por primera vez.

—¿Qué opina de eso, muchacho?

—Me ayudaría saber quién era Ralph —dije cortésmente.

—Blakelock —murmuró Effing, como luchando por controlar sus emociones—. Ralph Albert Blakelock.

—Creo que no le conozco.

—¿Es que no sabe nada de pintura? Creía que era usted un hombre culto. ¿Qué diablos le enseñaron en esa maravillosa universidad suya, señor Culo Listo?

—No mucho. Desde luego nada acerca de Blakelock.

—Pues esto no puede ser. No puedo seguir hablando con usted si no entiende de nada.

Me pareció inútil tratar de defenderme, así que me callé y esperé. Pasó mucho tiempo, dos o tres minutos, una eternidad cuando se está esperando que alguien hable. Effing dejó caer la cabeza sobre el pecho, como si no pudiera soportarlo más y hubiese decidido dormir un ratito. Cuando volvió a levantarla yo estaba convencido de que iba a echarme. Si no hubiera estado ya encariñado conmigo, estoy seguro de que eso es precisamente lo que habría hecho.

—Vaya a la cocina —me dijo al fin— y pídale a la señora Hume que le dé dinero para el metro. Luego se pone el abrigo y los guantes y sale por la puerta. Baja en el ascensor, sale a la calle y se va a la estación de metro más próxima. Una vez que llegue allí, entre en la estación y compre dos billetes. Métase uno en el bolsillo, el otro lo mete en el torniquete, baja las escaleras y coge el tren número uno que va hacia el sur. Se apea en la calle Setenta y dos, cruza el andén y espera al que va al centro, el dos o el tres, da igual, Cuando se abran las puertas, entra en el vagón y se busca un asiento. La hora punta ya habrá pasado, así que no tendrá ningún problema. Tome asiento y no le diga una palabra a nadie. Eso es muy importante. Desde el momento en que salga de casa hasta que vuelva, no quiero que emita un solo sonido. Ni mu. Finja que es sordomudo si alguien le habla. Cuando compre los billetes, limítese a levantar dos dedos para indicar cuántos quiere. Una vez sentado en el tren que va al centro, quédese allí hasta llegar a Grand Army Plaza, en Brooklyn. El trayecto dura de treinta a cuarenta minutos. Durante ese tiempo, quiero que tenga los ojos cerrados. Piense lo menos que pueda, nada, si es posible, y si eso es demasiado pedir piense en sus ojos y en la extraordinaria capacidad que posee, la de poder ver el mundo. Imagine lo que le sucedería si no pudiera verlo. Imagínese mirando algo a las diferentes luces que nos hacen visibles las cosas: la luz del sol, la luz de la luna, la luz eléctrica, la luz de las velas, la luz de neón. Que sea algo muy sencillo y vulgar. Una piedra, por ejemplo, o un pequeño bloque de madera. Piense cuidadosamente en cómo cambia la apariencia de ese objeto bajo las diferentes luces. No piense en nada más que en eso, suponiendo que tenga que pensar en algo. Cuando el tren llegue a Grand Army Plaza, abra los ojos. Apéese y suba las escaleras. Desde allí quiero que vaya al Museo de Brooklyn. Está en Eastern Parkway, a no más de cinco minutos a pie desde la boca del metro. No pregunte cómo llegar allí. Aunque se pierda, no quiero que hable con nadie. Ya lo encontrará, no es difícil. El museo es un edificio grande, de piedra, diseñado por McKim, Mead y White, los mismos arquitectos que diseñaron los edificios de la universidad en que usted se graduó. El estilo le resultará familiar. Por cierto, Stanford White fue asesinado a tiros por un hombre llamado Henry Thaw en el tejado del Madison Square Garden. Eso fue a principios de siglo y ocurrió porque White le había hecho a la señora de Thaw cosas que no debería haberle hecho. Fue un notición en aquellos tiempos, pero eso no tiene nada que ver con usted. Concéntrese en encontrar el museo. Cuando lo encuentre, suba la escalinata, entre en el vestíbulo, pague la entrada a la persona de uniforme que está detrás del mostrador. No sé cuánto cuesta pero no será más de un dólar o dos. Pídaselos a la señora Hume cuando le dé el dinero para el metro. Acuérdese de no hablar cuando pague al bedel. Todo esto debe suceder en silencio. Encuentre el camino al piso en el que tienen la colección permanente de pintores norteamericanos y entre en la galería. Haga todo lo posible por no mirar nada con mucha atención. En la segunda o tercera sala encontrará el cuadro de Blakelock Luz de luna y entonces se detendrá. Mire el cuadro. Mírelo por lo menos durante una hora, haciendo caso omiso de todo lo demás que haya en la sala. Concéntrese. Mírelo desde diferentes distancias, desde tres metros, desde medio metro, desde tres centímetros. Estudie la composición general, estudie los detalles. No tome notas. Intente memorizar todos los elementos del cuadro, aprender la localización precisa de las figuras humanas, los objetos naturales, los colores de cada punto del lienzo. Cierre los ojos y pruebe a recordarlos. Vuelva a abrirlos. Vea si puede empezar a entrar en el paisaje que tiene ante sí. Vea si puede empezar a entrar en la mente del artista que pintó ese paisaje. Imagine que usted es Blakelock pintando el cuadro. Después de una hora, tómese un pequeño descanso. Dé una vuelta por la galería si le apetece y mire otros cuadros. Luego vuelva al Blakelock. Pase otros quince minutos delante de él, entréguese al cuadro como si no hubiera otra cosa en el mundo entero. Luego, váyase. Vuelva sobre sus pasos, salga a la calle y diríjase al metro. Coja el tren y regrese a Manhattan, haga el trasbordo en la calle Setenta y dos y venga aquí. Durante el trayecto haga lo mismo que a la ida: mantenga los ojos cerrados, no hable con nadie. Piense en el cuadro. Trate de verlo en su cabeza. Trate de recordarlo, trate de retenerlo lo más que pueda. ¿Comprendido?

—Creo que sí —dije—. ¿Algo más?

—Nada más. Pero recuerde: si no hace exactamente lo que le he dicho, no volveré a hablarle nunca.

Mantuve los ojos cerrados en el metro, pero era difícil no pensar en nada. Intenté concentrar mi mente en una piedrecita, pero hasta eso era más difícil de lo que parecía. Había demasiado ruido a mi alrededor, demasiada gente que hablaba y me empujaba. En aquellos tiempos no había altavoces en los vagones para anunciar las paradas y yo tenía que llevar la cuenta en la cabeza, usando los dedos para descontar las paradas que habíamos hecho: una, faltan diecisiete; dos, faltan dieciséis. Inevitablemente, acabé escuchando las conversaciones de los pasajeros sentados cerca de mí. Sus voces se me imponían y no podía hacer nada por evitarlo. Cada vez que oía una voz nueva, deseaba abrir los ojos para ver a la persona a la que pertenecía. Esta tentación era casi irresistible. Tan pronto oyes hablar a alguien, te formas una imagen mental del hablante. En cuestión de segundos has absorbido toda clase de información: sexo, edad aproximada, clase social, lugar de nacimiento, incluso el color de la piel de la persona. Si puedes ver, tu impulso natural es el de mirarla para comprobar hasta qué punto esta imagen mental concuerda con la real. Con frecuencia, las concordancias son muchas, pero también hay veces en que uno comete errores asombrosos: profesores de universidad que hablan como camioneros, niñas que resultan ser ancianas, negros que son blancos. No pude remediar el pensar en todas esas cosas mientras el tren viajaba en la oscuridad. Al obligarme a mantener los ojos cerrados, empecé a sentir el ansia de echar una mirada al mundo, y en esa ansia comprendí que estaba pensando en lo que significaba ser ciego, que era exactamente lo que Effing quería que hiciese. Reflexioné sobre esto varios minutos. Luego, con repentino pánico, me percaté de que había perdido la cuenta de cuántas paradas llevábamos. Si no hubiera oído a una mujer preguntarle a alguien si la próxima era Grand Army Plaza, habría ido hasta el final de Brooklyn.

Era una mañana invernal de día laborable y el museo estaba casi desierto. Después de pagar mi entrada en el mostrador de la puerta, le enseñé cinco dedos al ascensorista y subimos en silencio. La pintura norteamericana estaba en el quinto piso y, exceptuando a un bedel adormilado en la primera sala, yo era la única persona en toda esa ala. Esto me complació, como si de alguna manera realzara la solemnidad de la ocasión. Crucé varias salas vacías antes de encontrar el Blakelock, procurando seguir las instrucciones de Effing y no prestar atención a los demás cuadros. Vi unas cuantas manchas de color, me fijé en algunos nombres —Church, Bierstadt, Ryder—, pero vencí la tentación de mirarlos de verdad. Luego llegué a Luz de luna, el objetivo de mi extraño y complicado viaje, y en ese primer momento no pude evitar sentirme decepcionado. No sabía qué era lo que esperaba —algo grandioso, quizá, una chillona exhibición de superficial brillantez— pero ciertamente no el sombrío cuadrito que tenía ante mí. Medía sólo sesenta y siete por ochenta centímetros y a primera vista parecía casi carente de color: marrón oscuro, verde oscuro, un mínimo toque de rojo en una esquina. No había duda de que estaba bien ejecutado, pero no contenía nada de la intensa espectacularidad que yo había supuesto atraería a Effing. Tal vez mi decepción no era tanto debida al cuadro como a mí mismo por haber interpretado mal a Effing. Se trataba de una obra profundamente contemplativa, un paisaje de introspección y calma, y me sentía confuso al pensar que aquel cuadro hubiera podido decirle algo al loco de mi jefe.

Traté de apartar a Effing de mi mente, luego retrocedí como medio metro y empecé a mirar el cuadro con mis propios ojos. Una luna llena perfectamente redonda ocupaba el centro del lienzo —el centro matemático exacto, me pareció— y este pálido disco blanco iluminaba todo lo que había por encima y por debajo de él: el cielo, un lago, un árbol grande con ramas como arañas y las montañas bajas del horizonte. En primer término había dos pequeñas zonas de tierra, separadas por un riachuelo que corría entre las dos. En la margen izquierda se veía una tienda india y una hoguera; parecía haber varias figuras sentadas alrededor del fuego, pero era difícil distinguirlas, eran sólo mínimas sugerencias de formas humanas, unas cinco o seis, enrojecidas por el reflejo de las ascuas de la hoguera; a la derecha del árbol grande, separada de las otras, se veía una solitaria figura a caballo que miraba por encima de la corriente, completamente inmóvil, como perdida en sus pensamientos. El árbol que tenía detrás era unas quince o veinte veces más alto que él y el contraste le hacía parecer enano, insignificante. Él y su caballo no eran más que siluetas, perfiles negros sin profundidad ni individualidad. En la otra margen las cosas eran aún más tenebrosas, casi totalmente sumidas en las sombras. Había unos cuantos árboles pequeños con las mismas ramas como arañas del árbol grande y luego, en la parte inferior, una diminuta mancha de claridad que me pareció podría ser otra figura (tumbada de espaldas, tal vez dormida, tal vez muerta, tal vez contemplando la noche) o tal vez los restos de otra hoguera, no pude llegar a una conclusión. Me entregué de tal modo al estudio de estos oscuros detalles de la parte inferior del cuadro que cuando finalmente levanté la vista para examinar otra vez el cielo, me sorprendió ver lo luminoso que era todo en la mitad superior. Incluso teniendo en cuenta la luna llena, el cielo parecía demasiado visible. La pintura brillaba a través de las agrietadas capas de barniz que cubrían la superficie con una intensidad antinatural, y cuanto más me adentraba hacia el horizonte, más luminoso se volvía ese resplandor, como si allí fuera de día y las montañas estuvieran iluminadas por el sol. Una vez que noté esto, empecé a ver otras cosas raras en el cuadro. El cielo, por ejemplo, tenía una tonalidad fundamentalmente verdosa. Salpicado por los bordes amarillos de las nubes, se arremolinaba en torno al árbol grande en un denso torbellino de pinceladas, adquiriendo forma de espiral, un vórtice de materia celestial, en el espacio profundo. ¿Cómo podía ser verde el cielo?, me pregunté. Era del mismo color del lago, y eso no era posible. Excepto en la negrura de la más negra de las noches, el cielo y la tierra son siempre diferentes. Blakelock era claramente un pintor demasiado diestro para no saber eso. Pero si no había intentado representar un paisaje real, ¿qué era lo que se había propuesto? Hice todo lo que pude por imaginármelo, pero el verde del cielo me lo impedía. Un cielo del mismo color que la tierra, una noche que parecía el día y todas las formas humanas empequeñecidas por la grandeza del paisaje, sombras ilegibles, simples ideogramas de vida. No quería hacer juicios simbólicos atrevidos, pero, basándome en la evidencia del cuadro, no parecía tener alternativa. A pesar de su pequeñez en relación con el entorno, los indios no revelaban ningún temor ni ansiedad. Estaban cómodamente sentados, en paz consigo mismos y con el mundo, y cuanto más pensaba en ello, más me parecía que esa serenidad dominaba el cuadro. Me pregunté si Blakelock no habría pintado el cielo verde para poner de relieve esa armonía, para mostrar la conexión entre el cielo y la tierra. Si los hombres pueden vivir cómodamente en su entorno, parecía decir, si pueden aprender a sentirse parte de las cosas que les rodean, entonces quizá la vida en la tierra estará imbuida de un sentimiento de santidad. Naturalmente, era sólo una suposición, pero se me ocurrió que Blakelock había pintado un idilio norteamericano, el mundo que los indios habían habitado hasta que apareció el hombre blanco para destruirlo. La placa que había en la pared decía que el cuadro había sido pintado en 1885. Si la memoria no me fallaba, eso era justo a la mitad del periodo entre el Último Baluarte de Custer y la masacre de Wounded Knee; en otras palabras, al final, cuando ya era demasiado tarde para conservar la esperanza de que ninguna de estas cosas sobrevivieran. Tal vez, pensé, este cuadro quería representar todo lo que habíamos perdido. No era un paisaje, era un monumento, una canción fúnebre para un mundo desaparecido.

Me quedé delante del cuadro más de una hora. Me alejé de él, me acerqué a él, poco a poco me lo aprendí de memoria. No estaba seguro de haber descubierto lo que Effing quería, pero cuando salí del museo tenía la sensación de que había descubierto algo, aunque no sabía qué. Estaba agotado, absolutamente privado de energía. Cuando cogí el metro y cerré los ojos otra vez, me costó un gran esfuerzo no dormirme.

Eran poco más de las tres cuando llegué a casa. Según la señora Hume, Effing estaba durmiendo la siesta. Puesto que el viejo nunca dormía a esa hora, interpreté que eso quería decir que no deseaba hablar conmigo. Me alegré. Yo tampoco estaba de humor para hablar con él. Tomé una taza de café en la cocina con la señora Hume, luego me puse el abrigo y volví a salir. Cogí el autobús para ir a Morning Heights. Había quedado con Kitty a las ocho y pensé que entretanto podía hacer algo de investigación en la biblioteca de Columbia. Resultó que la información sobre Blakelock era escasa: unos cuantos artículos aquí y allá, un par de catálogos viejos, poca cosa. No obstante, juntando los cabos sueltos, comprobé que Effing no me había mentido. Eso era lo que había ido a averiguar fundamentalmente. Había confundido algunos detalles y cronologías, pero todos los datos importantes eran ciertos. La vida de Blakelock había sido muy desdichada. Había sufrido mucho, se había vuelto loco, había sido abandonado. Antes de ser internado en el manicomio había pintado efectivamente billetes con su propia imagen; no eran billetes de mil dólares, como me había dicho Effing, sino de un millón, sumas inimaginables. Había viajado por el Oeste cuando era joven y había vivido entre los indios. Era increíblemente pequeño (no llegaba al metro cincuenta y pesaba menos de cuarenta y cinco kilos) y había tenido ocho hijos. Todo eso era verdad. Me interesó especialmente enterarme de que algunas de sus primeras obras, de la década de 1870, estaban situadas en Central Park. Había pintado las chabolas que había allí cuando el parque aún era nuevo, y mientras miraba las reproducciones de estos lugares rurales en lo que en otro tiempo había sido Nueva York, no pude evitar pensar en lo mal que yo lo había pasado allí. También me enteré de que Blakelock había dedicado sus mejores años como artista a pintar escenas a la luz de la luna. Había docenas de cuadros parecidos al que yo había visto en el Museo de Brooklyn: el mismo bosque, la misma luna, el mismo silencio. La luna siempre estaba llena y era siempre igual: un pequeño círculo perfectamente redondo, que brillaba con una palidísima luz blanca en medio del lienzo. Después de haber mirado cinco o seis, comenzaron gradualmente a separarse de su entorno y ya no pude verlas como lunas. Se convirtieron en agujeros en el lienzo, en aberturas blancas. El ojo de Blakelock, tal vez. Un circulo vacío suspendido en el espacio, que miraba cosas que ya no existían.

A la mañana siguiente, Effing parecía dispuesto a ponerse a trabajar. Sin mencionar a Blakelock ni el Museo Brooklyn, me dijo que fuera a Broadway y comprara un cuaderno y una pluma buena.

—Ha llegado la hora de la verdad —me dijo—. Empezamos a trabajar hoy.

Cuando volví, tomé asiento en el sofá como de costumbre, abrí el cuaderno por la primera página y esperé a que empezara. Supuse que entraría en materia dándome unos cuantos datos y cifras —su fecha de nacimiento, los nombres de sus padres, los colegios a los que había ido— y luego pasaría a cosas más importantes. Pero no fue así. Cuando empezó a hablar ya nos habíamos adentrado en medio de la historia.

—Ralph me dio la idea —dijo—, pero fue Moran quien me convenció de que lo hiciera. El viejo Thomas Moran, con su barba blanca y su sombrero de paja. Vivía en Long Island en aquellos tiempos y pintaba pequeñas acuarelas del estrecho. Dunas y hierbas, las olas y la luz, toda esa faramalla bucólica. Muchos pintores van allí ahora, pero él fue el primero, él inició todo eso. Por eso me puse Thomas cuando me cambié el nombre. En honor suyo. El Effing es otra historia, tardé algún tiempo en dar con ello. Puede que usted mismo pueda descubrirlo. Es un juego de palabras.

»Yo era joven entonces. Veinticinco o veintiséis años, soltero todavía. Tenía la casa de la calle Doce en Nueva York, pero pasaba la mayor parte del tiempo en Long Island. Me gustaba aquello, allí es donde pinté mis cuadros y soñé mis sueños. La casa ha desaparecido ya, pero ¿qué se podía esperar? De eso hace mucho tiempo, y las cosas evolucionan, como se suele decir. El progreso. Los bungalows y los chalets lo han invadido todo. Todos los imbéciles tienen coche propio. Aleluya.

»El nombre del pueblo era Shoreham. Lo sigue siendo, que yo sepa. ¿Está usted escribiéndolo todo? Sólo voy a decir las cosas una vez y si usted no toma nota, se perderán para siempre. Recuérdelo, muchacho. Si no hace usted bien su trabajo, le mataré. Le estrangularé con mis propias manos.

»El nombre del pueblo era Shoreham. Casualmente, allí fue donde Tesla construyó su Torre Wardenclyffe. Estoy hablando de 1901, 1902, el Sistema de Radio Mundial. Probablemente usted nunca ha oído hablar de eso. J. P. Morgan era el promotor financiero y Stanford White hizo los planos arquitectónicos. Ayer hablamos de él. Le pegaron un tiro en la terraza del Madison Square Garden y el proyecto se hundió después de eso. Pero los restos permanecieron allí quince o dieciséis años más, una torre de sesenta metros de altura, se la veía desde todas partes. Gigantesca. Como un centinela robot que se elevaba por encima de la tierra. Yo la llamaba la Torre de Babel: emisiones de radio en todos los idiomas, todo el maldito mundo parloteando, justo en el pueblo donde yo vivía. Finalmente la demolieron durante la Primera Guerra Mundial. Decían que los alemanes la usaban como estación espía, así que la derribaron. Yo ya no estaba allí, no me importó. Tampoco habría llorado por eso aunque hubiera estado allí. Que todo se derrumbe, es lo que yo digo. Que todo se derrumbe y desaparezca de una vez por todas.

»La primera vez que vi a Tesla fue en 1893. Yo no era más que un muchacho entonces, pero recuerdo bien la fecha. Fue cuando la Exposición Colombina de Chicago, mi padre me llevó allí en tren, era la primera vez que viajaba. La idea era celebrar el cuarto centenario del descubrimiento de América. Sacar todos los inventos e ingenios y enseñar a todo el mundo lo listos que eran nuestros científicos. Veinticinco millones de personas fueron a ver la exposición, era como ir al circo. Expusieron la primera cremallera, la primera rueda Ferris, todas las maravillas de la nueva era. Tesla estaba a cargo de la exposición de Westinghouse, a la que llamaban El Huevo de Colón, y recuerdo que entré en el teatro y vi a un hombre alto, vestido con un esmoquin blanco, de pie en el escenario, hablándole al público con un acento extraño (resultó que era serbio) y la voz más lúgubre que se pueda oír. Realizó trucos mágicos con la electricidad, hizo girar pequeños huevos metálicos alrededor de la mesa, hizo saltar chispas de las yemas de sus dedos, y todo el mundo se quedó con la boca abierta, entre ellos yo, porque jamás habíamos visto nada igual. Eran los tiempos de las guerras de la CA y la CI entre Edison y Westinghouse y la exhibición de Tesla tenía cierto valor propagandístico. Tesla había descubierto la corriente alterna unos diez años antes —el campo magnético rotatorio— y esto suponía un gran avance respecto a la corriente directa que Edison había estado usando. Tenía mucha más potencia. La corriente directa necesitaba una estación generadora cada dos o tres kilómetros; con la corriente alterna, bastaba una sola estación para toda una ciudad. Cuando Tesla vino a Estados Unidos trató de venderle su idea a Edison, pero el gilipollas de Menlo Park le rechazó. Pensó que eso haría que su bombilla quedara obsoleta. Ya estamos otra vez con la maldita bombilla. Así que Tesla le vendió su corriente alterna a Westinghouse y comenzaron a construir la planta generadora de las cataratas del Niágara, la central eléctrica más grande del país. Edison pasó al ataque. La corriente alterna es demasiado peligrosa, aseguró, puede matar a una persona si se acerca a ella. Para demostrar su teoría, envió a sus hombres a hacer demostraciones prácticas en las ferias de los condados y los estados. Yo vi una cuando era un crío y me hice pis en los pantalones. Llevaban animales al escenario y los electrocutaban. Perros, cerdos, incluso vacas. Los mataban ante tus propios ojos. Así fue como se inventó la silla eléctrica. Edison la concibió para probar los peligros de la corriente alterna y luego se la vendió a la prisión de Sing Sing, donde todavía la usan. Maravilloso, ¿no? Si el mundo no fuese un lugar tan hermoso, podríamos convertirnos todos en cínicos.

»El Huevo de Colón puso fin a la controversia. A Tesla lo vio mucha gente y se perdió el miedo. El hombre era un lunático, desde luego, pero al menos no estaba metido en eso por dinero. Unos años después, Westinghouse tuvo problemas económicos y Tesla rompió en pedazos su contrato de derechos con él como gesto de amistad. Millones y millones de dólares. Simplemente lo rompió y se dedicó a otra cosa. Ni que decir tiene que murió en la ruina.

»Desde el día en que le vi, empecé a seguir las andanzas de Tesla por los periódicos. Hablaban de él constantemente en aquella época, informaban de sus nuevos inventos, citaban las cosas extravagantes que le decía a todo el que quisiera escucharle. Era un personaje curioso. Un demonio sin edad que vivía solo en el Hotel Waldorf, enfermizamente temeroso de los gérmenes, paralizado por toda clase de fobias, víctima de ataques de hipersensibilidad que casi lo volvían loco. El zumbido de una mosca en la habitación contigua le parecía una escuadrilla de aviones. Si pasaba por debajo de un puente, notaba que la estructura le oprimía el cráneo como si estuviera a punto de aplastarle. Tenía su laboratorio en el bajo Manhattan, en West Broadway, creo que era, West Broadway esquina Grand. Dios sabe qué no inventaría allí. Tubos de radio, torpedos de control remoto, un plan de electricidad sin cables. Eso es, sin cables. Plantabas una varilla metálica en la tierra y absorbías la energía directamente hacia el aire. Una vez afirmó que había construido un aparato de ondas sonoras que concentraba las pulsaciones de la tierra en un punto muy pequeño. Apretó este punto contra la pared de un edificio de Broadway y al cabo de cinco minutos toda la estructura empezó a temblar y se habría venido abajo si él no hubiera parado. Me encantaba leer esas cosas cuando era joven, tenía la cabeza llena. La gente barajaba toda clase de conjeturas respecto a Tesla. Era como un profeta del futuro y nadie se le resistía. ¡La conquista total de la naturaleza! ¡Un mundo en el que todos los sueños eran posibles! La tontería mayor de todas vino de un hombre llamado Julian Hawthorne, que era hijo de Nathaniel Hawthorne, el gran escritor norteamericano. Julian. Ése era mi nombre también, como usted recordará, así que seguía el trabajo del joven Hawthorne con cierto interés personal. Era un escritor popular en aquellos tiempos, un auténtico mercenario de la pluma que escribía tan mal como bien escribía su padre. Una calamidad de hombre. Imagínese, crecer en una casa en la que Melville y Emerson son visitas frecuentes y salir así. Escribió más de cincuenta libros, cientos de artículos para revistas, todo basura. En una época incluso llegó a ir a la cárcel por un fraude relacionado con unas acciones, un delito fiscal, no recuerdo los detalles. En cualquier caso, este Julian Hawthorne era amigo de Tesla. En 1899, puede que fuera 1900, Tesla se fue a Colorado Springs y montó un laboratorio en las montañas para estudiar los efectos de los relámpagos. Una noche, se quedó trabajando hasta tarde y se le olvidó apagar el receptor. La máquina empezó a captar ruidos extraños. Estática, señales de radio, vaya usted a saber. Cuando Tesla les contó la historia a los periodistas al día siguiente, afirmó que esto demostraba que había vida inteligente en el espacio exterior, que los malditos marcianos le habían hablado. Lo crea o no lo crea, nadie se rió cuando dijo eso. El propio lord Kelvin, borracho como una cuba en un banquete, declaró que aquello era uno de los mayores descubrimientos científicos de todos los tiempos. Poco después de este incidente, Julian Hawthorne escribió un articulo sobre Tesla en una revista nacional. Decía que la mente de Tesla era tan avanzada que no era posible que fuera humano. Había nacido en otro planeta (Venus, creo que era) y había sido enviado a la Tierra en una misión especial para enseñarnos los secretos de la naturaleza, para revelar al hombre los caminos de Dios. Una vez más, uno esperaría que la gente se riera, pero no fue eso lo que sucedió. Muchos se lo tomaron en serio, aún ahora, sesenta o setenta años después, hay miles de personas que se lo creen. Existe una secta en California que venera a Tesla como extraterrestre. No tiene usted que creer en mi palabra. Tengo panfletos de esa gente en casa y puede comprobarlo por sí mismo. Pavel Shum me los leía en días lluviosos. Son tronchantes. Para partirse de risa.

»Menciono todo esto para darle una idea de lo que fue para mí: Tesla no era un cualquiera, y cuando vino a construir su torre en Shoreham, yo no podía creer la suerte que había tenido. Ahí estaba el gran hombre en persona, viniendo a mi pueblo todas las semanas. Iba a verle bajar del tren, pensando que tal vez aprendería algo mirándole, que simplemente por acercarme a él me contagiaría de su brillantez, como si fuera una enfermedad que se pega. Nunca tuve el valor de hablarle, pero eso no importaba. Me inspiraba el saber que estaba allí, el saber que podía verle cuando quisiera. Una vez, nuestros ojos se encontraron y sentí que veía a través de mí, como si yo no existiera. Fue un momento increíble. Noté que su mirada atravesaba mis ojos y salía por la parte de atrás de mi cabeza, abrasando mi cerebro y convirtiéndolo en un montón de cenizas. Por primera vez en mi vida comprendí que no era nada, absolutamente nada. No, no me disgustó como usted podría creer. Me dejó aturdido al principio, pero una vez que se me pasó el susto, me sentí vigorizado, como si hubiera conseguido sobrevivir a mi propia muerte. No, no es eso, no exactamente. Yo sólo tenía diecisiete años, era poco más que un niño. Cuando los ojos de Tesla me atravesaron, probé por primera vez el sabor de la muerte. Eso se aproxima más a lo que quiero decir. Noté en la boca el sabor de la mortalidad y en ese momento comprendí que no viviría eternamente. Se tarda mucho en aprender eso, pero cuando finalmente lo aprendes, todo cambia en tu interior, ya nunca vuelves a ser el mismo. Yo tenía diecisiete años y de pronto, sin la menor sombra de duda, comprendí que mi vida era mía, que me pertenecía a mí y a nadie más.

»Estoy hablando de libertad, Fogg. Una sensación de desesperación que se hace tan grande, tan aplastante, tan catastrófica, que no tienes otra opción más que la de ser liberado por ella. Es la única opción, porque de no ser ésa, te arrastrarías a un rincón y te dejarías morir. Tesla me dio la muerte y en ese momento supe que iba a ser pintor. Eso es lo que yo quería hacer, pero hasta entonces no había tenido los cojones de admitirlo. Mi padre no pensaba más que en acciones y bonos, era un condenado magnate y me consideraba una especie de mariquita. Pero yo seguí adelante y lo logré, me convertí en pintor, y pocos años después el viejo de repente se murió en su oficina de Wall Street. Yo tenía veintidós o veintitrés años y acabé heredando todo su dinero, hasta el último céntimo, ¡ja! Era el pintor más rico que jamás existió. Un artista millonario. Imagínese, Fogg. Tenía la misma edad que usted tiene ahora y lo poseía todo, absolutamente todo lo que quisiera.

»Volví a ver a Tesla, pero eso fue mucho más adelante. Después de mi desaparición, después de mi muerte, después de que me marchara de Estados Unidos y volviera. En 1939 o 1940. Salí de Francia con Pavel Shum antes de que entraran los alemanes, hicimos las maletas y nos largamos. Ya no era un lugar adecuado para nosotros, para un inválido norteamericano y un poeta ruso no tenía sentido quedarse allí. Primero pensamos en Argentina, pero luego me dije: Qué diablos, puede que me siente bien volver a Nueva York. Al fin y al cabo, habían pasado veinte años. La Feria Mundial acababa de comenzar cuando llegamos. Otro himno al progreso, pero esta vez no me impresionó mucho, después de lo que había visto en Europa. Todo era un fraude. El progreso nos iba a hacer saltar por los aires, cualquier gilipollas podía darse cuenta. Debería usted conocer al hermano de la señora Hume, Charlie Bacon. Fue piloto durante la guerra. Hacia el final le tuvieron en Utah, entrenándole con el grupo de pilotos que arrojó la bomba atómica en Japón. Se volvió loco cuando descubrió lo que estaban haciendo. Pobre diablo, ¿quién podría reprochárselo? Eso es el progreso. Una ratonera más grande y mejor cada mes. Muy pronto podremos matar a todos los ratones al mismo tiempo.

»Cuando volví a Nueva York, Pavel y yo empezamos a dar paseos por la ciudad. Lo mismo que hacemos nosotros ahora, él empujando mi silla de ruedas, parándonos a mirar las cosas, pero mucho más largos, pasábamos todo el día en la calle. Era la primera vez que Pavel venía a Nueva York y yo le enseñaba los lugares de interés mientras íbamos de barrio en barrio y yo trataba de familiarizarme de nuevo con la ciudad. Un día del verano del 39 visitamos la Biblioteca Pública que hay en la esquina de la Cuarenta y dos y Cincuenta y luego nos paramos a tomar un poco el aire en Bryant Park. Ahí es donde volví a ver a Tesla. Pavel se sentó en un banco a mi lado y a unos tres o cuatro metros de donde estábamos había un viejo dando de comer a las palomas. Estaba de pie y las aves revoloteaban a su alrededor, se posaban en su cabeza y en sus brazos; docenas de palomas que se cagaban en su ropa y comían de sus manos, mientras el viejo les hablaba, las llamaba cariño mío, cielo mío, ángel mío. En el mismo momento en que oí aquella voz, supe que se trataba de Tesla; entonces él volvió la cara hacia mí y, efectivamente, era él. Un anciano de ochenta años. De una blancura espectral, delgado, tan feo como yo estoy ahora. Me entraron ganas de reír cuando le vi. El genio del espacio exterior, el héroe de mi juventud. Ahora no era otra cosa que un viejo derrotado, un vagabundo. Usted es Nikola Tesla, yo le conocía. Me sonrió e hizo una pequeña reverencia. Estoy ocupado en este momento, me contestó, tal vez podamos hablar otro día. Me volví a Pavel y le dije: Dale algo de dinero al señor Tesla, Pavel, probablemente podrá utilizarlo para comprar alpiste. Pavel se levantó, se acercó a Tesla y le tendió un billete de diez dólares. Fue un momento para la historia, Fogg, un momento inigualable. ¡Ja! Nunca olvidaré la confusión que reflejaron los ojos de aquel hijo de puta. ¡El señor Mañana, el profeta del nuevo mundo! Pavel le tendió el billete de diez dólares y yo le vi luchando por hacer caso omiso de él, por apartar sus ojos del dinero, pero no pudo. Se quedó allí, mirando el billete como un mendigo demente. Y luego lo cogió, se lo arrancó a Pavel de la mano y se lo guardó en el bolsillo. Muy amable de su parte, me dijo, muy amable. Las pobrecitas necesitan mucha comida. Luego nos volvió la espalda y murmuró algo a las aves. Entonces Pavel se me llevó de allí y eso fue todo. Nunca más volví a verle.

Effing hizo una larga pausa, saboreando el recuerdo de su crueldad. Luego, en un tono más apagado, reanudó el discurso.

—Continúo con la historia, muchacho —dijo—. No se preocupe. Usted siga escribiendo y todo irá bien. Al final, saldrá todo. Estaba hablando de Long Island, ¿no? De Thomas Moran y de cómo empezó el asunto. Como ve, no me he olvidado. Usted siga tomando nota de cada palabra. No habrá necrología a menos que usted lo escriba todo.

»Moran fue quien me convenció. Él había estado en el Oeste en los años setenta y había visto todo aquello de punta a punta. No viajó solo como hizo Ralph, claro está, recorriendo las tierras vírgenes como un ignorante peregrino; él perseguía, ¿cómo lo diría yo?, un objetivo distinto. Moran lo hizo a lo grande. Fue el pintor oficial de la expedición de Hayden en 1871 y luego volvió con Powell en 1873. Leímos el libro de Powell hace un par de meses; todas las ilustraciones eran de Moran. ¿Recuerda el dibujo de Powell colgando del borde del precipicio, agarrándose con su único brazo para salvar la vida? Era bueno, tendrá que reconocerlo, el viejo sabía dibujar. Moran se hizo famoso por lo que pintó allí, fue quien les enseñó a los norteamericanos cómo era el Oeste. El primer cuadro del Gran Cañón era de Moran, ahora está en el edificio del Capitolio en Washington. El primer cuadro de Yellowstone, el primero del Gran Desierto Salado, los primeros de los cañones del sur de Utah, todos eran de Moran. ¡El destino manifiesto! Lo cartografiaron, lo pintaron e hicieron que la gran máquina de los beneficios americana lo digiriera. Aquéllos eran los últimos pedazos del continente, los únicos espacios en blanco que nadie había explorado. Ahora ya estaban reproducidos en un bonito lienzo para que todo el mundo los viera. ¡El pincho de oro clavado en nuestros corazones!

»Yo no era un pintor como Moran, no debe hacerse esa idea. Yo pertenecía a la nueva generación y no me dedicaba a esa mierda romántica. Había estado en París en 1906 y 1907 y sabía lo que sucedía en el mundo del arte. Los fauvistas, los cubistas, vi esas tendencias cuando era joven, y una vez que pruebas el sabor del futuro, ya no hay forma de volver atrás. Conocía a la gente que frecuentaba la galería de Stieglitz en la Quinta Avenida, nos íbamos de copas y hablábamos de arte. Les gustaba mi pintura, aseguraban que era uno de los nuevos ases. Marin, Dove, Demuth, Man Ray, los conocía a todos. Yo era un diablillo astuto en aquel entonces, tenía la cabeza llena de ideas brillantes. Ahora se habla mucho del Armory Show, pero eso ya era un tema viejo para mí cuando tuvo lugar. De todas formas, yo era diferente de la mayoría de ellos. La línea no me interesaba. La abstracción mecánica, el lienzo visto como el mundo, el arte intelectual, todo eso me parecía un callejón sin salida. Yo era un colorista y mi tema era el espacio, el espacio puro y la luz: la fuerza de la luz cuando da en el ojo. Seguía pintando del natural y por eso disfrutaba hablando con alguien como Moran. Él pertenecía a la vieja guardia, pero había estado influido por Turner y teníamos eso en común, junto con la pasión por el paisaje, la pasión por el mundo real. Moran me hablaba continuamente del Oeste. Si no vas allí, me decía, nunca sabrás qué es el espacio. Tu obra dejará de evolucionar si no haces ese viaje. Tienes que experimentar lo que es ese cielo, eso cambiará tu vida. Dale que dale, siempre con lo mismo. Insistía en ello cada vez que nos veíamos y, después de algún tiempo, finalmente me dije: ¿Por qué no? No te hará daño ir allí y verlo.

»Eso fue en 1916. Yo tenía treinta y tres años y llevaba cuatro casado. De todas las cosas que he hecho en mi vida, ese matrimonio constituyó la equivocación más grave. Elizabeth Wheeler se llamaba. Era de una familia rica, así que no se casó conmigo por mi dinero, pero cualquiera hubiera dicho que sí, a juzgar por como fueron las cosas entre nosotros. No tardé mucho en averiguar la verdad. Lloró como una colegiala en nuestra noche de bodas y después las puertas se cerraron. Oh, tomé el castillo al asalto de vez en cuando, pero más por rabia que por otra cosa. Sólo para que ella supiera que no podía salirse siempre con la suya. Todavía ahora me pregunto qué me impulsó a casarme con ella. Quizá su cara era demasiado bonita, quizá su cuerpo era demasiado redondo y macizo, no sé. En aquellos tiempos todas eran vírgenes cuando se casaban, pensé que le cogería gusto con el tiempo. Pero la cosa no mejoró, todo eran lágrimas y lucha, gritos, asco. Me consideraba una bestia, un agente del diablo. ¡Mal rayo parta a esa bruja frígida! Debería haber vivido en un convento. Le mostré la oscuridad y la suciedad que mueven el mundo y no me lo perdonó nunca. Homo erectus, para ella no era más que horror: el misterio de la carne masculina. Cuando vio en qué consiste, se vino abajo. Pero dejemos este tema. Es una vieja historia, estoy seguro de que la ha oído antes. Encontraba mis placeres en otra parte. No me faltaban oportunidades, puedo asegurárselo, mi polla nunca sufrió por abandono. Yo era un caballero joven y apuesto, no tenía problemas de dinero, mi sexo estaba siempre ardiendo. ¡Ja! Ojalá tuviéramos tiempo para hablar un poco de eso. Los palpitantes coños que he habitado, las aventuras de mi tercera pierna. Las otras dos están difuntas, pero su hermanita ha conservado una vida propia. Incluso ahora, Fogg, aunque no lo crea. El hombrecito nunca se ha dado por vencido.

»Bueno, bueno, basta ya. No tiene importancia. Sólo estoy tratando de ponerle en antecedentes, de situarle. Si necesita una explicación para lo que sucedió, mi matrimonio con Elizabeth le ayudará a comprenderlo. No estoy diciendo que fuera la única causa, pero ciertamente fue un factor. Cuando se me presentó aquella situación, no tuve remordimientos por desaparecer. Vi la oportunidad de morirme y la aproveché.

»No lo planeé así. Tres o cuatro meses, pensé, y luego volveré. El grupo de Nueva York pensó que estaba loco por irme allí, no veían qué sentido tenía. Vete a Europa, me decían, en Estados Unidos no hay nada que aprender. Les expliqué mis razones, y a medida que hablaba de ello aumentaba mi entusiasmo. Me volqué en los preparativos, estaba impaciente por partir. Desde el principio decidí llevar a alguien conmigo, a un joven llamado Edward Byrne, Teddy, como le llamaban sus padres. El padre era amigo mío y me convenció de que llevara al muchacho. Yo no tenía serias objeciones. Pensé que me vendría bien la compañía y Byrne era un chico animoso; había navegado con él un par de veces y sabía que tenía la cabeza sobre los hombros. Tenía dieciocho o diecinueve años, era resuelto, listo, fuerte y atlético. Su sueño era llegar a ser topógrafo, quería meterse en el Instituto Geológico de Estados Unidos y pasarse la vida recorriendo las grandes extensiones naturales. Así era la época, Fogg. Teddy Roosevelt, bigotes en forma de manillar, todas esas fanfarronadas masculinas. Su padre le compró un equipo completo, sextante, brújula, teodolito, toda clase de instrumentos, y yo me compré suficientes artículos de pintura para un par de años: lápices, carboncillos, pasteles, pinturas, pinceles, rollos de lienzo, papel. Pensaba trabajar mucho. Las palabras de Moran habían acabado por calar hondo y esperaba grandes cosas de ese viaje. Iba a realizar mi mejor obra allí y no quería que me faltaran materiales.

»A pesar de su rigidez en la cama, Elizabeth empezó a preocuparse por mi partida. A medida que se acercaba la fecha, se sentía cada vez más desdichada; se echaba a llorar y me pedía que suspendiera el viaje. Sigo sin entenderlo. Uno habría esperado que se alegrara de verse libre de mí. Era una mujer imprevisible, siempre hacía lo contrario de lo que uno esperaba de ella. La noche anterior a mi marcha llegó incluso a hacer el supremo sacrificio. Creo que se achispó un poco antes, para darse valor, ya sabe, y luego se me ofreció. Los brazos abiertos, los ojos cerrados, como si fuera una mártir. Nunca lo olvidaré. Oh, Julian, no cesaba de repetir, oh, mi amado esposo. Como la mayoría de los locos, es probable que supiera de antemano lo que iba a suceder, probablemente intuía que las cosas estaban a punto de cambiar para siempre. Se lo hice esa noche (era mi deber, después de todo) pero eso no me impidió marcharme al día siguiente. Tal y como salieron las cosas, ésa fue la última vez que la vi. Le estoy contando los hechos, puede usted interpretarlos como quiera. Aquella noche tuvo consecuencias, sería un descuido por mi parte no mencionarlas, pero pasó mucho tiempo antes de que yo supiera cuáles habían sido. Pasaron treinta años; de hecho, toda una vida. Consecuencias. Así son las cosas, muchacho. Siempre hay consecuencias, se quiera o no.

»Byrne y yo fuimos en tren. Chicago, Denver, hasta Salt Lake City. Era un viaje interminable en aquellos tiempos, y cuando finalmente llegamos allí, a mí me parecía que llevaba un año viajando. Fue en abril de 1916. En Salt Lake encontramos a un hombre dispuesto a servirnos de guía, pero esa misma tarde, por increíble que parezca, se quemó una pierna en una herrería y tuvimos que contratar a otro. Fue un mal presagio, pero uno nunca hace caso de esas cosas en el momento, sigue adelante y hace lo que tiene que hacer. El hombre a quien contratamos se llamaba Jack Scoresby. Era un antiguo soldado de caballería, de cuarenta y ocho o cincuenta años, un viejo en aquellos lugares, pero la gente decía que conocía bien el territorio, tan bien como cualquier otro a quien pudiéramos encontrar. Tuve que creerles. La gente con la que hablé eran desconocidos, podían decirme lo que les diera la gana, a ellos qué les importaba. Yo no era más que un novato, un novato rico recién llegado del Este, ¿por qué había de importarles un bledo lo que me ocurriera? Así fue como sucedió, Fogg. No había elección, tenía que lanzarme a ciegas y confiar en que todo saliera bien.

»Tuve mis dudas respecto a Scoresby desde el principio, pero estábamos demasiado ansiosos por emprender el viaje para perder más tiempo. Era un hombrecillo sucio con una risa aviesa, todo bigotes y grasa de búfalo, pero sabía vender el producto, tengo que reconocerlo. Nos prometió llevarnos a sitios donde pocos hombres habían pisado, eso es lo que nos dijo, nos enseñaría cosas que sólo Dios y los indios habían visto. Aun sabiendo que era un timador, era difícil no entusiasmarse. Extendimos el mapa en una mesa del hotel y planeamos la ruta que seguiríamos. Scoresby parecía saber lo que se decía y no paraba de hacer comentarios para demostrarnos sus conocimientos: cuántos caballos y burros necesitaríamos, cómo tratar a los mormones, cómo resolver el problema de la escasez de agua en el sur. Era evidente que pensaba que éramos unos idiotas. La idea de ir a mirar los paisajes no tenía sentido para él, y cuando le dije que era pintor, apenas pudo contener la risa. Sin embargo, llegamos a un acuerdo justo y lo sellamos con un apretón de manos. Supuse que todo se arreglaría cuando nos conociéramos mejor.

»La noche antes de partir, Byrne y yo nos quedamos charlando hasta tarde. Me enseñó su equipo de topografía y recuerdo que yo me encontraba en uno de esos estados de excitación en los que de repente todo parece encajar de una forma nueva. Byrne me dijo que uno no puede fijar su posición exacta en la tierra si no es por referencia a un punto en el cielo. Algo que tenía que ver con la triangulación, la técnica de medida, no recuerdo los detalles. Lo esencial del asunto, sin embargo, me resultó fascinante y no lo he olvidado nunca. Un hombre no puede saber dónde está en la tierra salvo en relación con la luna o con una estrella. Lo primero es la astronomía; luego vienen los mapas terrestres, que dependen de ella. Justo lo contrario de lo que uno esperaría. Si lo piensas mucho tiempo, acabas con el cerebro del revés. Existe un aquí sólo en relación con un allí, no al contrario. Hay esto sólo porque hay aquello; si no miramos arriba nunca sabremos qué hay abajo. Piénselo, muchacho. Nos encontramos a nosotros mismos únicamente mirando lo que no somos. No puedes poner los pies en la tierra hasta que no has tocado el cielo.

»Hice un buen trabajo al principio. Salimos de la ciudad en dirección oeste, acampamos junto al lago un día o dos y luego nos adentramos en el Gran Desierto Salado. No se parecía a nada que yo hubiera visto antes. El lugar más llano y desolado del planeta, un osario de olvido. Viajas día tras día y no ves absolutamente nada. Ni un árbol, ni un matorral, ni una brizna de hierba. Solamente blancura, la tierra agrietada que se extiende por todos lados hasta donde alcanza la vista. La tierra sabe a sal, y allá a lo lejos el horizonte está bordeado de montañas, un enorme anillo de montañas que oscilan bajo la luz. Esto te hace pensar que te acercas al agua, pues estás rodeado de esa oscilación y ese resplandor, pero no es más que un espejismo. Es un mundo muerto, y a lo único que te acercas es a la misma nada. Dios sabe cuántos pioneros se quedaron atascados y entregaron el alma en ese desierto, sus huesos blancos se veían sobresaliendo del suelo. Eso es lo que le ocurrió a la expedición de Doner, todo el mundo lo sabe. Se quedaron empantanados en la sal y cuando al fin llegaron a las Montañas de la Sierra en California, las nieves invernales les bloquearon el paso y acabaron comiéndose unos a otros para sobrevivir. Todo el mundo lo sabe, forma parte del folklore norteamericano, pero no por ello es menos cierto, una verdad indiscutible. Ruedas de carretas, cráneos, casquillos de bala, yo vi todo eso allí en 1916. Un gigantesco cementerio, eso es lo que era, una página mortal en blanco.

»Durante las dos primeras semanas dibujé como un loco. Unos dibujos extraños, nunca había hecho nada igual. No se me había ocurrido que la escala representara alguna diferencia, pero así era, no había otra forma de enfrentarse al tamaño de las cosas. Las marcas en la página se iban haciendo cada vez más pequeñas, tanto que casi desaparecían. Era como si mi mano tuviera vida propia. Tú dibuja, me decía a mí mismo, dibuja y no te preocupes, ya pensarás en ello después. Nos detuvimos en Wendover un par de días, luego cruzamos a Nevada y continuamos hacia el sur, siguiendo el borde de la Cordillera de la Confusión. Una vez más, las cosas me saltaban a la vista de una forma para la que no estaba preparado. Las montañas, la nieve en la cumbre de las montañas, las nubes que flotaban alrededor de las cumbres nevadas. Al cabo de un rato, empezaban a confundirse y ya no era capaz de distinguirlas. Blancura y más blancura. ¿Cómo se puede dibujar algo que no se sabe si está ahí? Entiende lo que quiero decir, ¿verdad? Ya no parecía humano. El viento soplaba tan fuerte que uno no oía sus propios pensamientos, y de repente cesaba, y el aire estaba tan inmóvil que uno se preguntaba si se habría quedado sordo. Era un silencio sobrenatural, Fogg. Lo único que oías era tu corazón latiendo dentro del pecho y la sangre que corría por tu cerebro.

»Scoresby no contribuía a hacernos la vida más fácil. Cumplía con su trabajo, supongo, nos guiaba, encendía las hogueras, cazaba para que comiéramos, pero su desprecio por nosotros no cesó nunca, la mala voluntad emanaba de él y contaminaba el ambiente. Se ponía mohíno y escupía, farfullaba por lo bajo, se burlaba de nosotros con su mal humor. Al cabo de algún tiempo, Byrne estaba tan harto de él que se negaba a hablar cuando Scoresby estaba cerca. Scoresby se iba de caza mientras nosotros nos dedicábamos a nuestro trabajo (el joven Teddy gateando por entre las rocas y tomando medidas y yo encaramado en algún saliente con mis pinturas y mis carboncillos), pero por las noches los tres nos preparábamos juntos la cena en la hoguera. Una vez, con la esperanza de mejorar un poco las relaciones, le propuse a Scoresby que jugásemos a las cartas. La idea le pareció bien, pero, como la mayoría de los hombres estúpidos, se creía muy inteligente. Se imaginó que iba a ganarme y sacarme mucho dinero. No sólo ganarme en las cartas, sino ganarme en todo, enseñarme quién era el jefe en realidad. Jugamos a las veintiuna y todas las cartas me venían a mí. Perdió seis o siete manos seguidas. Esto hizo que su seguridad se tambaleara y entonces empezó a jugar mal, a apostar de forma absurda, a echarse faroles, a equivocarse en todo. Debí de ganarle cincuenta o sesenta dólares aquella noche, una fortuna para un tonto como aquél. Cuando vi lo disgustado que se quedaba, traté de reparar el daño y le perdoné la deuda. ¿Qué me importaba a mí el dinero? No se preocupe, le dije, he tenido suerte, simplemente; estoy dispuesto a olvidarlo, nada de rencores, algo así. Probablemente es lo peor que podía haberle dicho. Scoresby pensó que le trataba con aires de superioridad, que intentaba humillarle, y se sintió herido en su orgullo, doblemente herido. Desde entonces, hubo mala sangre entre nosotros y yo fui incapaz de arreglarlo. Yo también era un terco hijo de puta, cosa de la que probablemente ya se ha percatado. Renuncié a tratar de apaciguarle. Si quería comportarse como un asno, por mi podía rebuznar hasta el día del juicio final. Estábamos en aquel enorme territorio, sin nada a nuestro alrededor, nada más que espacio vacío en muchos kilómetros a la redonda, pero era como si estuviéramos encerrados en una prisión, como compartir una celda con un hombre que no para de mirarte, que está allí sentado esperando a que te des la vuelta para clavarte un cuchillo en la espalda.

»Ese era el problema. Allí la tierra es demasiado grande, y después de algún tiempo empieza a tragarte. Llegó un momento en que yo ya no podía soportarlo. Todo aquel maldito silencio, aquel vacío. Intentas orientarte, pero es demasiado grande, las dimensiones son demasiado monstruosas y finalmente, no sé cómo explicarlo, finalmente deja de estar allí. No hay mundo, no hay tierra, no hay nada. En el fondo es eso, Fogg, al final todo es mentira. El único sitio en donde existes es en tu cabeza.

»Cruzamos por el centro del estado y luego nos desviamos hacia la región de los cañones en el sudeste, lo que llaman las Cuatro Esquinas, donde se juntan Utah, Arizona, Colorado y Nuevo México. Esa era la región más extraña de todas, un mundo onírico, por todas partes tierra roja y rocas retorcidas, tremendas estructuras que se alzan del suelo como las ruinas de una ciudad perdida construida por gigantes. Obeliscos, minaretes, palacios: todo era a la vez reconocible y extraño, no podías evitar ver formas conocidas cuando las mirabas, aunque sabías que era pura casualidad, los esputos petrificados de glaciares y erosiones, el resultado de un millón de años de vientos e intemperie. Pulgares, cuencas de ojos, penes, hongos, cuerpos humanos, sombreros. Era como ver imágenes en las nubes. Todo el mundo sabe qué aspecto tienen estos sitios, usted mismo los habrá visto cien veces. El Cañón Glen, el Valle de los Monumentos, el Valle de los Dioses. Allí es donde ruedan todas esas películas de vaqueros e indios, el maldito tipo de Marlboro cabalga por allí en la televisión todas las noches. Pero las películas no revelan nada del lugar, Fogg. Todo es demasiado inmenso para ser dibujado o pintado; ni siquiera la fotografía capta la sensación que produce. Todo está distorsionado, es como tratar de reproducir las distancias en el espacio exterior: cuanto más ves, menos puede hacer tu lápiz. Verlo es hacer que se desvanezca.

»Vagamos por esos cañones durante varias semanas. A veces pasábamos la noche en antiguas ruinas indias, en las cuevas de los riscos donde habitaban los anasazi. Esas eran las tribus que desaparecieron hace mil años; nadie sabe qué les sucedió. Dejaron tras de sí sus pueblos de piedra, sus pictografías, sus pedazos de cerámica, pero las personas desaparecieron. Estábamos ya a finales de julio o principios de agosto, y la hostilidad de Scoresby había ido en aumento; era sólo cuestión de tiempo el que algo saltara, se notaba en el ambiente. El terreno era árido y seco, artemisa por todas partes, ni un árbol a la vista. Hacía un calor atroz y teníamos que racionar el agua, lo cual contribuía a ponernos de mal humor. Un día tuvimos que sacrificar un burro y eso hizo que los otros dos llevaran exceso de carga. Los caballos empezaban a desfallecer. Estábamos a cinco o seis días de un pueblo que se llamaba Bluff y pensé que deberíamos intentar llegar allí lo antes posible para reorganizarnos. Scoresby mencionó un atajo que acortaría el viaje en un día o dos, así que tomamos esa dirección y viajamos por un terreno muy abrupto, con el sol de cara. La marcha era difícil, más dura que nada de lo que habíamos intentado antes, y después de algún tiempo se me ocurrió que Scoresby nos estaba metiendo en una trampa. Byrne y yo no éramos tan buenos jinetes como él y apenas conseguíamos cabalgar por aquel terreno. Scoresby iba en cabeza, le seguía Byrne y yo iba el último. Subimos trabajosamente por unos riscos muy escarpados y luego seguimos por un borde saliente en lo alto. Era muy estrecho y lleno de peñascos y piedras, y la luz reverberaba en las rocas como si quisiera cegarnos. Ya no podíamos volvernos atrás, pero tampoco veía que pudiéramos ir mucho más lejos. De repente, el caballo de Byrne perdió pie. Estaba unos tres metros delante de mí, y recuerdo el estrépito de las piedras al rodar y el quejido del caballo que luchaba por encontrar un punto de apoyo para sus pezuñas. Pero la tierra seguía cediendo y, antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar, Byrne lanzó un grito y luego cayó por encima del borde junto con su caballo. Ambos rodaron por la pared del precipicio, un trecho muy largo, sesenta u ochenta metros, todo rocas cortantes de arriba abajo. Desmonté de un salto y cogí el botiquín, luego bajé apresuradamente por la pendiente para ver qué podía hacer. Al principio pensé que Byrne estaba muerto, pero luego conseguí encontrarle el pulso. Aparte de eso, había muy pocos motivos para sentirse esperanzado. Tenía la cara cubierta de sangre y la pierna y el brazo izquierdo estaban fracturados. Me bastó mirarlos para saberlo. Cuando le di la vuelta y lo puse boca arriba vi una gran herida debajo de las costillas, una herida palpitante y terrible de más de quince centímetros de largo. Era espantoso, el muchacho estaba destrozado. Estaba a punto de abrir el botiquín cuando oí un disparo detrás de mí. Me volví y vi a Scoresby de pie junto al caballo caído de Byrne con una pistola humeante en la mano derecha. Tenía la pata rota, dijo secamente, no se podía hacer otra cosa. Le dije que Byrne estaba muy mal y que necesitaba nuestra atención inmediata, pero cuando se acercó a echarle una ojeada a Byrne, hizo una mueca de desprecio y dijo: No deberíamos perder el tiempo con éste. La única cura para él sería una dosis de la misma medicina que acabo de darle al caballo. Scoresby levantó la pistola y apuntó a la cabeza de Byrne, pero yo le aparté el brazo de un golpe. No sé si pensaba apretar el gatillo o no, pero yo no podía correr el riesgo. Scoresby me lanzó una mirada aviesa cuando le di en el brazo y me advirtió que no le pusiera la mano encima. Así lo haré cuando usted deje de apuntar con su pistola a alguien indefenso, le contesté. Entonces Scoresby se volvió y me apuntó. Apuntaré a quien me dé la gana, dijo, y de pronto sonrió, una enorme sonrisa de idiota, disfrutando del poder que tenía sobre mí. Indefenso, repitió. Eso es lo que es usted, señor Pintor, un indefenso saco de huesos. Entonces pensé que me iba a pegar un tiro. Mientras estaba allí esperando a que apretara el gatillo, me pregunté cuánto tardaría en morir después de que la bala penetrara en mi corazón. Pensé: Éste es el último pensamiento que tendré. La situación parecía prolongarse indefinidamente, los dos mirándonos a los ojos, yo esperando a que él disparase. Luego Scoresby se echó a reír. Estaba sumamente complacido consigo mismo, como si hubiera obtenido una gran victoria. Se guardó el arma en la pistolera y escupió en el suelo. Era como si ya me hubiera matado, como si yo estuviera ya muerto.

»Se acercó al caballo y empezó a quitarle la silla y las alforjas. Yo estaba aún trastornado por el episodio de la pistola, pero me agaché junto a Byrne y me puse a curarle, tratando de lavarle y vendarle las heridas. Un par de minutos después Scoresby volvió y dijo que estaba listo para marcharse. ¿Marcharse?, dije. ¿De qué está hablando? No podemos llevarnos al muchacho, no se le puede mover. Entonces, déjele aquí, contestó él. De todas formas, está acabado. Yo no pienso quedarme en este maldito cañón esperando Dios sabe cuánto tiempo hasta que el chico deje de respirar. No vale la pena. Haga lo que quiera, le dije, pero yo no voy a dejar a Byrne mientras esté vivo. Podría quedarse aquí empantanado durante una semana antes de que el chico la palme, y ¿para qué? Soy responsable de él, le contesté. Eso es todo. Soy responsable de él y no voy a dejarle tirado.

»Antes de que Scoresby se fuese, arranqué una hoja de mi cuaderno de dibujo y le escribí una carta a mi mujer. No recuerdo lo que le decía. Algo melodramático, estoy seguro. Probablemente ésta será la última vez que sepas de mí, creo que fue eso lo que escribí. La idea era que Scoresby echase la carta cuando llegase al pueblo. Eso fue lo que acordamos, pero yo sabía que no tenía intención de cumplir su promesa. Esto le implicaría en mi desaparición y ¿por qué iba a correr el riesgo de que alguien le interrogase? Para él era mucho mejor largarse y olvidarse de todo el asunto. Y eso fue exactamente lo que hizo. Por lo menos, supongo que así fue. Mucho tiempo después, cuando leí los artículos y las necrologías, vi que nadie mencionaba a Scoresby, a pesar de que yo daba su nombre en mi carta.

»También habló de organizar un equipo de rescate si yo no aparecía antes de una semana, pero yo sabía que tampoco lo haría. Se lo dije a la cara, pero en vez de negarlo me dedicó otra de sus insolentes risitas. Es su última oportunidad, señor Pintor, me dijo, ¿se viene conmigo o no? Negué con la cabeza, demasiado furioso para decir nada más. Scoresby se despidió de mí levantándose el sombrero y empezó a trepar por la pared del precipicio para recuperar su caballo y marcharse. Así, sin más palabras. Tardó varios minutos en llegar arriba y no le quité los ojos de encima en todo el rato. No quería arriesgarme. Suponía que intentaría matarme antes de irse, parecía casi inevitable. Eliminar al testigo, asegurarse de que yo no pudiera contarle a nadie lo que había hecho: dejar morir a un pobre muchacho en un lugar remoto. Pero Scoresby no se volvió. No fue por bondad, puedo asegurárselo. La única explicación posible es que no le pareció necesario. No hacía falta que me matara porque estaba convencido de que yo no podría salvarme solo.

»Scoresby se alejó cabalgando; Al cabo de una hora empecé a tener la sensación de que nunca había existido. No puedo explicarle lo extraña que era esa sensación. No era que hubiese decidido no pensar en él, era que apenas podía recordarle cuando lo intentaba. Su apariencia, el sonido de su voz, nada de eso me venía ya a la mente. Eso es lo que hace el silencio, Fogg, lo borra todo. Scoresby se había borrado de mi mente y cada vez que trataba de pensar en él, era como tratar de recordar a alguien visto en un sueño, como buscar a alguien que nunca había existido.

»Byrne tardó tres o cuatro días en morirse. Para mí probablemente fue una buena cosa que tardara tanto. Él me mantenía ocupado y gracias a eso no tuve tiempo de asustarme. El miedo no apareció hasta más tarde, después de enterrarle y quedarme solo. El primer día debí de trepar la montaña unas diez veces, para coger comida y utensilios del burro de carga y bajarlos hasta el fondo. Rompí mi caballete y utilicé la madera para entablillarle la pierna y el brazo a Byrne. Monté un colgadizo con una manta y un trípode para que no le diera el sol en la cara. Me ocupé del burro y del caballo. Cambié los vendajes con tiras de ropa. Preparé el fuego, cociné, hice lo que había que hacer. El sentimiento de culpa me mantenía activo, me resultaba imposible no culparme por lo sucedido, pero hasta la culpa era un consuelo. Era un sentimiento humano, una señal de que seguía ligado al mismo mundo en el que vivían otros hombres. Una vez que Byrne muriese, ya no tendría nada en que pensar y tenía miedo de ese vacío, me aterraba.

»Yo sabía que no había esperanza, lo supe desde el primer momento, pero me empeñaba en engañarme y en decirme que Byrne saldría adelante. Nunca volvió en sí, pero de vez en cuando balbuceaba, como hace la gente cuando habla en sueños. Era un delirio de palabras incomprensibles, sonidos que nunca llegaban a ser palabras, pero cada vez que sucedía esto, yo pensaba que estaba a punto de recobrar el conocimiento. Parecía estar separado de mí por un delgado velo, una membrana invisible que le mantenía en el otro lado de este mundo. Yo trataba de estimularle con el sonido de mi voz, le hablaba constantemente, le cantaba, rezando por que algo penetrase al fin en su conciencia y le despertase. Pero no sirvió de nada. Su estado era cada vez peor. No conseguí hacerle comer nada, lo más que podía hacer era humedecerle los labios con un paño mojado, pero eso no era suficiente, no le alimentaba. Poco a poco, le veía perder fuerzas. La herida del vientre había dejado de sangrar, pero no cicatrizaba bien. Se había puesto de un amarillo verdoso y supuraba; las hormigas no paraban de pasearse por el vendaje. No era posible que nadie sobreviviera a aquello.

»Le enterré allí mismo, al pie de la montaña. Le ahorraré los detalles. Cavar la tumba, arrastrarle hasta el borde de la fosa, sentirle caer cuando le empujé dentro. Creo que para entonces ya me estaba volviendo loco. Casi no fui capaz de llenar la fosa. Cubrirle, echarle tierra en la cara, era demasiado para mí. Lo hice con los ojos cerrados, así fue como resolví el problema, arrojando las paletadas de tierra sin mirar. Después no hice una cruz ni recé ninguna oración. Que se joda Dios, me dije, que se joda Dios, no le daré esa satisfacción. Clavé un palo sobre la tumba y sujeté una hoja de papel al palo. Edward Byrne, escribí, 1898 guión 1916. Enterrado por su amigo Julian Barber. Entonces me puse a gritar. Así fue como sucedió, Fogg. Usted es la primera persona a quien se lo cuento. Me puse a gritar y después me permití enloquecer.