3

Estuve en el apartamento de Zimmer más de un mes. La fiebre desapareció al segundo o tercer día, pero durante mucho tiempo estuve totalmente sin fuerzas, apenas podía ponerme de pie sin perder el equilibrio. Al principio Kitty venía a visitarme dos veces por semana, pero nunca hablaba mucho y solía marcharse al cabo de veinte minutos o media hora. Si yo hubiera estado más alerta a lo que pasaba a mi alrededor, tal vez me habría extrañado, especialmente después de que Zimmer me contó la historia de cómo me habían salvado. Era un poco raro, después de todo, que una persona que había estado tres semanas poniendo el mundo patas arriba para encontrarme, actuara de pronto con tanta reserva en cuanto me encontró. Pero así era y yo no le pregunté. Estaba demasiado débil todavía para preguntar nada y aceptaba sus idas y venidas sin más. Eran sucesos naturales y tenían la misma fuerza e inevitabilidad que los cambios atmosféricos, los movimientos de los planetas o la luz que se filtraba por la ventana a las tres de la tarde.

Fue Zimmer quien me cuidó durante mi convalecencia. Su nuevo apartamento estaba en el segundo piso de un viejo edificio del West Village. Era un sitio oscuro, abarrotado de libros y discos: dos habitaciones pequeñas sin puerta entre ambas, una rudimentaria cocina y un cuarto de baño sin ventana. Comprendí el sacrificio que suponía para él tenerme allí, pero cada vez que le daba las gracias por ello, Zimmer me hacía un gesto para que me callara, quitándole importancia. Me alimentaba de su bolsillo, me dejaba dormir en su cama, no me pedía nada a cambio. Al mismo tiempo, estaba furioso conmigo y no se mordía la lengua para decirme lo disgustado que estaba. No sólo me había comportado como un imbécil, sino que había estado a punto de matarme. Era inexcusable que una persona inteligente actuase de esa forma, dijo. Era grotesco, estúpido, desequilibrado. Si tenía problemas, ¿por qué no le había pedido ayuda? ¿Acaso no sabía que él hubiese estado dispuesto a hacer cualquier cosa por mí? Yo apenas dije nada en respuesta a estos ataques. Comprendí que Zimmer estaba dolido conmigo y yo me sentía avergonzado por haberle ofendido. A medida que pasaba el tiempo, me resultaba cada vez más difícil entender qué sentido tenía el desastre que yo mismo había causado. Había pensado que actuaba con valentía, pero resultó que solamente había demostrado la más abyecta forma de cobardía: regodearme en mi desprecio por el mundo, negarme a mirar las cosas directamente a la cara. Lo único que sentía era remordimiento, una paralizante sensación de mi propia estupidez. Los días iban pasando en el apartamento de Zimmer y mientras me reponía lentamente me di cuenta de que tendría que empezar mi vida de nuevo. Deseaba expiar mis errores, dar cumplida satisfacción a las personas que aún me querían. Estaba cansado de mí mismo, cansado de mis pensamientos, cansado de preocuparme por mi suerte. Más que ninguna otra cosa, sentía necesidad de purificarme, de arrepentirme de todos mis excesos de egocentrismo. Partiendo del egoísmo total, resolví alcanzar un estado de total desprendimiento. Pensaría en los demás antes que en mí mismo, esforzándome tenazmente por reparar el daño que había hecho, y tal vez de esa forma empezaría a lograr algo en el mundo. Era un programa imposible, por supuesto, pero me aferré a él con un fanatismo casi religioso. Quería convertirme en un santo, un santo sin dios que fuera por el mundo realizando buenas obras. Por muy absurdo que me suene ahora, creo que era eso exactamente lo que quería. Necesitaba desesperadamente una certidumbre y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por encontrarla.

Pero había un obstáculo más en mi camino. Al final la suerte me ayudó a sortearlo, pero sólo por un pelo. Uno o dos días después de que mi temperatura volviera a ser normal, me levanté de la cama para ir al cuarto de baño. Era por la tarde, creo, y Zimmer estaba trabajando en su mesa en la otra habitación. Al volver hacia la cama arrastrando los pies, me fijé en que el estuche del clarinete de tío Victor estaba en el suelo. No había vuelto a pensar en él desde mi rescate y de pronto me horrorizó ver que se encontraba en muy mal estado. La mitad de la cubierta de cuero negro había desaparecido y buena parte del que quedaba estaba levantado y rajado. La tormenta de Central Park había acabado con el estuche y me pregunté si el agua habría calado dentro y dañado el instrumento. Lo recogí y me lo llevé a la cama, totalmente preparado para lo peor. Levanté los cierres y lo abrí, pero antes de que tuviera tiempo de examinar el clarinete, un sobre blanco cayó al suelo y comprendí que mis problemas no habían hecho más que empezar. Era la carta de la oficina de reclutamiento. No sólo había olvidado la fecha de mi examen médico, sino que se me había olvidado que había recibido la carta. En ese instante, todo se me vino encima otra vez. Probablemente era un fugitivo de la justicia, pensé. Si no me había presentado al examen médico, el gobierno ya habría dado orden de arresto, y eso significaba que tendría que pagar caro por ello, consecuencias que no podía ni imaginar. Rasgué el sobre y miré la fecha mecanografiada en el espacio en blanco del impreso: 16 de septiembre. Eso no me decía nada, puesto que ya no sabía en qué día vivía. Había perdido la costumbre de mirar los calendarios y los relojes y ni siquiera podía calcularlo por aproximación.

—Una pregunta —le dije a Zimmer, que seguía inclinado sobre su trabajo—. ¿Sabes por casualidad qué día es hoy?

—Lunes —contestó sin levantar la cabeza.

—Quiero decir la fecha. El mes y el número. No hace falta que me digas el año. De eso estoy bastante seguro.

—Quince de septiembre —dijo, aún sin molestarse en mirarme.

—¿Quince de septiembre? —pregunté—. ¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro. Sin sombra de duda.

Dejé caer la cabeza en la almohada y cerré los ojos.

—Es extraordinario —murmuré—. Absolutamente extraordinario.

Zimmer se volvió al fin y me lanzó una mirada de desconcierto.

—¿Qué diablos tiene de extraordinario?

—Porque significa que no soy un delincuente.

—¿Qué?

—Significa que no soy un delincuente.

—Te he oído la primera vez. Que lo repitas no me aclara nada.

Levanté la carta y la agité en el aire.

—Cuando leas esto comprenderás lo que quiero decir.

Tenía que presentarme en la calle Whitehall a la mañana siguiente. Zimmer ya había pasado su examen médico en julio (le habían dado una prórroga porque padecía asma) y durante las siguientes dos o tres horas estuvimos hablando de lo que me esperaba. Era básicamente la misma conversación que tuvieron millones de jóvenes en Estados Unidos en aquellos años. Al contrario que la inmensa mayoría de ellos, sin embargo, yo no había hecho nada para prepararme para la hora de la verdad. No tenía ningún certificado médico, no me había atracado de drogas para distorsionar mis respuestas motrices, ni había escenificado una serie de crisis nerviosas para establecer un historial de trastornos psicológicos. Siempre había imaginado que nunca me incorporaría a filas, pero, una vez llegado a esa conclusión, no había vuelto a pensar en el asunto. Como con tantas otras cosas, la inercia me había vencido y había expulsado el problema de mi mente. Zimmer estaba horrorizado, pero tuvo que reconocer que ya era demasiado tarde para hacer nada. Me declararían útil o inútil, y si me declaraban útil, sólo tenía dos opciones: podía marcharme del país o ir a la cárcel. Zimmer me contó varias historias de gente que se había marchado al extranjero, a Canadá, a Francia, a Suecia, pero no me interesaron mucho. No tenía dinero, le dije, ni tampoco ganas de viajar.

—O sea que te convertirás en un delincuente de todas formas —me dijo.

—Un objetor —le corregí—. Un objetor de conciencia. Es muy diferente.

Todavía estaba en las primeras etapas de mi recuperación y cuando me levanté a la mañana siguiente para vestirme —con ropas de Zimmer, varias tallas más pequeñas que la mía—, me di cuenta de que no estaba en condiciones de ir a ninguna parte. Estaba absolutamente agotado y simplemente tratar de cruzar la habitación exigía toda mi energía y concentración. Hasta entonces no había estado fuera de la cama más de un minuto o dos seguidos para ir al cuarto de baño agarrándome a las paredes y regresar. Si Zimmer no hubiera estado allí para sostenerme, dudo que hubiese llegado a salir por la puerta. Literalmente me mantuvo de pie, me ayudó a bajar las escaleras rodeándome con ambos brazos y luego me dejó que me apoyara en él mientras íbamos tambaleándonos hasta la estación de metro. Me temo que debíamos de ser un espectáculo lamentable. Zimmer me acompañó hasta la puerta principal del edificio de Whitehall y me señaló un restaurante justo enfrente, donde me dijo que le encontraría cuando acabase. Me apretó el brazo para darme ánimos.

—No te preocupes —me dijo—. Serás un soldado cojonudo, Fogg. No hay más que verte.

—Tienes toda la razón —le contesté—. El soldado más cojonudo de todo el puñetero ejército. Hasta el más lerdo lo vería.

Le hice a Zimmer un saludo militar y luego entré vacilante en el edificio, buscando apoyo en las paredes.

Gran parte de lo que vino a continuación se me ha borrado. Conservo retazos, pero nada que forme un recuerdo completo, nada que pueda contar con convicción. Esta incapacidad de percibir lo que sucedió demuestra lo espantosamente débil que debía de estar. Necesitaba todas mis fuerzas para sostenerme de pie, tratando de no caerme, y no presté la debida atención. De hecho, creo que tuve los ojos cerrados la mayor parte de las horas que estuve allí y las veces que conseguí abrirlos, raras veces fue durante el tiempo suficiente para que el mundo penetrara en mi mente. Eramos entre cincuenta y cien los que pasamos juntos por el proceso. Me recuerdo a mí mismo sentado delante de una mesa en una sala grande escuchando a un sargento que nos hablaba, pero no recuerdo lo que dijo, ni una palabra. Nos dieron unos impresos para que los llenáramos y luego hubo una especie de prueba escrita, aunque es posible que el orden fuera el inverso. Recuerdo que tuve que señalar las organizaciones a las que había pertenecido y que eso me llevó algún tiempo: SDS en la universidad, SANE y SNCC en el instituto, y luego tuve que explicar las circunstancias de mi detención el año anterior. Fui el último en terminar y al final el sargento estaba de pie a mi lado, mascullando algo acerca del tío Ho y de la bandera norteamericana.

Después hay un intervalo de varios minutos, quizá media hora. Veo pasillos, luces fluorescentes, grupos de hombres jóvenes en calzoncillos. Recuerdo lo intensamente vulnerable que me sentí entonces, pero muchos otros detalles se han desvanecido. Dónde nos desnudamos, por ejemplo, y qué nos dijimos unos a otros mientras esperábamos en fila. Más específicamente, soy incapaz de evocar ninguna imagen relacionada con nuestros pies. Por encima de las rodillas no llevábamos nada más que los calzoncillos, pero lo que había por debajo de las rodillas es un misterio para mí. ¿Nos permitieron conservar puestos los zapatos y/o los calcetines, o nos hicieron andar descalzos por aquellos pasillos? No tengo más que lagunas respecto a ese tema, ni la más vaga imagen.

Finalmente me dijeron que entrara en un cuarto. Un médico me dio golpecitos en el pecho y en la espalda, me miró los oídos, me agarró los testículos y me pidió que tosiera. Estas cosas requerían poco esfuerzo, pero luego llegó el momento de extraerme una muestra de sangre y de repente el examen se hizo más complicado. Estaba tan anémico y escuálido que el médico no podía encontrarme una vena en el brazo. Me clavó una aguja dos o tres veces, haciéndome cardenales en la piel, pero la jeringuilla, no se llenaba de sangre. Yo debía de tener una cara malísima en aquel momento —pálido y mareado, como si estuviera a punto de desmayarme— y después de un rato el médico renunció y me dijo que me sentara en un banco. Fue bastante amable, creo, o por lo menos indiferente.

—Si vuelves a sentirte mareado —me dijo—, te sientas en el suelo y esperas a que se te pase. No queremos que te caigas y te des un golpe en la cabeza, ¿verdad?

Recuerdo claramente que estaba sentado en el banco, pero luego me veo tumbado en una camilla en otro cuarto. Me es imposible saber cuánto tiempo había transcurrido entre ambos hechos. Creo que no me desmayé, pero cuando intentaron de nuevo sacarme sangre, probablemente no quisieron correr riesgos. Me ataron una tira de goma alrededor del bíceps para que la vena sobresaliera y cuando al fin el médico consiguió pincharla —no recuerdo si fue el mismo médico u otro—, comentó algo sobre lo delgado que estaba y me preguntó si había desayunado aquella mañana. En lo que fue con seguridad mi momento de mayor lucidez aquel día, me volví a él y le di la respuesta más sencilla y más sentida que se me ocurrió:

—Doctor, ¿tengo aspecto de poder pasarme sin desayunar?

Hubo más pruebas, seguramente muchas más, pero no puedo precisar casi nada. Nos dieron de comer en alguna parte (¿en el mismo edificio?, ¿en un restaurante fuera del edificio?), pero lo único que recuerdo de la comida es que nadie quiso sentarse a mi lado. Por la tarde, otra vez en los pasillos del piso de arriba, finalmente nos midieron y nos pesaron. Mi balanza marcó una cifra ridículamente baja, cincuenta y cuatro kilos creo que eran, o tal vez cincuenta y cinco. Desde ese momento me separaron del resto del grupo. Me mandaron a ver a un psiquiatra, un hombre rechoncho de dedos gordos y chatos, y recuerdo que pensé que más parecía un luchador que un médico. Ni me planteé contarle mentiras. Ya había entrado en mi nueva etapa de santidad potencial y lo último que deseaba era hacer algo de lo que luego me arrepintiera. El psiquiatra suspiró una o dos veces durante nuestra conversación, pero aparte de eso no pareció inmutarse ni por mis comentarios ni por mi aspecto. Me imagino que era un veterano en estas entrevistas y ya nada podía alterarle. Por mi parte, me sorprendió bastante la vaguedad de sus preguntas. Quiso saber si tomaba drogas y cuando le dije que no, enarcó las cejas y me lo volvió a preguntar, pero le di la misma respuesta la segunda vez y ya no insistió más. Luego vinieron las preguntas clásicas: qué aspecto tenían mis excrementos, si tenía emisiones nocturnas, con qué frecuencia pensaba en el suicidio. Contesté lo más sencillamente que pude, sin adornos ni comentarios. Mientras yo hablaba, él iba marcando unas casillas en una hoja de papel y no me miraba. Había algo que me aliviaba en el hecho de estar comentando asuntos tan íntimos de esta manera, como si hablara con un contable o un mecánico. Cuando llegó al final de la hoja, sin embargo, el médico levantó los ojos y los clavó en mí durante por lo menos cuatro o cinco segundos.

—Estás en un estado bastante lamentable, hijo —dijo al fin.

—Lo sé —contesté—. No me he encontrado muy bien últimamente. Pero creo que ya estoy mejorando.

—¿Quieres hablar de ello?

—Como usted quiera.

—Puedes empezar por hablarme de tu peso.

—He tenido la gripe. Cogí una cosa de estómago hace dos semanas y no podía comer.

—¿Cuánto peso has perdido?

—No sé. Veinte o veintidós kilos, creo.

—¿En dos semanas?

—No, en unos dos años. Pero la mayor parte este verano.

—Y eso, ¿por qué?

—Dinero, para empezar. No tenía suficiente dinero para comprar comida.

—¿No tienes trabajo?

—No.

—¿Lo has buscado?

—No.

—Tendrás que explicarme eso, hijo.

—El asunto es bastante complicado. No sé si podrá usted entenderlo.

—Deja que sea yo el que juzgue eso. Simplemente cuéntame lo que te sucedió y no te preocupes por cómo suene. No tenemos ninguna prisa.

Por alguna razón, sentí una imperiosa necesidad de contarle toda mi historia a aquel desconocido. Nada podía haber sido más inapropiado, pero, antes de que pudiera contenerme, las palabras empezaron a salir de mi boca. Notaba que mis labios se movían, pero al mismo tiempo era como si estuviera escuchando a otro. Oí que mi voz hablaba de mi madre, del tío Victor, de Central Park, de Kitty Wu. El médico asentía cortésmente, pero era evidente que no entendía nada de lo que le decía. Cuando pasé a explicarle la vida que había llevado durante los dos últimos años, vi que se sentía realmente incómodo. Esto me frustró, y cuanta más incomprensión demostraba él, más desesperadamente trataba yo de aclararle las cosas. Sentía que mi humanidad estaba en juego de alguna forma. No importaba que fuese un médico militar; era también un ser humano y nada me parecía más importante que conectar con él.

—Nuestras vidas están determinadas por múltiples contingencias —dije, tratando de ser lo más sucinto posible— y luchamos todos los días contra estas sorpresas y accidentes para mantener nuestro equilibrio. Hace dos años, por razones tanto personales como filosóficas, decidí dejar de luchar. No era que quisiera matarme, no debe usted creer eso, sino que pensé que, abandonándome al caos del mundo, quizá el mundo acabaría por revelarme alguna secreta armonía, alguna forma o esquema que me ayudaría a penetrar en mí mismo. La idea era aceptar las cosas tal y como son, dejarse llevar por la corriente del universo. No digo que consiguiera hacerlo muy bien. La verdad es que fracasé miserablemente. Pero el fracaso no invalida la sinceridad del intento. Aunque estuve a punto de morirme, creo, no obstante, que ahora soy mejor por haberlo intentado.

Era un lío horroroso. Mi lenguaje se hacía cada vez más incoherente y abstracto y finalmente me di cuenta de que el médico había dejado de escucharme. Miraba fijamente un punto invisible por encima de mi cabeza con los ojos nublados por una mezcla de confusión y pena. No sé cuántos minutos se prolongó mi monólogo, pero duró lo suficiente como para que él se convenciera de que yo era un caso perdido, un caso perdido auténtico, no uno de esos locos espurios que había aprendido a detectar.

—Ya basta, hijo —me dijo al fin, interrumpiéndome en mitad de una frase—. Creo que ya me hago cargo de la situación.

Durante un minuto o dos permanecí sentado en mi silla, en silencio, temblando y sudando, mientras él escribía una nota en una hoja de papel oficial. La dobló por la mitad y me la entregó por encima de la mesa.

—Dale esto al oficial que está al final del vestíbulo —me dijo—, y al salir dile al siguiente que pase.

Recuerdo que crucé el vestíbulo con la nota en la mano, resistiendo la tentación de leerla. Era imposible no sentir que me vigilaban, que había gente en el edificio que podía leer mis pensamientos. El oficial era un hombre grande vestido de uniforme, con un rompecabezas de medallas y condecoraciones en el pecho. Levantó la vista de una pila de papeles que tenía sobre el escritorio y me hizo una seña para que entrase. Le di la nota del psiquiatra. En cuanto le lanzó una ojeada, me dedicó una sonrisa llena de dientes.

—Gracias a Dios —dijo—. Acabas de ahorrarme un par de días de trabajo.

Sin más explicación, empezó a romper los papeles que tenía sobre la mesa y a tirarlos en la papelera. Parecía enormemente satisfecho.

—Me alegro de que te hayan declarado inútil, Fogg —dijo—. Íbamos a tener que hacer una investigación a gran escala sobre tus antecedentes, pero puesto que eres inútil, ya no tenemos que molestarnos.

—¿Investigación? —dije.

—Por todas esas organizaciones a las que has pertenecido —dijo, casi alegremente—. No podemos tener rojillos subversivos y agitadores en el ejército, ¿comprendes? No es bueno para la moral de la tropa.

No recuerdo exactamente la secuencia de los hechos, pero poco después me encontré sentado en una sala con los otros inadaptados y rechazados. Debíamos de ser como una docena, y creo que nunca he visto un grupo de gente más patético reunido en un sitio. Un muchacho con un espantoso acné que le cubría la cara y la espalda, estaba sentado en un rincón temblando y hablando solo. Otro tenía un brazo inválido. Otro, que no pesaría menos de ciento cuarenta kilos, permanecía de pie contra la pared haciendo pedorretas con los labios y riéndose después de cada una como un crío de siete años fastidioso. Éstos eran los bobos, los grotescos, los jóvenes que no tenían cabida en ninguna parte. Yo estaba casi inconsciente por la fatiga y no hablé con ninguno de ellos. Me senté en una silla junto a la puerta y cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, un oficial me sacudía por un brazo diciéndome que despertara. Ya puedes irte a casa, me dijo, has terminado.

Crucé la calle bajo el sol de media tarde. Zimmer me estaba esperando en el restaurante, como había prometido.

Después de eso gané peso rápidamente. Al cabo de unos diez días, creo que había engordado ocho o nueve kilos y a final de mes empezaba a parecerme a la persona que había sido. Zimmer me alimentaba concienzudamente, llenando el frigorífico con toda clase de alimentos, y cuando le pareció que estaba lo bastante fuerte como para aventurarme a salir del apartamento empezó a llevarme a un bar cercano todas las noches, un local oscuro y tranquilo sin mucho trasiego de gente, donde bebíamos cerveza y veíamos los partidos en la tele. En aquel televisor la hierba siempre era azul, y los bates de un naranja borroso, y los jugadores parecían payasos, pero era muy agradable estar allí acurrucados en nuestro pequeño compartimento, hablando durante horas y horas de las cosas que nos esperaban. Fue un período exquisitamente tranquilo en la vida de ambos: un breve momento de descanso antes de seguir adelante.

En esas charlas empecé a saber algo más sobre Kitty Wu. A Zimmer le parecía excepcional y era difícil no percibir la nota de admiración en su voz cuando hablaba de ella. Una vez llegó incluso a decirme que si no hubiera estado enamorado de otra, se habría enamorado de ella como un loco. Estaba más cerca de la perfección que ninguna chica que él hubiera conocido, dijo, y en el fondo lo único que le desconcertaba de ella era que se hubiera sentido atraída por un tipo tan siniestro como yo.

—No creo que se sienta atraída por mí —dije—. Tiene buen corazón, eso es todo. Le di lástima e hizo algo para ayudarme, lo mismo que a otras personas les dan lástima los perros heridos.

—La he visto todos los días, M. S. Todos los días durante casi tres semanas. No paraba de hablar de ti.

—Eso es absurdo.

—Créeme, sé lo que me digo. La chica está locamente enamorada de ti.

—Entonces, ¿por qué no viene a verme?

—Está muy ocupada. Ya ha empezado sus clases en Juilliard y además tiene un trabajo de media jornada.

—No lo sabía.

—Claro que no. No sabes nada. Te pasas el día tumbado en la cama, haces incursiones en la nevera, lees mis libros. De vez en cuando friegas los platos. Así, ¿cómo vas a enterarte de nada?

—Estoy recobrando fuerzas. Dentro de unos días estaré bien.

—Físicamente. Pero tu mente aún tiene que recorrer un largo camino.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que tienes que mirar debajo de la superficie, M. S. Tienes que usar la imaginación.

—Siempre he creído que lo hacía en exceso. Estoy tratando de ser más realista, más práctico.

—Contigo mismo sí, pero no puedes hacer eso con los demás. ¿Por qué crees que Kitty se ha retirado? ¿Por qué crees que ya no viene a verte?

—Porque está muy ocupada. Acabas de decírmelo.

—Eso es sólo parte del asunto.

—Te estás yendo por las ramas, David.

—Sólo estoy intentando demostrarte que es más complicado de lo que piensas.

—De acuerdo, ¿cuál es la otra parte?

—Discreción.

—Esa es la última palabra que yo emplearía para describir a Kitty. Probablemente es la persona más abierta y espontánea que he conocido.

—Es cierto. Pero debajo de eso hay una tremenda reserva, una verdadera delicadeza de sentimientos.

—Me besó la primera vez que la vi, ¿lo sabías? Justo cuando yo estaba a punto de irme, me cortó el paso en la puerta, me echó los brazos al cuello y me plantó un gran beso en los labios. Yo no le llamaría a eso delicado o reservado.

—¿Fue un buen beso?

—La verdad es que fue un beso extraordinario. Uno de los mejores que he tenido el placer de experimentar.

—¿Lo ves? Eso prueba exactamente lo que yo decía.

—Eso no prueba nada. Fue simplemente una de esas cosas que suceden por impulso.

—No, Kitty sabía lo que hacía. Es una persona que sigue sus impulsos, pero esos impulsos son también una forma de conocimiento.

—Pareces espantosamente seguro de ti mismo.

—Ponte en su situación. Se enamora de ti, te besa en la boca, lo deja todo para dedicarse a encontrarte. Pero ¿qué has hecho tú por ella? Nada. Absolutamente nada. Lo que diferencia a Kitty de otras personas es que ella está dispuesta a aceptarlo. Imagínate, Fogg. Te salva la vida, pero no le debes nada. Ella no espera tu gratitud. Ni siquiera tu amistad. Tal vez las desea, pero nunca te las pedirá. Respeta demasiado a los demás para obligarles a hacer algo en contra de su voluntad. Es abierta y espontánea, pero al mismo tiempo se moriría antes que permitir que tú tuvieras la sensación de que se te impone. Ahí es donde interviene la discreción. Ella ya ha ido bastante lejos, ahora no tiene más elección que mantenerse firme y esperar.

—¿Qué estás tratando de decirme?

—Que ahora es cosa tuya, Fogg. Eres tú quien ha de dar el próximo paso.

Kitty le había contado a Zimmer que su padre había sido general del Kuomintang en la China prerrevolucionaria. En los años treinta había sido alcalde o gobernador militar de Pekín. Aunque pertenecía al círculo íntimo de Chang Kaicheck, le había salvado la vida a Chu Enlai una vez al ofrecerle un salvoconducto para salir de la ciudad cuando Chang le atrapó allí con el pretexto de organizar una reunión entre el Kuomintang y los comunistas. No obstante, el general siguió siendo leal a la causa nacionalista y después de la revolución se trasladó a Taiwan con los demás seguidores de Chang Kaicheck. La familia Wu era enorme, formada por una esposa oficial, dos concubinas, cinco o seis hijos y un batallón de sirvientes. Kitty nació en febrero de 1950, hija de la segunda concubina, y dieciséis meses después, cuando el general Wu fue nombrado embajador en Japón, toda la familia se trasladó a Tokio. Fue sin duda una maniobra inteligente por parte de Chang: honrar al general crítico y responsable con un puesto tan importante y al mismo tiempo apartarlo de los centros de poder en Taipei. El general Wu tenía ya sesenta y muchos años y, al parecer, sus días de hombre influyente habían terminado.

Kitty pasó su infancia en Tokio, estudió en colegios norteamericanos, lo cual explicaba su impecable inglés, y tuvo todas las ventajas que ofrecían sus privilegiadas circunstancias: clases de ballet, Navidades estilo norteamericano, coche con chófer. A pesar de eso, fue una infancia solitaria. Tenía diez años menos que su hermanastra más próxima y uno de sus hermanos, un banquero que vivía en Suiza, era treinta años mayor que ella. Y lo peor era que la posición de su madre como segunda concubina le daba apenas más poder dentro de la jerarquía familiar que a cualquiera de las sirvientas. La esposa, de sesenta y cuatro años, y la primera concubina, de cincuenta y dos, tenían celos de la madre de Kitty, que era joven y atractiva, y hacían todo lo que podían por debilitar su posición dentro de la casa. Tal y como Kitty se lo explicó a Zimmer, era un poco como vivir en una corte imperial china, con todas sus rivalidades y facciones, sus maquinaciones secretas, sus intrigas silenciosas y sus falsas sonrisas. Al general casi no le veían. Cuando no estaba ocupado en sus obligaciones oficiales, pasaba la mayor parte del tiempo cultivando los afectos de varias muchachas de fama más que dudosa. Tokio era una ciudad rica en tentaciones y las oportunidades para tales diversiones eran inagotables. Finalmente, se echó una amante, la instaló en un lujoso piso y gastó espléndidas sumas para tenerla contenta: vestidos, joyas y por último un coche deportivo. A la larga, sin embargo, todo eso no fue suficiente, y ni siquiera una dolorosa y costosa cura contra la impotencia pudo evitar lo irremediable. Las atenciones de la amante empezaron a dispersarse y una noche, cuando el general se presentó inesperadamente, se la encontró en los brazos de un hombre más joven. La batalla que siguió fue terrible: gritos, uñas afiladas, una camisa rasgada y manchada de sangre. Fue la última ilusión de un viejo insensato. El general se fue a casa, colgó su camisa desgarrada en medio de su habitación y prendió en ella un papel con la fecha del incidente: 14 de octubre de 1959. La dejó allí el resto de su vida, conservándola como un monumento a su vanidad destrozada.

La madre de Kitty murió, aunque Zimmer no sabía exactamente las causas ni las circunstancias. El general tenía entonces más de ochenta años y una salud muy deficiente, pero, en un último gesto de preocupación por su hija menor, la mandó a un internado en Estados Unidos. Kitty tenía catorce años cuando llegó a Massachusetts para empezar su primer curso en la Academia Fielding. Teniendo en cuenta quién era, no tardó mucho en adaptarse y en encontrar su sitio. Aprendió arte dramático y danza, hizo amistades, estudió lo suficiente como para obtener notas aceptables. Al final de sus cuatro años allí, sabía que no volvería a Japón. Ni tampoco a Taiwan, ni a ningún otro sitio. Estados Unidos se había convertido en su país y, haciendo malabarismos con la pequeña herencia que recibió a la muerte de su padre, había conseguido pagar la matrícula en Juilliard y trasladarse a Nueva York. Llevaba allí más de un año y acababa de comenzar su segundo curso.

—Suena a historia conocida, ¿no crees? —preguntó Zimmer.

—¿Conocida? —dije—. Es una de las historias más exóticas que he oído en mi vida.

—Sólo en la superficie. Rasca un poco el color local y se queda en una historia muy parecida a la de alguien que yo conozco. Quitando o poniendo algunos detalles, claro está.

—Mmm, sí, ya veo lo que quieres decir. Huérfanos en la tormenta, todo eso.

—Exacto.

Me quedé callado un momento, reflexionando sobre lo que Zimmer había dicho.

—Supongo que hay ciertas semejanzas —añadí al fin—. Pero ¿crees que cuenta la verdad?

—No tengo forma de saberlo con certeza. Pero basándome en lo que he visto de ella hasta ahora, me sorprendería mucho que no fuera así.

Bebí otro sorbo de cerveza y asentí. Mucho más adelante, cuando la conocí mejor, supe que Kitty no mentía nunca.

A medida que mi estancia en casa de Zimmer se prolongaba, me iba sintiendo más incómodo. Él costeaba todos los gastos de mi recuperación y, aunque jamás se quejaba de ello, yo sabía que su posición económica no era tan sólida como para permitirle hacerlo mucho más tiempo. Zimmer recibía una pequeña ayuda de su familia, que vivía en New Jersey, pero básicamente tenía que arreglárselas por su cuenta. Hacia el día veinte, iba a empezar un curso para posgraduados sobre literatura comparada en Columbia. La universidad le había atraído ofreciéndole una beca —enseñanza gratuita más un estipendio de dos mil dólares— pero, aunque entonces esa suma no estaba nada mal, apenas llegaba para vivir todo un año. Sin embargo, él seguía manteniéndome, utilizando sus magros ahorros sin escrúpulos. Por muy generoso que Zimmer fuera, tenía que deberse a algo más que a puro altruismo. En nuestro primer año juntos como compañeros de habitación, yo siempre había tenido la sensación de que le intimidaba un poco, que le abrumaba, por así decirlo, a causa de la misma intensidad de mis locuras. Ahora que yo me encontraba en apuros, tal vez él lo vio como una oportunidad de obtener ventaja, de nivelar la balanza interna de nuestra amistad. Dudo que el propio Zimmer fuese consciente de ello, pero había cierto tono de nerviosa superioridad en su voz cuando me hablaba y era difícil no notar el placer que le proporcionaba meterse conmigo. Yo lo soportaba y no me ofendía. Mi autoestima había caído ya tan bajo que secretamente recibía sus burlas como una forma de justicia, un castigo bien merecido por mis pecados.

Zimmer era un muchacho pequeño, delgado pero fuerte, con el pelo negro y rizado y porte erguido y contenido. Llevaba las gafas con montura metálica que estaban de moda entre los estudiantes por entonces y estaba empezando a dejarse crecer la barba, lo cual le daba cierto aire de joven rabino. De todos los estudiantes que yo había conocido en Columbia, era el más brillante y concienzudo y no había duda de que estaba dotado para convertirse en un excelente hombre de letras si se lo proponía. Compartíamos la misma pasión por los libros oscuros y olvidados (Cassandra de Lycofron, los diálogos filosóficos de Giordano Bruno, los cuadernos de Joseph Joubert, por no mencionar más que aquellos que descubrimos juntos), pero mientras yo tendía a mostrar un entusiasmo alocado y disperso por estas obras, Zimmer era riguroso y sistemático, penetrante hasta un grado que a menudo me asombraba. No obstante, él no estaba especialmente orgulloso de su talento crítico, y lo desdeñaba como algo de importancia secundaria. El principal interés de Zimmer en la vida era escribir poesía y a ello dedicaba largas y duras horas, trabajando cada palabra como si la suerte del mundo estuviera en juego, lo cual es, probablemente, la única manera sensata de hacerlo. En muchos aspectos, los poemas de Zimmer recordaban a su cuerpo: compactos, tensos, inhibidos. Sus ideas estaban tan densamente entrelazadas que con frecuencia era difícil entenderlas. A pesar de todo, yo admiraba la extrañeza de los poemas y la calidad de pedernal del lenguaje. Zimmer confiaba en mis opiniones y yo era lo más sincero posible cuando me las pedía, animándole cuanto podía, pero al mismo tiempo me negaba a desmenuzar las palabras cuando algo me parecía mal. Yo no tenía ambiciones literarias propias y probablemente eso lo hacía más fácil. Si criticaba su obra, él sabía que no era a causa de una tácita rivalidad entre nosotros.

Llevaba dos o tres años enamorado de la misma persona, una chica que se llamaba Anna Bloom o Blume, nunca estuve seguro de cómo se escribía el apellido. Había sido su vecina de enfrente en New Jersey y compañera de clase de su hermana, lo cual quería decir que era un par de años más joven que él. Yo solamente la había visto una o dos veces. Era menuda y morena, con una cara bonita y una personalidad agresiva y vivaz, y yo sospechaba que probablemente no era demasiado adecuada para el carácter estudioso de Zimmer. A principios de verano, se había marchado de repente para reunirse con su hermano mayor, William, que trabajaba como periodista en algún país extranjero, y desde entonces Zimmer no había tenido noticias suyas; ni una carta, ni una postal, nada. A medida que pasaban las semanas, él estaba cada vez más desesperado por este silencio. Comenzaba cada día con el mismo ritual de bajar a mirar en el buzón, y cada vez que entraba o salía de la casa, obsesivamente, abría y cerraba el buzón vacío. Esto ocurría a cualquier hora, incluso a las dos o las tres de la madrugada, cuando no existía la menor posibilidad de que hubiese llegado correo. Pero Zimmer era incapaz de resistir la tentación. Muchas veces, al volver de la taberna White Horse, que estaba a la vuelta de la esquina, los dos medio borrachos de cerveza, tenía que ser testigo del penoso espectáculo de Zimmer buscando la llave del buzón y metiendo la mano para coger algo que no estaba allí, que nunca estaría. Puede que ésa fuera la razón de que mi amigo soportara mi presencia en su apartamento durante tanto tiempo. Por lo menos, era alguien con quien hablar, alguien que le distraía de sus preocupaciones, una extraña e imprevisible forma de alivio cómico.

A pesar de todo, constituía una sangría para su capital, y cuanto más tiempo pasaba sin que él lo mencionara, peor me sentía yo. Mi intención era salir a buscar trabajo tan pronto me encontrara lo bastante fuerte (cualquier trabajo, daba igual lo que fuera) y empezar a devolverle el dinero que había gastado en mí. Eso no resolvía el problema de encontrar un sitio donde vivir, pero al menos convencí a Zimmer de que me dejara pasar las noches en el suelo para que él pudiera volver a dormir en su cama. Un par de días después de que cambiáramos de habitación, él empezó sus clases en Columbia. Una noche de la primera semana, regresó a casa con un montón de papeles y anunció malhumorado que una amiga suya del departamento de francés había aceptado una traducción urgente y luego se había dado cuenta de que no tenía tiempo para hacerla. Zimmer le había preguntado si quería pasársela a él y ella contestó que sí. Así fue como el manuscrito entró en casa, un tedioso documento de unas cien páginas relativo a la reorganización estructural del consulado francés en Nueva York. En cuanto Zimmer comenzó a hablarme del asunto comprendí que había encontrado una oportunidad de ser útil. Mi francés era tan bueno como el suyo, le dije, y dado que no tenía excesivos compromisos por el momento, ¿por qué no me daba la traducción y dejaba que yo me encargara de ella? Zimmer puso objeciones, como yo esperaba, pero poco a poco fui venciendo su resistencia. Deseaba saldar mi cuenta con él, le expliqué, y hacer aquel trabajo era la forma más práctica y más rápida de conseguirlo. Le entregaría el dinero, doscientos o trescientos dólares, y entonces estaríamos en paz otra vez. Este último argumento fue el que finalmente le convenció. A Zimmer le gustaba el papel de mártir, pero cuando comprendió que estaba en juego mi bienestar, cedió.

—Bueno —dijo—, si tan importante es para ti, creo que podríamos ir a medias.

—No —le contesté—, sigues sin entenderlo. Te quedas con todo el dinero. De otro modo no tendría sentido. Te quedarás hasta el último céntimo.

Logré lo que quería y por primera vez en meses, comencé a sentir que mi vida volvía a tener un objetivo. Zimmer se levantaba temprano y se iba a Columbia, y durante el resto del día yo me quedaba a mis anchas, libre de instalarme en su mesa y trabajar sin interrupción. El texto era abominable, lleno de toda clase de galimatías burocráticos, pero cuanto más trabajo me daba, más obstinadamente perseveraba en la tarea, negándome a dejarla hasta que empezaba a vislumbrarse un asomo de sentido en las torpes y retorcidas frases. La dificultad del trabajo era lo que me estimulaba. Si la traducción hubiese sido fácil, no habría tenido la sensación de que estaba haciendo una adecuada penitencia por mis errores pasados. En cierto modo, por lo tanto, la absoluta inutilidad del proyecto era lo que le daba valor. Me sentía como si me hubieran condenado a trabajos forzados en una cuerda de presos. Mi tarea consistía en coger un martillo y partir piedras para convertirlas en piedras más pequeñas y luego partir ésas en otras más pequeñas todavía. El trabajo no tenía ningún propósito, pero a mí no me interesaban los resultados. El trabajo era un fin en sí mismo y me entregué a él con la determinación de un presidiario modelo.

Cuando hacía buen tiempo, a veces salía a dar un breve paseo por el barrio para despejarme la cabeza. Estábamos en octubre, el mejor mes del año en Nueva York y me agradaba estudiar la luz de principios de otoño, observando que parecía adquirir una claridad nueva cuando incidía oblicuamente en los edificios de ladrillo. Ya no era verano, pero el invierno aún estaba muy lejos y yo saboreaba aquel equilibrio entre el frío y el calor. En todas partes adonde iba aquellos días, en la calle no se hablaba más que de los Mets. Era uno de esos raros momentos de unanimidad en los que todo el mundo piensa en lo mismo. La gente llevaba transistores para escuchar la retransmisión del partido, delante de los escaparates de las tiendas de electrodomésticos se formaban grupos para ver el juego en los televisores mudos, de los bares, de las ventanas, de los invisibles tejados salían repentinos vivas. Primero fue Atlanta en los playoffs, luego Baltimore en las series. De ocho partidos que jugaron en octubre, los Mets sólo perdieron uno, y cuando acabó la aventura, Nueva York celebró otro desfile memorable, que superó incluso la extravagancia del recibimiento dado a los astronautas dos meses antes. Ese día se tiraron a la calle más de quinientas toneladas de papel, un récord nunca igualado desde entonces.

Cogí la costumbre de comerme el almuerzo en Abingdon Square, una plaza ajardinada que estaba a poco más de una manzana del apartamento de Zimmer. Había un rudimentario terreno de juegos infantiles y me gustaba el contraste entre el lenguaje vacío del informe que estaba traduciendo y la furiosa, incansable energía de los críos que corrían y chillaban a mi alrededor. Descubrí que me ayudaba a concentrarme y en varias ocasiones incluso me llevé el trabajo a ese parquecillo y traduje sentado en un banco en medio del griterío. Casualmente, fue una de esas tardes de mediados de octubre cuando al fin volví a ver a Kitty Wu. Estaba luchando con un párrafo particularmente difícil y no la vi hasta que ya se había sentado a mi lado en el banco. Era la primera vez que la veía desde que Zimmer me sermoneó en el bar, y el repentino encuentro me cogió con la guardia baja. Había pasado las últimas semanas imaginando todas las cosas brillantes que le diría cuando volviera a verla, pero ahora que estaba allí en carne y hueso apenas podía pronunciar palabra.

—Hola, señor Escritor —dijo—. Me alegro de verte ya levantado y en la calle.

Llevaba gafas de sol y los labios pintados de un rojo vivo. Como sus ojos eran invisibles detrás de los cristales oscuros, me costaba esfuerzo no mirarla directamente a la boca.

—No estoy escribiendo, en realidad —dije—. Es una traducción. La estoy haciendo para ganar un poco de dinero.

—Lo sé. Me encontré a David ayer y me lo contó.

Poco a poco, me fui relajando y entrando en la conversación. Kitty tenía un talento natural para hacer hablar a la gente y resultaba fácil charlar con ella, sentirse cómodo en su presencia. Como me había dicho una vez el tío Victor hacía mucho tiempo, una conversación es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tira la pelota directamente al guante, de modo que es casi imposible que se te escape; cuando es él quien recibe, coge todo lo que le lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes. Eso era lo que hacía Kitty. Me lanzaba la pelota derecha al hueco del guante y cuando yo se la devolvía, ella recogía todo lo que entrara, aunque fuese remotamente, en su área: saltando para agarrar pelotas que pasaban por encima de su cabeza, echándose ágilmente a derecha o izquierda, corriendo hacia adelante para no perder las que se quedaban cortas. Más aún, su habilidad era tal que siempre me hacía sentir que yo había hecho esos malos lanzamientos a propósito, como si mi única intención hubiera sido la de lograr que el juego fuera más divertido. Me hacía parecer mejor de lo que era y eso aumentaba mi confianza en mí mismo, lo cual a su vez me ayudaba a realizar tiros menos difíciles para ella. En otras palabras, empecé a hablarle a ella en lugar de a mí mismo, y el placer que eso me proporcionó fue mayor que ninguno que hubiera experimentado en mucho tiempo.

Mientras seguíamos hablando bajo la luz otoñal, empecé a tratar de encontrar la manera de prolongar la conversación. Estaba demasiado excitado y feliz para dejar que se acabara y el hecho de que Kitty llevara al hombro una gran bolsa de la que sobresalían pedazos de ropa de baile —la pierna de unos leotardos, el cuello de una camiseta, la punta de una toalla— me hacía temer que estuviera a punto de levantarse y salir corriendo para acudir a una clase. Había una insinuación de frío en el aire, y después de estar veinte minutos charlando en el banco, noté que se estremecía ligeramente. Haciendo acopio de valor, comenté que empezaba a hacer frío, quizá deberíamos irnos al apartamento de Zimmer, donde yo podría preparar un café caliente. Milagrosamente, Kitty asintió y dijo que pensaba que era una buena idea.

Me puse a hacer el café. El cuarto de estar estaba separado de la cocina por el dormitorio, y en vez de esperarme en el cuarto de estar, Kitty se sentó en la cama para que pudiéramos seguir hablando. La llegada al apartamento había cambiado el tono de la conversación y ambos nos quedamos más callados e inseguros, como buscando una forma de interpretar nuestro nuevo diálogo. En el aire había una extraña sensación de anticipación, y me alegré de tener entre manos la tarea de hacer el café para disimular la confusión que se había apoderado de mí repentinamente. Algo iba a suceder de un momento a otro, pero me daba demasiado miedo pensarlo, porque sentía que si me permitía concebir esperanzas, aquello se destruiría antes de tomar forma. Luego Kitty se quedó muy silenciosa, no dijo nada durante veinte o treinta segundos. Continué moviéndome por la cocina, abriendo y cerrando la nevera, sacando tazas y cucharillas, poniendo leche en una jarrita y todo eso. Durante un momento le di la espalda a Kitty y, antes de que me diera plena cuenta de ello, se levantó de la cama y entró en la cocina. Sin decir palabra, se acercó a mi por detrás, me rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en mi espalda.

—¿Quién es? —dije.

—La mujer dragón —contestó ella—. Ha venido a atraparte.

Le cogí las manos, tratando de no temblar cuando noté la suavidad de su piel.

—Creo que ya me ha atrapado —dije.

Hubo una breve pausa y luego Kitty apretó más sus brazos alrededor de mi cintura.

—Te gusto un poquito, ¿verdad?

—Más que un poquito. Y tú lo sabes. Mucho más que un poquito.

—No sé nada. He esperado demasiado para saber nada.

Toda la escena tenía una cualidad imaginaria. Yo sabía que era real, pero al mismo tiempo era mejor que la realidad, más próxima a una proyección de la realidad que yo deseaba que nada de lo que había experimentado antes. Mis deseos eran muy fuertes, arrolladores de hecho, pero sólo gracias a Kitty tenían la posibilidad de expresarse. Todo dependía de sus respuestas, de sus sutiles incitaciones y de la sabiduría de sus gestos, de su ausencia de vacilación. Kitty no tenía miedo de sí misma y vivía dentro de su cuerpo sin embarazo ni dudas. Tal vez tenía algo que ver con el hecho de ser bailarina, aunque es más probable que fuera al revés. Porque le gustaba su cuerpo, le era posible bailar.

Hicimos el amor durante varias horas en la decreciente luz vespertina del apartamento de Zimmer. Sin duda, fue una de las cosas más memorables que me han sucedido nunca y creo que al final estaba completamente transformado por la experiencia. No estoy hablando solamente de sexualidad ni de las permutaciones del deseo, sino de un espectacular derrumbe de muros interiores, de un terremoto en el corazón de mi soledad. Me había acostumbrado de tal modo a estar solo que no creí que algo semejante pudiera ocurrirme. Me había resignado a cierta clase de vida y luego, por razones totalmente oscuras para mí, aquella preciosa muchacha china había caído ante mí, descendiendo de otro mundo como un ángel. Hubiera sido imposible no enamorarse de ella, imposible no quedar arrebatado por el simple hecho de que estuviera allí.

A partir de entonces, mis días estuvieron más llenos. Trabajaba en la traducción por la mañana y en las primeras horas de la tarde y luego salía a encontrarme con Kitty, generalmente en la zona de Columbia y Juilliard. Si había alguna dificultad, era únicamente porque no teníamos muchas oportunidades de estar solos. Kitty vivía en un cuarto de Juilliard que compartía con otra estudiante y en el apartamento de Zimmer no había una puerta que se pudiera cerrar para separar el dormitorio del cuarto del estar. Aunque hubiese existido una puerta, habría sido impensable el llevarme a Kitty allí. Dadas las circunstancias de la vida amorosa de Zimmer en aquel momento, yo no habría tenido el valor de hacerlo: infligirle los sonidos de nuestro amor, obligarle a escuchar nuestros gemidos y suspiros mientras estaba sentado en la habitación contigua. Una o dos veces, la compañera de cuarto de Kitty salió por la noche y aprovechamos su ausencia para ocupar la estrecha cama de Kitty. En varias ocasiones tuvimos citas amorosas en apartamentos vacíos. Kitty era la que se encargaba de organizar estos encuentros, hablando con amigos de amigos de amigos para pedirles que nos permitieran usar un dormitorio durante unas horas. Había algo frustrante en todo aquello, pero al mismo tiempo era emocionante, una fuente de excitación que añadía un elemento de peligro e incertidumbre a nuestra pasión. Corrimos riesgos que fácilmente podrían habernos llevado a situaciones de lo más embarazosas. Una vez, por ejemplo, paramos un ascensor entre dos pisos y, mientras los furiosos vecinos gritaban y daban golpes protestando por el retraso, le bajé a Kitty los vaqueros y las bragas y le provoque un orgasmo con la lengua. Otra vez lo hicimos en el suelo de un cuarto de baño durante una fiesta, echando el pestillo y haciendo caso omiso a la gente que formaba cola fuera, esperando su turno para usar el retrete. Era un misticismo erótico, una religión secreta restringida a sólo dos miembros. Durante toda esa primera etapa de nuestra relación, nos bastaba con mirarnos para excitarnos. No bien tenía a Kitty cerca de mí, empezaba a pensar en hacer el amor con ella. Me resultaba imposible mantener las manos apartadas de ella y cuanto más conocía su cuerpo, más deseaba tocarlo. Un día, llegamos incluso a hacer el amor en el vestuario de la escuela, después de uno de sus ensayos de baile, cuando se fueron las demás chicas. Ella iba a participar en una función al mes siguiente y yo trataba de ir a sus ensayos nocturnos siempre que podía. Ver a Kitty bailar era casi tan maravilloso como abrazarla y yo seguía las evoluciones de su cuerpo por el escenario con una especie de delirante concentración. Me encantaba, pero al mismo tiempo no lo entendía. La danza me era totalmente ajena, algo que estaba más allá del alcance de las palabras, y no tenía otra opción que la de sentarme allí en silencio y abandonarme al espectáculo del movimiento puro.

Acabé la traducción a finales de octubre. La amiga de Zimmer se la pagó unos días después y esa noche Kitty y yo cenamos con él en el Palacio de la Luna. Fui yo quien eligió el restaurante, más por su valor simbólico que por la calidad de la comida, pero comimos bien de todas formas, porque Kitty les habló en mandarín a los camareros y les pidió platos que no aparecían en la carta. Zimmer estaba inspirado esa noche y habló sin parar de Trotski, Mao y la teoría de la revolución permanente. Recuerdo que en un momento determinado Kitty apoyó la cabeza en mi hombro, con una hermosa y lánguida sonrisa, y entonces los dos nos recostamos en los cojines del respaldo y dejamos que David continuara su monólogo, asintiendo de cuando en cuando mientras él resolvía los dilemas de la existencia humana. Fue un momento magnífico para mí, un momento de asombroso gozo y equilibrio, como si mis amigos se hubieran reunido allí para celebrar mi regreso al mundo de los vivos. Una vez que retiraron los platos, los tres abrimos nuestras galletas de la suerte y analizamos las predicciones con fingida solemnidad. Curiosamente, recuerdo la mía como si aún tuviera el papelito entre las manos. Decía: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.” Había de volver a encontrar esta enigmática frase, lo cual, retrospectivamente, hizo que el casual descubrimiento de la misma en el Palacio de la Luna pareciese estar cargado de una extraña y premonitoria verdad. Por razones que no examiné en aquel momento, me metí el papelito en la cartera y lo llevé conmigo durante los siguientes nueve meses, conservándolo hasta mucho después de haber olvidado que estaba allí.

A la mañana siguiente empecé a buscar trabajo. Aquel día no me salió nada y al otro tampoco. Comprendiendo que por los anuncios de los periódicos no iba a conseguir nada, decidí ir a Columbia y probar suerte en la oficina de empleo de los estudiantes. Como antiguo alumno de la universidad tenía derecho a utilizar ese servicio y, puesto que no tenía que pagar nada si me encontraban un trabajo, parecía razonable empezar por ahí. A los diez minutos de entrar en el Dodge Hall vi la respuesta a mis problemas mecanografiada en una tarjeta clavada en la esquina inferior izquierda del tablón de anuncios. La descripción del puesto decía lo siguiente: “Caballero anciano en silla de ruedas necesita joven que le sirva de acompañante interno. Paseos diarios, ligeras tareas de secretario. 50 dólares a la semana más habitación y manutención.” Este último detalle fue lo que me decidió. No sólo podría empezar a ganar algo de dinero, sino que además podría dejar al fin el apartamento de Zimmer. Y, mejor aún, me trasladaría a la avenida West End esquina calle Ochenta y cuatro, lo que quería decir que estaría mucho más cerca de Kitty. Parecía perfecto. El puesto en sí no era exactamente el que uno querría para poder escribir a la familia contando que se lo habían dado, pero en cualquier caso yo no tenía familia a la que escribir.

Llamé desde allí mismo para pedir una entrevista, temeroso de que alguien se me adelantara. Antes de dos horas estaba sentado con mi futuro jefe en su cuarto de estar y a las ocho de la noche me llamó a casa de Zimmer para decirme que el puesto era mío. Me dio a entender que había sido una decisión difícil para él y que había tenido que elegir entre varios candidatos valiosos. A la larga, dudo que eso hubiera cambiado nada, pero si hubiera sabido entonces que estaba mintiendo, tal vez habría tenido una idea más clara de dónde me estaba metiendo. Porque la verdad era que no hubo otros candidatos. Yo era el único que había solicitado el trabajo.